Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 43: Contubernio y Polvo

07:16 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Semyazza: 

Surqué los cielos, sobrevolando las oscuras nubes de tormenta que se cernían sobre el pueblo, y el mundo entero. A medida que atravesaba el negro manto, la lluvia caía incesantemente, y su repiqueteo constante se armonizaba con el batir de mis tenebrosas alas. El crujir del metal acompañaba a cada uno de mis movimientos, causando dolorosas punzadas de dolor en mi espalda. 

Era un recordatorio de mi traición, del castigo que había merecido. Del amor que creí sentir, y que, por un breve lapso de tiempo, hizo latir mi corazón como nunca. Lo suficiente como para dejarlo todo, renunciar a todo aquello que había jurado proteger. 

Y todo por una mujer que me abandonó. 

Aquello era una tortura. Por demasiado tiempo, había contenido mis extremidades aladas dentro de mi ancha espalda mortal... Tanto, que las antiguas heridas se habían comenzado a reabrir. Las que recibí cuando Metatrón, siguiendo la inescrutable voluntad del Demiurgo, me cercenó las alas. Aquellas funestas cicatrices, hábilmente camufladas bajo plumas metálicas de renio, habían empezado a sangrar nuevamente.

Con un resoplido, comprendí que debía apresurarme, y llegar lo antes posible a mi destino. De lo contrario, corría el riesgo de desangrarme. 

Movido por esta urgencia, me abrí camino entre los rayos que amenazaban con derribarme, escoltado por los fogonazos de los relámpagos que enmarcaban mi angelical silueta. A pesar del dolor, finalmente pude volver a disfrutar de la libertad y la completa adrenalina que me generaba el volar, reduciendo las nubes a mero polvo a mi paso. 

Había pasado treinta años encerrado en aquel maldito círculo, en el sótano de un instituto en medio de la nada. Seis vidas sacrificadas, seis dichosos cráneos habían sido capaces de contenerme a mí, el líder los Grigori. El segundo ángel que cayó, tras mi amo Luzbel. 

Era una vergüenza. Azazel ya se había encargado de dejármelo bien claro cuando nos volvimos a ver, y seguramente Mefistófeles no tardaría en burlarse de mí por ello. Aquel desgraciado no sabía cuándo parar. Sonreí al darme cuenta de que, cuando lo volviera a ver, le enseñaría un par de lecciones. 

Lo pondría en su lugar. 

Pronto, las edificaciones urbanas dieron paso a extensiones casi infinitas de campos cultivados, salpicados por verdes brotes. Para mi alegría, la intensidad del aguacero ya estaba empezando a superar los sistemas de drenaje del terreno, causando las primeras y aparentemente insignificantes inundaciones. Sin ir más lejos, a medida que me desplazaba, rompiendo la barrera del sonido, pude contemplar como varios ríos abandonaban su cauce habitual, engullendo caminos y casas indistintamente. 

Los lagos también se desbordaron, sus aguas descendiendo como cascadas por las laderas de los montes, arruinando cosechas y segando vidas de incautos. Oculto por la oscuridad de las tormentosas nubes, me deleité contemplando la incertidumbre de los pequeños humanos que danzaban a mis pies, tratando de protegerse de la furia de aquella desbocada e inesperada tormenta, que ya duraba un día. 

Desde semejante altura, podía ver a los humanos como lo que eran. Seres insignificantes, engañosos y traicioneros. Si tan solo supieran lo que les esperaba... La Tierra pronto recibiría la Purificación que merecía desde hacía siglos. 

Los servicios meteorológicos internacionales estaban desconcertados. Y no era para menos. Las tormentas habían brotado de la misma nada, derramando sus lágrimas por todo el plano terrestre, haciendo crecer el nivel de los océanos y sumergiendo islas enteras. Todos esperaban a que el temporal pasase, pero en verdad, su intensidad solo se incrementaba. 

Y solo era el principio. 

