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Capítulo 46: Amor y Fuga

Turris Pulveris, Campus Cineris, Planities (Tártaro).

Tristán:

— Gran Trono de Tinieblas. Te suplico que me brindes tu ayuda, que liberes tu poder para alimentar el Lazo de la Obscuridad, el Vínculo Demoníaco — susurró Malakar, postrado frente a aquel grotesco trono. 

Hipnotizado, contemplé cómo el asiento parecía responder a su voluntad, haciendo que un pequeño altar se elevara frente a él. Jadeé ligeramente al percibir lo que parecían manchas de sangre, y la presencia de un afilado cuchillo de mango negro. 

¿Cuál sería el precio a pagar por semejante magia?

Sin embargo, mis cavilaciones se vieron interrumpidas por la exclamación ahogada de la diosa del Olvido. 

— ¡Estáis vivos! — musitó, dando saltos de alegría al ver cómo sus dos hermanos se incorporaban con rapidez. Casi como... Si hubieran estado fingiendo. 

Algos sacudió el polvo que había quedado adherido a su ropa, mientras que Disnomia se llevó las manos al cuello, recorriendo los contornos de la herida que el soldado le infligió. 

— Hora de irse —  anunció esta última, con un leve deje de satisfacción en la voz. 

El Dolor tomó el brazo de Lete, y junto con su hermana mayor, se dispusieron a cruzar el umbral del salón del trono. Estaban intentando escapar.

—  ¡Malakar! — chillé, tratando de llamar la atención del paladín.

Sin embargo, este parecía estar concentrado en su tarea, escaneando el pequeño altar con los ojos. Mi voz pasó inadvertida. 

— ¡Disnomia y Algos han despertado! ¡Intentan irse! — le volví a advertir, sin provocar ni la más mínima reacción en él. 

— No te molestes —  intervino Disnomia —. He alterado la entropía de las partículas del aire, impidiendo la propagación del sonido. Malakar ya no puede oírnos. 

Me giré hacia ella de forma instintiva. La diosa me observaba, con los brazos en jarras, y una expresión de extrañeza y cierta curiosidad plasmada en el rostro. 

— ¿C-cómo es eso posible? — tartamudeé, fijando la vista en la espalda del joven. Apenas unos metros nos separaban... Que no oyera mi voz era absurdo. 

La deidad sonrió con orgullo, ajustándose sobre el puente de la nariz sus maltrechas gafas. Parecía una profesora vagabunda a punto de iniciar una clase magistral. 

— Mi poder consiste en incrementar el desorden de cualquier cuerpo, es decir, su entropía. Y se aplica tanto a los elementos de la vida cotidiana, como a escala atómica — explicó, avanzando con paso decidido en mi dirección —. El sonido es una onda mecánica, que requiere de un medio material para propagarse. Por tanto, lo único que he tenido que hacer es convertir ese aire en un gas completamente desordenado y caótico, que impida transmitir las ondas de presión de tu voz — concluyó. 

Su charla me dejó perplejo. Sin lugar a dudas, el poder del desorden era mucho mayor de lo que jamás se me habría ocurrido pensar. No obstante, no estaba dispuesto a darme por vencido. Si no podía hablar con él, entonces lo alcanzaría. 

Eché a correr en dirección al paladín, ante las protestas de Disnomia. 

— ¡Para Tristán! ¡Por favor! ¡No quiero tener que matarte! — exclamó. 

Sin embargo, no escuché sus palabras. Dejar ir a aquellos dioses, era básicamente fallar a Malakar. Y aunque no sabía muy bien por qué, la mera idea de decepcionarlo o de perjudicarlo de cualquier manera se me antojaba insufrible. 

— ¡Basta!

Me detuve al segundo. 

Mi visión se oscureció, y una sensación de desorientación y confusión me embargó. Formas luminosas empezaron a bailar en mi campo de visión, dejándome cegado por completo. Fui vagamente consciente de caer de rodillas, a medida que un remolino de voces e imágenes carentes de sentido se arremolinaban. 

Era como si mi misma conciencia se estuviera desvaneciendo, haciendo imposible el pensar con claridad. Un dolor lacerante y extremo surcaba todo mi cuerpo de forma distante. Pese a ello, el sufrimiento era de lo más real. Quizá fue lo único que me mantuvo cuerdo en ese momento de agonía. 

Y en medio de aquel tormento, la voz de Disnomia surgió de la nada, con una nota de miedo y espanto impregnando sus palabras. 

— Tristán... Tú me has obligado a hacer esto. 

A modo de respuesta, me seguí arrastrando en dirección a la silueta confusa de Malakar. Si al menos pudiera rozar su tobillo...

— Estoy incrementando la entropía de tu cuerpo. Y te puedo asegurar que no va a acabar bien —  me advirtió. 

Yo seguí ignorándola, concentrado en mi misión de alcanzar al rubio soldado. No sabía lo que Disnomia estaba haciendo, pero no pensaba consentir que me chantajeara. Podía atacarme cuanto quisiera, e incluso acabar conmigo... Al fin y al cabo, mi cadáver volvería a la vida en diez minutos. Pero pensarlo es una cosa, y hacerlo otra totalmente diferente. 

Y solo me percaté de esa diferencia cuando mi corazón se detuvo. 

— Ahora mismo estás experimentando un fallo multiorgánico, lo que implica que tus órganos vitales han dejado de funcionar... En poco tiempo, tus tejidos empezarán a desintegrarse y sufrirás una necrosis severa. El sistema nervioso colapsará, dejándote paralítico de por vida. Y tras la hipotermia, tu cuerpo se desintegrará, convertido en una nube de átomos. ¿Estás dispuesto a seguir adelante? ¿A desaparecer permanentemente por alguien que te desprecia?

Haciendo acopio de las fuerzas que me quedaban, negué con la cabeza, dejándome caer. Al fin me había rendido. Y una vez lo hubo constatado, la diosa del Desorden me liberó de aquella tortura. 

Mi corazón volvió a latir, y el dolor cesó tan rápidamente como había llegado. 

— ¿Sabes? Podrías venir con nosotros — me propuso la diosa, con una tímida sonrisa, tendiéndome la mano. 

A modo de respuesta, solté una débil pero irónica carcajada. 

— ¿Y adónde iríamos? No tenéis ni idea de orientaros en el Tártaro... —  comenté con forzada ligereza. Sin embargo, el dolor todavía traspasaba las fronteras de mi voz. 

— Eso no es del todo cierto — intervino Algos, tomando la palabra por primera vez —. Prometeo nos liberó en Ager Nihili... Pero también nos dio una misión que cumplir. 

— Y nos aseguró que, al completarla, ¡seríamos libres! — me informó Lete, profiriendo un gritito de emoción. 

La diosa del Desorden me ayudó a ponerme en pie, y me sostuvo cuando, segundos después, perdí el equilibrio. 

— A tu cuerpo le costará una temporada volver a la normalidad... Al fin y al cabo, ha sido cuestión de segundos que no acabara contigo — dejó caer, con una normalidad que se me antojó de lo más despiadada. 

¿A cuántas personas o dioses habría matado Disnomia?

Ayudado por mi mortífera compañera, nuestro reducido grupo cruzó el umbral del salón del trono, dejando atrás a un herido Malakar, que parecía... ¿Estar conversando con una sombra? Sus palabras y reproches flotaban en el aire, pero me veía incapaz de darles sentido alguno. 

No era ese el caso de mi acompañante, que soltó una risita burlona. 

— Vaya con el paladín — comentó, con una sonrisa a medio camino entre la pura alegría y la malevolencia —. Para haber hecho votos de castidad, tenía una vida amorosa bastante ajetreada... ¡Maldita sea! Ahora no puedo dejar de preguntarme cómo será ese tal Zarakiel. Necesito más detalles — refunfuñó. 

Algos ladeó la cabeza en dirección a su hermana. 

— Por favor querida, no empieces. Todos sabemos qué es lo que pasa cuando te obsesionas con una pareja... El amor te apasiona casi tanto como a madre. 

Y este fue mi momento de intervenir. Era cierto que no me encontraba demasiado bien, pero es que lo de estos dioses era delictivo. Prácticamente rozaba el absurdo. 

— ¿Y se puede saber por qué os interesa tanto el amor? ¿A la Discordia y el Desorden? ¡No tiene ningún sentido! — me quejé. 

La deidad respondió con una suave risa, antes de lanzarse a una nueva explicación. Desde luego, tenía complejo de profesora. 

— El amor es la fuerza más caótica que hay. A decir de mamá, provoca guerras, traiciones, devastación... Pero bajo mi punto de vista, lo mejor es los enredos que surgen — reveló, con una mueca de emoción —. Por ejemplo, tú besaste a Malakar. Y ahora él está hablando con su ex, que sin lugar a dudas quiere volver a ser su amante. ¿Cómo te hace sentir eso?

A modo de respuesta, me limité a alzar una ceja. 

— ¿Siempre has sido así de cotilla? 

Disnomia abrió la boca un par de veces, como si no supiera que contestar, y acabó por guardar silencio. Un ligero rubor adornaba sus mejillas. 

Algos fue el encargado de redirigir la conversación. 

— ¿Estás con nosotros, o en nuestra contra? — quiso saber, su voz desprovista de cualquier calidez. 

— Y-yo — tartamudeé, sin tener idea alguna de qué contestar. 

