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Capítulo 50: El Destructor de la Humanidad

08:37 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Carlos: 

— Eres igual que tu padre. 

Desviando la mirada de la puerta por la que Félix acababa de huir, me volví para enfrentar a aquel joven. 

— ¿De qué hablas? — lo interrogué, acortando la distancia con él. Sus ojos habían vuelto a la normalidad. 

A modo de respuesta, el muchacho solo amplió su sonrisa. 

— ¡Es que sois idénticos! — continúo, observándome con atención —. Tanto en personalidad como apariencia. No sé como no he podido reparar en el parecido antes...

La ira palpitó por mis venas. Aquel hombre del que tan tranquilamente hablaba había arruinado mi vida. Sus torpes acciones lo habían llevado a morir de forma humillante, y a su vez habían conducido a mi madre a ponerse una pistola en la cabeza. A acabar con la vida de todos mis hermanos. 

A convertirme en el monstruo que hoy era. 

Podía aceptar, a regañadientes, que existía cierta similitud entre él y yo. Por mucho que me atormentara esa idea, era necesario que lo admitiera, aunque me condujera a odiarme a mí mismo. Lo llevaba en la sangre, era mi naturaleza y nada podía hacer por cambiarla. 

Sin embargo, afirmar que éramos iguales... Eso ya era demasiado. ¿Cómo podría yo ser igual a aquel hombre enjuto, asesinado de rodillas y desnudo?

— ¿De qué conocías a ese malnacido? — estallé, agarrando al chico del cuello hasta estamparlo contra el muro más cercano, granjeándome exclamaciones ahogadas por parte de los allí presentes, que detuvieron sus movimientos y conversaciones para observarnos. Podía sentir sus miradas clavadas en la nuca. 

David se retorció de dolor, tratando de liberarse sin éxito. Mi agarre era firme, y no estaba dispuesto a aflojarlo. No hasta obtener respuestas, hasta saber qué había hecho con Félix. No os confundáis: no era que me importase que él hubiera roto conmigo (pese a la punzada de dolor que me atravesó el corazón). No, en absoluto. 

Era una cuestión de orgullo. 

Necesitaba saber cómo se las había ingeniado para elaborar aquellas imágenes falsas, para hipnotizar a todos con su mirada violeta. ¿Sería un dios? De ser así tampoco importaba. No me detendría hasta ver cómo la vida abandonaba lentamente sus ojos. 

Pese a todo, su sonrisa viperina seguía sin desaparecer. 

— Si yo fuera tú, no haría eso. Solo mira a tu alrededor y verás de lo que soy capaz — siseó, retándome con la mirada. 

Aceptando el desafío en silencio, y me volví para enfrentarme a los rostros acusadores de aquellos que nos rodeaban. 

Estaba listo para soportar sus miradas de desconcierto, los susurros y las críticas. Las mismas a las que hice frente tras acabar en el orfanato, cuando aquellos a los que alguna vez llamé amigos y conocidos se enteraron de las acciones de mi madre. Y me condenaron en su nombre.

Sin embargo, lo que presencié superó todas mis expectativas y me hizo encogerme de puro horror. 

Los cuerpos de las treinta personas presentes se desplomaron, uno a uno, como marionetas cuyos hilos hubieran sido segados por la mano de David. Sus ojos se tornaron negros a medida que caían inertes y comenzaban a convulsionar. Se retorcían cuán pequeñas larvas tratando de escapar de sus crisálidas, agonizantes frente a la oscuridad de la muerte que les aguardaba. 

Uno a uno, los golpes fueron resonando por el vestíbulo, cada vez más intensos. El suelo se resquebrajó, e incluso las paredes temblaron ante la agónica escena. De los labios de cada uno de ellos brotó una blanca e inmaculada espuma, que contrastaba vivamente con el rojo de su sangre. De las vísceras que escapaban de sus maltrechos cuerpos, a medida que estos iban colapsando con un grotesco gorgoteo. 

