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Capítulo 52: Manzana Dorada

08:52 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Eris:

Es irónico. Toda la vida de aquí para allá, provocando derramamientos de sangre, masacres, hambrunas... Por los dioses, incluso podía enorgullecerme de decir que había empezado la gloriosa Segunda Guerra Mundial. 

Y ahora, por una tontería insignificante, estaba a punto de ser castigada. 

A ver, ¡solo había humillado a esa comeflores de Irene! Una doña simpática cualquiera, a la que le había metido una gotita de oscuridad en el alma para que la corrompiera y acabase matando a los que la rodeaban. ¡Tampoco era para tanto!

En aquel momento no me quedó ninguna duda de lo susceptibles que podéis llegar a ser los humanos.

Por suerte para mí, se me aclaró la vista. Al menos, la ceguera provocada por el círculo ritual de Azazel no fue permanente. Supongo que era lo mínimo, después de todos los inconvenientes que me había traído. Lo malo de todo esto es que solo recuperé mi visión cuando recibí el primer puñetazo de Irene. 

El súbito impacto me hizo retroceder, tropezar y caer al suelo de morros. 

Los adoquines se me estamparon contra la frente, causándome un dolor lacerante y bastante molesto. Las primeras gotas de sangre empezaron a brotar con avidez, como si buscaran purificarse a través del velo de lluvia que se cernía sobre mí. 

Los sonidos me llegaban de forma amortiguada, y apenas si podía atisbar las siluetas de la delegada y otra chica que la zarandeaba del brazo. 

— ¡Ire! Te estás pasando — le advirtió. Su voz me resultaba vagamente familiar, aunque no podía recordarla con exactitud. 

Lo que sí podía ver era que me encontraba al aire libre, en una especie de plaza. Tambaleándome, barrí el lugar con la mirada, intentando encontrar algún punto de referencia, algo que me sonase. Pero nada. 

¿Acaso el hechizo simplemente me había transportado a un lugar aleatorio? ¿Y de dónde demonios habían salido estas dos? Ya era mala suerte que me las tuviera que encontrar justo ahora, privada de mi poder divino. 

Un incidente más para sumar a la lista del día.  

Cegada por la oscuridad de la tormenta y la discusión entre aquellas jóvenes, sin obtener ninguna respuesta concluyente, no pude evitar fijarme en que el círculo ritual parecía haberse desvanecido por completo... No había trazos de sangre en el suelo, ni tampoco una barrera invisible que limitara mis pasos. 

Solo dos mortales se interponían en mi camino hacia la libertad. 

— Queridas, no es necesario llevar esto más lejos — comencé, empleando el tono más dulce que pude esgrimir —. Vosotras por vuestro lado, y yo por el mío. ¿Por qué no olvidáis que me habéis visto?

La respuesta de la delegada me llegó instantes después, en forma de una cruel patada en la boca del estómago, que me hizo caer de nuevo. Gruñí de dolor, maldiciendo el momento en que se le había ocurrido a esta chica comprarse unas botas con puntera de acero. 

— ¿De verdad crees que vamos a dejar marchar a una asesina como tú? — me interrogó Irene, su voz anegada de un profundo odio. Una rabia... Que parecía ocultar algo tras de sí. — ¡Mataste a Torres! Y vas a pagar. 

Sus palabras me dejaron descolocada por unos breves instantes. ¿Cómo podía saber...? Cronos se había deshecho del cuerpo, ¿verdad? Maldita sea, ¡este titán no sabía hacer nada bien!

Aparentando una calma de la que, ciertamente, no disponía, compuse mi mejor sonrisa viperina, y pasé a la acción. 

— ¿Y? — la interrogué, deleitándome al ver cómo los ojos de su acompañante se desorbitaban de rabia. 

— ¿Lo admites así, sin más? — replicó la otra chica, atónita. 

Me encogí de hombros. 

— Solo era un patético mortal. Su vida fue insignificante, y lo mismo puede decirse de su muerte. 

Y esta es la parte en que debía haber sacado mi Manzana Dorada y haberme zafado de estas dos. Un rayo de energía por aquí, las almas de un par de difuntos por allá, un lanzamiento rápido, y ¡voilà! Otras dos humanas sin alma y agonizantes. 

