Capítulo 47: Mefistófeles
Turris Pulveris, Campus Cineris, Planities (Tártaro).
Tristán:
Poco a poco, fui regresando a la vida.
A mi alrededor, el mundo empezó a cobrar forma de nuevo, arrancándome del cálido y benevolente sopor de la muerte. Mis párpados se vieron, de pronto, inundados por la mortecina luz del Bastión de Ceniza, esa iluminación tenue que parecía provenir de todas partes y ninguna al mismo tiempo.
El polvo flotaba en el aire, cada mota trazando trayectorias sinuosas, elevándose por unos segundos, con la esperanza de escapar, hasta verse inexorablemente atraída hacia el suelo. Como si su destino fuera fracasar.
Una vez mi vista se aclaró, pude incorporarme, y quedé sentado, procurando no moverme en exceso. Aún me aterrorizaba la idea de que el suelo pudiera romperse y acabara en una celda de tinieblas. O peor todavía: Sepultado bajo toneladas de polvo, tal y como Malakar me había advertido que sucedería si era imprudente.
Hablando del paladín... ¿Dónde demonios estaba?
Hasta donde alcanzaba a ver, el salón del trono estaba vacío. El terrorífico asiento ahora parecía un mueble más, sin rastro alguno de la sombra que creí ver sentada en él antes de ser atacado. Solo quedaba el sanguinolento altar, como un mudo testigo de cuanto allí había acaecido.
Estaba empapado de sangre fresca, que lo más probable era que perteneciera a aquel joven que me había negado a abandonar. Y que al parecer ahora me había dejado a mi suerte.
Me puse en pie, tambaleándome peligrosamente. Aquel condenado rayo que había liberado Algos me había dejado hecho puré. Sin ir más lejos, aún recordaba el dolor antinatural y extremo que me había infligido hasta matarme.
En comparación, el ataque de Disnomia era un juego de niños.
Avancé un paso, y luego otro, en dirección al bloque rectangular. Aunque no sabía muy bien por qué, sentía que allí encontraría las respuestas que necesitaba. De alguna forma, estaba en armonía con él, como si ambos fuésemos iguales. El altar desprendía una energía siniestra y arcana, que me atraía sin remedio. Necesitaba tocarlo, colocar la mano sobre él.
Sentir la energía de las sombras recorriendo mi cuerpo.
¿Cómo explicarlo? No era ni siquiera una intención consciente. Solo un impulso, básico y primitivo, como si de respirar se tratase. Solo el imaginar las tinieblas entremezclándose con mi carne me hizo arquear la espalda, y proferir un ligero gruñido de placer.
Imágenes extrañas me inundaban la mente. Una mano helada aferrándome del cuello en medio de un negro velo, destrozando cada uno de mis huesos. El indescriptible dolor que vino después, cuando aquella misteriosa mujer me cercenó una parte de mí mismo. Y la forma en que liberó un torrente de oscuridad, procedente de los pliegues de su vestido, que penetró por cada uno de mis poros, supliendo lo que me había sido arrebatado.
Jadeé al percatarme de que aquello no era una alucinación producto de mis heridas, sino un recuerdo. Un momento que se me antojaba como un punto de inflexión en mi vida, un hecho que lo había cambiado todo.
Estaba tan cerca del altar... Prácticamente podía rozarlo con las puntas de los dedos. Sin embargo, estaba demasiado débil como para continuar. Por mucho que hubiera revivido, las fuerzas seguían sin regresar a mí.
Y ello provocó que cayera de espaldas, sin poder hacer nada por detener el impacto.
El suelo de polvo crujió bajo mi peso, y comenzó a resquebrajarse. Era consciente de que, si no me movía, acabaría por romperse. Me precipitaría al vacío, sin posibilidad alguna de salvación. Las arcadas de polvo del techo parecían burlarse de mí, como si la desgracia que me aquejaba les resultara placentera.
Por mi parte, incluso el respirar me suponía un esfuerzo sobrehumano. Ni hablemos de moverme... Mis músculos parecían haberse vuelto de piedra, negándose a responder a mi voluntad.
Y justo entonces, cuando todo parecía estar perdido, y, literalmente, me precipité al vacío, unas manos fuertes me sujetaron, alzándome en volandas. Antes de poder siquiera respirar, me encontraba entre los brazos de Malakar, la cabeza apoyada sobre su hombro desnudo.