Sus extremidades quedaban deformadas en ángulos imposibles. Las cajas torácicas se desgarraban, vertiendo una pasta rojiza por sus aberturas. Los globos oculares se deshacían con un sonido pastoso, los vivos colores de sus iris perdidos para siempre. Rostros deformados hasta lo grotesco, facciones cuya dermis se desprendió a tiras. 

En cuestión de segundos, la estancia quedó bañada de carmesí. 

Las paredes recubiertas de salpicaduras irregulares, el aire salpicado de gritos silenciosos. Los cadáveres no eran más que pedazos de carne irreconocibles, reventados por todas partes, los órganos mezclados en un amasijo sanguinolento. 

Sin que nada pudiera hacer para evitarlo, las arcadas se abrieron camino, haciéndome caer de rodillas. Vacié mi maltrecho estómago junto a un pilar. El hedor no podía siquiera compararse con el aroma metálico que lo cubría todo, con la sangre que se elevaba al aire, gota a gota, hasta formar una neblina rojiza que inundó el vestíbulo. 

— ¿Qué eres? — musité, apoyándome en la pared para levantarme.

Limpié los restos de vomito de mis labios, tratando de aparentar indiferencia ante aquella masacre. Había visto muertes antes, había matado con mis propias manos. 

Pero nunca a semejante escala, de forma tan repentina.

Ante mi consternada mirada, dos gigantescas alas brotaron de la espalda de David, extendiéndose con fiereza. Sus negras plumas rasgaban el velo de sangre, emitiendo un brillo metálico en la zona cercana a sus hombros. Ambas extremidades poseían una majestuosidad ajena a este mundo.  

Por algún extraño motivo esta estampa me reconfortó. Sé que suena muy raro, pero puedo juraros que en aquel momento me sentí arropado, como si hubiera regresado a mi hogar. De nuevo me envolvió la misma sensación de pertenencia y calma que sentí al vencer a Megera. 

Ese ligero cosquilleo a la altura de mis escápulas.

— Mucho me temo que no es de tu incumbencia — sentenció el ángel, observándome con una expresión enigmática —. Antes me has preguntado si conocía a tu padre. La respuesta es sí. 

Emití un ligero jadeo al escuchar sus palabras.

— Yo conocí a tu verdadero padre... No al que concibió tu cuerpo mortal, sino aquel que engendró tu alma en la Era Mitológica, Nephilim

— ¿N-nephilim? — repetí, atónito ante el desconcierto y seguridad que la palabra me aportaba al mismo tiempo. Me producía una sensación agridulce, resonaba con un eco particular en las profundidades de mi mente. 

David se paseó en círculos a mi alrededor, aprovechándose de mi confusión para acortar la distancia conmigo. Me recordaba a un depredador acechando su presa, cercándola hasta que llegara el momento idóneo para desgarrarle el cuello con sus colmillos. 

Sus plumas me rozaron el hombro en una ocasión, causándome un escalofrío de placer. 

— Sangre de ángel caído corre por tus venas — me susurró al oído, deslizando sus manos por mi espalda, haciendo que el cosquilleo se incrementara dolorosamente —. El icor de Eris te ha despertado... Y te puede brindar un poder inigualable. Solo renuncia a tu alma, a tu mitad mortal, y serás uno de nosotros. El primogénito de Yekun. El Destructor de la Humanidad. ¿Por qué no asumir el rol que te fue encomendado por el mismo Lucero del Alba?

Era demasiada información de golpe. Podía percibir cómo mi mente trabajaba a toda velocidad, intentando procesar lo que el ángel acababa de revelarme. Ese tal Yekun... ¿Sería mi verdadero padre? ¿Y a qué se referiría con su última frase?

Sea como fuere, la tentación era enorme. 

Desde siempre, incluso en mi niñez, sentía una oscuridad dentro de mí. Un impulso enfermizo que me llevaba a cometer todo tipo de atrocidades. Recuerdo que al principio me resistía, me negaba a admitir mi naturaleza. En cambio, tras la muerte de mi familia, todo dejó de tener sentido. 

Y con ello me entregué a ese pecado. 