Finalmente, tras varios kilómetros, el relieve fue suavizándose, a medida que el olor a salitre llenaba el aire. Segundos después, el furioso rugir del mar me recibió como un heraldo. Las olas, completamente embravecidas, arremetían incansablemente contra un gran acantilado, casi como si intentaran devorarlo. El peñasco se alzaba amenazador, recortando su silueta contra el horizonte. Justo allí era donde me dirigía. 

Se encontraba en un lugar inhóspito y solitario, alejado de cualquier rastro de civilización. Sin ir más lejos, el pueblo cuya proximidad era mayor se encontraba a casi veinte kilómetros de distancia. 

Para colmo, el acantilado estaba custodiado por una cadena montañosa al sur, cuyos laberínticos y empinados caminos a estas alturas debían estar llenos de lodo, completamente inservibles, y un bosque por este y oeste. Según tenía entendido, Azazel ya se había ocupado de él... A estas alturas la floresta debía haberse convertido en su campo de juegos. Las trampas elaboradas con magia angelical y satánica siempre fueron su fuerte. 

No en vano era aquel que había instruido a la humanidad en el arte de la guerra y brujería. 

Contemplando el panorama, me vi obligado a admitir que, pese a que a veces mi hermano Gadreel podía llegar a ser todo un incordio, sus estrategias siempre resultaban ser de lo más efectivas. Su elección había sido impecable: Aquella era la localización perfecta para llevar a cabo nuestros planes.

Con una carcajada de pura satisfacción, tracé un arco descendente, abandonando mi privilegiada posición para llegar a la playa de rocas que se encontraba a los pies del peñasco. A la hora de aterrizar, mis deportivas se hundieron en el agua que ahora recubría el lugar, y que llegaba hasta la altura de mi pecho. 

— Esto va más rápido de lo que esperaba — susurré, avanzando con dificultad hasta la base del peñasco. 

Plegué mis alas con resignación, emitiendo un grito mudo de dolor. Mi sangre empezaba a calar aquella extraña prenda con capucha que empleaban los humanos, tiñendo la verde tela de color carmesí. Demonios, no podía esperar a recuperar mi túnica, mi armadura, y por encima de todo, mis armas. 

Siguiendo las instrucciones de Azazel, palpé la fría y húmeda pared de roca, erosionada por siglos de lucha con el océano, recorriendo con las yemas de los dedos sus contornos. Hasta que hallé el símbolo que buscaba, parcialmente sumergido. Nada más entrar en contacto con mi piel, el pentagrama invertido comenzó a brillar con una luz anaranjada, que en cuestión de segundos se extendió al resto del acantilado, como enredaderas de pura luz. 

Numerosas tallas rúnicas se manifestaron, escritas en un lenguaje olvidado por los mismos dioses. Todas destellaban con el mismo resplandor ambarino, como un presagio infernal. Una vez todo estuvo dispuesto, remonté el vuelo, localizando y presionando las adecuadas, a fin de formar una única palabra: Taharah.

Apenas las hube tocado, las runas se desvanecieron, reapareciendo en un lugar diferente del peñasco, como medida de seguridad preventiva. Azazel no era de los que dejaba nada al azar. Gracias a él, ahora contábamos con una fortaleza impenetrable, indestructible. Inconquistable. Justo lo que necesitábamos para guarecernos de la inminente guerra. 

Y eso quedó demostrado cuando, al presionar el último signo, la pared del peñasco comenzó a agrietarse y despedazarse desde su mismo centro, revelando una profunda y oscura caverna en su interior. Con una sonrisa viperina aleteando en mis labios, me introduje en ella, suspirando de alivio cuando la fisura en la roca se cerró a mis espaldas. 

Por unos instantes, decidí permanecer suspendido en el aire, contemplando la estampa que me rodeaba. 

