Capítulo 35: El Purgatorio
08:54 A.M, miércoles día 16 de septiembre, año 2023.
Cronos:
Había perdido la consciencia. Estaba sumido en una oscuridad infinita, una niebla que me envolvía y hacía desaparecer el dolor. Recordaba estar desangrándome al pie de las escaleras, ardiendo de fiebre. Pero ignoraba cuánto tiempo había pasado desde que me caí.
Lo que sí sabía, era que estaba solo. Félix había roto su promesa de volver conmigo.
Os estaréis preguntando si eso me entristecía. La verdad es que debería haberlo hecho, pero a estas alturas ya no sentía nada. Las heridas que me aquejaban me estaban matando lentamente. Y, tristemente, ya había iniciado el camino de vuelta hacia el Infierno.
En poco tiempo, abandonaría mi cuerpo mortal, y caería al Vacío. Después... Minos me estaría esperando. Y Judeca también. En mi caso, ya había burlado la muerte una vez, y mi enemiga se había apiadado de mí, permitiéndome regresar al mundo mortal. Y menos de un día después, volvía a morir.
Realmente era patético.
Sin previo aviso, la oscuridad que me envolvía empezó a tomar forma. Cada partícula que conformaba aquellas tinieblas fue asentándose en un lugar concreto, componiendo un mosaico viviente. Ante mi atónita mirada, un corredor oscuro surgió de la nada.
De golpe, inhalé profundamente, como si hubiera estado años sin respirar. Solo entonces me di cuenta de que aquello no era una alucinación. Dondequiera que estuviera, había recuperado mi forma física.
Una negrura absoluta gobernaba aquel túnel de ladrillo y techo curvado. Un gorgoteo constante y monótono resonaba como un eco a través de sus paredes. El lugar estaba parcialmente inundado, con el agua lamiendo mis rodillas. A cada paso que daba, pequeñas salpicaduras anunciaban mi presencia, como heraldos silenciosos.
La galería contaba con dos direcciones, y ambas se perdían en tinieblas. No había ni tan siquiera un indicio de cuál era el camino correcto. Me decanté hacia la derecha, y fui avanzando con lentitud, mientras una emoción que conocía demasiado bien se instalaba en mi pecho.
Era miedo.
Se suponía que debería estar muerto, camino al Infierno, en el tribunal del Juez del Inframundo. Entonces, ¿dónde demonios estaba? Claramente, aquello no era el Vacío... Ni mucho menos el Meikai. Y, por la forma en que titilaba mi silueta, peligrando con desvanecer a cada instante, no era mi cuerpo el que estaba allí.
Solo quedaba una opción. El Purgatorio.
Para aquellos que no seáis unos expertos, el Purgatorio es la antesala de la muerte. No es tanto una dimensión propia, sino más bien una alucinación, producto del desprendimiento entre alma y cuerpo. Se podría considerar un producto de la conciencia colectiva humana.
Aunque sea por unos breves instantes, nuestra mente es capaz de proyectarse a este lugar, en donde se emprende el camino de no retorno. En muertes especialmente lentas y dolorosas, como lo estaba siendo la mía, era posible acabar allí. Sin embargo, era extraño... Este lugar estaba reservado a aquellos atormentados de los que los dioses se apiadaran. Solo una de cada cien almas acababan aquí. ¿Por qué yo?
Sin tiempo de pensar más, comencé a descender una intricada y sinuosa escalinata, por la que el agua se derramaba, escalón a escalón. Cada paso, me adentraba más en las sombras, mientras el rumor de las cascadas se incrementaba a mi alrededor, hasta el punto de hacerse ensordecedor.
Me detuve, sopesando mis posibilidades. Escruté el entorno que me rodeaba con la mirada, incapaz de discernir nada más allá de la gruesa cortina de tinieblas que me envolvía. Por un instante, barajé la idea de regresar por donde había venido. Pero eso solo fue hasta que me di la vuelta, y me percaté de que el tramo de escaleras que había recorrido había desaparecido.
Ahora, solo había un acantilado, que acababa en una pared lisa. El fondo era imperceptible.
Resignado, continué descendiendo. A cada paso que daba, el pavimento tras de mí se desvanecía, imposibilitando mi retroceso. Solo podía seguir adelante, y rezar porque aquello no fuera una trampa mortal. En cualquier caso, se supone que el Purgatorio era un templo de expiación, para ayudar a los humanos a partir en paz al Infierno.
Allí no podría haber peligro alguno, ¿verdad?
Finalmente, alcancé el fondo. Una iluminación tenue me recibió, arrojada por unas antorchas de fuego fatuo. Las llamas danzaban y se arremolinaban, de forma hipnótica, pese a que decenas de litros de agua caían sobre ellas a cada segundo.
Y es que aquello era lo más sorprendente de todo. La estancia en la que me encontraba era una cámara rectangular, cuyas paredes estaban labradas con inscripciones extrañas. En cada una de ellas, estaba representada una figura femenina. Las tres parecían estar ejecutando algún tipo de castigo contra la humanidad.
La primera portaba una corona de florecillas de un color violeta intenso. Eran anémonas. A sus pies, múltiples hombres y mujeres estaban siendo quemados vivos, o azotados por fuertes vientos.
La segunda figura tenía la piel completamente roja, teñida de sangre. Exhibía una perfecta y macabra sonrisa. Sus manos señalaban una especie de océano carmesí, donde figuras humanoides se retorcían y ahogaban.
La última de las mujeres portaba una balanza en su mano izquierda, y la blanquísima Pluma de Maat en la derecha. Estaba rodeada por un halo, una aureola de corazones. Pero ojo, no en el buen sentido. Eran órganos humanos, y muchos de ellos aún palpitaban, derramando pequeñas gotitas sanguinolentas.
Los tres murales se encontraban semi-ocultos a causa del enorme volumen de agua que resbalaba por las paredes, y colisionaba fuertemente contra el suelo, levantando un vendaval de blanca espuma, y anegando todo el lugar.
Sin más dilación, tragué saliva y avancé.
Al fondo de la estancia pude distinguir el brillo tenue de una puerta enrejada que parecía conducir a un corredor iluminado. Sintiendo el peso de la esperanza, poco me faltó para echar a correr. El nivel del agua era mayor aquí, alcanzando mi cadera, y dificultando mi progreso.
Cuando me encontraba a mitad de camino, un brusco desnivel me hizo dar un traspiés. Me hundí bajo la superficie espejada que había surcado, con el suelo bajo mis pies esfumándose como una ilusión.
El líquido que me envolvía era denso y estaba sucio, impidiéndome abrir los ojos. Notaba cómo algo tiraba de mí, arrastrándome a las profundidades. Quizá fueran algas, o algún otro tipo de vegetal.
Solo sabía que el descenso era a una velocidad vertiginosa. De no darme prisa, pronto me quedaría sin oxígeno, y el agua anegaría los pulmones que no tenía (porque era un alma, vaya). La presión submarina se incrementaba de forma inclemente, causándome un agudo dolor en los tímpanos.
Cuando al fin la falta de aire hizo acto de presencia, abrí los ojos. Yo no iba a morir así. Seguiría adelante y descubriría dónde demonios estaba. Volvería a la Tierra, impediría el apocalipsis, salvaría a mis hijos... Y tendría una buena charla con Félix. Aunque no me quisiera, antes de volver al Olimpo, le debía contar lo que sentía por él. Sabía que lo nuestro era imposible, pues él estaba con su alma gemela. Su otra mitad.
Lo único que podía hacer era lavar mi conciencia, y después ocultarme hasta que él muriera.
Tratando de dejar de lado este pensamiento, me llevé las manos a los tobillos... Y palpé una extremidad esquelética. Mudo de terror, me di cuenta de lo que estaba sucediendo. Pese a lo turbia que se encontraba el agua, pude distinguir la cadavérica silueta de un hombre muerto. Su carne se había desprendido en varios puntos, dejando entrever sus huesos roídos. En su mano derecha portaba una alianza de oro, cosida y grapada a su dedo.
Mis gritos quedaron silenciados por el borboteo del agua, a medida que más cadáveres iban emergiendo de las profundidades, aferrando mis brazos y piernas. Me resistí, pero ellos no dudaron en inmovilizarme, y hundirme a mayor velocidad.
Sus cuerpos putrefactos se pegaron al mío, hasta que ni siquiera pude apreciar un resquicio de luz procedente de la ahora lejana superficie. Su piel plagada de moscas y heridas infectadas entró en contacto con la mía, que empezó a ennegrecerse. La oscuridad se hizo total, y el dolor lo inundó todo.
Hasta que una tenue llama apareció justo frente a mis ojos.
La titilante luz del fuego hizo que los muertos estallaran en nubes de polvo, y que ondas de una creciente calidez se propagaran por el agua helada, haciendo que se tornara en mero vapor. Quedé suspendido en el aire, aferrándome a aquel resplandor como mi última esperanza.
Una voz conocida me sobresaltó.
— Ahora estás a salvo... Te sacaré de aquí tío — aseguró mi sobrino.
Prometeo.
— ¿Q-qué haces aquí? — balbuceé, confuso. — Tú desapareciste... Decidiste reencarnar en un cuerpo mortal, regresar al mundo desprovisto de tu divinidad. ¿No deberías estar viviendo una vida humana ordinaria? ¿No era ese tu deseo?
La carcajada de mi sobrino me pilló por sorpresa.
— Ha pasado mucho tiempo desde entonces... Todo ha cambiado tanto, que aunque te contara cuanto sé no me creerías.
Negué con la cabeza tratando de aclarar mis ideas, a medida que la pequeña llama se tornaba en una hoguera, y el lugar en donde había estado hasta ahora se desvanecía como una ilusión.
— ¿Dónde estoy? ¿Este es el Purgatorio?— quise saber.
— En parte sí — afirmó. — Estás en el reverso oscuro del Purgatorio, el Laberinto del Palacio de Knossos. Es el santuario de las tres Erinias... Su cámara de tortura particular, como has podido comprobar.
Era imposible. Las tres Erinias... Ellas eran deidades primitivas, las hijas fruto del romance prohibido y fallido entre la diosa Nix y mi hijo Hades. Como personificaciones femeninas de la venganza, son las encargadas de perseguir en vida a los culpables de delitos morales, de sangre, o infidelidades. Y acabar con ellos.
Casi como si pudiera percibir mis dudas, mi sobrino continuó con sus revelaciones.
— Y si estás aquí, Cronos, es porque ellas así lo han querido.
— ¿Cómo? ¿De qué hablas? — inquirí, mientras palidecía.
— ¿De verdad piensas que tus heridas regresaron por arte de magia? Tú mejor que nadie deberías saber que aquello que se pierde en las brumas del tiempo jamás vuelve. No... Tu muerte fue un castigo impuesto por Tisífone.
Jamás habría podido plantearme algo así. La sola perspectiva de que una de las Erinias se encontrara tras mi pista me aterraba. Ellas eran implacables, y no cesaban hasta haber cumplido su cometido. No les importaba la justicia que pudiera impartir un tribunal, ni siquiera la de los mismos dioses. Sus sentencias eran personales e indiscutibles.
Pero había algo que no encajaba.
—Ellas... Nunca han tolerado la autoridad de Zeus, ni de ningún otro olímpico. Son deidades rabiosas y despiadadas. ¿Por qué están ayudando a Tártaro?
Prometeo rio a forma de respuesta.
— Ellas no lo ayudan a él, personalmente. Como bien sabes, estaban cautivas en el Infierno, y Tártaro se ha limitado a liberarlas para desatar el caos. Es la última jugada que puede hacer antes de que la guerra comience — proclamó Prometeo, su voz reverberando con tono enigmático a través de la hoguera.
Su frase me dejó descolocado.
— ¿Guerra? ¿De qué guerra hablas? — quise saber, mientras una extraña presión se arremolinaba a mi alrededor, comprimiendo mi cuerpo.
Todo lo que hizo falta fue un suspiro por parte de mi sobrino. Y su actitud cambió radicalmente. Las llamas a través de las que hablaba se tornaron verdosas, mientras que su voz se tiñó de frialdad e indiferencia.
— No te he contado todo querido tío... Yo no procedo de este tiempo. He venido desde el futuro — reveló.
Ya no podía moverme con libertad. Aquella fuerza invisible se intensificaba por momentos, obligándome a contraer las piernas, y retorciéndome el abdomen y brazos.
— Y puedo adelantarte que no es uno bueno — continuó Prometeo, ajeno a mi tormento. — Todo quedó arruinado... Y fue culpa tuya.
Mis labios se abrieron de indignación. Tras el ataque de Tártaro y Nix en el Olimpo, todo fue caos y destrucción. El panteón olímpico, que tanto se vanagloriaba de gobernar el universo, fue derrotado como si de un puñado de niños se tratara. La fortaleza central del poder divino se vino abajo con un par de cortes de la Segadora de Almas.
Solo yo había sido capaz de sobrevivir, llevando a la astuta Eris conmigo, y realizando una maniobra desesperada para tener una oportunidad de cambiar ese terrible destino. Y ahora, ¿yo era el culpable de la ruina del tiempo?
— E-eso es ridículo — logré decir, a pesar del dolor. — Además, es imposible que tú solo hayas podido viajar en el tiempo. Necesitarías de mi poder para lograr tal empresa.
— ¿Y quién dijo que no contara con tu ayuda? Tú mismo fuiste quien me pidió que retrocediera hasta este tiempo, y que hiciera justo esto: Advertirte y corregirte.
— Si eso es cierto, ¿por qué no viajé contigo? Eso habría acabado con todos esos problemas, ¿no es verdad? — arremetí, mientras la desesperación se abría camino en mi pecho.
Aquello debía ser una mentira. Un juego orquestado por las Erinias. Todo lo que Prometeo estaba diciendo era falso.
¿Cierto?
— Moriste. Por eso no pudiste venir. Tu alma fue aniquilada — soltó de golpe mi sobrino. — Y con tus últimas palabras, me rogaste que lo arreglara todo. Ya he hecho varios cambios en el Tártaro... Los hijos de la Discordia son libres ahora. Sin embargo, tú eres mi prioridad — dijo, con un tono carente de cualquier tipo de simpatía.
De hecho, su presencia misma se había tornado hostil, como si estuviera tratando con un enemigo. En ese instante, la realidad se abrió camino en mí.
— Si hubieras querido salvarme, y devolver mi alma a mi cuerpo, ya lo habrías hecho — deduje. — Es obvio que has recuperado todo tu poder... Entonces, ¿estás aquí para ejecutarme?
Aunque no podía verlo, juraría que Prometeo sonrió.
— Exactamente. Estoy aquí para eliminar a este Cronos débil y corrupto. Te has emponzoñado con las emociones propias de los humanos y dioses inferiores, hasta el punto de olvidar tu identidad. Tú eres el Señor del Tiempo. Fuiste el primer rey del mundo... Y ahora te has enamorado de un mortal cualquiera. De verdad, ¿qué tiene de especial Félix Durand? — preguntó mi sobrino, su voz rompiéndose de dolor al pronunciar el nombre del chico que amaba.
Pero esta muestra de tristeza e inseguridad duró apenas unos instantes, hasta ser reemplazada por su tono de voz autoritario e inflexible.
— Voy a hacer que regreses en todo tu esplendor. Te obligaré a dejar atrás tu absurdo amor, y te convertirás en aquel al que necesitamos para ganar esta guerra. Ten en cuenta que ahora tu vida está en mis manos. Yo decido si tú vives, o mueres.
El miedo se propagó como un virus en mi interior, a medida que sus palabras me calaban hasta los huesos. Mis sentimientos hacia Félix... ¿eran un error?
Yo era un titán, el responsable de regir el Tiempo y el Espacio, aquel que conocía y moldeaba las fuerzas ocultas del Universo. No había sido creado para amar, o ser amado. Sin embargo, esas emociones estaban dentro de mí, clavadas como una estaca en mi corazón.
Aunque aquel chico rubio no me quisiera, pese a saber que no tenía ninguna posibilidad con él por todas las diferencias que se alzaban como barreras entre nosotros, no perdía la esperanza. Desde que lo había visto por primera vez, una chispa... No, una hoguera se había prendido dentro de mí. Solo podía pensar en estar con él. En abrazarlo. En besarlo. En saborear sus labios.
Quería vivir con él, conocerlo mejor, vivir experiencias juntos... ¿Cómo decirlo? Quería amarlo, aún si él no lo hacía.
Y eso no podía ser un error. Me negaba a creerlo con todo mi ser.
— Ahora te enviaré a un lugar. Vas a seguir mis indicaciones, y tendrás que superar una prueba... Si no lo consigues, solo te espera el Meikai. Y nadie va a ir a salvarte esta vez. Una vez hayas alcanzado la plenitud, te devolveré la vida. Hasta que nos volvamos a ver, querido tío — se despidió Prometeo.
Justo en ese instante, las llamas verdosas de su hoguera se desbordaron. Formaron corrientes ígneas, que lamieron mi cuerpo, arremolinándose en torno a mi figura. El fuego acabó entrando en contacto con mi piel, arrancándome un grito de dolor a medida que atravesaba mi dermis y músculos, hasta calcinarme los huesos.
Entonces volví a abrir los ojos.
Ya no me encontraba en el santuario de las Erinias. La galería que me rodeaba era circular, y su suelo estaba tapizado con adoquines de cristal, bajo los cuales ardían unas intensas llamaradas. Por su parte, el techo estaba rematado con una cúpula que representaba pinturas de ángeles y salvación, y que emitía una luz propia.
Los gritos atrajeron mi atención. Al volverme, me percaté de la presencia de varias decenas de humanos, que parecían estar en agonía. Estaban de pie, inmóviles, mientras sus cuerpos se contorsionaban. Se retorcían de dolor, y sus tobillos parecían estar hundidos en el suelo.
Su sufrimiento, en un primer momento, me desconcertó. No parecía que estuvieran siendo torturados físicamente, ni tampoco tenían herida o magulladura alguna. Por el contrario, parecían estar sanos y radiantes.
Sin embargo, un vistazo más profundo me reveló la realidad. No era que sus pies estuvieran sepultados bajo el suelo: Ellos mismos se estaban disolviendo. Era como si su cuerpo se desgranara al contacto con el cristal, y cada una de esas partículas flotaba en el aire, como una efímera chispa que se desvanecía instantes después.
Corrí a ayudarlos, pero una voz infantil me interrumpió.
— Si yo fuera tú, no haría eso Cronos — me advirtió.
Al volverme hacia ella, me percaté de que la cámara había cambiado.
Frente a mí, ya no solo había una pared lisa. Tres colosales puertas ornamentadas ocupaban el muro, cada una de ellas entreabierta tan solo una rendija. Suspendido en el aire, flotaba un reloj de arena negra, cuya esfera superior estaba casi vacía. Apenas debían restar un par de minutos hasta que se consumiera por completo.
El niño, por su parte, apenas tendría siete años. De mejillas sonrosadas, mirada traviesa, y pelo negro y rizado, el pequeño me observaba con curiosidad.
— Esas almas no pudieron tomar su decisión, y ahora deben pagar por ello — expuso tranquilamente el niño, con una frialdad que me desconcertó.
— ¿Qué es este lugar? ¿Dónde estoy? — repuse, histérico, mirando en todas direcciones en busca de una salida.
El infante se limitó a sonreír.
— Sé bienvenido al auténtico Purgatorio, titán Cronos. Mi nombre es Tánatos, y soy el dios de la Muerte.
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