Ahora lo entendía. Esa maldad, ese ansia de herir y matar a los que me rodeaban... ¿Se debía a que...? Es que sonaba ridículo el solo pensarlo. ¿Se debía a que era el hijo de un ángel caído? ¿De un servidor del Demonio?

Pero nada tenía sentido. Entonces, ¿el tal David también era uno de esos seres? ¿Y cuántos habría en realidad? Primero tenía que lidiar con dioses, y ahora con malditos seres alados. ¡Solo quería regresar a mi sencilla vida! De un lado a otro, riendo, disfrutando. Sin vínculos, ni amor. Solo dejando una estela de dolor a mi paso. 

Como si me hubiera leído el pensamiento, el ángel reanudó su pequeño discurso. 

— Si te conviertes en quien debes ser, la inmortalidad te será otorgada. Y una vez triunfemos, podrás caminar por este mundo como un mortal más si así lo deseas. Hacer lo que te plazca con estos miserables y entretenidos humanos. Gobernarlos, masacrarlos, gozar de ellos... Todo te estará permitido. Nadie volverá a juzgarte.

De mis labios brotaron las primeras palabras desde hacía minutos, con un ligero tartamudeo. 

— ¿Q-qué debo hacer? — musité, cayendo de rodillas, aceptando la realidad tal cual era. ¿Qué sentido tendría resistirme a este legado, por más maldito que estuviera? Al fin y al cabo, si con ello podía obtener una nueva familia... La sola idea me causaba una presión en el pecho.

El ángel aplaudió con satisfacción. 

— Solo deja brotar tus alas de nuevo, Krysael — me ordenó. 

Reconocí el nombre de inmediato. Fue como si algo hiciera clic en mi interior, y al fin todo cobrara sentido. La última pieza del puzzle. La tela de la camiseta se rasgó, estallando en mil pedazos, a medida que dos profundas cicatrices se materializaban a la altura de los hombros. 

Mi carne gimió de agonía al desgarrarse, dejando brotar las primeras plumas de mis extremidades aladas, de un color rojo oscuro, similar al de la sangre que cubría el vestíbulo. Los cadáveres de pacientes y enfermeros por igual eran testigos mudos de cuanto estaba sucediendo. 

El dolor era indescriptible. Centímetro a centímetro, cada pluma parecía forjarse en mis propias venas, rasgando mis vísceras como cuchillas para ver la luz del sol. Junto con aquella prueba de mi divinidad, pequeños retazos de recuerdos distantes me inundaron la mente, haciendo más llevadero el proceso. 

Las llamas del Infierno. 

Los corredores laberínticos del Pandemonio. Las almas en pena que allí vagaban, retorciéndose de agonía, susurrando mi nombre con espanto. Huestes enteras de demonios, muertos vivientes y ángeles caídos vitoreándome, a medida que dirigía la carga contra las puertas doradas del Monte Otris, apoyado por las huestes de Zeus y sus hermanos. 

Mi combate a muerte contra Hiperión, el repicar de su lanza contra mi coraza, el sonido que hizo su cabeza al ser cercenada por una de mis alas. La calidez de sus llamas lamiendo mi piel. Todo era tan real... Como si lo hubiera vivido ayer mismo. 

Tras lo que se me antojaron horas de agonía, mis dos alas se desplegaron en todo su esplendor, agrietando el suelo que me rodeaba. 

— ¿Cómo te sientes, sobrino? — me preguntó Semyazza, tendiéndome la mano. 

Mi querido tío... Una oscura alegría revoloteó dentro de mí al reconocerlo. 

El Ángel del Recuerdo, el encargado de conservar la memoria colectiva de la humanidad. El líder de los doscientos Grigori, quien, corrupto por amor, condujo a su entero ejército hacia una vida de pecado. Incluso presentó a mi padre a una hermosa mortal con la que saciarse: mi madre. 

Solo gracias a él existía. 

— Mejor que nunca — respondí, percibiendo vagamente cómo mis ojos castaños se tornaban dorados. 