Sus dispares ojos estaban fijos en mí, escrutándome el rostro con avidez, en busca de cualquier lesión o herida.
— Veo que ya has despertado... — murmuró, con voz ronca.
Su mera cercanía me hizo removerme con incomodidad, gesto que el soldado malinterpretó, puesto que optó por dejarme caer como si fuera un saco.
— ¡Oye! — me quejé, frotándome el adolorido costado.
Para mi sorpresa, el paladín respondió con una risa suave y amable, que de inmediato trató de camuflar bajo un gruñido despectivo.
— Me alegro de ver que te encuentras mejor — se limitó a responder, aparentando frialdad.
Sin embargo, el ligerísimo rubor de sus mejillas lo delataba. Sonreí al ser consciente de que algo había cambiado entre nosotros. No sabría decir el qué exactamente, pero su actitud no dejaba lugar a dudas. A pesar de todo, creí que estaba logrando ablandarlo.
No obstante, cualquier atisbo de sonrisa se desvaneció al contemplar el antebrazo del joven. Casi sin poder creer lo que veía, capturé su extremidad, arrancándole una mueca de dolor.
— ¿Quién te ha hecho esto? — exigí saber, contemplando la profunda herida que surcaba su antebrazo.
Era un corte uniforme y profundo, trazado con precisión. Pese a sus esfuerzos por vendar aquel estropicio, la sangre había traspasado el blanco algodón, tiñéndolo de carmesí.
— Puedes contármelo — insistí, reclamando respuestas con la mirada.
La expresión culpable de Malakar me desconcertó, como si hubiera capturado a un niño en medio de una travesura. Y sus siguientes palabras me robaron el aliento. Además de acelerarme el corazón, claro está.
— Algos te dejó en estado crítico. Tu cuello prácticamente estaba cortado, como si te hubiera guillotinado. De haberte dejado así, habrías supuesto una carga para mí... Así que usé la magia del Averno para sanar tus heridas — me informó, quitándole importancia con un gesto de la mano.
— ¿Y-y esto? — repliqué, señalando el corte.
El paladín se encogió de hombros.
— El sufrimiento canaliza el poder — respondió, y ante mi penetrante mirada, al fin terminó por admitir lo evidente (a regañadientes) —. Yo mismo me hice este corte. Fue un precio insignificante a cambio de salvarte.
Conmovido más de lo que me gustaría, me abalancé sobre el joven y lo estreché entre mis brazos, dándole un fuerte abrazo. Malakar titubeó un instante antes de corresponderme con la misma pasión.
No podía creerlo. Aquel chico se había sacrificado por mí. Había optado por infligirse una herida mortal para protegerme, y garantizar que pudiera seguir a su lado. Aquello era lo más romántico que nadie había hecho por mí antes. Eso significaba... ¿Qué sentía algo por mí?
Una cosa así no se hace por un simple amigo, ¿o sí?
Debía analizar los hechos. Primero, Disnomia reveló que nuestro beso había sido especial para él. Luego había tenido lugar el abrazo... Y ahora esto. Aunque temía estar dejando que la atracción que sentía me nublara los sentidos, todo mi ser estaba de acuerdo en que aquellas eran señales más que concluyentes.
Dispuesto a probar mi teoría, me alejé unos centímetros del paladín, contemplando su hermoso rostro. Su pelo rubio rizado estaba enmarañado, y enmarcaba su mirada castaña y verdosa. Su ancho pecho estaba a pocos centímetros del mío, y casi era como si ambos nos retorciéramos, intentando acortar esa distancia.
Podía sentir que él lo quería tanto como yo.
Y por eso lo tomé del rostro, y me dispuse a besarlo. Esta vez lo atraje hacia mí con deliberada lentitud, disfrutando el momento. No quería que todo sucediera tan rápido como en la cabaña, cuando él ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Deseaba que fuera la decisión que ambos escogiéramos.
Por desgracia, ese fue mi error. En el último instante, en los milisegundos previos a que nuestros labios entraran en contacto, él se apartó con brusquedad. Me hizo retroceder de un empujón, poniendo distancia entre ambos.
— P-perdón pero... No puedo — balbuceó, abrazándose a sí mismo en un gesto inconsciente, y alejándose hasta tomar asiento en el marco de un ventanal.