Por un lado, aceptar la ayuda de aquellos dioses parecía ser la opción idónea. Me alejaría del chico que había intentado matarme horas antes, y todo para embarcarme en una misión desconocida y seguramente de lo más peligrosa. Pese a todo, si lograba completarla (lo que teniendo a tres dioses de mi lado no podría ser tan difícil), volvería a la vida. Recobraría mi libertad, y de la mano quiero creer que vendrían mis recuerdos. 

Siguiendo un enfoque racional, lo lógico sería aceptar. Largarme de allí en compañía de tres divinidades, y dejar a aquel soldado a su suerte. 

A fin de cuentas, ¿qué podía ofrecerme él? Una compañía, cuanto menos, arisca. Siendo sinceros, se comunicaba con más gruñidos que palabras. Sus estallidos de ira eran impredecibles. Me forzaba a decir la verdad cuando se le antojara, e invadía mi mente sin respeto alguno. Era agresivo, y en cualquier momento podría convertirse en un maldito demonio. 

Entonces, ¿por qué dudaba? ¿Por qué demonios no era capaz de aceptar que, por una vez, había tenido suerte? Esta era mi oportunidad para escapar de un chico que, en primer lugar, jamás debí atar en mi cabaña. 

Sin embargo, había algo en su mirada. 

Y no me refiero solo al recuerdo que su ojo castaño lograba evocar en mí. No, más allá de esa heterocromía, de esa apariencia impasible y fría había un ser humano. Un joven que estaba sufriendo. Que mal que le pesara, era más vulnerable de lo que le gustaría. Lo había visto al abrazarlo, cuando me correspondió con fuerza, aferrándose a mí como si fuera el último aliento que lo mantenía con vida. 

Además, su mera presencia me hacía sentir... Diferente. Un cúmulo de emociones que alternaba entre nerviosismo, alegría, miedo, y un calor intenso y desbordante que inundaba mi pecho. Era como si todo en él me atrajera. ¿Creéis en el amor a primera vista?

Porque yo sí. Desde que lo vi a él, tendido en la tierra, como un ángel caído de los mismos cielos. 

Y aunque fuera absolutamente imprudente, o alocado, por más que él fingiera odiarme, no lo abandonaría. 

— Lo siento, pero no os acompañaré — pronuncié, armándome de valor, escrutando la expresión calculadora de Algos —. No dejaré a Malakar a su suerte. 

— ¿Es porque lo amas, verdad? — inquirió Disnomia, con una sonrisa juguetona que acompañó de un ligero codazo. 

Sin poder evitarlo me sonrojé. Y si bien no pude admitirlo en alto, en mi mente aquella frase resonó con fuerza. ¿Me había enamorado de aquel soldado? ¿Era posible amar a alguien, conociéndolo desde hacía tan poco tiempo?

— Si es así, entonces eres nuestro enemigo — proclamó el Dolor, alzando los brazos. 

La diosa del Desorden, advirtiendo las intenciones de su hermano, se interpuso entre él y yo. 

— ¡Algos para! Me ha salvado la vida. De no ser por él, Daniel me habría arrancado la cabeza — le recordó. 

Pero a él no pareció importarle. 

— Ahora sabe lo de nuestra misión. Si se lo cuenta al paladín, no tardará en atar cabos. Y si averiguan qué es lo que pretendemos... Todo habrá terminado. ¿Eres consciente de eso hermana?

Disnomia resopló, casi como si no pudiera creer lo que estaba escuchando. 

— ¡Nos ha ayudado! ¿Es así como vas a recompensarlo? — reclamó, la furia latente en su voz. 

— Ha dejado muy clara su postura. Si hubiera aceptado tu oferta, lo habría recibido con los brazos abiertos. En cambio, se ha posicionado del lado de nuestro enemigo. Acabaré con él, tanto si lo deseas como si no — sentenció con aire lúgubre. 

La diosa del Desorden alzó la mirada hacia él, desafiante, y se cruzó de brazos. 

— Por encima de mi cadáver. Le debo la vida. 

— Que así sea. 

Y dicho esto, de las yemas de sus dedos brotó un destello negruzco. Un estallido eléctrico de pura oscuridad. Un rayo que fue tomando forma conforme se aproximaba en nuestra dirección, zigzagueando en el aire. La deidad extendió sus brazos, tratando de protegerme del inminente impacto. 

Justo en el último instante, cuando la descarga prácticamente rozaba la dermis de la diosa, ocurrió algo inaudito: El ataque la atravesó limpiamente, sin causarle ningún rasguño... Y me impactó en el cuello, lanzándome de vuelta al salón del trono. 

— ¡Tristán! — exclamó Disnomia. 

Y su voz fue lo último que oí antes de que el dolor me destrozara. 

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