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Capítulo 38: Terror y despertar

08:07 A.M, miércoles día 16 de septiembre, año 2023.

Carlos: 

Las garras de la Erinia se hundieron con fuerza en mi costado, desgarrándome la camiseta, y haciendo brotar las primeras gotas de sangre. 

— No escaparás — siseó aquella monstruosidad, a medida que usaba su fuerza bruta para elevarme en el aire, dejándome suspendido a dos palmos del suelo. — Los traidores como tú han de ser condenados. 

Boqueé un par de veces, intentando tomar aire, aún confuso por lo que estaba sucediendo. Aquello debía ser un sueño, una terrible pesadilla de la que despertaría en cualquier momento. Pero todo era tan real... El dolor que sentía, el charco carmesí a mis pies, la mirada de crueldad y superioridad moral de aquel ser. 

En ese instante, aprovechando mi sorpresa, Megera deslizó con delicadeza una alianza de oro en mi dedo anular. 

— Este anillo simboliza tu compromiso... Y tu infidelidad — concluyó, con tono siniestro.

Segundos después, el anillo comenzó a humear. Junto con la intensa y tortuosa quemazón que experimenté, era una señal inequívoca de lo que estaba sucediendo: Aquel delicado aro se estaba fundiendo, y el metal que lo componía se entremezclaba con mi propia piel de forma atroz. 

Tenía que reaccionar. Si me quedaba parado, ¿qué sería lo siguiente que hiciera aquel monstruo? Seguramente ejecutarme. 

Reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban, levanté mis puños, poniéndome en guardia, y le propiné un gancho en la barbilla. Desprevenida, la diosa retrocedió, dejándome caer, la indignación y molestia fusionándose en su voz. 

— ¿Cómo osas golpearme, alzar tu mano contra mí? 

Sin resuello, me alejé a gatas de ella, tratando de encontrar una vía de escape. La herida de mi costado manaba una cantidad generosa de sangre. Sin ir más lejos, ya empezaba a sentirme mareado, y mi vista se nublaba por momentos. Era cuestión de tiempo que acabara quedando inconsciente, y me desangrara. 

Debía llegar al hospital antes de eso. 

La calle estaba cubierta por zarcillos de blanca y espesa niebla, que se arremolinaban formando un sólido muro a mi alrededor. Pequeños destellos de luz eran arrojados por la tenue llovizna que caía, pero que pronto fue sustituida por una lluvia torrencial. 

— Acabaré contigo mortal, y me deleitaré torturándote por la eternidad en Knossos — exclamó Megera, arremetiendo nuevamente contra mí. 

Sin embargo, yo no estaba indefenso. Puede que no tuviera armas, pero todavía me quedaban mis puños. No en vano llevaba boxeando desde los malditos once años. 

De hecho, creo que eso fue lo único bueno que hizo mi padre por mí: Apuntarme al gimnasio y ponerme a boxear. Por lo demás, me había jodido la vida. No obstante, en ese momento musité un agradecimiento silencioso en dirección al cielo, cubierto por nubes de tormenta. 

Esquivé la primera embestida de la Erinia, y respondí encajándole dos puñetazos. El primero en la boca del estómago, y el segundo en toda la cara. La criatura retrocedió, irritada, y trató de golpearme usando alguno de sus cuatro brazos. 

Tal y como había aprendido, fui bloqueando con precisión cada uno de sus golpes, y contraataqué cuando bajó la guardia. Por cada acción que emprendía en mi contra, yo reaccionaba con otra semejante o incluso de mayor fuerza. 

Una energía desconocida para mí palpitaba por mis venas, haciéndome hervir la sangre. Incluso las heridas que aquel monstruo me habían infligido habían dejado de doler. Estaba extasiado, como si fuera invencible. 

Pude verlo con claridad cuando mi enemiga retrocedió, su rostro y cuerpo amoratado, y su espalda encorvada en una postura vulnerable. Era mi oportunidad de acabar con ella.

— ¿Cómo es posible que un simple humano p-pueda... herirme así? — musitó débilmente, apoyándose contra la pared. De pronto, sus ojos se abrieron como platos — ¿Acaso tú...?

Pero su interrogante quedó inconcluso, ya que me abalancé sobre ella, atacándola con todo, descargando toda mi rabia. La golpeé furiosamente con la alianza que me había colocado, rompiéndole la nariz y el pómulo, y cuando intentó detenerme, de un rodillazo le partí uno de sus brazos. La diosa aulló de dolor, hasta que yo, casi sin saber cómo, la agarré del cuello y la lancé contra el cristal de la marquesina, que se derrumbó bajo su peso. 