Solo había un pequeño problema: me había quedado sin poderes. Y, tonta de mí, se me olvidó por completo. Por unos felices segundos, creí que todo había vuelto a la normalidad. Se podría decir que actué como la personificación de la estupidez. 

Tal y como era de esperar, la delegada me tiró de mi rubia cabellera, obligándome a ponerme en pie. Y mientras su amiga me sujetaba cuán saco de patatas, Irene se dedicó a desquitarse conmigo. Patadas, puñetazos... También me escupió un par de veces. 

Ahora, olvidaos por un segundo de mi macabro sentido del humor. 

Aquello dolió, y mucho. Mi cuerpo no sanaba, y cada golpe era más doloroso que el anterior. La vista se me nubló un par de veces, hasta el punto en que creí que me desmayaría. Y aunque intenté defenderme, fue en vano. 

Mis brazos colgaban a ambos lados del costado, inútiles. Las piernas se me habían transformado en pura gelatina. Una sensación de alienación me había cubierto de la cabeza a los pies, sin dejarme pensar con claridad. Era como si hubiera sido alcanzada por un rayo silencioso, que me hubiera arrebatado todo cuanto era. 

Cuando finalmente se cansó, la amiguita de la delegada me dejó caer al suelo, con toda seguridad dándome por muerta. 

Pero nada más lejos de la realidad. Bueno, quizá había perdido todo el poder que como diosa menor ostentaba... Y sin embargo, aún poseía la mejor de mis capacidades: mi afilada lengua, que se activó de inmediato al percibir la identidad de la segunda chica. 

Sin poder contenerme, estallé en una débil y mortecina carcajada. Al oírme, Irene se volvió, ofendida y confusa. 

— ¿Qué te hace tanta gracia? — espetó, su negro cabello empapado por la lluvia torrencial. 

Negué con la cabeza un par de veces, tratando de recomponerme de la impresión.

— Déjala Ire. Es una lunática — dijo Laura, tomando a su amiga del brazo, disponiéndose a salir de allí. No obstante, como que yo me llamaba Eris que no iba a dejar que se fueran tan contentas, con la cabeza bien alta. 

— ¿Yo soy la lunática? ¡Al menos yo no soy tan patética como tú, Laura! — exclamé, atrayendo la atención de ambas. — ¿O acaso no estabas tan desesperada por pasar la noche con tu ex, que acudiste a mí? Hiciste todo cuanto te ordené... Hasta proporcionarme toda esa información para que humillara a tu queridísima amiga — añadí, mi voz bañada en puro veneno. 

La reacción no se hizo esperar. La delegada apartó a su atónita compañera de un empujón, sus ojos abiertos por el desengaño. 

— ¡Fuiste tú! — la acusó, propinándole una sonora bofetada, condenándola sin darle siquiera una oportunidad de defenderse. — ¡Me vendiste por ese imbécil que no te quiere!

Laura miró a su amiga con ojos suplicantes, cargados de dolor. Era obvio que sus últimas palabras le habían dolido más que el propio golpe. 

— ¡Carlos me ama! Solo necesita tiempo...

— ¡Acéptalo de una maldita vez! Eres el juguete que usa para divertirse cuando no le queda nadie. Nunca vas a ser su prioridad — replicó la delegada. 

Ante las lágrimas de su compañera, solo pudo temblar por la ira, hasta estampar el puño contra la pared más cercana. Torcí los labios de desagrado ante aquel gesto instintivo. Casi había podido escuchar sus nudillos crujir por el impacto. Una lástima... Sus manos eran lo único bonito que tenía y acababa de arruinarlas. Pero podía usar todo esto a mi favor. 

No lo de las manos. Más bien me refiero a esa rabia burbujeante que la estaba poseyendo, ese odio cuya raíz yo misma había sembrado. 

— Duele, ¿verdad? — le pregunté —. La oscuridad que ahora habita tu alma te va a consumir. 

La luz del siguiente rayo iluminó su rostro por unos breves segundos. Y pude verlo. Aquella ya no era una mujer amenazante, una verdugo en toda regla. No, solo era una chica asustada, confusa ante las palabras de un ser supremo como yo. 

— ¿De qué hablas?