Aquella cueva, excavada por nuestros propios poderes divinos, bendecida por nuestra sangre y cuya vida había sido dada por las últimas gotas de la de nuestro Amo, acogía nuestro cuartel general. El centro de mando desde el que, sin que nadie lo supiera, íbamos a dirigir la batalla.

Una única y estrecha senda se alzaba a mis pies, tenuemente iluminada por antorchas de fuego fatuo, fusionadas con las mismas paredes de piedra. Daba la impresión de que las flamas nacían de la propia roca. El camino contaba con dos profundos fosos que actuaban como escoltas, rematados con unas bonitas estacas de afilada piedra, listas para empalar a los insensatos que se atrevieran a actuar en nuestra contra. 

Unos metros más adelante, se erigía, imponente, nuestra auténtica sede. Del mismo suelo de la caverna se alzaban las paredes torcidas y grotescas de una edificación monstruosa. Dos gigantescos demonios tallados a ambos lados del portal flanqueaban su umbral, sus armas en ristre. Múltiples vidrieras representan escenas apocalípticas, con la humanidad siendo exterminada, los dioses muriendo, y Lucifer alzándose triunfal desde el Infierno. 

Era una catedral subterránea, cuya cúpula y torres rozaban el mismo techo de la caverna. Y ese lugar de oración... Comunicaba directamente con el Pandemonio. Con el mundo de los muertos. 

Sin más dilación, me dejé caer, listo para un reencuentro familiar. 

***

08:13 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Semyazza: 

Abrí las puertas de ébano con un fuerte empujón, escuchando gemir ambas hojas con el peso del polvo y los milenios. Se encontraban al fondo de la nave principal de la catedral, justo tras el altar de los sacrificios, que aún chorreaba sangre. 

Antes de dignarme a presentarme, desenvainé mis poderosas alas en todo su esplendor, listo para mostrar a mis hermanos que estaba de vuelta. Puede que hubiera pasado treinta años encerrado, pero debían entender muy bien cuál era su posición. 

Yo era superior a ellos en todos los sentidos. Y si intentaban sobrepasarse, averiguarían de lo que era capaz. 

Finalmente, las compuertas cedieron con un gemido lastimero, revelando el lujoso salón que se hallaba oculto tras ellas. Al igual que el camino de entrada, la habitación estaba iluminada por fuego fatuo que emergía de las paredes, con una excepción: Este era verde, a causa de los restos de carne humana que usábamos para alimentarlo. 

En el centro de lugar se alzaba una mesa de hierro forjado, bañada en icor dorado y linfa angelical. Esta, lejos de ser una simple tabla, formaba la silueta de un pentagrama, y en cada una de sus cinco puntas se alzaba un imponente trono. Uno para cada ángel caído.

— ¡Al fin llegaste hermanito! Cuánto tiempo sin vernos... — exclamó Gadreel, desde el extremo opuesto de la sala. 

Su trono era el vivo reflejo de su personalidad. Cubierto de todo tipo de ostentosos ornamentos dorados y filigranas de plata, contaba con topacios, diamantes y rubíes incrustados e intercalados en su estructura. La silueta de una amenazante cobra de obsidiana ascendía por el respaldo del asiento, sosteniendo una manzana dorada entre sus colmillos. 

La mítica Manzana del Edén. 

— Tardaste tanto, que creí que venías a pie — continuó burlándose mi "querido" hermano. 

Batí fuertemente mis alas a modo de respuesta, haciendo oscilar las llamas que iluminaban la cámara, hasta que se apagaron por un instante. Y, aprovechando esos breves segundos de oscuridad, remonté el vuelo hasta lo alto del lugar, aterrizando en la mesa con un sonoro golpe. 

Cuando la luz volvió, Gadreel se encontró en una situación que claramente, no esperaba. La punta de mi ala derecha estaba posicionada sobre su cuello, lista para rebanárselo cuando así lo deseara, mientras que la izquierda envolvía su figura, impidiéndole moverse. 

— Como puedes ver, sigo en plena forma hermanito — ronroneé. 