La calle quedó silenciosa de pronto, a medida que los quejidos de la Erinia se desvanecían hasta culminar en el eterno silencio de la muerte. 

Sin aliento, me dejé caer de rodillas. Apreté con fuerza mi abdomen, tratando en vano de contener la hemorragia. La lluvia resbalaba por mis hombros, y el agua derramada seguía los contornos de mi espalda y pecho. Mi pelo, y toda mi ropa estaban caladas, e incluso la sangre vertida en el suelo se estaba diluyendo. 

Me desplomé por completo, perdiendo las pocas fuerzas que me quedaban. Aquel éxtasis que sentí durante la pelea se había esfumado. Y aunque en aquel momento estaba agonizando, tuve que reconocer que era curioso. Ese repentino poder que había corrido por mis venas... Había despertado algo dentro de mí. 

No sabría cómo describirlo... Era una especie de sensación de pertenencia, de aceptación, que venía acompañada por una intensa quemazón en la espalda, como si algo pugnara por salir de ella. 

Además, había otra cosa. Cuando la Erinia me sostuvo del cuello, sentí un fuego similar al que había padecido en mi dormitorio, justo antes de caer en los brazos de Laura. Como un agente extraño que hiciera arder mi voluntad. 

Pero ya nada de eso importaba. Tirado en el suelo, empapado bajo la lluvia, y agonizante sobre un estanque de sangre aguada. Desde luego, no era así como había imaginado mi muerte. Aunque, para ser sinceros, ya la había engañado por demasiado tiempo...

Al menos me quedaba el consuelo de que no moriría solo. Ese monstruo que había intentado asesinarme había acabado peor que yo. En cierta forma, se me podría considerar un héroe caído después de acabar con una feroz bestia. La única diferencia es yo no era el bueno de esta historia. Era un manipulador, un traidor...

Un asesino que había matado a su familia. Y a su propio hijo. 

***

18:37 P.M, miércoles día 16 de septiembre, año 2023.

Eris: 

Me desperté lentamente, como si emergiera de las profundidades del océano. 

Primero fue mi mente la que gritó y pataleó, intentando escapar de la profunda y absoluta oscuridad que la cercaba. Inmersa en mis pensamientos, no podía ni tan siquiera sentir mi cuerpo, que estaba sumido en una profunda somnolencia. 

Traté de concentrarme, de hacer memoria. Entonces recordé y reviví todo cuanto había sucedido con David... Y con esto solo me refiero a la última parte, cuando me clavó una jeringa en el cuello. No seáis pervertidos. 

Ahora en serio, ¿quién demonios guarda una aguja llena de vete tú a saber qué, en su mesilla de noche? Y, ¿por qué había esperado hasta la mañana para inyectarme su contenido? Habíamos pasado toda la noche juntos, por lo que lo más lógico sería haberme drogado tras la tercera o cuarta vez que acabamos...

Podía entender que quisiera disfrutar del tiempo que tenía conmigo. A fin de cuentas, soy una diosa, y él solo un mortal. Es normal que el chico se viera arrojado a mis brazos, una y otra vez, sin poder resistir la tentación. Sin embargo, lo que verdaderamente me cabreaba, era que había esperado hasta la mañana. 

Maldita sea, ¡incluso me había abierto la puerta para salir de su apartamento!

Estaba claro. El muy imbécil tenía el ego tan inflado que creía ciegamente que no podría rechazar estar con él de nuevo. Y lo peor de todo era que yo, tonta de mí, me había dejado llevar por sus encantos de ligón. 

Ahora lo lamentaba demasiado... Decidí pensar en otra cosa, antes de caer en la tentación de rememorar el tacto de su piel sobre la mía. 

¿Qué había podido inyectarme? Las drogas humanas comunes (por desgracia), no tienen efecto alguno sobre los dioses. Incluso soy inmune al alcohol, que tanto parece gustarle a los idiotas del instituto. La única opción que quedaba, era una poción. Quizá elaborada por medio de brujería... ¿Tal vez empleando magia satánica, o angelical?

De cualquier modo, había sido capaz de tumbarme a mí. Ningún humano podría poseer poder suficiente como para crear un brebaje con ese efecto. Era completamente imposible. 

Justo en ese instante, un detalle que había pasado desapercibido hizo que sintiera un escalofrío. Literalmente lo sentí, dado que mi cuerpo estaba empezando a despertar. 

Al momento de dejarme inconsciente, David había mencionado que yo era la diosa de la Discordia. Si era un simple alumno del instituto, no podía conocer mi verdadera identidad. Pese a mis excesos, me había cuidado muy mucho de no revelársela a nadie... No deseaba tener que firmar autógrafos a una horda de seguidores. 

Volviendo al tema, la cuestión era, ¿quién demonios era David realmente?

Poco a poco, el repicar de la lluvia contra el cristal de una ventana me fue trayendo de vuelta al mundo real. Cada una de mis extremidades estaba entumecida, y sentía un dolor punzante en el cuello, allí donde el castaño me había apuñalado con su agujita. Mis párpados aletearon, inquietos y taciturnos, hasta que finalmente se decidieron a abrirse por completo, mostrándome la precaria situación en que me encontraba. 

Estaba tal y como recordaba, tumbada en el centro del lecho de David. El joven estaba unos metros por delante mía, sentado en una silla de madera, justo al lado de la puerta. Estaba comiéndose una manzana. 

— ¿Ya has despertado? — musitó, observándome fijamente, con ojos hambrientos. 

Quise incorporarme para responderle, pero un golpeteo metálico me lo impidió. Al seguir el origen del sonido, me percaté de que estaba anclada al cabezal de hierro forjado de la cama. Dos negras y gruesas esposas partían de cada una de mis muñecas, y estaban fuertemente cerradas en torno a la estructura decorativa. 

En cualquier otra situación, me habría reído, y bastante. Ahora, en cambio, esto significaba que no tenía escapatoria. 

— ¿Qué crees que estás haciendo idiota? ¡Suéltame! — le ordené, procurando emplear un tono de voz imponente. 

El chico jadeó, a medida que se levantaba despacio, sin alterarse, y me tiraba el corazón de la fruta que había engullido a la cabeza. 

— Ya que no tienes tu manzana, quizá esta te haga compañía — susurró, con una sonrisa burlona. 

Me debatí contra los grilletes, intentando romperlos por todos los medios. Pero no se aflojaron ni siquiera un milímetro. 

— ¡Te digo que me sueltes! — le grité. 

David llegó hasta donde me encontraba, y se acuclilló para quedar a mi altura. Nuestras narices prácticamente se rozaban. De un momento a otro, sus pulgares comenzaron a trazar círculos en mi brazo, provocándome un escalofrío. 

— Tengo que admitir que me encanta que me hables así — susurró, con voz ronca. — Adoro que mis amantes sean dominantes... Pero el tiempo de jugar se ha acabado. 

Lo observé con detenimiento, sopesando sus palabras. Desarmada, y encadenada, no tenía muchas posibilidades en una lucha física contra él. Me superaba en altura y fuerza, y quién sabe que otros trucos tendría guardados en la manga. No obstante, si había decidido pasar toda la noche conmigo (y parte de la mañana), y además ahora empleaba ese tono... Estaba claro que sentía atracción y debilidad hacia mí. 

Podía usarlo en mi beneficio. 

— Este juego se acaba cuando yo lo diga — ronroneé. 

Sin pensármelo dos veces, me abalancé sobre él y lo besé. Tal y como había esperado, el joven me correspondió de inmediato, con un ansia y una pasión que parecían propios de un animal. Introdujo su lengua en mi boca sin miramientos, mientras subía a la cama, y se colocaba encima de mí. 

Gemí sobre sus labios, susurrando su nombre, tratando de provocarlo más. Y vaya que sí lo conseguí. David empezó a deslizar sus labios por mi mejilla, trazando un arco descendente en dirección a mi cuello, mientras sus manos me apretaban fuertemente la espalda, atrayéndome hacia él. 

Por mi parte, envolví su cadera con mis piernas, y le habría clavado mis tacones de aguja en la yugular si el muy astuto no se hubiera molestado en quitármelos cuando estaba inconsciente. Desde luego, de tonto no tenía un pelo. 

Sin embargo, mientras él seguía completamente encandilado por mis encantos, mis esfuerzos estaban dando resultado. Las esposas estaban comenzando a ceder, poco a poco, causándome una quemazón insufrible en las muñecas. En pocos minutos quedaría libre, y me encargaría de darle una clase de tortura medieval a este psicópata.

Me seguí deleitando, contemplando cómo mi plan funcionaba sin ningún problema aparente. David se quitó, primero la sudadera, y luego la camiseta, y recargó su torso desnudo sobre el mío. Por mi parte, me dediqué a mordisquearle el cuello, arrancándole un par de gruñidos. Él respondió estrechándome con más fuerza contra su cuerpo. 

Finalmente, el metal de mis grilletes cedió, y estos se abrieron con un chasquido inaudible. Era hora de enseñarle a ese idiota quién era yo. 

Me dispuse a hundirle los dedos en los globos oculares... Cuando de pronto el joven retrocedió con la maestría de un acróbata, y blandió la Manzana Dorada contra mí. 

Sin previo aviso, una oleada de luz me estrelló contra el cabezal, y me inmovilizó. Pude sentir cómo cada uno de esos malditos frívolos adornos se clavaba contra mi espalda, hasta el punto de dejarme sin respiración. 

— Eris, Eris, Eris... ¿Creías que el truco de seducirme iba a funcionar? — me preguntó, entre carcajadas. — Estás más desesperada de lo que creía...

Fijé mi mirada en mi fruta sagrada, tratando de volver el ataque en contra de David. Pero nada sucedió. 

— ¿Qué le has hecho? — jadeé. 

El chico la agitó frente a mis ojos. 

— ¿Te refieres a esto? Bueno diosa de la Discordia, ya sabes cómo funciona... Gracias a la pócima que me obsequió mi querido hermano, he tenido tiempo suficiente como para hacer mío este artefacto divino. Ya no responderá más a tu voluntad — concluyó, con una sonrisa macabra. 

Sin más dilación, me dejó caer sobre el colchón, mientras se vestía. 

— Es una pena... Para ti, me refiero. Acabas de perder tu única baza en la guerra que estamos librando — canturreó el joven. 

Sin resuello, no podía ni tan siquiera hablar. El dolor palpitaba con fuerza por toda mi espalda, mi oscura sangre calaba el colchón... Y mis heridas no sanaban. Un escalofrío de puro terror me recorrió al ser consciente de la realidad: Mi cuerpo había dejado de ser inmortal. 

Antes de poder hacer, o decir algo más, David se abalanzó sobre mí, y hundió sus dientes en mi cuello hasta desgarrarlo. Proferí un grito gutural, de puro dolor. Era una tortura. 

— Ya está, ya está... Ahora te curo — dijo él, mientras empleaba un cristal para hacerse un profundo corte en la palma de la mano. 

Sin más dilación, apoyó su mano herida sobre mi cuello, y su sangre pasó a circular por mis venas. 

— De ahora en adelante, siempre que me veas, no podrás resistirte a mí — pronunció, con oscura satisfacción. 

Entre las brumas del dolor, percibí vagamente cómo un fuego infernal se prendía en mi interior, una gigantesca y antinatural hoguera. Era el efecto de la sangre divina y celestial... Al ser ingerida y pasar al torrente sanguíneo de un enemigo, podías someter su voluntad, y obligarle a cumplir una petición, un deseo silencioso musitado al flujo carmesí. 

— ¡Así serás siempre mía! — vociferó, sus ojos centelleando por la victoria. 

Antes de alejarse, acercó la Manzana Dorada a mi cuello, haciendo que mi herida cicatrizara, acabando con cualquier posibilidad de extraer su linfa de mi cuerpo. La realidad era inevitable... Ahora estaba atada a él. Por la eternidad. 

Sin mirar atrás, David abrió la ventana y se sentó sobre su marco, con las piernas colgando sobre la fachada del edificio. Su mirada estaba fija en la caída de catorce pisos que lo aguardaba. 

No podía permitir que escapara. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, me puse en pie de un salto, y corrí hacia él... Para toparme con una resplandeciente barrera de energía. Sin poder creerlo, mi mirada descendió hasta el suelo, topándose con un círculo ritual de sangre.

— Bonito, ¿verdad? — inquirió el chico, con una ceja levantada. — Azazel ha venido a hacerlo mientras tú dormías... La magia de los ángeles es impenetrable incluso para los dioses, querida. 

Anonada, reculé, y pude comprobar que aquella barrera se extendía en todas direcciones, incluso cercando la cama por detrás. Estaba atrapada en una maldita ratonera. 

— ¿Me vas a dejar aquí? — lo interrogué, furiosa y aterrada a partes iguales. 

El joven respondió con una sonrisa enigmática, mientras deslizaba la Manzana Dorada entre los pliegues de su ropa. 

— Muy pronto vendrán a buscarte...

Jadeé, consciente de mi aciago destino, mientras golpeaba la barrera una y otra vez, luchando por escapar.

— ¿Qué eres? — exclamé al fin, logrando atraer la atención de David. 

Él se volvió hacia mí. 

— ¿Aún no lo has adivinado? — dijo a modo de respuesta, sus ojos centelleando con un intenso resplandor violeta. 

Y dicho esto, se arrojó al vacío. 

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