Me puse en pie con dificultad, y acorté la distancia entre nosotras a paso lento, procurando infundir el mayor terror posible sobre su ingenua mente. 

— Poco a poco, antes de que te des cuenta, las sombras se apoderarán de ti. Ya lo debes de estar notando... El amor que sentías por todo y todos se ha desvanecido, y ha sido sustituido por un odio omnipresente. Tus sentimientos simplemente se han apagado. Solo sientes ira, rabia, envidia. Incluso por tus seres queridos. 

— ¡No! — gimió.

— ¡Sí! No te queda mucho tiempo. Por mucho que luches contra ello, ya no serás capaz de sentir amor ni tampoco alegría. Solo las tinieblas, el ansia de matar que se apoderará de ti. 

— ¡Estás mintiendo! 

— Solo digo la verdad. Y puedo asegurarte que, en un futuro cercano, todos aquellos a los que dices amar morirán por tu propia mano. Tú misma los ejecutarás, y lo que es peor, disfrutarás de su dolor. Los torturarás para sentir satisfacción. Para oír sus gritos de clemencia. Eso solo te hará odiarte más a ti misma. ¡Odio, odio, y más odio! Serás un monstruo, al igual que yo. 

Al fin su espíritu se quebró, cayendo al suelo, abrazándose las rodillas. Su frágil mente había colapsado ante el impacto de la dolorosa verdad. Porque todas y cada una de las cosas que le dije era ciertas. 

Yo no tuve padre. 

Nix, mi queridísima madre, fue la encargada de cocinarme a fuego lento, dándome forma a partir de las mismas sombras junto con mis hermanos. Solo había necesitado una gota de esa oscuridad a partir de la cual fui creada. 

Una mísera gota era más que suficiente para arrastrar a esa chica al mal. Para convertirla en alguien atroz. En la peor de los psicópatas. 

Y nadie podría hacer nada para impedirlo. 

— ¿C-cómo puedes saber tú eso? — intervino Laura, enjugándose las lágrimas. 

Esbocé una sonrisa cínica. 

— De la misma forma que sé que tu amado Carlos se subió los bóxer al acabar y se largó de tu casa sin siquiera despedirse — ataqué, haciendo que las ganas de hablar de aquella teñida se esfumasen —. Yo soy la causante de ello. Yo introduje esas tinieblas dentro de ti, Irene. 

Mis palabras hicieron que la delegada, una vez más, reaccionara. 

— Así que es cierto que eres una bruja... — musitó. 

¡Qué desagradable mentira! Recuerdo que, en su día, se me antojó de lo más divertido hacer creer a los que solicitaron mis servicios que era una experta en brujería. Pero creedme, en la vida real es mucho más aburrido que en las películas. O le vendes tu alma a un ángel caído, o le juras lealtad a la Corte Celestial... Ambas opciones apestan. Sobre todo la segunda.

Así que opté por la pura verdad. 

— Yo soy una diosa — les revelé. 

Sin siquiera esperar a ver su reacción, me alejé de allí cojeando. No tenía intención de quedarme para ver cómo se mataban entre ellas. Aunque adorara las peleas a muerte, por esta vez haría una pequeña excepción. 

Aún así, me seguía resultando extraño eso de haber sido transportada un lugar aleatorio. ¿Por qué tomarse tantas molestias por encerrarme, para luego liberarme al azar? No tenía mucho sentido... Y si algo sabía de Azazel, es que lo calculaba todo al milímetro. Sus planes abarcaban todo el maldito abecedario. Algo no cuadraba. 

Lo descubrí instantes después, al ver el pozo. 

Entonces lo recordé todo. Aquella era la plaza de la excursión, donde aquella mujer había sido asesinada. Su cráneo aplastado con una piedra por parte de los feligreses del pueblo, y su hijo ahogado en el agua. 

El pequeño cadáver fue arrojado allí mismo, junto con la cabeza de la mujer. Luego estaban aquellas manos salidas de la nada. La voz silbante y siniestra que me agradeció por lo que estaba por venir. Por haberla despertado. El vello se me erizó al comprender que era una trampa.

Y segundos después llegó la puñalada. 

La hoja me penetró por la parte baja de la espalda. El frío acero me traspasó la piel, hasta quedarse encajado en mi columna vertebral. Presa de la sorpresa y el sufrimiento, me volví para observar a mi atacante: Irene. 