Y para hacerle rabiar aún más, de un tirón corté limpiamente su melena cobriza, dejando su cabello a la altura de los hombros. 

Mi hermano gruñó con irritación, y yo simplemente me encogí de hombros. 

— Necesitabas un buen corte de pelo — bromeé. 

No obstante, él no se lo tomó tan bien. ¡Qué se le va a hacer! Supongo que sus inseguridades no le permitieron tolerar la humillación a la que lo estaba sometiendo. 

En cuestión de segundos, abandonó su forma angelical para convertirse en una monstruosa pitón, que, evadiendo mi agarre, se abalanzó sobre mí. 

Antes de que lograra agarrarle el cuello, hundió sus colmillos limpiamente en mi hombro, inoculando su veneno en mi torrente sanguíneo. Un relámpago de dolor quebró mis huesos a medida que un aura carmesí me rodeaba. Las primeras imágenes de mis pecados me acudieron a la mente. 

Casi por inercia, empleé ambas manos para lanzar a Gadreel lejos de mí. Sin embargo, mi hermano, lejos de intimidarse, recobró su forma alada en el aire, y batió sus alas majestuosamente hasta aterrizar a unos metros de su trono. 

— Ahora, disfruta de tus pecados hermano — siseó, con una falsa sonrisa que apenas lograba enmascarar la rabia de sus facciones. — Mi veneno te obligará a revivir cada una de tus elecciones erróneas, cada momento de dolor, hasta destrozar tu mente y quebrar tu espíritu — proclamó. 

El sufrimiento empezó a propagarse por el resto de mi cuerpo. ¿Cómo decirlo? Era como si mis tejidos estuvieran derritiéndose, y mi misma alma estuviera siendo triturada. Pese a todo, logré componer una expresión burlona. 

— ¿A esto lo llamas veneno? — lo provoqué, tratando de disimular el dolor. — Para mí no es más que un placebo. 

Gadreel se dispuso a responder, pero la voz de Azazel lo interrumpió. 

— Ya basta — ordenó, con cierta solemnidad. — No podemos perder nuestro tiempo enfrentándonos entre nosotros. 

Mi segundo hermano salió de entre las sombras, desde donde debía de haber estado presenciándolo todo. Portaba una túnica negra, de hombreras y brocado de plata, de la cual emanaba la esencia misma del conflicto y la violencia. 

Y es que, antes de que mi querida Eris, o incluso Ares vieran el mundo, mi hermano Azazel fue el encargado de mostrar a la humanidad los deleites del sufrimiento y la violencia. Lo placentero de infligir daño a un enemigo por puro placer, camuflado de idealismo o protección. 

El arte de la guerra y el combate. 

— ¿Habéis olvidado que ya no somos niños? — inquirió él, con una ceja enarcada, mientras tomaba asiento. 

Con un solo giro de su muñeca, un símbolo extraño ardió en mi hombro, justo en el punto donde la pitón me había mordido, sellando la herida y, para mi alivio, extrayendo el veneno. 

— Sentaos — ordenó, con voz serena. 

Tras un resoplido común, y una mirada de ya volveremos a vernos, tanto mi hermano como yo nos dirigimos hacia nuestros respectivos tronos y le obedecimos. 

— Bien, es hora de comenzar esta reunión — proclamó Azazel. — En primer lugar, abordemos el tema del día: Tu misión, Semyazza. 

Me removí desde mi asiento, ligeramente inquieto. Aquel asunto seguía sin terminar de convencerme... La intervención era, cuanto menos, arriesgada. Eris estaba a nuestra merced, y sin embargo, Cronos seguía a su lado. Todo podía torcerse. 

Aún así, me esforcé en mostrarme confiado. Me negaba a dejarles ver que estaba asustado. 

— ¿De cuánto tiempo dispongo? — quise saber. 

La mirada de Azazel parecía atravesar mi mismo espíritu. 