La decepción me llenó el corazón, y antes de que mi acompañante lo advirtiera, me enjugué una lágrima solitaria. Por un segundo, fui tan estúpido como para creer que él me correspondía, y que no le importaría que volviera a besarlo.
Quería enfadarme, dar rienda suelta a la rabia que sentía por él. ¿No podía rechazarme educadamente cuando se dio cuenta de mis intenciones? ¿Haber puesto esa distancia cuando lo abracé? ¡Me había dado falsas esperanzas!
Fue entonces cuando me percaté de la presencia de un rudimentario botiquín. Se encontraba en el mismo lugar que Malakar había ocupado hacía un par de segundos... Seguramente, cegado como estaba por la perspectiva de tener un romance con él, ni siquiera había reparado en él.
Ese maletín oxidado me devolvió la noción de la realidad. Vale que el soldado me había rechazado... Pero eso no cambiaba lo que hizo por mí. Si ahora lo trataba mal estaría siendo injusto.
Ese último pensamiento me espoleó. Sin perder un segundo, tomé el desvencijado equipo y me arrodillé frente a Malakar, depositando la mano sobre su rodilla. Él retrocedió en un gesto instintivo, su frente perlada de sudor.
— No te preocupes, no voy a besarte — bromeé, tomando con suavidad su antebrazo herido, y retirando las vendas manchadas.
Durante los primeros minutos, el joven mostró una actitud recelosa hacia mi persona. Vigilaba cada uno de mis movimientos a medida que lo curaba, y ligeros espasmos de dolor lo obligaban a apretar los dientes. No obstante, una vez ese tiempo pasó, el ambiente entre nosotros se aligeró.
La desconfianza se desvaneció, dando paso al humor y las risas.
Cuando al fin terminé de desinfectar y vendar ese corte, tenía la impresión de encontrarme ante alguien muy diferente. Un joven que aparentaba ser duro e implacable, pero que muy en el fondo, era alegre y sensible. Su sonrisa era la más cautivadora que había visto, y su voz grave hacía que mis huesos se derritieran...
Bueno, creo que me estoy desviando del tema.
La cuestión es que ambos estábamos tan a gusto, inmersos en el placer de la compañía del otro, que perdimos la noción del tiempo... O al menos yo lo hice. Porque Malakar sabía muy bien lo que estaba sucediendo. Así como que no teníamos salvación alguna.
De improviso, una ominosa cúpula de sombras se cernió sobre el Bastión de Ceniza, haciéndolo temblar hasta los cimientos. Aquel terremoto improvisado me hizo perder el equilibrio, aterrizando entre los brazos del soldado.
Y sin embargo, no había tiempo para el romanticismo. Turris Pulveris se llenó del eco de pasos distantes cada vez más próximos. Del traqueteo metálico de armaduras y espadas. De la presencia inexorable del enemigo que se avecinaba.
— ¿Qué está pasando? — grité, tratando de hacerme oír por encima de aquel estruendo.
El paladín me observó con tristeza y una sonrisa torcida de lo más provocadora.
— Vienen a por nosotros.
— ¿Quiénes? — repliqué, confuso.
Su voz sonó cargada de ironía al pronunciar las siguientes palabras.
— Mis queridos compañeros — sentenció, y ante mi expresión de asombro se apresuró en continuar —. Han venido a ejecutarnos. A llevarme prisionero a una cámara de tortura por el resto de la eternidad.
Negué con la cabeza, incapaz de asimilar la situación.
— ¿Cómo puedes saber eso? — expresé dubitativo —. A lo mejor están aquí para ayudarnos.
Malakar respondió con una carcajada carente de humor.
— Zarakiel me advirtió, me dijo que tenía media hora antes de que llegasen. Y reveló sus verdaderas intenciones. Mucho me temo que es el fin...
La desesperación se instaló en mi pecho, eliminando cualquier rastro de esperanza que pudiera albergar. Los mismos compañeros junto a los que el paladín había madurado y superado todo tipo de adversidades y pruebas, estaban a punto de acabar con él. Y seguramente también conmigo.
Dos pájaros de un tiro.
Y, pese a lo angustiante de la situación, había algo que no encajaba. Unas palabras que en cualquier otra situación, me habrían pasado inadvertidas. Sin embargo, tras mi fallido intento de beso, todos mis sentidos se habían agudizado. Eso me hizo darme cuenta de aquella contradicción.
— Si sabías que ellos vendrían desde hacía media hora, ¿por qué no huiste? Podrías haber escapado y salido ileso, ¿no? — cuestioné.
Malakar se removió con incomodidad, paseando nerviosamente por la habitación. El estruendo metálico que precedía a nuestros verdugos era cada vez más cercano.
— Habría sido inútil — contestó al fin —. No se puede escapar de doce paladines del Maestro de Tortura. Sin mis poderes, no habría podido recorrer ni dos kilómetros antes de que me encontraran.
Era lógico. ¿Para qué seguir luchando una batalla perdida? Escapar habría sido una pérdida de tiempo... Entonces, ¿por qué no me sentía satisfecho con su respuesta? Intuía que había algo más. Un motivo que no me estaba contando.
— ¿Eso es todo? — lo presioné, dando un paso en su dirección.
El soldado tomó aire con fuerza, atento a cada uno de los sonidos que nos llegaban a través de las hojas de Tenebrium. Los pasos al fin se habían detenido, en el corredor adyacente al salón del trono. Sus compañeros estaban tomando posiciones, pegados a las paredes, preparándose para la intervención.
Como si hubiera pensado lo mismo que yo, mi acompañante suspiró con resignación, dando por hecho su muerte. Y lo único bueno de esta situación, es que las amenazas inmediatas siempre logran soltar la lengua de las personas. Hacer que confiesen aquello que ocultan.
Y Malakar no fue la excepción.
— No me fui porque no quería abandonarte. Aunque me costara la vida... Tú estuviste ahí para mí cuando más te necesité, cuando casi me pierdo a mí mismo. Te lo debía — confesó, su voz apenas un susurro.
Una chispa de esperanza afloró en mi corazón al escuchar lo que decía. Nuestras miradas volvieron a encontrarse en ese momento que se me antojó mágico. El silencio que flotaba entre ambos era más revelador que mil palabras. Constituía una declaración muda, un acuerdo tácito que quedó sellado sin un solo gesto.
Las manos de Malakar buscaron torpemente las mías, hasta que nuestros dedos acabaron por entrelazarse. Y antes de que cualquiera de los dos pudiéramos objetar algo, buscar la excusa perfecta para no entregarnos a lo que sentíamos, nuestros labios se unieron.
El beso empezó siendo suave.
Un mero y apacible contacto, que fue profundizándose con el paso de los segundos. La boca del soldado reclamaba la mía con vehemencia y pasión, pero sin llegar al deje salvaje, a esa ansia desenfrenada que percibí que poseía en la cabaña. En esta ocasión parecía ser más dulce, como si más allá de reclamar mi cuerpo, también deseara mi corazón. Mi amor, el afecto que le podía brindar.
Cuando finalmente su lengua traspasó la frontera de los labios, terminé por sucumbir. Por perderme en medio de aquel frenesí. Un escalofrío de placer me traspasó cuando nuestros cuerpos entraron en contacto, la piel desnuda de sus hombros y brazos uniéndose con la mía. Fue entonces cuando me di cuenta de que Disnomia tenía razón.
Lo amaba.
Tras los que se me antojaron los mejores cinco minutos de mi vida, ambos nos detuvimos, jadeantes y exhaustos. Apoyamos nuestra frente en la del otro, deleitándonos con la cercanía de nuestros cuerpos. El sonrojo, y la respiración agitada de Malakar me arrancó una sonrisa que de inmediato se le contagió a él.
Y todo ello sin que nuestras manos se separaran un solo centímetro. El tacto de sus palmas, ásperas y endurecidas por los largos entrenamientos a los que había sido sometido, era lo más placentero que nunca había experimentado.
Los gritos se cargaron la magia del momento.
En cuanto profirieron el primero, ambos nos separamos, como si hubiéramos despertado de un bello sueño. Eran alaridos de terror y agonía, procedentes del otro lado de la puerta. El sonido de una batalla en ciernes lo embargó todo. El entrechocar de las espadas y el tintineo de las armaduras se entrelazó con las súplicas y salpicaduras de sangre en una macabra sinfonía.