Tratando de reprimir una sonrisa, sus pupilas dilatadas del placer. Las manos manchadas de sangre. 

— Tienes razón, Eris. Soy un maldito monstruo — sollozó, extrayendo el cuchillo de un solo movimiento, y volviéndolo a hundir, esta vez en mi abdomen. 

Intenté hablar, mas la sangre anegó mi boca. 

— Soy una asesina — continuó lloriqueando la delegada, dejando caer el arma homicida. 

Caí de espaldas, sin poder siquiera moverme. Las nubes de tormenta parecían cernirse sobre mí, envolviéndome, arrastrándome a la oscuridad de la muerte. ¿Iría al Infierno, o directamente al Tártaro? Quizá el Maestro de Tortura me había reservado una bonita celda junto a los titanes...

Laura corrió a abrazar a su amiga. 

— No digas eso, Ire — la consoló, instándola a mirarme — ¿Ves? Aún no está muerta. 

— Pero muy pronto lo estará — intervino una voz desconocida, impregnada por el sonido característico del llanto: un gemido ahogado y persistente, como quien se esfuerza por reprimir las lágrimas. 

Yo ya no era consciente de casi nada. Apenas si alcanzaba a ver a las dos chicas que estaban frente a mis narices, mucho menos a aquella desconocida. 

— ¡Lorea! ¡Ayúdanos, por favor! ¡Llama a una ambulancia! — suplicó la amante del pelirrojo, sosteniendo la cabeza de su amiga. 

La recién llegada respondió con una risa triste que me heló el alma. Su voz se transformó, tornándose pastosa y decrépita. 

— No habrá ayuda alguna para la diosa de la Discordia. Habéis hecho justo lo que deseaba. Ya no me servís para nada más — proclamó, extrayendo un objeto de su bolsa. 

Objeto que pude ver segundos después. ¿Por qué? Bueno, la explicación es sencilla. Una luz dorada se materializó en torno a mi figura, forzándome a levitar dos metros por encima del suelo. Tiesa hasta el hartazgo, e inmovilizada, solo pude contemplar el terrible panorama ante mis ojos. 

Lorea se había transformado. 

Llevaba un vestido negro de paño, hasta la altura de los tobillos, con cuello alto y manga larga. Su melena pelirroja rizada se extendía amenazadoramente a su espalda, flotando por encima de la cabeza. Las lágrimas de sangre que corrían por sus mejillas contrastaban con la enorme sonrisa de satisfacción que lucía. 

Lo peor de todo era el símbolo grabado en su frente. 

Un pentagrama invertido, tatuado con todo lujo de detalles, que centelleaba con una ominosa luz ambarina. Era la marca de Lucifer, la bendición del Demonio. Significaba que... Era una de sus protegidas. Que ostentaba parte de su inmenso poder. 

Y del mío, puesto que la Manzana Dorada resplandecía en su mano derecha. 

— ¿Q-qué? — balbuceó Irene, dando un par de pasos hacia aquel ser — Lorea, prima...

— Yo ya no soy Lorea. No soy tu pariente de sangre. Puedes referirte a mí, como lo lleváis haciendo generaciones los de tu calaña: la Mujer del Llanto — expresó, su voz cargada de desdén. 

El rostro de Irene se contorsionó en una mueca de rabia. 

— Tú... Mujer inmunda. ¿Cómo te atreves a poseer a mi prima? ¡Te ordeno que salgas de su cuerpo!

El espíritu reaccionó negando con la cabeza. 

— Te equivocas. Esta chica me aceptó. Consintió que tomara su cuerpo para ejecutar mi venganza. 

— ¡Mientes! — interrumpió Laura, sumándose a la disputa. Sus ojos aguamarina estaban... ¿brillando? — ¿Por qué Lorea haría algo así?

Por un instante, la sonrisa de aquel demonio flaqueó y su mirada se desvió hacia el pozo. 

— Porque ella también conoce el dolor de perder un hijo. El sufrimiento que te abrasa las entrañas cuanto tu retoño te es arrebatado, ejecutado ante tus ojos. Su venganza también será la mía — concluyó. Y por algún extraño motivo, mis atacantes callaron. 

