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Capítulo 45: Turris Pulveris

Turris Pulveris, Campus Cineris, Planities (Tártaro).

Malakar:

Con un chirrido ominoso, las puertas de la sala del trono, el corazón del Bastión de Ceniza, cedieron. Ambas hojas resplandecían con un brillo metálico y apagado propio del Tenebrium. La silueta de la llameante Torre de Babel las adornaba, un recordatorio de la osadía humana y del castigo que les fue impuesto. 

El suelo de polvo bajo mis pies se combaba peligrosamente, amenazando con disolverse en cualquier momento. Todo el lugar, a excepción de las flamantes compuertas, estaba compuesto de este voluble material, causando que, con cada ráfaga de viento que soplaba, la entera Ciudadela se tambalease. 

La diosa del Olvido no dejaba de mirar a todos lados, con el asombro plasmado en su mirada infantil y curiosa. Aferraba con fuerza su brazo, por miedo a que cometiera una estupidez (como por ejemplo usar sus poderes divinos), y toda la fortaleza se viniera abajo. 

Si eso ocurría, prácticamente estábamos condenados. Toneladas de polvo se cernirían sobre nosotros, asfixiándonos bajo su inconmensurable peso. Para cuando el enclave se regenerase, proceso que de normal se prolongaba durante varios meses, mi cuerpo estaría tan dañado que ni siquiera podría sostenerme en pie. 

Sería mi fin. 

Y también el de Tristán, que caminaba unos metros por detrás mía, con más cautela de la necesaria. Desde que habíamos puesto un pie en Turris Pulveris, la preocupación lo había embargado hasta límites insospechados. 

A medida que nos abríamos camino por los laberínticos corredores, esta solo había ido en aumento. 

— ¿Y estás completamente seguro de que este lugar es estable? — repitió más de una vez, su frente perlada de gotas de sudor.

Lo cierto es que comprendía bastante bien sus temores. 

Sin ir más lejos, la primera vez que pisé aquel enclave casi me morí de miedo. Y no era para menos, dado el entorno en el que nos encontrábamos. La escarpada silueta del Bastión de Ceniza se recortaba sobre el horizonte de Campus Cineris, como un afilado pedazo de roca que intentaba desgarrar el firmamento. Esta impresión solo se veía reforzada por sus retorcidas y grotescas torres, las cuales se hundían en los cielos a modo de dedos esqueléticos. 

Estaba rodeado por una gran muralla, ennegrecida por el paso de las eras. Un pequeño patio de armas, con el blasón de Tártaro grabado a todo detalle, antecedía a la fortaleza propiamente dicha. Por su parte, las mazmorras se extendían bajo tierra, sus celdas repletas de las almas en pena de pecadores cuyos gemidos trascendían a la superficie. 

Quien allí cayera estaría condenado, en el mejor de los casos, a vagar por las sombras durante toda la eternidad, en corredores que continuamente se regeneraban y retorcían, haciendo imposible la orientación. 

No queráis saber qué es lo peor que podría sucederos allí abajo. 

Paradójicamente, su aspecto imponente se veía traicionado por la fragilidad que la caracterizaba. Sus gruesos muros, elaborados a base de puro polvo compactado, se venían abajo de un solo empujón. Las puertas, ventanas... Se rompían a la menor ráfaga de ardiente aire. 

Y en el interior, todo iba a peor. 

Los pasillos se entrecruzaban, enlazándose entre sí como un gigantesco laberinto, trazando curvas de pesadilla, poniendo a los viajeros ante encrucijadas poco ortodoxas. A menudo, los corredores convergían en una especie de nudo, en cámaras centrales de las que emergían docenas de posibles salidas. Algunas se hundían en las tinieblas, mientras que otras se aventuraban hacia la luz que parecía provenir de los pisos superiores. 

El suelo se tambaleó a cada paso que avanzamos, y más de una vez colapsó, amenazando con arrojarnos a las celdas que aguardaban en la oscuridad. Con los muros y escaleras sucedía igual.

Aquel lugar era un infierno. Una fortaleza que parecía garantizar cierta seguridad, para luego convertirse en una maraña de supuestos y esperanzas rotas. Una cámara de tortura basada en la controversia, en la paradoja misma de la vida y muerte. 

— ¿Me vas a explicar al fin qué hacemos aquí?  — inquirió Tristán, con una ceja levantada. 

El joven cargaba con los cuerpos inconscientes de Disnomia y Algos. Un escalofrío me recorrió al observar las heridas que mi parte demoníaca les había infligido. De no haber sido por aquel chico... Los habría aniquilado. 

Y con ellos, todas las posibilidades de recobrar mi posición.

— ¿Cómo están? — le respondí, con voz más ronca de lo que pretendía. 

Mi acompañante depositó los cadáveres sobre el áspero suelo de la cámara, y procedió a tomarles el pulso. La acción atrajo la atención de Lete, que casi de inmediato se zafó de mi agarre, y echó a correr hasta donde sus hermanos reposaban. Una lágrima se deslizó por su mejilla, a medida que farfullaba lamentos inteligibles. 

— Por lo que parece, ya vuelven a vivir. Pero siguen inconscientes — murmuró, a medida que sacudía ambos, intentando hacerlos reaccionar. 

Esto era de lo más extraño... Normalmente, aquellos que morían en el Tártaro no tardaban tanto en despertar. La vida solía regresar a ellos en unos diez minutos, y la consciencia siempre iba de la mano. Aquel sopor era, sin ninguna duda, de lo más inusual. 

En cualquier otra ocasión, habría sospechado. Sin embargo, me encontraba demasiado absorto en la tarea que debía desempeñar como para centrarme en ninguna otra cosa.

Y ese fue mi error. 

— No evadas mi pregunta. Dime qué pretendes — exigió Tristán, alzando el mentón con osadía. 

Solo de verlo luciendo semejante actitud, la ira me invadió. Acorté la distancia que nos separaba, y capturé su afilada barbilla con mi mano derecha. 

— No me hables así — lo reprendí, con más dureza de la que me hubiera gustado emplear. 

El joven calló, pero la expresión de sus ojos esmeralda se mantuvo impertérrita. En ellos había un valor, un coraje que no recordaba haber visto antes. Al verlo así, no pude evitar rememorar nuestro beso. Aquel instante, fruto de la desesperación y el pánico. 

Cuando Disnomia lo mencionó, perdí el control. No por el hecho de que se estuviera burlando de mí (que tampoco me sentó muy bien, que digamos), sino por la verdad que escapó de sus labios, y que incluso yo mismo me empeñaba en negar. 

Y es que, mal que me pesara, aquel breve contacto había significado algo para mí. Aún no sabía qué... Sin embargo, cada vez que contemplaba a aquel chico de pelo castaño y ojos verdes, mi corazón se aceleraba, y un cúmulo de emociones desconocidas se asentaba en mi pecho. 

Sin poder evitarlo, me incliné más hacia Tristán, mis labios rozando su oreja. 

— Si te sigues portando así de mal, tendré que castigarte — le susurré, mordiendo su lóbulo, sorprendiéndome incluso a mí mismo. — Y te aseguro que no te gustará. 

¿Qué demonios estaba haciendo?

El joven retrocedió de inmediato, completamente ruborizado y hecho un manojo de nervios. 

— N-no era mi intención — tartamudeó, el miedo y algo más luchando por invadir su rostro. 

Tristán me había salvado de Malakar, el demonio que dormía dentro de mí. Por un instante, prácticamente había tomado el control de mi cuerpo. Mis pensamientos, mantras, lógica... No había servido de nada. La oscuridad se había impuesto, y había terminado por expulsar mi alma al fondo de la mente. De no haber sido por aquel cálido abrazo, jamás habría podido regresar. 

Pero aquello no había sido cosa de un solo día. Mi caída llevaba rumiándose desde hacía tiempo. En concreto cuando, aunque no os lo podáis creer, me vi obligado a adoptar su nombre. 

Se podría decir que era una especie de tradición entre los paladines de Tártaro. Al aceptar la unión con el demonio que el Maestro de Tortura implantaba en nuestras almas, éramos rebautizados con el nombre de aquel ente malévolo. 

Simbolizaba el abandono de nuestra humanidad. 

— ¿Vas a contestarme? — insistió, la duda impregnando su voz. 

Finalmente asentí, pero antes procuré tomar distancia de él. Con Tristán tan cerca, no podía siquiera pensar. Era como si mi mente analítica y despiadada quedase recubierta por una bruma similar a la de Vallis Fumo

Pese a todo, debo admitir que me embargó una especie de desazón al romper el contacto con él. Qué raro estaba últimamente... Aquel chico estaba jugando conmigo. 

— Estoy aquí para comunicarme con mis compañeros — contesté, procurando ser seco y cortante. 

Los ojos de Tristán se desorbitaron. 

— ¿Los mismos que permitieron que Tártaro te arrojara aquí sin miramientos? — quiso saber, asombrado. 

— Así es... — confirmé, con aire distraído. No podía parar de rememorar mi caída en desgracia. Literal y figurada. 

El joven me escrutó con la mirada, pasando el peso de su cuerpo de un pie a otro. 

— ¿Y por qué crees que ellos van a ayudarte? Al fin y al cabo, ¿no dijiste que habías perdido todos tus privilegios, que Tártaro te había repudiado?

Me encaminé hacia el trono, sopesando las palabras del moreno. Razón no le faltaba, a decir verdad. Y sin embargo... Aún tenía un as en la manga. 

— Cierto. Pero en aquel entonces no había apresado a los tres Hijos de la Discordia. Los tres fugitivos más buscados después de Hades. Si los entrego, me redimiré a ojos de todos — afirmé esperanzado. 

El perdón de mi señor era cuanto ahora importaba. 

— Supongo que razón no te falta... ¿Y qué pasará conmigo? — quiso saber Tristán. 

Se me escapó una carcajada irónica. 

— Teniendo en cuenta tu actual situación, podrías abogar por unirte a nosotros. Convertirte en un paladín de Tártaro — le sugerí, procurando observar su reacción. 

El joven pareció considerar mis palabras, quizá viéndolas como una forma de escapar de aquel infierno. Y sin embargo, al verlo así, no pude evitar rememorar el momento en que yo me encontré igual. El instante en que tomé una decisión que cambiaría el rumbo de mi existencia ultraterrenal. 

Probablemente la peor metida de pata de mi vida. 

Antes de que Tristán pudiera responder, me lancé. Aquel chico tenía derecho a saber la verdad que yacía oculta tras aquella en apariencia atractiva propuesta. 

— Pero si yo fuera tú huiría antes de que mis compañeros lleguen. Recorriendo el Tártaro a la deriva estarás mejor que con nosotros... — musité. 

Sin esperar su respuesta, le di la espalda, y me encaminé hacia el imponente trono. Un asiento de negro metal, forjado a partir de huesos y carne humana podrida. Casi podía percibir cómo las almas en pena de aquellos condenados se retorcían dentro del asiento, destinado a ser ocupado por el mismo Tártaro. 

En la Era Mitológica, el Bastión de Ceniza había sido el epicentro del poder del Maestro de Tortura. Su palacio, desde el que gobernaba sus vastos dominios. Sin embargo, después de que Axis fuera creado, el Señor del Averno optó por trasladarse a aquella profunda fosa. 

Asentó su nueva fortaleza en mitad de aquellas tinieblas. De esta forma, la cámara desde la cual ejercía su tiránico gobierno culminaba con la hermosa vista de los titanes retorciéndose de dolor y agonía en sus celdas de sombras. 

Su antigua Ciudadela quedó abandonada, y con el tiempo, esta acabó transformada en un amasijo de polvo, un reflejo de lo que una vez fue. El esplendor del pasado contrapuesto sobre la ruina del presente. 

— Ahora no me molestes — repuse con sequedad, acallando las palabras de Tristán. 

Continué avanzando, de espaldas a él, hasta posicionarme frente al ominoso asiento. Con una florida reverencia, me arrodillé, apoyando la frente en el suelo en señal de completa sumisión. 

— Gran Trono de Tinieblas — recité, tratando de imprimir solemnidad a mis palabras —. Te suplico que me brindes tu ayuda, que liberes tu poder para alimentar el Lazo de la Obscuridad, el Vínculo Demoníaco. 

Esperé un par de segundos, con impaciencia. La tensión flotaba en el aire. Lo cierto es que no tenía ni la menor idea de si el ritual de invocación funcionaría. Al privarme de mis privilegios, la mayoría de mis habilidades y magia se habían desvanecido... Solo quedaba tener fe. 

Y segundos después, esta se vio recompensada. Frente a mis ojos, un pequeño altar se elevó desde el suelo. Rectangular y recubierto de runas desgastadas por el tiempo, no parecía gran cosa. 

Las manchas de sangre reseca destacaban vivamente sobre la piedra grisácea.

— ¡Malakar! — exclamó Tristán, su tono marcado por la urgencia. 

Pero yo decidí ignorarlo, y seguir adelante con la invocación. Tomando el cuchillo ritual que reposaba a los pies del bloque recién emergido, coloqué mi mano izquierda sobre la runa central, una espiral retorcida y oscura. 

Sin vacilar, alcé la daga... Y me atravesé la mano sin contemplaciones, dejándola clavada a la piedra. El dolor me atravesó con furia, como una descarga eléctrica. Mi sangre empezó a brotar, e impregnó el altar con su color carmesí, trayendo a la vida la oscura magia del averno. 

— Quiero hablar con Zarakiel — solicité, retorciendo el cuchillo. 

Para mi desgracia, el sufrimiento era el motor del poder del Tártaro. Contra mayor fuera mi tormento, más fuerza adquiriría la invocación. 

En cuestión de segundos, el altar emitió un brillo carmesí cegador. El resplandor llenó toda la cámara, atravesando las paredes mismas. Cuando la luz se desvaneció, la forma de mi antiguo amante, compuesta íntegramente de sombras, estaba sentada sobre el trono del Maestro de Tortura. Más que una persona, era una silueta, cuyos rasgos y vestimenta quedaban desdibujados. 

— Ha pasado mucho tiempo Malakar — comentó él, a modo de saludo. 

Esbocé una sonrisa torcida. 

— Yo también me alegro de verte Zarakiel. 

No me hizo falta poder ver su rostro, para saber que debía haber puesto los ojos en blanco. Es lo malo de pasar tres siglos manteniendo un amor prohibido con alguien. Al final, mal que te pese, lo acabas conociendo mejor que nadie. 

— Me quedé bastante sorprendido al saber que Tártaro había renegado de ti... Su soldado más fiel — comentó, con un punto de ironía. 

Se me atragantaron las palabras que tenía pensado pronunciar. No podía ser. 

— ¿En serio quieres hablar de eso ahora? — lo interrogué, incrédulo. 

La sombra de mi amante se contorsionó en un gesto de furia. 

— Solo digo que renunciaste a todo por tu fe ciega a Tártaro y sus estúpidos valores. Y mira cómo has acabado. 

— ¿No querrás decir que renuncié a ti? — repuse con aire inocente. 

El silencio de Zarakiel fue suficiente como para confirmar mis sospechas. Pero antes de que pudiera volver a provocarlo, el paladín desvió la conversación. 

— ¿Por qué me has contactado? Que yo sepa, ahora no eres más que un prisionero más, otro ser miserable que ha de ser torturado por la eternidad. 

La satisfacción se instaló dentro de mí. Sin saberlo, aquel problemático joven había sacado a colación justo el tema que quería tratar. 

— La situación ha cambiado — anuncié con cierto gozo —. Te informo de que, tras mi caída, he sido capaz de apresar a los Hijos de la Discordia. Los entregaré, a cambio de mi restitución. 

Las cejas de Zarakiel se alzaron, en un gesto que denotaba duda. 

— ¿Tú solo has logrado aprisionar a tres dioses, privado de la mayoría de tus poderes? Eso es ridículo...

Me dispuse a replicar, cuando un golpe a mis espaldas llamó mi atención. Despegué la mirada del trono, recordando el grito de Tristán de minutos antes. Al volverme, mis peores pesadillas se hicieron realidad. 

El joven castaño yacía desparramado sobre un charco de su propia sangre. Su brazo izquierdo estaba torcido en un ángulo antinatural, dejando ver su pálido hueso. Todo parecía indicar que un fogonazo había alcanzado su cuello, provocándole las mortales heridas que lucía. 

Lo peor de todo era que los tres dioses habían desaparecido. 

— ¡Tristán! — grité, avanzando en su dirección a toda prisa. Con la mayor delicadeza que me fue posible, deposité su cabeza en mis rodillas. — ¿Quién te ha hecho esto?

Al principio, el chico no respondió. Lo sacudí un par de veces, intentando hacerle reaccionar. Sin embargo, daba la impresión de que sus párpados estaban sellados. Indeciso, empecé a acariciar lentamente su pelo. Al principio, de forma algo torpe y brusca. 

Su cabello era suave, sedoso incluso. Pequeños mechones rubios despuntaban entre los tonos castaños y negros, ocultos en las profundidades de su cuero cabelludo. 

Finalmente, tras un par de minutos que se me antojaron interminables, Tristán abrió los ojos con una exclamación de dolor. 

— Malakar — gimió, posando su mano en mi mejilla. — Lo siento, Algos, él... Era demasiado fuerte. No pude defenderme. Perdóname — musitó, cayendo de nuevo en las brumas de la inconsciencia. 

Aquello era terrible. Esos tres dioses eran mi única garantía de poder sobrevivir, de recuperar mi posición. Y más allá de eso... El estado de Tristán me afectaba más de lo que me gustaría. Esa vulnerabilidad, sus heridas. 

Me rompía el corazón.

Recosté al joven en el suelo polvoriento, y me abalancé sobre el altar. La silueta de Zarakiel aún brillaba en el trono. 

— Zarak... — lo llamé, usando por instinto el diminutivo cariñoso que le puse cuando estábamos juntos. — Los Hijos de la Discordia han escapado. No pueden haber ido muy lejos. Si envías ayuda, a lo mejor todavía...

Sin embargo, mi antiguo amante me interrumpió sin miramientos. Su voz reflejaba frialdad, angustia y odio contenidos. 

— Lo lamento pero no. Ahora, Malakar, no eres nadie. Solo un fugitivo más. De cualquier forma, te agradezco que me hayas permitido saber dónde te encuentras. Será mucho más fácil darte caza... — dejó caer, con una sonrisa maliciosa. 

— ¿D-darme caza? 

— ¿Acaso has olvidado el destino que aguarda a aquellos que fallen a Tártaro? Camera Silentii te espera. Sufrirás por toda la eternidad — concluyó. 

Jadeé por la sorpresa, tratando de reponerme. Pero fueron las siguientes palabras las que terminaron por helar mi sangre. 

— Ya han enviado a un regimiento a tu ubicación. En cuanto te vean, tienen órdenes de ejecutarte, y llevarte a tu destino final — me reveló. 

No podía ser... Me sería imposible hacer frente a un grupo completo de paladines. Me aplastarían sin miramientos, y acabarían por encerrarme en una absoluta oscuridad. Sin embargo, había algo que me desconcertaba. 

— ¿Por qué me dices esto? ¿Por qué me adviertes? — interrogué a Zarakiel. 

Él me respondió con un suspiro.  

— Supongo que, pese al tiempo que ha transcurrido, y la amargura que me produjo tu abandono... Aún te sigo queriendo Dani. Tienes media hora antes de que lleguen — musitó la sombra, segundos antes de desvanecerse por completo. 

Me había quedado solo. Y mi muerte estaba asegurada. 


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