El líquido carmesí rebasó los límites de la compuerta, colándose por la rendija situada bajo la misma. Aquel ominoso reguero penetró en el salón del trono, anunciando la masacre que estaba a punto de tener lugar.
— No puede ser... Solo una deidad primigenia podría tener suficiente poder como para aniquilar así a un escuadrón de paladines — exclamó el soldado, sus ojos desorbitados por la sorpresa.
Y sin embargo, los sonidos no dejaban lugar a dudas. Una a una, las voces de cada uno de sus compañeros se fueron apagando, silenciadas por la muerte. Un olor a azufre invadió repentinamente mis fosas nasales, surgido de la nada.
Antes de poder pronunciar una sola palabra más, la puerta estalló. El salón del trono se tambaleó, agrietándose por el poderoso golpe. La estructura de polvo no sería capaz de aguantar mucho más. A través de la nube de cenizas donde hasta hacía pocos segundos se encontraba la entrada, emergió una figura solitaria.
Caminaba a paso lento y decidido, dando pequeños aplausos irónicos.
El humo que flotaba en el aire solo me dejaba entrever su amenazante silueta. Aquel hedor infernal parecía seguirlo, como si su mera presencia lo invocara. Lo que sí irradiaba era un aura macabra, una presencia maléfica que me puso los pelos de punta.
La mano de Malakar volvió a unirse con la mía, acallando mis temores. El cálido y reconfortante tacto de su cuerpo me devolvió la confianza. Sea quien fuere aquel nuevo enemigo, ambos lo derrotaríamos. Podríamos con él.
Como si la misma realidad se esforzara por contradecirme, dos majestuosas alas se desplegaron de la espalda del hombre, hasta alzarse en toda su extensión. Sus plumas relucían con un brillo acerado, apenas visible entre la humareda que nos rodeaba. Sin embargo, esta se disipó en pocos segundos.
Concretamente, cuando aquel ser las batió, liberando una oleada de viento que poco le faltó para lanzarme por los aires. Cuando al fin pude abrir los ojos, lo vi.
El joven apenas aparentaba los treinta años. Con la cabeza afeitada, sus ojos del color del bronce resplandecían con vida propia, enmarcados por una mandíbula cuadrada y una sonrisa de pura diversión.
— ¿Cómo estáis? — dijo a modo de saludo, ejecutando una reverencia burlona.
Dado que la sorpresa me impidió articular una sola palabra, fue el soldado el encargado de responder a la provocación de aquel individuo.
— ¿Quién eres? ¿Cómo has podido aniquilarlos? — lo interrogó, a medida que sus ojos se tornaban negros.
Había dado rienda suelta a su mitad demonio.
— ¡Vaya! Así que tú también conoces ese truquito demoníaco... — repuso el extraño, con una carcajada —. A tus compañeros no les sirvió, y a ti menos. No sois más que insectos — remató, lamiendo la sangre que manchaba sus alas metálicas.
Malakar tembló de ira, pero antes de que pudiera añadir algo más, el enemigo se le adelantó.
— Y en respuesta a tu primera pregunta... Mi nombre es Mefistófeles. Aunque vosotros podéis llamarme Mefisto — aclaró, con un ligero guiño del ojo derecho.
El paladín ahogó una exclamación de terror, antes de dar un paso atrás.
— ¿Qué ocurre? — le susurré, tratando de calmarlo.
Sin embargo, incluso había empezado a temblar.
— Es un ángel caído... El responsable de enseñar la mentira a la humanidad, de provocar los engaños y la confusión que condujeron al fin de la Edad de Bronce. Su poder es superior al de los dioses.
Mefistófeles respondió con una sonrisa pícara.
— También fui el encargado de enseñar a los mortales el arte de la seducción... ¡Pero nadie nunca se acuerda de eso! — exclamó, de forma teatral.
— ¿Y qué te trae por aquí Mefisto? — quise saber, dando un paso al frente.
La sonrisa del ángel se amplió.
— Matarte, por supuesto. Estoy aquí para acabar contigo, Tristán... ¿O mejor debería llamarte Félix Durand?
***
Nota del autor: Os adjunto cuatro posibles ilustraciones del personaje de Mefistófeles... ¿Cuál es vuestra favorita? ¿Os lo imaginabais así? ¡Gracias por leer!
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