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Capítulo 41: La Encrucijada del Corazón

07:16 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Cronos:

No podía parar de reír. Las carcajadas escapaban de mis labios, ligeras y dulces como la miel, a medida que los ritmos del vals resonaban en el dormitorio. Las manos de Félix descendieron peligrosamente por mi espalda, despertando una tempestad de sentimientos en mi interior que me esforcé en reprimir, tratando únicamente de disfrutar del momento. 

Ambos bailábamos, trazando círculos en la habitación, al ritmo de la música procedente del móvil de mi novio. 

Mi novio... Aún me resultaba extraño pensar en él así. Me había obcecado tanto en la imposibilidad de nuestro amor, que ni siquiera había considerado la posibilidad de llegar a este punto con él. Tras decirme que era su alma gemela, y besarme de nuevo, me había hecho una declaración más formal. 

Que había aceptado gustosamente. 

— ¡Y qué mejor que un buen baile para celebrarlo! — había exclamado Durand, casi de inmediato, poseído por una alegría contagiosa. 

Se puso de pie de un salto, y me tendió galantemente la mano, ayudándome a levantarme, y aprovechando la oportunidad para tirar de mí y hacerme caer sobre su pecho desnudo. Logró arrancarme un buen sonrojo... Y mis primeras risas. 

Ahora, mientras danzaba con él, sentía que todo era perfecto. Como una de esas películas en las que, pase lo que pase, sabes que va a haber un final feliz. Ya no me importaban Nix, Tártaro, Fobétor, las Erinias... Los vencería a todos. 

Con Félix entre mis brazos, era prácticamente imparable. 

El joven me hizo girar de forma repentina, posicionándose a mis espaldas, deslizando sus brazos por mi cuello y repartiendo pequeños besos por mi clavícula. Un escalofrío me recorrió de los pies a la cabeza, mientras él me abrazaba con más fuerza. 

— Te amo Cronos — me susurró dulcemente al oído. — Y pase lo que pase, eso nunca cambiará... Tú eres lo más importante para mí ahora. Te querré hasta el día de mi muerte — finalizó, con tono sombrío. 

Alarmado por su última frase, me separé de él unos centímetros, y me volví para enfrentarlo cara a cara. El rostro de Félix estaba nublado por una mueca de preocupación y miedo. Incluso parecía estar tiritando.

Verlo así, tan vulnerable, despertó en mí un instinto protector que nunca antes había sentido.

— ¿Qué te ocurre mi amor? — musité, casi sin ser consciente de lo que decía. 

¿Mi amor? ¿Desde cuándo empleaba expresiones tan cursis? Supongo que es lo que tiene estar enamorado... No obstante, para mi novio el apelativo cariñoso pasó desapercibido. Su labio inferior temblaba levemente, como si luchara por contener las lágrimas. 

— No te preocupes. A mí puedes contarme lo que sea... — le dije, al mismo tiempo que lo envolvía entre mis brazos. 

Justo en el instante en que el rubio apoyó su cabeza en mi hombro, empezó a llorar, derramando sus primeras lágrimas, que trazaron un sendero de plata y luz por mi espalda descubierta. Los sollozos se abrieron paso desde lo más hondo de su pecho, como si no pudiera contener más su dolor. 

— N-no es nada. Solo... Olvídalo — repuso, intentando separarse de mí. 

Sin embargo, no se lo permití. Lo aferré incluso con más fuerza, en silencio, dejando que se desahogase. 

— Puedes contarme lo que sea, por más insignificante que te parezca. Lo que te hace daño a ti, también me lo hace a mí — susurré, acariciando su pelo suave y sedoso. 

Félix se enjugó las lágrimas, y se aclaró la voz antes de decidirse a hablar. 

— Tengo miedo de morir — confesó, finalmente. — Vamos a enfrentar muchos peligros, enemigos, dioses, asesinos... Me aterra la posibilidad de que mi vida acabe, y que no vuelva a verte jamás. 

Su revelación me impactó, a medida que iba cobrando conciencia de sus palabras. No es que no lo entendiera, es más, yo mismo había muerto dos veces desde que nos conocimos. Y aún así, la sola idea de acabar en el tribunal de Minos seguía haciéndome entrar en pánico. 

Sin embargo, jamás se me habría ocurrido pensar que Félix pudiera albergar un miedo así en su interior. Siempre se había mostrado sereno, confiado y decidido. Incluso cuando estuvo a punto de entrar al Mundo de las Pesadillas mostró una fortaleza admirable. 

Ahora, en cambio, comprendía la verdad. Esa aparente seguridad, no era más que una fachada. En el fondo, aquel chico estaba lleno de temor por lo que pudiera suceder. Era frágil, y especialmente sensible a causa de su sufrimiento pasado. Pero yo estaba dispuesto a sanar sus heridas. A crecer con él, a ser mejores. 