— Aproximadamente, tienes tres horas. Pasado ese tiempo, el nivel del agua ascenderá hasta cubrir todo el acantilado, y nuestra base quedará sellada. El receptáculo deberá estar prisionero en el Pandemonio para entonces — me informó. 

Asentí en silencio, intentando trazar un plan en mi cabeza. Él estaba justo donde yo lo había puesto, seguramente acompañado de aquel hipócrita pelirrojo. No me costaría nada llevármelo. 

— Puedo con ello. A propósito, ¿cómo va la Purificación? — quise saber, tratando de orientar la conversación hacia un tema más positivo. 

En esta ocasión, fue Gadreel el que respondió, entre carcajadas. 

— Al igual que en la Era Mitológica, en la Edad de Bronce, estará completa en nueve días y nueve noches. Pasado ese tiempo, la humanidad y todos sus vestigios desaparecerán. Y más teniendo a ese titán de nuestro lado — comentó, con tono malicioso. 

— No cantes victoria aún hermano — intervino Azazel, haciendo gala de su habitual calma. — ¿La Mujer del Llanto está en posición? — me preguntó. 

Asentí con la cabeza. 

— En efecto. También recibió mi pequeño regalo... No tardará en empezar a sembrar el caos — concluí, sintiéndome satisfecho por la labor que había desempeñado desde las sombras. 

— Sublime. Gracias a mi Laberinto, nuestros estimados enemigos no podrán siquiera reencontrarse... Aislar a Cronos y Eris es fundamental para ganar esta guerra — continuó Azazel, imperturbable. 

Gadreel apoyó los talones sobre la mesa y se llevó las manos al cuello, estirándose cuán largo era. Sus ojos reptilianos centelleaban con el brillo de la victoria. 

— Ahora que todas las piezas están dispuestas, prácticamente ya hemos ganado — afirmó, deleitándose con cada una de sus palabras. 

Y antes de que mi hermano pudiera darle otro sermón sobre la importancia de mantener la cabeza fría y no cantar victoria antes de tiempo, lo interrumpí con una pregunta motivada por la curiosidad. 

— ¿Dónde están los demás? — lo interrogué, mi mirada puesta en los dos tronos vacíos y silenciosos. 

Azazel carraspeó levemente, molesto por mi interrupción. Por un segundo, sus ojos cambiaron fugazmente de color, haciendo que tuviera que llevarse las manos a la cabeza. Con una sonrisa, contrasté lo evidente. Estaba entrando en un punto de ruptura entre sus personalidades. ¿En quién se transformaría esta vez?

Para mi sorpresa, mi hermano logró mantener la compostura, al menos para contestar a mi último interrogante. 

— Remiel está con nuestro querido Fobétor, custodiando su celda. Y en cuanto a Mefistófeles... Lo he enviado al Tártaro — concluyó, antes de caer inconsciente sobre el duro suelo, su cuerpo retorciéndose de agonía mientras las diversas almas que albergaba en él luchaban por tomar el control. 

Supongo que ese era el precio de albergar los espíritus de más de doscientos ángeles caídos en tu interior. En respuesta a mi pregunta silenciosa, Gadreel habló.

— Mefisto ha ido al Tártaro a eliminar la jugarreta de Nix. Ese maldito chico que amenaza con ponerlo todo en peligro... Es una duplicidad innecesaria — gimió, como si el tema lo angustiara. 

Enarqué una ceja, sin terminar de entender bien. 

— ¿Eso no debería beneficiarnos? 

— Al contrario... Nix se encargó de que no lo hiciera. Él podría cambiarlo todo. 

Negué con la cabeza, sin poder creer que una vulgar diosa nos hubiese hecho una jugada tan obvia y disparatada al mismo tiempo. Costaba creerlo... Pero era cierto. 

— No tenemos otra opción — concluyó Gadreel. — Para asegurar esta victoria, debemos eliminar a Tristán. 


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro