Capítulo 40: Pecados Revelados
19:13 A.M, miércoles día 16 de septiembre, año 2023.
Carlos:
Un cubo de agua fría me despertó de forma inclemente.
El helado tacto del líquido atravesó mi dermis, calándome hasta los huesos. Abrí los ojos al instante, a medida que la sorpresa y el miedo hendían en mi ser. Miles de posibilidades, algunas más coherentes que otras, me llenaron. Jadeante, apenas podía respirar a causa de una correa que se cerraba en torno a mi cuello.
Y no solo sobre él. Una plancha de frío hierro me acariciaba la espalda, y tanto mis muñecas como tobillos estaban inmovilizados por sendos grilletes metálicos, fundidos hasta el punto de combinarse con la misma estructura.
Parpadeé un par de veces, tratando de adaptarme a la escasa luz que gobernaba el lugar. Solo alcanzaba a ver un techo de chapa agujereada, por el que se filtraban pequeñas gotitas de lluvia. El potente sonido de un trueno desgarró los cielos, haciendo que me estremeciera de terror.
Incapaz de moverme, y con la cabeza inmovilizada, opté por apostar por otros métodos. Agudicé el oído, tratando de discernir algún otro sonido más allá del monótono traqueteo del agua sobre el metal. Tras unos segundos que se me antojaron eternos, varias voces humanas, bastante cercanas a mí, surcaron el aire.
— ¡Eh! ¡Estoy aquí! — grité débilmente, tratando de hacerme oír sobre el estruendo de la tormenta.
Unos segundos más tarde, las voces desaparecieron, siendo sustituidas por ruido de camiones y maquinaria industrial. Aquellos sonidos... No había duda: Debía estar en algún lugar del distrito financiero.
— ¡Ayuda! ¡Ayudadme! — vociferé, retorciéndome contra las ligaduras que me inmovilizaban.
La correa en torno a mi cuello se aflojó, permitiéndome girar la cabeza. De inmediato, busqué la salida con la mirada, hallándola a veinte metros de mí. Era un portón oxidado y medio derruido, pero sellado con gruesas cadenas y un candado que parecían relativamente nuevos.
Lo siguiente que hice fue examinar la herida de mi costado. Antes de perder la consciencia, después de enfrentarme a aquel monstruo, la hemorragia me estaba matando. Perdí tanta sangre, que me asombraba seguir con vida. Poco le había faltado a las garras de aquel ser para acabar conmigo.
Ahora, en cambio, el corte estaba sellado por completo.
Lo miré un par de veces, casi sin poder creer lo que veía. Ese tajo mortal, que había amenazado severamente mi vida horas antes, había desaparecido por completo. Por no quedarme, ni siquiera tenía una cicatriz. Lo único que evidenciaba que la herida había estado ahí era una especie de quemadura...
Sin más tiempo de pensar, la entrada del almacén rechinó ruidosamente, y los pasos sordos de una silueta solitaria resonaron por el lugar.
— ¿Hola? — pregunté, sin obtener respuesta alguna por parte del hombre. — ¿Puedes ayudarme por favor? No sé cómo he llegado aquí...
El resplandor de un relámpago perdido penetró por los vidrios sucios, alumbrando el rostro del desconocido. Y su maquiavélica sonrisa.
— Muy fácil. Yo te he traído... ¿No te gusta Espinosa? — preguntó burlonamente Megera, cruzándose de brazos.
Había vuelto a adoptar su forma humana: Era una anciana de noventa años, de melena cana y ondulada que le llegaba hasta la altura de los hombros, vestida con una toga de jueza y un par de afilados tacones negros.
Ojeaba lo que parecía ser un expediente policial, y bajo el brazo derecho portaba gran cantidad de documentos.
— ¿Qué hago aquí? ¿Qué pretendes? — le recriminé, alzando la barbilla para intentar resultar amenazador.
La Erinia se posicionó a mi altura, abandonando su sonrisa de satisfacción a favor de una mueca de pura seriedad.
— Por supuesto, estoy aquí para juzgarte — afirmó con resolución.
A semejante distancia, podía claramente distinguir los cardenales y moratones negruzcos que adornaban su rostro nonagenario, y que yo mismo le había infligido. Gruñí ligeramente, lamentándome. Debí haberle pegado más cuando tuve la oportunidad.
— ¿Te duele? — dejé caer, haciendo un esfuerzo por reírme.
La diosa respondió alzando su pie... Y hundiendo la punta de su tacón en mi muslo. Me retorcí de dolor, mientras ella no paraba de meter y sacar el extremo de su suela en mi pierna, con grotesca alegría.
— ¿Y a ti? — respondió animadamente.
Prolongó mi agonía unos segundos más, antes de volver a posar su pie en el suelo. En ese momento, empezó a pasear en círculos a mi alrededor, como un depredador acechando a su presa.
— Antes de proceder, debes saber que no solo la sangre de Eris, sino también la mía corre ahora por tus venas. Y de hecho, solo gracias a las capacidades curativas de mi icor sigues con vida — declaró en tono solemne.
Mi cabeza no paraba de dar vueltas. ¿Hablaba de la chica nueva del instituto? Me había fijado en ella nada más verla, a causa de su belleza y encanto. La experiencia me había demostrado que las víboras como ella solían ser amantes excepcionales, y muy enamoradizas. Antes o después, habría acabado seduciéndola...
De no haberme dejado llevar por mis sentimientos hacia ese joven inmaduro y traumatizado hasta el absurdo, que desgraciadamente era mi novio.
Volviendo al tema, ¿qué tenía que ver Eris con esto? Vale que era una completa arrogante, y una arpía de mucho cuidado, pero ¿su sangre en mis venas? ¿En serio?
¿Cómo carajos había acabado allí?
— Y, ¿qué significa eso? — inquirí, dejándome llevar por las ansias de conocimiento.
La Erinia sonrió.
— El icor divino, por imperfecta o debilitada que esté la deidad, posee el poder de doblegar la voluntad humana. Si susurras un deseo, o una orden a esta sangre antes de introducirla en el cuerpo de la víctima, esta no podrá parar hasta cumplirla. De lo contrario... El icor hervirá en las venas del humano, calcinando todo su cuerpo desde su interior. Y morirá — explicó Megera, provocándome un escalofrío.
¿Eso era lo que me había sucedido? ¿Por eso había acabado acostándome con Laura? Sin embargo, si lo que la Erinia decía era cierto...
Entonces Eris debía ser una diosa.
Me enfurecí solo de pensarlo. Esa deidad calculadora me había manipulado a propósito, solo para arrojarme en brazos de mi antigua amante. Pero ya habría tiempo de ajustar cuentas. Ahora debía priorizar mi superviviencia.
— ¿Y cuál fue tu deseo? — la interrogué, tratando de ganar tiempo.
La segunda Erinia sonrió.
— Que solo pudieras decirme la verdad — confesó, y antes de que pudiera responder, continuó hablando, depositando los documentos que traía sobre la férrea plancha. — Tengo que admitir que antes me ha enfadado mucho que me dejaras inconsciente... Sin embargo, debería agradecértelo. ¡Me has dado el tiempo suficiente como para investigar un poquito! — canturreó, mostrándome la primera ficha.
Era un atestado policial. Un reporte de homicidio múltiple, seguido de un suicidio, en una pequeña granja a las afueras de Santillana del Mar. Las víctimas eran dos menores de edad, de quince y dieciséis años. Y la asesina, su propia madre.
— ¿Reconoces el trauma de tu infancia? — continuó Megera, mostrándome otro documento, con imágenes incluidas.
Datado el mismo día, unas pocas horas antes, un equipo forense de la Policía Científica describía de forma rutinaria y macabra la escena de un doble asesinato, en la habitación de un hotel de Novales. En esta ocasión el culpable era Paolo Ferrer, un conocido hombre de negocios de la zona.
Aquella mañana, el señor Ferrer se tomó un café, y se puso su traje de dos piezas mientras escuchaba música clásica. Concretamente, el réquiem de Mozart. Degustó una copa de exquisito vino francés, mientras llamaba a su abogado, pidiéndole que preparara su defensa para un crimen que aún no había cometido. Tomó su maletín... Y la escopeta de caza que guardaba en el armario.
Sin más dilación, condujo hasta la dirección que le facilitó el detective privado que había contratado dos semanas antes. No dudó al atravesar el vestíbulo del hotel, paso a paso, y ascender lentamente por las escaleras de negro mármol. Deslizó la tarjeta de contacto que obtuvo por medio de sobornos, abriendo silenciosamente la puerta de la habitación donde su mujer y amante yacían juntos.
Sorprendió a ambos abrazados, disfrutando de la excitación que produce el tener un amor prohibido. Los amantes se percataron de lo que sucedía demasiado tarde, cuando Ferrer extrajo de los pliegues de su gabardina el arma.
La mujer gritó el nombre de su marido, mientras este, sin arrepentimiento alguno, la mataba de un tiro en la cabeza. Las blancas sábanas se fueron tiñendo de rojo, y el asustado hombre que restaba salió del lecho de un salto. En una esquina, desnudo, se arrodilló y suplicó por su vida. Le dijo a Paolo que estaba casado. Que tenía tres hijos.
Pero eso a él no le importó.
Lo ejecutó allí mismo, y como parte de su macabro juego, introdujo su cuerpo junto al de la mujer, simulando que habían muerto abrazados. La policía encontró al italiano fumando en la ventana de la escena del crimen, en pipa. El asesino no mostró resistencia, y fue trasladado a dependencias policiales.
De ahí, acabó sentenciado a cadena perpetua.
— Vaya, parece que te ha comido la lengua el gato... ¿Ver las fotografías del cuerpo sin vida de tu padre y su amante ha sido demasiado para ti? — siseó.
Negué con la cabeza, tratando de aparentar fortaleza.
— Ni siquiera me he inmutado. Enterré el recuerdo de mi maldito padre hace muchos años — respondí, de forma fría e indiferente.
Casi de inmediato, un fuego se prendió en mi interior, haciendo que profiriera una exclamación ahogada de dolor.
— Recuerda que no puedes mentirme — dijo Megera, al mismo tiempo que chascaba los dedos.
De inmediato, un escritorio, acompañado de una silla de oficina se materializaron frente a mí. La diosa tomó asiento, y empezó a teclear sobre una antigua máquina de escribir.
— Ahora responderás a mis preguntas, a fin de completar tu ficha y que pueda juzgarte adecuadamente, siguiendo los cauces reglamentarios — me informó, con tono monótono y casi aburrido. — En primer lugar, ¿eres Carlos Espinosa, hijo de Marco Espinosa y Pilar Castañeda?
Asentí con la cabeza.
— Necesito confirmación verbal para poder anotarlo en el acta del proceso — insistió.
— Sí — susurré, sintiendo cómo la rabia afloraba en mi interior al escuchar el nombre del malnacido de mi padre.
Todo había sido culpa suya. Si hubiera podido contenerse, si no se hubiera liado con la mujer de unos de los empresarios más peligrosos de todo el país... Aún seguirían vivos.
— Tu madre, Pilar Castañeda, ¿mató a tus hermanos para luego quitarse la vida?
Tragué saliva, a medida que mi cuerpo empezaba a humear, como si mis órganos vitales o mi propia alma estuvieran en llamas. Intenté resistir el dolor, pero era demasiado abrumador.
No tenía más remedio que decir la verdad.
— Así fue... — confirmé, conteniendo el llanto que pugnaba por escapar de mi garganta.
— Relata cómo sucedieron los hechos, por favor.
Las siguientes palabras que pronuncié prácticamente escaparon de mis labios, dando voz a aquel trauma cuya existencia había enterrado en lo más profundo de mi alma.
— Aquella tarde, mamá estaba rara — comencé, notando cómo las primeras lágrimas se asomaban a mis ojos. — Nos dijo que nos iba a preparar la merienda, pero me daba mala espina. Intuí algo. La seguí a la cocina, y...
— ¿Qué viste allí Carlos? — me interrogó la Erinia.
El primer y lastimero sollozo logró finalmente escapar de mi pecho.
— Pastillas — confesé. — Muchos botes de pastillas, la mayoría vacíos. Mamá las estaba machacando y echándolas en nuestra leche. Y-yo lo vi todo, y me callé.
La diosa levantó una de sus cejas, en un signo interrogante.
— ¿No les dijiste nada a tus hermanos? — inquirió, con voz queda.
Negué con la cabeza.
— En aquella época ambos me trataban muy mal... Estaban en el apogeo de la adolescencia, y lo último que querían era tener a su hermano de once años rondando por sus habitaciones, interrumpiendo sus encuentros con sus novias, o metiéndose en sus asuntos. Eran muy crueles — sollocé.
— ¿Y por eso los dejaste morir?
La verdad brotó de mi garganta, sin poder contenerlo más.
— ¡Así es! Dejé que se bebieran la leche envenenada, y después los vi agonizar. Martín me señaló el teléfono, me dijo que llamara a emergencias... Y yo me quedé mirándole a los ojos, sin mover un músculo, hasta que ambos cayeron al suelo y dejaron de respirar.
— ¿Y qué pasó con tu madre?
Me sorbí la nariz, y traté de continuar con el relato.
— E-ella apareció diez minutos después. Se sorprendió al ver que no estaba muerto, y me dijo que la abrazara. Yo lo hice, y estuvimos así durante cinco largos minutos. Pasado ese tiempo, ella me contó que papá se había encaprichado de esa mujer al rodearla con sus brazos. Me reveló que el contacto físico entre dos personas es el primer paso hacia la debilidad, hacia la muerte. Para sobrevivir, hay que poner distancia.
— Bien... ¿Y después de eso?
— Me pidió que abriera el cajón del mueble del salón, y que le pasara la pistola. Y e-entonces e-e-ella s-se — balbuceé, incapaz de seguir.
— Se suicidó delante tuya — terminó la Erinia por mí, observándome con lástima y desprecio.
Asentí, dejando que las lágrimas fluyeran con libertad, permitiendo por primera vez en años que el dolor que me atormentaba lo inundara todo.
Mi pecho se rompió al recordar con la lucidez del trauma cada maldito segundo, cada instante. Al rememorar cómo mi madre, en un ataque de cobardía, me suplicó que fuera yo quien apretara el gatillo. El sonido del disparo que ejecuté me había perseguido desde entonces. La imagen de la bala atravesando la parte superior de su cráneo, incrustándose en el techo. Su cuerpo sin vida cayendo de espaldas. El peso de la pistola en mi pequeña mano.
Y lo peor de todo era que el interrogatorio de Megera acababa de comenzar. Aún tenía muchos más pecados que confesar.
— Bien... Ahora, ¿qué puedes decirme de tu hijo? — continuó la Erinia.
Tragué saliva, sin fuerzas para responder. Se podría decir que la diosa malinterpretó mi silencio, puesto que consideró preciso hacer una pequeña aclaración.
— Me refiero al bebé al que asesinaste a sangre fría, exactamente hace dos años.
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