Y sin embargo, al momento de entrar en contacto con su piel, una mueca de absoluta sorpresa atravesó el rostro del Vigilante. Una punzada de agudo dolor se instaló en mi cabeza, haciéndome retroceder al instante.

En mi mente revoloteaba la imagen de una hoguera, dos amantes desnudos a la luz de una fogata. Una máscara dorada tendida en el suelo, palabras esperanzadoras susurradas en medio de caricias y besos.

— Imposible... ¡No! — exclamó, sus ojos violeta fijos en mi frente. Dos gotas de sudor le resbalaron por las mejillas. 

Al principio, no entendí lo que estaba sucediendo. 

El sabor salado de los labios de aquel hombre me recorría de nuevo, llenándome de una alegría que creí perdida. Todo cambió cuando mis recuerdos regresaron, en contra de la voluntad de Semyazza. Cada promesa susurrada al viento, cada abrazo que fue devolviéndome mi humanidad. 

El fruto de un romance prohibido que llenó mi existencia, hasta que esta fue segada por mi propio padre, y sellada por Mefistófeles. 

— ¡No hagas caso, no insistas! ¡No debes acordarte de él! — me advirtió. 

Pero ya era tarde: el rostro del titán acudió a mi mente con total claridad. 

Su figura espigada y altiva. Los relieves de estaño en forma de flamas que recubrían su armadura plateada. La máscara dorada tras la que ocultaba su bello rostro, enmarcado por su cabello negro. El tacto tierno y excitante de su cuerpo. Nuestros encuentros furtivos, el odio que se tornó en amor. 

Por encima de todo, las palabras de la que era mi alma gemela. De aquel al que mi tío había intentado que olvidara.

— Tú no eres como ellos, Krysael... Deberíamos ser opuestos, enemigos por naturaleza. Y en cambio aquí estamos, yaciendo en el mismo lecho, desafiando la voluntad del Maligno — me susurró, acurrucado sobre mi pecho desnudo —. Nunca lo olvides, y jamás renuncies a la bondad de tu alma maldita. 

Las palabras del que fue mi amado en otra vida me devolvieron el sentido de la realidad, instándome a levantarme, a despojarme de aquellas alas que representaban mi perdición. Eran una herencia envenenada, un regalo que jamás debí aceptar. 

Eso me lo enseñó él. 

Solo con desearlo, ambas se deshicieron en un torbellino de plumas carmesíes, las heridas en mi espalda desvaneciéndose como si nunca hubieran existido. 

Con ellas, aquel recuerdo se apagó con lentitud, perdiéndose en los confines de mi alma, junto con el resto de mis memorias. Pero el nombre de mi amigo, compañero de batalla, amante y marido, permaneció en mi mente. Aunque solo fuera durante unos segundos más. 

Prometeo, el titán que me había devuelto la fe en la vida y en el amor. 

Ante la escena, Semyazza gruñó de rabia.

— ¡Maldito sea! Siempre encuentra la forma de arruinarlo todo. Te corrompió en aquel entonces, y lo ha vuelto a hacer ahora. Pero todavía hay tiempo... Deshazte de su recuerdo para siempre — me ordenó, y con una sonrisa siniestra se limitó a añadir — ¿No anhelas lo que te he prometido? 

Sin embargo, ya no era el mismo. Aquellos recuerdos definitivamente se habían desvanecido, mas me habían dado un empujón en la dirección correcta. Quizá aquellos pequeños ayudantes de Satán tuvieran muchos regalitos con los que tentarme, pero no pensaba venderme tan fácilmente. 

— Lo siento, pero creo que eso de la inmortalidad no es para mí. ¿No os aburrís de vivir tanto tiempo? Creo que prefiero disfrutar tranquilamente de mi juventud — agregué, con una pequeña y tambaleante risa. 

Los ojos del ángel se desorbitaron ante mis palabras, su expresión teñida de rabia.  

— No me dejas otra opción que acabar contigo — proclamó, abalanzándose sobre mí. 

Indefenso como estaba, solo pude alzar los puños. Las fuerzas parecían haberme abandonado tras todo lo sucedido. A este paso, ni siquiera podría resistir dos golpes. Semyazza me humillaría y acabaría conmigo sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Me preparé para el impacto... 

Y el puño de David se detuvo a dos centímetros de mi rostro, como si hubiera sido frenado por una barrera invisible. 

— No puede ser — masculló, intentando asestarme un puñetazo con la otra mano, obteniendo el mismo resultado —. ¡Es imposible! Has renunciado a todo, y aún así, sigo sin poder herirte.

Aprovechando aquel inesperado giro de los acontecimientos, retrocedí un par de pasos, y eché a correr hacia la salida, tratando de abrirme camino entre aquella neblina de sangre. Dejé que el sonido de la lluvia me guiara, convirtiéndose en mi brújula. Si tan solo hubiera podido alcanzar la calle...

Sin embargo, el ángel se percató de mis intenciones. Alzó el vuelo de un salto y planeó por encima mía, interponiéndose entre la puerta y yo. Levitaba unos centímetros en el aire, y me observaba con desdén. 

— Eres un cobarde — afirmó, apretando los puños con rabia. 

— Tú mismo has dicho que no puedes tocarme — exclamé, negándome a mostrar mi miedo ante él —. ¿Por qué no te apartas y me dejas salir de aquí de una vez?

Sin mediar palabra, el chico se levantó la camiseta que llevaba, hasta exhibir una marca circular que flotaba sobre su corazón. Era una runa de un intenso color negro, cuyos trazos se entremezclaban hasta formar un nudo intrincado, que parecía palpitar con vida propia. Se desvanecía y reaparecía a cada segundo.  

La compresión se abrió camino en mí al verla. 

— Un anatema — susurré, sin comprender de dónde provenía aquel conocimiento. 

Era una maldición del Demiurgo, una condena dictada y ejecutada por el Consejo Supremo de la Corte Celestial. En este caso, actuaba como un juramento. El mismo que Semyazza realizó con los doscientos Vigilantes al descender del Primer Cielo, el Cielo de la Luna, y engendrar hijos con mujeres mortales. 

— Quizá este anatema no me permita ponerte un dedo encima... ¿Pero en serio pensabas que te dejaría escapar? — inquirió, con maquiavélica satisfacción —. Te eliminaré para ahorrarnos futuros problemas. 

Y dicho esto aterrizó frente a mí, y con un solo batir de sus alas, me hizo salir despedido varios metros. El impacto fue doloroso, pese a ser amortiguado por un par de cadáveres bien situados, en los que me hundí (provocándome una nueva tanda de arcadas).  

La mente se me quedó embotellada, paralizada por todo cuanto acababa de suceder. Al alzar la mirada hacia mi enemigo, supe que era demasiado tarde. 

Un humo negro había comenzado a emanar de su piel, agrietando todo cuanto tocaba. El verdadero poder de Semyazza, que Lucifer le concedió tras jurarle lealtad: la decadencia. La destrucción de todo lo que ha sido, y nunca volverá a ser. 

— Disfruta con los vestigios del mundo mortal que elegiste, sobrino — se despidió el ángel —. Yo tengo asuntos más importantes que atender... Debo irme a conseguir el cuerpo prometido desde hace más de treinta años a nuestro Amo. La Profecía del Alba caerá sobre la Tierra. Hasta nunca. 

Con un fuerte pisotón por su parte, el anciano edificio de piedra cedió en su totalidad. El techo se agrietó, el yeso desprendiéndose como si fuera plástico. El suelo se desvaneció, y a medida que las tinieblas del sótano me rodeaban, los escombros se cernieron sobre mí, como verdugos implacables que segaron mi vida.

Golpe tras golpe. 

***

Nota del autor: Os adjunto cuatro ilustraciones Krysael, en todo su esplendor pasado... ¿Qué os parecen? ¿Os lo imaginabais así? ¿Cuál es vuestra favorita? ¡Estaré encantado de leer vuestra opinión en comentarios!

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