Capítulo 36: Infidelidad y castigo
07:46 A.M, miércoles día 16 de septiembre, año 2023.
Carlos:
Me senté en la cama, apartando las sábanas que cubrían mi pecho desnudo, mientras buscaba a tientas mis zapatillas. El dormitorio estaba sumido en una oscuridad tenue, solo rota por los tímidos rayos de luz que penetraban a través de las persianas entreabiertas.
Nada más incorporarme, un fuerte dolor de cabeza me recibió. Gemí levemente, masajeándome la frente con los pulgares. Pero la resaca no cesó en su empeño de no dejarme siquiera pensar. Los pinchazos se fueron sucediendo, uno tras otro, producto del exceso de alcohol de anoche.
Los recuerdos de todo lo sucedido se fueron abriendo paso, desde que aquella extraña fiebre cesó al empezar a mensajearme con ella, hasta la noche de pasión que ambos habíamos compartido. Y con ellos, vino la absurda culpa.
Había traicionado a Félix. Pese a que lo amaba, con todo mi corazón, no había podido evitar engañarle.
Sencillamente el deseo había venido a mí. Una pasión que creía enterrada y olvidada había resurgido de la nada, y se había hecho tan poderosa que había logrado dominar cada una de mis acciones y pensamientos.
De nada había servido repetir en mi mente, una y otra vez, el recuerdo de aquella cálida mañana en la que Durand y yo habíamos despertado juntos, o aquella ocasión en la que nos besamos bajo la lluvia, abrazados, empapados pero felices. Aunque me avergonzara admitirlo, mis instintos me habían superado.
A partir de ahí, todo había ido sucediendo a una velocidad vertiginosa. Apenas era consciente mis actos, casi como si fuera un espectador de mi propia vida.
Primero nos citamos en una cafetería algo cutre, cerca del instituto. Nada más contemplar su esbelta figura, recostada en un sillón de tela barato, mi corazón había dado un vuelco, mientras mis latidos se aceleraban. Al llegar a su lado, sin poder contenerme, la besé intensamente. Un escalofrío de placer me recorrió en ese instante, y solo se incrementó al ver cómo ella me correspondía, con una sonrisa juguetona aleteando en aquellos labios que devoraba con un apetito voraz.
Pero no podía parar. Quería... No, necesitaba más. Quería sentir el roce de su piel sobre la mía, el sedoso tacto de su pelo teñido de vivos colores. Su perfume de azahar simplemente me enloquecía, haciéndome perder el control como nunca antes.
Y así era como, minuto a minuto, hora tras hora, había engañado a aquel chico rubio y adorable que decía amar. Sin remordimientos, ni culpa de ningún tipo. Había pasado todo el día con ella, en su casa, por la ciudad... Y de noche, había gozado de todos los excesos habidos y por haber, impulsado por una fuerza invisible, un agente de caos que parecía susurrarme al oído lo que debía hacer. Lo único que ocupaba mi mente era la lujuria, la necesidad de satisfacer un anhelo tan grande que me quemaba las entrañas.
Finalmente, logré encontrar mis deportivas. Estaban sepultadas bajo un par de tacones violetas, que aparté de un manotazo. Tras calzarme, justo cuando estaba a punto de levantarme, aquellas manos largas y suaves acariciaron los músculos de mi espalda, reavivando las llamas que latían dentro de mí.
— ¿Ya te vas? — ronroneó Laura, con voz soñolienta, mientras hundía las manos en mi pelo, intentando atraerme hacia ella.
Por un instante, dejé que aquel deseo me envolviera. Deseaba profundamente dejarme llevar, y caer de nuevo en los brazos de mi antigua amante. Pero mis costumbres, y mi propio patrón de pensamiento y comportamiento lograron imponerse.
Me levanté abruptamente, rompiendo el contacto con ella.
— Ya conoces mis reglas Laura. No me toques — le ordené fríamente, mientras terminaba de recoger mi ropa del suelo de la habitación.
La chica se quedó mirándome, con coquetería, antes de segregar veneno puro.
— Anoche no me dijiste lo mismo... No tuviste ningún inconveniente en dejar que mis manos recorrieran todo tu cuerpo — susurró.
Me volví a mirarla, sintiendo cómo mi habitual indiferencia y frialdad regresaban.