Juntos. 

— Félix — comencé, mis palabras destilando ternura, tomando su perfecto rostro entre mis manos, y secando una de sus lágrimas. — No pienso dejar que eso pase. Haré lo imposible para que sigamos juntos, para impedir que la muerte tenga la última palabra. Porque yo también te quiero. 

Al pronunciar esas dos palabras, el rostro de Durand se iluminó de inmediato, su pena dando paso a una hermosa sonrisa. 

— ¿Me lo juras? — preguntó, depositando la palma de su mano sobre mi corazón. 

— Lo juro — respondí, entrelazando sus dedos con los míos, en una promesa silenciosa. — Si fuera necesario, volvería al mismo Infierno para salvarte, como Orfeo hizo con Eurídice en la Era Mitológica. 

Finalmente, el rastro del miedo en sus ojos se desvaneció, y Félix me besó de nuevo, haciendo que mi mente quedara en blanco. ¿Tan grande era la fuerza del amor?

— No hablemos más sobre esto — jadeó el joven sobre mis labios. — Hoy es nuestro primer día como pareja... Tenemos que hacer algo especial. 

Por mucho que me gustaría estar de acuerdo con él, protesté de inmediato. 

— Tenemos que ir al instituto, finiquitar el asunto de Torres, encontrar a Eris... — argumenté. 

Pero Durand le quitó importancia a todo con un gesto de la mano. 

— Todo eso puede esperar. Y además, ¿en serio quieres encontrar a Eris? Ambos sabemos que lo más probable es que siga en la cama de uno de sus amantes... — repuso, con una sonrisa de lo más pícara. — Podemos tomarnos un descanso, aunque sea solo de un día. Solos tú y yo, ¿qué me dices? — me propuso, con ojos brillantes. 

Resoplé un par de veces, fingiendo resistirme a sus palabras. Si bien lo cierto era que estaba deseando acceder. El anhelo de pasar más tiempo con él, de hacer actividades ordinarias de una pareja mortal, era demasiado grande. 

Al final, exploté de júbilo. 

— Está bien — concedí, tratando de contener mi entusiasmo. 

A Durand poco le faltó para ponerse a dar saltos de alegría, mientras corría en dirección a su armario y se ponía a lanzar ropa por los aires. 

— En ese caso, tendremos que arreglarnos — canturreó, feliz. — Y eso va por ti Cronos... No puedes pasarte la vida en pijama. 

Una nueva carcajada brotó de mis labios, conforme iba recogiendo algunas de las prendas que cayeron al suelo. En poco tiempo, pude encontrar unos vaqueros comunes, y una camisa bastante decente (aunque un poco arrugada). 

El gozo en mi fuero interno era absoluto. Mi mente estaba revolucionada, y estaba completamente entregado al placer del momento presente. Aquella felicidad era adictiva, como un licor fantasioso que me hacía sentir ebrio de dicha. 

— ¡Estoy listo! — exclamó mi novio. 

Levanté la mirada para verlo, quedándome sin aliento. Se había vestido con un hermoso traje negro, de seda, ajustado a su cuerpo, destacando cada uno de los contornos de sus músculos. Había levantado su pelo usando un poco de gomina, y el aroma de un nuevo perfume flotaba en el aire. 

Era de nardo. 

Mi auto-denominada alma gemela estaba plantada frente al umbral de la puerta de su habitación, su mano posada en el picaporte, su mirada cargada de impaciencia  y emoción por lo que estábamos a punto de vivir juntos. 

— ¡Date prisa Cronos! — me incitó él, entusiasmado. 

Terminé de ponerme la ropa, y justo cuando volví a levantar la cabeza, toda mi alegría se esfumó de golpe. Me quedé congelado, completamente en blanco. La dura e inclemente realidad se asentó en mi interior, a medida que la fría certeza del engaño se propagaba por todo mi cuerpo, rompiendo mi corazón en dos. 

Un par de metros a la derecha de Félix... Había aparecido otra puerta. De doble hoja, roja, con una luna llena tallada en la parte superior de su marco, y numerosas almas en pena pugnando por escapar de ella. 

La Tercera Puerta de la Salvación. 

— ¿Q-qué? ¿Cómo? — jadeé, incapaz de procesar lo que estaba viendo. 

Durand, a modo de respuesta, se acercó a mí y me tomó de la mano. 

— Ignórala — me ordenó, tenso, conectando su mirada esmeralda con la mía. — Deja de lado esa puerta... Así podremos ser felices juntos. Confía en mí. 

Completamente destrozado, retrocedí presa del pánico, evitando la piel de mi novio como si me quemara. 

— Esto no puede estar pasando — musité, golpeándome la cabeza, cerrando los ojos y volviendo a abrirlos. No obstante, hiciera lo que hiciera, la Puerta seguía allí, imperturbable. 

