Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 49: Un Corazón Roto

08:11 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Carlos:

Recostado sobre uno de los sillones de la sala de espera, con los ojos cerrados, no podía dejar de preguntarme cómo demonios había llegado hasta este punto. 

Para empezar, había renunciado a mi descarada forma de ser para convertirme en el novio de un saco de traumas llamado Félix Durand. Mi aversión al contacto físico, las maquinaciones que solía llevar a cabo a la hora de romper los corazones de mis amantes... Todo había quedado de lado por los absurdos sentimientos que él me profesaba, y que en absoluto compartía. 

Pero por si esto no fuera suficiente, ahora resultaba que la chica nueva del instituto era una diosa de incógnito, que se había confabulado con mi ex para que me acostara con ella de nuevo, y así le fuera infiel a alguien a quien no amaba. 

Y luego va y aparece una Erinia salida de la nada, que me da una paliza, secuestra, tortura, y me obliga a confesarle los secretos que había enterrado en lo más profundo de mi corazón. Una a una, aquellas verdades fueron acudiendo a mis labios, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. 

La muerte de mis hermanos, el suicidio de aquella que debía criarme y protegerme... Junto con mis delitos, claro está. Megera me había obligado a rememorar la imagen del rostro cadavérico de Lorea, desparramada sobre la irregular superficie de roca. Un charco de sangre se formaba bajo su cuello partido, a medida que las olas y su blanca espuma lamían su cuerpo inerte. 

Pese a todo, sus ojos estaban clavados en mí. Más concretamente, en el pequeño y lloroso bulto que le había arrebatado, y que cargaba entre mis brazos. Mi hijo, mi hijo... Esas habían sido sus últimas palabras. 

Antes de que me encargara de ella. 

Y una vez efectuada la primera parte del trabajo, solo quedó la más sencilla, la que la Erinia me obligó a relatar con todo lujo de escabrosos detalles. Tras revelar todas las acciones que aquel día había ejecutado, paso a paso, siguiendo los pasos que había trazado en mi mente, mi captora calló. 

Al principio me preparé para enfrentar su siguiente pregunta, listo para revelar lo que fuese con tal de acabar con aquel tormento. ¿Quería saber cómo había conocido a Félix? ¿Cómo me las había apañado para poner a medio instituto en su contra, deleitándome al ver cómo lo acosaban y le hacían la vida imposible? ¿O quizá anhelaba que le diera el número exacto?

Ya sabéis, el de gente que había muerto a causa de mis acciones... O por mi propia mano. 

Para mi total sorpresa, ella se limitó a introducir la transcripción de nuestra conversación en una carpeta negra, que se deshizo en cenizas al cerrarla. El oscuro polvo flotó en el aire, y luego revoloteó hacia el cielo, indemne pese al diluvio que estaba cayendo. 

— Eres un maldito enfermo — dictaminó Megera, poniéndose en pie —. Marcado por el trauma de tu infancia, no has dejado de dañar a todos los que se han ido acercando a ti. Has profanado cuerpos y conciencias por igual. Roto corazones y asesinado a aquellos que se interpusieron en tu camino. 

Tragué saliva al reconocer la verdad en sus palabras. Y supe que era así porque, por más que intenté rebatir lo que decía, ni un solo sonido brotó de mi garganta. No había excusa posible. 

— Tu personalidad es cínica, fría y manipuladora — continuó la Erinia —. Una vez te encaprichas de algo lo consigues a cualquier precio. Podrás engañar a todos con tu carisma o personalidad extrovertida... Pero eres un pecador. Y sin embargo, no puedo hacer nada contra ti — repuso ella, con un suspiro de angustia. 

Parpadeé un par de veces, confundido. ¿No se suponía que ella había venido a castigarme por mis faltas? ¡Acababa de llamarme enfermo! Entonces, ¿por qué no me mataba y ya?

Como si me hubiera leído el pensamiento, Megera finalizó su discurso. 

— Soy la Segunda Erinia, la encargada de juzgar los delitos de Infidelidad. Y en ese aspecto eres totalmente inocente. Solo has amado una vez en toda tu vida, y ha sido a Félix. Aunque le hayas engañado, todo ha sido debido al influjo de la sangre de Eris... Así que ninguna culpa recae en tu persona. 

Una tenue esperanza abrigó mi maltrecho cuerpo y frío corazón. 

— ¿S-soy libre? ¿Puedo marcharme de aquí? — inquirí, con una sonrisa tirando de las comisuras de mis labios. Lo había vuelto a conseguir. A pesar de lidiar con una diosa, me había vuelto a salir con la mía. 