— La noche es la noche, y el día es completamente diferente. Mantén tus asquerosas manos lejos de mí — le increpé, mientras abría la puerta de su dormitorio, listo para huir.
Pero sus siguientes palabras me detuvieron.
— No me pareció que con Félix tuvieras este problema. A él le dejabas acercarse a todas horas — siseó, con falsa dulzura.
La rabia se apoderó de mí. Cerré la puerta con un manotazo y me volví hacia ella, completamente enajenado. No obstante, lo que Laura hizo fue reírse.
— ¿Ya estás teniendo otro de tus ataques de ira? Me pregunto si Félix seguiría contigo si conociera tu verdadera cara, más allá de la fachada encantadora que has creado y que usas para embelesar a todos. Realmente eres igual que tu madre.
Sin pensarlo, di un puñetazo en la pared.
— ¡Cállate! — grité. — Tú no puedes compararte con Félix... Él y yo nos amamos. Quiero estar con él por siempre, envejecer a su lado.
Laura se puso en pie, envolviendo su cuerpo con las blancas sábanas de seda.
— Asúmelo Espinosa. Soy la única, además de Lorea, que conoce al verdadero Carlos, y que no se ha alejado de ti por ello. Es más, aún así te quiero — musitó, sus ojos aguamarina fijos en los míos.
Respiré profundamente, intentando calmarme. Debía alejarme de allí, huir. Si tan solo pudiera encontrar a Félix, hablar con él... Tenía que prepararme, estar listo para hacer lo que siempre hacía.
Desde aquella noche en que los celos se apoderaron de mí, una especie de niebla se había extendido por mi mente, impidiéndome pensar y actuar con claridad. Mis sentidos estaban embotados, y no podía evitar sentir una alegría genuina al pasar tiempo con Félix. Ello había provocado que me ablandara, que dejara que las buenas intenciones y la ingenuidad se apoderaran de mí.
Ya era hora de regresar a mi verdadera forma de ser, y de dejar de lado aquellas patochadas producto del amor que sentía. Me encontraba en una situación delicada, y lo que ahora necesitaba, era al verdadero Carlos Espinosa.
Se había acabado esto de ser encantador.
Podía admitir, con la cabeza bien alta, que era alguien cruel. Desde niño, siempre hice todo lo necesario con tal de complacer mis deseos. De adolescente, nada había cambiado. Si deseaba tener amistad, o el cuerpo de alguien, no me detenía hasta lograrlo. Me había ganado el corazón de todas y cada una de mis tontas amantes, antes de rompérselo sin remordimientos, una vez me había cansado de ellas.
A fin de cuentas, no eran más que juguetes.
Si surgían problemas, los eliminaba con frialdad. Sin importar lo que costase. En esta ocasión, me encargaría de resolverlo todo, y como siempre, volvería a salirme con la mía. En poco segundos, un plan empezó a cobrar forma en mi cabeza.
Le diría a Durand que Laura tenía problemas mentales, que estaba obsesionada conmigo. Así, cuando ella le revelara a mi novio mi infidelidad, él no la creería. A fin de cuentas, no había nada que probara que habíamos estado juntos. ¿A quién iba a creer, a su adorada "alma gemela", o a una lunática cualquiera?
Sin testigos, o imágenes, aquella noche apasionada nunca habría existido. Y yo podría seguir con mi vida, al lado del chico que creía amar, hasta que me cansase de él. Solo me acostaría con Laura de vez en cuando, si este deseo que me quemaba no se apaciguaba.
Contaría las mentiras que fueran necesarias, pero no iba a perder a Félix Durand. Nadie había roto nunca conmigo, y no iba a dejar que él fuera el primero. Me desharía de aquel rubio cuando me cansara de él, pero no antes.
Y sin más dilación, me di media vuelta y escapé de aquella prisión sin mirar atrás. Las últimas palabras de Laura reverberaron como ecos, persiguiéndome sin llegar a alcanzarme, mientras bajaba las escaleras de la casa.
— Si tanto lo quieres, ¿por qué has pasado la noche conmigo? ¡Volverás Carlos, volverás! ¡Y me suplicarás que te perdone, como siempre haces! — vociferó, con una discordante nota de histeria manchando su dulce voz.
***
07:53 A.M, miércoles día 16 de septiembre, año 2023.
Carlos:
Llegué a la parada de autobús en apenas cinco minutos, sintiéndome de forma completamente diferente.
El alivio en mi pecho era palpable. Era como si al fin, la niebla que parecía haber envuelto mi mente se disipara, dejándome pensar con claridad. Al levantarme de la cama, y encontrarme al lado de Laura, había sentido vergüenza por engañar a Félix.
¿Podéis creerlo? Yo, avergonzado.
Ahora, en cambio, había podido comprender mejor la situación. Cometí un error que juré no repetir jamás: Había permitido que mis sentimientos por Durand me gobernaran, y se hicieran con el control de mi mente.
Es verdad que, desde que nos habíamos besado por primera vez, como parte de una apuesta que hice con el imbécil de Pablo, había percibido algo más que simple deseo hacia él. En cierta forma, lo deseaba más que a la mayoría de mis amantes. Y aunque intenté reprimir esa lujuria, no dio resultado.
Aquel maldito rubio no salía de mi cabeza, por más que me acostara con hombres y mujeres. Por eso había decidido ir a verlo aquella fatídica noche, para intentar averiguar qué lo hacía tan especial... Y seguramente seducirlo y poner fin a aquella farsa. No tenía dudas de que, si pasaba la noche con él, esa molesta presión que sentía en el pecho al verlo se desvanecería.
Pero todo había salido mal... Había acabado enamorándome de ese estúpido y debilucho saco de traumas llamado Félix Durand.
No obstante, la noche que había pasado con Laura me abrió los ojos. No tenía nada de lo que arrepentirme. De hecho, estaba orgulloso. Sin ir más lejos, había vuelto a estar con aquella chica guapa y boba que llevaba enamorada de mí desde el primer año de la secundaria. Había logrado que se entregase a mí, en cuerpo y alma.
Y para qué negarlo, me había divertido bastante.
Al cuerno con Félix, pensé. Ya era hora de ir finiquitando esta "relación" que tenía con él. El muy imbécil se creía que éramos almas gemelas... No, lo tenía claro. Haría que pagase el haberme dejado tirado. Primero me iba a encargar de que se sintiera más especial que nunca, y luego me acostaría con él. Después de eso, lo humillaría, y no volvería a mirarlo en lo que me quedara de vida. A fin de cuentas, no era más que un juguete más. Ya encontraría otro...
Y, mientras durara ese proceso, estaría con Laura tantas veces como quisiera. ¿Por qué debería avergonzarme de acostarme con una belleza como ella?
No se podía engañar a alguien que no amabas. Y desde luego, yo no quería a Félix.
Daba igual que con él sintiera una alegría y unas ganas de vivir desbordantes, que hiciera que mi corazón latiera más rápido sin motivo aparente, que su mirada esmeralda me causara un escalofrío de placer... ¿Qué estaba diciendo?
Yo no lo amaba. Ni a él, ni a nadie. Y jamás lo haría. Era lo que me había prometido el día en que toda mi familia murió.
Suspiré, más aliviado por haber aclarado mis pensamientos, recostándome sobre una señal de tráfico. Un par de chicas pasaron a mi lado, y se quedaron mirándome con curiosidad. Cuando empezaron a cuchichear entre ellas, supe que esta era mi oportunidad para redimirme y recuperar el tiempo perdido.
Para confirmar mis sospechas, me saqué la sudadera por la cabeza, permitiendo que mi camiseta se levantara lo justo como para mostrarles mi torso bien definido, y parte de mi pecho, recubierto de vello pelirrojo. Al constatar que ambas se me quedaron mirando, embobadas, aproveché para sonreírles con coquetería. Ambas se sonrojaron, y decidí lanzarme.
Me acerqué a ellas en actitud desenfadada, cada uno de mis movimientos fríamente calculado, y elegí a la chica de la izquierda, de cabello corto y castaño, y rasgos afilados.
Fue muy placentero ver cómo perdía los nervios frente a mi cercanía, y más cuando, con la excusa de haber visto una avispa, la envolví entre mis fuertes brazos, dejando que nuestros labios se rozaran, y paseé mis manos por la parte baja de su espalda.
Finalmente, antes de que ambas chicas se fueran, logré obtener un beso rápido en la mejilla, su número de teléfono, invitarla a una copa, y la tarjeta de la habitación de su hotel.
Era fantástico estar de vuelta.
— ¡Qué inquietos sois los jóvenes de hoy en día! — exclamó una anciana, sentada bajo la sombra de la marquesina situada junto a la parada de autobús.
Me volví hacia la mujer, pretendiendo aparentar simpatía.
— ¿A qué se refiere? — pregunté, con fingida educación.
Era una señora de unos ochenta años, de expresión severa. Su melena, negra y entrecana, flotaba en suaves ondas hasta la parte baja de su espalda. Iba ataviada con un vestido blanco, una alianza de boda, y sandalias de cuero.
De pronto, la calle parecía estar desierta, e incluso las nubes cubrieron la luz dorada del sol. Estábamos solo ella y yo.
— En mi época, los rituales de cortejo eran mucho más largos y tediosos. Y desde luego, no podías mirar dos veces a tu prometido, ni mucho menos besarlo hasta la noche de bodas... ¡Cómo han cambiado las cosas! — explicó, con un punto de crítica en su voz.
Me apresuré en intentar negarlo todo. Entre los jóvenes, no me importaba tener fama de ligón y rompecorazones. De hecho, me beneficiaba bastante. Sin embargo, no podía permitir que personas que quizá se convirtieran en mis futuros jefes pensaran mal de mí, y dudaran de mi supuesta bondad y caballerosidad.
— No sé lo que le ha parecido ver, pero le aseguro que no es lo que piensa — comencé, procurando esbozar mi sonrisa más encantadora.
La anciana me respondió con una mueca severa, su mandíbula tensa, la ira chispeando en sus ojos.
— ¿Acaso no te has acercado a esa joven de forma desvergonzada, tentándola con tu cuerpo desnudo? ¿No has conseguido seducirla, hacer que te invite a la habitación de su posada, para pasar juntos una noche de pecado y traición? — me increpó, mientras una rabia espesa y atroz bañaba cada una de sus palabras.
Retrocedí ante su agresividad, como si cada una de sus acusaciones me golpeara físicamente.
— ¿Y qué si así fuera? — respondí, sintiendo cómo perdía el control.
¿Quién era ella para juzgarme? Era mi vida, y yo decidía qué hacer con ella. Si aquella mujer no había aprovechado la suya, que se fuera al Infierno.
— ¡Eres un indecente! — gritó, mientras se ponía en pie, blandiendo su bastón hacia mí. Su alianza de boda parecía centellear con una luz sobrenatural.
Maldita sea, lo estaba empeorando todo. Tenía que reconducir la situación antes de que fuera tarde.
— No lo entiende señora — procuré tranquilizarla. — Ella es mi novia, llevamos dos años saliendo, e incluso nos estamos planteando la idea de comprometernos y casarnos al cumplir los dieciocho años. Ya tenemos pensados los nombres de nuestros hijos...
La anciana se detuvo un instante, como si sopesara mis palabras, y segundos después me asestó un puñetazo en el entrecejo con su alianza de boda, rompiéndome ambas cejas.
— ¡Mentiras y más mentiras! — vociferó, mientras su voz se tornaba más grave. — Tú le habías jurado amor eterno a Félix Durand, y no contento con engañarlo con tu antigua amante, prosigues con tu conducta pecaminosa. ¡Eres un infiel! — me acusó.
Sus palabras me dejaron sin aliento. A medida que retrocedía, y llevaba las manos a mi rostro, intentando contener la hemorragia de la frente, presencié, con espanto, cómo la mujer se transformaba.
De su espalda brotaron dos alas negras y membranosas, que parecían de murciélago. Su rostro empalideció, y sus rasgos se tornaron demoníacos. Dos brazos adicionales brotaron de su tronco de forma grotesca, y sus rojas uñas se alargaron hasta convertirse en garras.
El miedo me paralizó, mientras mi mente era incapaz de procesar lo que estaba viendo. ¿Cómo era posible que una abominación así existiera? ¿Quién o qué era este... monstruo?
— Detesto a aquellos que, al igual que tú, traicionan al ser amado sin remordimiento o pena alguna. Pero no te preocupes, yo, Megera, la Segunda Erinia, me encargaré de castigarte.
Y dicho esto, se abalanzó sobre mí.
***
Nota del autor: Os adjunto tres posibles ilustraciones (generadas a partir de Dall-E 3) de Megera, la Segunda Erinia. ¿Qué os parecen? ¿Os la imaginabais así? ¿Cuál es vuestra favorita? ¡Muchas gracias por leer!
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