— Cronos, ¡mírame! — exclamó Félix, tomándome de la barbilla. — Olvídate de ella. Tú me amas, yo a ti también. Como has podido comprobar, somos felices juntos. No lo arruines todo, por favor — me suplicó, poniéndose de rodillas, con lágrimas en los ojos. 

Verlo así me desgarró por dentro, me hizo estremecerme a medida que mi cordura se tambaleaba. Aquello era demasiado para mí. No podía hacer esto... Solo quería cerrar los ojos y esperar a que todo desapareciese. 

— Seamos felices juntos, aquí todo es posible. Podemos volver al Olimpo, con tus hijos, y formar una familia, incluso tener nuestra propia descendencia si así lo deseamos. Nuestra dicha se extenderá por la eternidad... Lo único que debes hacer, es atravesar ese umbral conmigo — dijo, señalando la puerta ordinaria de su habitación. — Y tu nueva vida comenzará. No más responsabilidades, ni tampoco luchas a muerte. Solo amor y felicidad. 

— ¡Esto no es más que una ilusión! — grité, tratando de convencerme a mí mismo de lo que estaba sucediendo. 

Pero no podía. Los recuerdos de cada instante de placer y entendimiento mutuo compartido aquella noche con Félix, cada beso, abrazo, el baile... Todo era real. Al menos para mí. No podía negarlo, simplemente. 

No obstante, la Puerta lo demostraba. Estaba en mi Cuarta Prueba, la última antes de que Prometeo me devolviera a la vida. Habría podido anticipar muchos desafíos, mas ninguno como aquel. ¿A esto se refería mi sobrino con eliminar al Cronos débil e influenciado por los sentimientos humanos?

— ¿Qué pasará si cruzo esa salida? — interrogué bruscamente a aquel falso Félix. 

El joven retrocedió ante mis palabras, al igual que si le hubiera asestado golpes físicos. Como si en verdad estuviera enamorado de mí, y le doliera ver la dirección que estaba tomando. 

— ¡Responde! — vociferé, haciéndolo sollozar con más fuerza. 

Cayó de rodillas al suelo, enterrando su rostro entre las palmas de sus manos. Cada lágrima que resbalaba y caía sobre la moqueta se clavaba en mi corazón como una daga de hielo. El dolor emocional era incluso mayor que aquel que Fobétor me había infligido. Sentía unas ganas locas de correr y abrazarlo... Pero debía ser fuerte y acabar con esto de una vez por todas. 

— Si lo haces, escaparás de aquí, y completarás tu prueba. Partirás hacia el Meikai habiendo alcanzado el total desapego, siendo prácticamente un iluminado — musitó el impostor, casi como si le doliera admitir la verdad. 

La resolución se encendió en mi pecho, sobreponiéndose al dolor que sentía, que incluso empezó a desvanecerse en el vacío, siendo sustituido por una profunda e incoherente paz. En aquel momento debería haber estado confuso, o lleno de ira... ¿De dónde procedía esta calma?

— Pues entonces me voy — proclamé, avanzando hacia la Puerta. 

No porque no me sintiera tentado de quedarme. Al contrario, tenía un ansia salvaje y animal de olvidarme de mi realidad, dejarlo todo de lado y quedarme con aquel Félix que parecía amarme incondicionalmente. Quería salir de aquella habitación con él, de la mano, y vivir una nueva y emocionante vida juntos. Envejecer a su lado, casarnos, e incluso ser padres algún día. 

Pero nada sería real. Solo sería una alucinación producida por mi subconsciente, una trampa que me llevaría a la condenación eterna. 

Juré que no repetiría mis errores pasados, y ser egoísta había sido siempre una constante en mí. Era hora de dejar ir ese sentimiento. De soltarlo de una vez por todas. 

El falso Félix, espoleado por mis palabras, agarró mi tobillo, intentando impedir que avanzara. Lejos de detenerme, lo fui arrastrando por la moqueta, paso a paso, a medida que el dolor en mí iba disminuyendo, mi corazón vaciándose de cualquier clase de emoción. 

Fue como si la serenidad que había perdido al ser liberado del Tártaro regresara a mí de golpe, recordándome quién era. El Señor del Tiempo, el Primer Rey del Mundo. El Titán Cronos, padre de Zeus, Poseidón, y Hades, regidor de la Edad de Oro. 

No tenía tiempo para enamorarme. 

— ¡Detente ahora! — exclamó Durand, desde detrás mía. 

Me volví para darle una última respuesta... Pero no lo hallé en el suelo. Se había esfumado en el aire. Al darme la vuelta, y posar de nuevo la mirada en mi destino, me di cuenta de cuál sería la culminación de la Prueba. 

Aquel chico había extendido sus brazos en cruz justo ante la Tercera Puerta de la Salvación, cerrándome el paso limpiamente, como un escudo humano. 

— Apártate — le ordené fríamente. 

Él negó con la cabeza. 

— Si quieres pasar, tendrás que matarme — siseó, gruesas lágrimas manando de sus verdes ojos. 

Al instante, mi guadaña, la misma que usé para matar a Urano, se materializó en mis manos, surgida de la nada. De largo mango de madera bañada en icor dorado, con diversos glifos y jeroglíficos tallados, capaces de revelar los secretos del futuro y el destino. Al extremo del arma se hallaba tallado un reloj de arena, y su filo de hierro negro parecía absorber la luz, encarnando el Destino Final de las almas mortales y divinas: La Muerte. 

— Si tan poco te importo que estás dispuesto a abandonarme, ¡entonces mátame! — clamó el joven, contemplándome con locura. 

En esta ocasión fui yo el que lloró, a medida que, paso a paso, me acercaba a él, alzando la hoja mortal de mi hoz. Con la respiración entrecortada, me situé justo frente al rubio, el filo suspendido a apenas dos centímetros de su cabeza. 

— Me juraste que me protegerías, que no me dejarías morir pasara lo que pasara. ¿Qué ha cambiado ahora? — inquirió él, su rostro completamente descompuesto de dolor. 

Titubeé un par de segundos, hasta bajar el arma. 

— Nada — admití, mientras lo abrazaba de nuevo, y entrelazábamos nuestras lenguas con ansia y deseo. 

Memoricé el sabor exacto que poseían sus carnosos y suculentos labios, combinados con el sabor salado y refrescante de sus lágrimas. Todo ello unido al perfume de nardo que flotaba en el aire, aportando un ligero aroma dulzón a la escena. 

Y en ese instante de placer, sin previo aviso, retrocedí a empellones, y atravesé limpiamente su cabeza con mi guadaña. La afilada y curvada hoja atravesó su cráneo, desde el nacimiento de su pelo rubio y enmarañado, hasta la parte baja de su barbilla, donde sobresalió el brillo acerado del filo. 

Mi amante se quedó petrificado, su tez grotescamente deformada en una mueca de dolor y suprema traición. Segundos después, su entera figura se tornó en cenizas, y estalló en una nube de polvo, como si nunca hubiera existido. 

Grité de dolor, una y otra vez. Caí de rodillas al suelo, sosteniendo entre mis manos los restos del ser que más había amado en este Universo. Me llevé el polvo a los ojos, al rostro, a los brazos... Queriendo empaparme de él. 

¿Cuánto tiempo estuve así? No sabría decirlo. Quizá fueron minutos, o puede que días los que pasé emitiendo alaridos guturales y desgarradores, nacidos de la profunda pena y aflicción que ardían dentro de mí. 

Sea como fuere, pasado este tiempo, me puse en pie. 

El sufrimiento había remitido, y ahora solo estaba lleno de una profunda paz, y un gran sentido del propósito. Ya no quedaba nada en mí que me lastrase. Ni mi pasado, la culpa, las esperanzas, ni el amor. Me había vuelto a convertir en un ser perfecto. En quien siempre había sido, pero cuya identidad había decidido relegar a las sombras. 

Prometeo tenía toda la razón. Sin saberlo, al momento de mi segunda muerte, era terriblemente débil. No obstante, esa debilidad ya había acabado. Nada me impediría seguir adelante, y cumplir con mi objetivo: Impedir el apocalipsis. 

Nada más importaba. Para mí, Félix Durand estaba muerto. Yo lo había matado con mis propias manos. 

Sin más dilación, crucé el umbral de la Tercera Puerta de la Salvación, siendo recibido por las cálidas llamas de mi sobrino, que me transportaron de vuelta al mundo mortal. Finalmente, mi mente regresó a mi cuerpo, impidiendo que este y mi alma se separaran, sanando todas las heridas que Tisífone me había infligido en el proceso. 

Al abrir los ojos, me encontré en una cama de hospital. El lecho estaba situado en lo que parecía ser una clínica pequeña, destartalada y estrecha, seguramente la localizada en el centro del pueblo. Y a mi lado... El verdadero Félix dormía plácidamente, conectado a un respirador, con blancos vendajes ensangrentados envolviendo sus extremidades, y una sonda conectada a su antebrazo por medio de una gruesa aguja. 

Al pie de su cama, Carlos dormía inquieto, su rostro surcado de moratones. Su brazo derecho envolvía de forma protectora la cadera de su novio, como si temiera que este fuera a levantarse y abandonarlo en cualquier momento. 

Debería habérseme roto el corazón de verlos así. Una punzada de celos habría sido lo mínimo. Y por eso, no pude evitar sonreír con satisfacción al ver que mi paz seguía inalterable. 

Ya no sentía nada por aquel mortal. 


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