¿Qué era lo que sabían?

Sin embargo, no tuvieron tiempo de explicar nada. En un parpadeo, la Mujer del Llanto liberó una oleada de luz dorada que mandó a Irene a volar, estrellándose contra el pozo, dejándola fuera de combate. 

— ¡Ire! — chilló Laura, horrorizada. 

Pero antes de que pudiera actuar, llegó su turno. Lorea se materializó a su espalda, y mediante un pulso de energía la estrelló contra el edificio más cercano. Y no solo eso, sino que además envolvió la construcción en aquel resplandor. 

Supe muy bien lo que iba a hacer. 

Con solo mover la Manzana un par de centímetros, el entero edificio colapsó sobre la figura de la chica de pelo azulado, enterrándola bajo una montaña de escombros que la engulleron en cuestión de segundos. Hasta que no quedó ni un solo rastro de ella. 

Era imposible que hubiera sobrevivido. 

— ¿Qué opinas, ama Eris? ¿Crees que le estoy dando un buen uso a tu poder? — quiso saber el espíritu, posicionándose frente a mí, blandiendo mi propia arma. 

Pero si esperaba que me amedrentara, la llevaba clara. No pensaba humillarme ante un patético fantasma en pena. 

— Bueno, para una principiante no está mal — bromeé, sintiéndome desconcertada ante el entusiasmo con el que la Mujer me escuchaba —. Aunque yo habría abogado por algo un poco más, ya sabes... Espectacular. 

Ella reaccionó con una carcajada. ¿Me estaba imitando?

— Tranquila, lo espectacular vendrá después. Aunque tú ya no estarás para verlo — comentó, esbozando un puchero. 

Alcé la ceja, presa del aburrimiento. 

— Déjame adivinar: aprovechándote de mi mortalidad, vas a matarme aquí mismo — deduje, algo decepcionada por el giro de los acontecimientos. ¿Así era como iba a acabar todo? ¿Ejecutada a manos de un espectro? Una muerte patética la mía, indigna de una leyenda como yo.

Su negativa me sorprendió.

— Error, querida. No voy a matarte... O al menos no exactamente. Primero, voy a encargarme de arrancarte el último pedazo de tu alma, el que ocultas en tu cuerpo para mantenerte viva y consciente. Así la Manzana Dorada estará completa, y yo tendré el poder del Diablo y el de una diosa — dejó caer, con total tranquilidad, acariciando la superficie pulida de mi fruta sagrada. 

Ahora sí que el miedo se apoderó de mí. 

Este ser... Me arrancaría el alma. Tendría mi entera esencia, cautiva en mi propio artefacto divino, por la eternidad. Pero, ¿para qué podría querer tanto poder? 

Como si me hubiera leído el pensamiento, ella lo soltó todo. 

— Usaré tu poder para abrir una brecha. El aniversario de mi muerte, destruiré la frontera entre el Infierno y la Tierra, desencadenando el Juicio Final. El mundo colapsará, y la entera y corrupta humanidad sucumbirá ante mi venganza. Y entonces, Lucifer gobernará el Cielo y el Averno. Se convertirá en el Rey de Reyes.

No podía ser... Era imposible. Todo había sido un plan, desde el principio. La aparición de Semyazza, su forma de acercarse a mí. El secuestro, la presencia de Irene y Laura. Paso a paso, hasta llevarme hasta este punto. 

Si tan solo hubiera cruzado la puerta del apartamento de David en aquel segundo, si hubiera aceptado la responsabilidad por una vez en mi vida, lo habría evitado todo. Ahora ya era tarde. Iba a morir. 

— Descansa en paz, ama — susurró la Mujer del Llanto, apoyando su frente sobre la mía —.  Haremos grandes cosas juntas. 

Y sin más dilación, me atravesó el pecho con la Manzana Dorada, cercenando el último fragmento de mi esencia. 

Condenándome a una eterna oscuridad. 

***

Nota del autor: Os presento las siguientes cuatro posibles ilustraciones de la Mujer del Llanto (generadas a partir de Dall-E 3). Una es un poco más humana, y el resto... Bueno, ahora lo veréis. ¿Qué os parecen? ¿Cuál os gusta más? ¿Os imaginabais así al personaje? ¡Muchas gracias por leer!

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