O eso era lo que yo creía. 

— Creo que te confundes... — aclaró la deidad, con una sonrisa maliciosa —. Puede que yo no posea la autoridad para juzgarte, pero mis hermanas Alecto y Tisífone sí. Ellas rigen los delitos morales y de sangre, y, llegado el momento, vendrán a buscarte. Disfruta hasta entonces... Nos volveremos a ver antes de lo que tú crees — concluyó ella. Y antes de que pudiera responder, chascó los dedos, sumiéndome en una oscuridad absoluta. 

Cuando desperté, me encontraba a los pies de la cama de Félix. 

Y allí estaba ahora, en la sala de espera, presenciando cómo todo lo que creía ser cierto se caía a pedazos. Dioses, venganzas, hechizos, castigos divinos... ¿Qué faltaba? ¿Un maldito apocalipsis? Eso ya sería la guinda del pastel. 

Sin más tiempo para reflexionar, la suave e irritante voz de Durand me hizo abrir los ojos. 

— ¿Estás bien? — me preguntó, sentándose a mi lado, con las mejillas ligeramente encendidas por lo que había estado a punto de pasar entre nosotros. 

Aún no podía creer que me hubiera rechazado. 

Es decir... ¿Me había visto? Sin lugar a dudas, era lo mejor a lo que él podía aspirar. Daba la impresión de que no se había mirado en el espejo en una buena temporada: con su deplorable aspecto, jamás conseguiría a alguien la mitad de atractivo que yo. 

Pese a todo, aquello no había sido más que una vulgar maniobra. Por un instante, perdí el control, y tenía que hacérselo olvidar a cualquier precio. Aunque habría estado bien haberme acostado con él de una vez por todas, y así quitarme esa especie de cosquilleo y calma que me embargaba al contemplar sus verdes ojos. 

— Aún no me has dicho quién te hizo esto — me susurró, rozando los moretones de mi mejilla con los pulgares. 

Resistí el escalofrío que me provocó su contacto, y me apresuré en elaborar una excusa rápida, que me hiciera quedar como un joven fiel y honrado. 

— Pablo... — comencé, nombrando a mi mejor amigo —. Él se burló de ti. Dijo que eras patético, que no merecías estar con alguien como yo. Empezó a recordarles a todos las palizas que solía darte el año pasado... Y no pude aguantar que se metiera así con mi novio. Así que le enseñé una buena lección — afirmé, tratando de sonar convincente.

La reacción de Félix no se hizo esperar. 

Ligeras lágrimas brotaron de sus ojos, y trazaron surcos irregulares por sus mejillas, segundos antes de que se lanzara a mis brazos. Sorprendido por aquel brusco movimiento, no pude evitar que hundiera la cabeza en mi pecho y me atrajera con fuerza hacia él. 

Incluso me vi obligado a corresponder su maldito gesto de afecto, dándole unas palmaditas en la espalda con una incomodidad mal disimulada. 

— ¿Qué haría yo sin ti? — me preguntó, alzando la cabeza en mi dirección, sus ojos resplandecientes por el llanto. 

A modo de respuesta, me limité a besarlo tan apasionadamente como pude. A decir verdad, me había cansado de tantas declaraciones de amor estúpidas y fingidas... Siempre se me había dado mejor besar que hablar. 

Además, para qué negarlo: sentía un deseo incontenible por aquel chico. No pensaba descansar hasta tener su cuerpo de una vez por todas, y de paso, ver su expresión de genuina tristeza cuando le revelara que no sentía nada por él. Solo el imaginar la expresión horrorizada de sus labios, su efímera fase de negación o un potencial intento de suicidio, me hacía retorcerme. 

De puro placer. 

Camuflando mi resignación bajo una alegre sonrisa, me puse en pie y le ofrecí la mano para ayudarle a levantarse. 

— ¿Vamos a tu casa? — le propuse, alzando una ceja con picardía. Ahora que era su héroe, no tendría el coraje de rechazarme, aunque no se sintiera preparado para dar ese paso. Esperaría a que yo me detuviese... Y no pensaba hacerlo. 

Félix Durand sería mío hoy mismo. 

Ahogué una arcada cuando el rubio entrelazó sus dedos con los míos, y empezamos a caminar como una parejita feliz hacia la salida de la clínica. El recuerdo del cadáver de mi madre flotaba como un fantasma ausente, recordándome la importancia de mantenerme alejado. 

Pero resulta que yo era igual que mi padre. 

Cuando deseaba algo, lo tomaba, sin importar las consecuencias que pudiera traer. Lo único que nos diferenciaba era que no pensaba dejarme matar tan fácilmente. 

Al llegar al vestíbulo, una figura acudió a nuestro encuentro. Un chico joven, de nuestra edad más o menos. Pelo castaño, espalda ancha y fuerte musculatura. Caminaba con un cierto aire de confianza que por algún extraño motivo me desconcertaba. 

Tenía la impresión de que aquel joven estaba fuera de lugar. 

No obstante, me limité a gruñir por lo bajo, a modo de aprobación. Dejando de lado aquella extraña sensación, acababa de encontrar al sustituto ideal. Una vez acabara con Félix... Sí, creí que podría concentrarme en seducir a aquel semental. 

Sin embargo, la sorpresa se apoderó de mí cuando me percaté de que estaba caminando hacia nosotros, saludándonos con efusividad. ¿Acaso lo conocía de algo? Lo cierto es que su cara no me sonaba de nada...

— ¿Cómo está mi mejor amigo? — me preguntó, pasando su brazo izquierdo por encima de mis hombros. 

Félix se soltó de mi agarre, pugnando por poner distancia con el recién llegado. Lo miraba con una mezcla de odio y desprecio que no recordaba haber visto antes en él. 

— ¿Qué quieres, David? — le preguntó, cruzándose de brazos. 

El joven sonrió de forma burlona. 

— Solo saludar a mi buen amigo Carlos y su novio recién salido del hospital. Es mi buena acción del día — repuso con un puchero. 

Durand respondió con un resoplido. 

— ¿Eris no ha venido contigo? Anoche se os veía muy juntitos... — comentó, alertándome. 

Aunque nadie lo supiera, aquella chica era una diosa. Un ser superior, quizá incluso más poderosa que Megera. ¿Cuáles serían sus intenciones? ¿Por qué se habría reunido anoche con este extraño?

— Te veo muy callado, Carlitos — continuó el tal David, revolviéndome el pelo —. ¿No te alegras de verme?

Sin poder soportar más el contacto de aquel lunático que afirmaba ser amigo mío, retrocedí dos pasos hasta situarme a la altura de mi novio. 

— Creo que te confundes — afirmé, con la sonrisa más radiante que pude esbozar (no pretendía ser grosero) —. Es la primera vez en toda mi vida que te veo. 

Las palabras de indignación de Félix fueron silenciadas por una enigmática risa que emitió el desconocido. 

— Es broma, ¿verdad? ¡Soy tu mejor amigo! — insistió él —. Tenemos miles de recuerdos compartidos, hemos pasado horas juntos. 

Al ver que lo ignoraba, volvió a hablar, esta vez con una nota grave impregnando su voz. 

— Mírame a los ojos y veremos si sigues sin acordarte de mí. 

A regañadientes, le sostuve la mirada. Sus ojos castaños, un perfecto reflejo de los míos, poseían un fondo oscuro, casi como si fueran fosas hábilmente camufladas. De un momento a otro, sus cuencas oculares se iluminaron con un resplandor violáceo que bañó el vestíbulo del hospital. 

— Ahora ya lo recuerdas todo, ¿verdad? — dijo, relamiéndose los labios. 

Atónito por el espectáculo que estaba presenciando, ni siquiera pude pensar en una estrategia decente. Con retrospectiva, era obvio que no me encontraba ante un humano. Todos los presentes en la habitación, incluyendo a Félix, se hundieron en los iris púrpura de aquel tipo, quedando sus ojos en blanco. 

Y yo, en lugar de fingir una actuación decente, me limité a negar con la cabeza y retroceder, hasta el punto en que caí de espaldas. 

— Ya veo... — murmuró David, al comprobar que su pequeño truco no surtía efecto en mí —. Esto va a ser más difícil de lo que pensaba. Pero bueno, a fin de cuentas, que tú puedas ver la realidad no cambia nada. El desenlace será el mismo — concluyó, la tensión de su rostro siendo sustituida por una amplia y falsa sonrisa. 

Casi al instante, sus ojos regresaron a la normalidad, y todos aquellos que se encontraban a mi alrededor volvieron a sus quehaceres, como si nada hubiera sucedido. Lo mismo ocurrió con mi querida pareja.

— ¿Carlos? ¿Qué haces en el suelo? — quiso saber, extrañado, a medida que se agachaba para ayudarme a ponerme en pie. 

Y sin embargo, antes de que pudiera pronunciar una sola palabra más, aquel ser esgrimió un teléfono, surgido de entre los pliegues de su ropa. Con la pantalla agrietada hasta el hartazgo, y la cámara igualmente destrozada, aquel objeto parecía inútil. 

Pero nada más lejos de la realidad, pues cumplió su propósito con creces. 

— ¡Vaya, amigo! — exclamó David, de forma teatral, llamando la atención de Félix —. Me duele que niegues conocerme... Supongo que también negarás tu pequeña infidelidad, ¿no es así?

Fue como si el tiempo se detuviera. El castaño se alzaba con actitud triunfal, mirándome con altanería. Al ver la expresión de Félix, primero de confusión, y luego de puro dolor, comprendí que estaba a punto de perder la batalla. 

Sin embargo, no me rendiría. Si se había decidido a atacarme usando la verdad, simplemente haría lo que mejor se me daba (después de besar): Manipular y mentir. 

— ¿De qué está hablando, Carlos? — me interrogó mi novio, tratando de imprimir firmeza a sus palabras. Pese a sus esfuerzos, el dolor que lo desgarraba traspasó la frontera de su corazón, llegando hasta mis oídos. 

Era tan débil que daba asco. 

— ¡Está mintiendo! — respondí con vehemencia, estrechando las manos de Durand —. ¿Acaso crees que yo podría hacerte algo así? ¿Me ves capaz de eso?

Ante su silencio, recurrí a mi mejor baza. 

— Yo he perdonado y olvidado el incidente con tu primo, la escena que presencié con mis propios ojos — ataqué, deleitándome al ver cómo Félix se hacía más pequeño a cada vocablo que pronunciaba —. Decidí confiar en ti, aunque todo apuntara en tu contra. ¿Por qué te cuesta tanto hacer lo mismo?

Ya por segunda vez hoy, nuevas lágrimas rodaron por las mejillas del rubio, goteando inexorablemente hasta repicar en el suelo de linóleo. Pude sentir con claridad cómo mi engaño daba frutos, sembrando la duda, poniendo en entredicho aquellas acusaciones que tanta verdad contenían. 

Y sin embargo, dos palabras de David bastaron para acabar con todo. 

— Tengo pruebas... En este mismo teléfono. 

Por un instante, desvié la atención de Durand, y me encaminé hacia el castaño con bravuconería. 

— Imposible. 

De hecho, lo era. Si algo me habían enseñado los años de experiencia con los que contaba, era que un amante despechado siempre era peligroso. Esos celos, ese odio que sentían por ellos mismos al perderme, podía llevarlos a cometer tonterías... 

Justo por eso había acabado en este maldito pueblo. 

Por eso, siempre me aseguraba de tener muy controlado el entorno, y los dispositivos electrónicos de aquellos que me rodeaban, listo para intervenir si veía algo extraño. Pese a mi euforia, lo había hecho con Laura. 

No había dejado rastro alguno. Hiciera lo que hiciera, no iba a poder demostrar mis verdaderas acciones. 

Pero tonto de mí, en aquel entonces no sabía que me encontraba ante el Ángel del Recuerdo. 

— Laura hizo un par de vídeos de vuestro apasionado encuentro... Mirad, mirad, os los enseñaré aquí y ahora — resolvió David, posicionando la pantalla del teléfono ante la ansiosa mirada de Félix y la mía. 

Desconcertado, contemplé como el joven tocaba el centro de la negra superficie, que en ningún momento emitió una sola señal de querer funcionar. Pensé que aquello era una broma. Que ya había ganado. 

Mi orgullo se convirtió en pavor al contemplar los ojos violeta del castaño. Y la mirada de horror de Félix, fija en el dispositivo. Al minuto, mi novio me apartó de un empujón, la furia nublando sus facciones. Las luces del vestíbulo titilaron, y la temperatura se incrementó hasta empezar a hacerme sudar. 

— ¡Eres un cerdo! — estalló Durand, propinándome una sonora bofetada — ¿C-cómo pudiste hacer... esas cosas? ¡Grabarlas! ¡Me das asco!

— Félix, cálmate — repliqué, acortando la distancia entre nosotros. Aunque por dentro, sentía ganas de envolverle el cuello con las manos y asfixiarlo por haberse atrevido a golpearme —. No se qué crees haber visto, pero...

Él no me dejó terminar. 

— ¡Se acabó, Carlos! Tú y yo... Ya no somos nada. ¡Te odio! — me increpó, antes de escapar corriendo de la clínica, hecho un remolino de lágrimas y tristeza. 

Y justo en ese momento, aunque me diera rabia, supe lo que era tener el corazón roto. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro