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Capítulo 33: Los hijos de la Discordia

Ager Nihili, Campus Cineris, Planities (Tártaro).

Tristán:

Tras escuchar las palabras de Lete, el joven soldado pasó a mi lado, dirigiéndome una mirada de suficiencia, y abandonó la cabaña. Yo permanecí a la espalda de la diosa, sin saber muy bien qué hacer o decir.

La cabeza me daba vueltas.

Y no solo por el hambre y sed que me azotaban. Simplemente no podía creer que acabase de darme mi primer beso (que yo recordara) con un chico así, por las buenas. Encima, en el Tártaro, un abismo más profundo que el mismo Infierno.

Sé que os estaréis preguntando el por qué lo había hecho. En parte, había sido un acto de supervivencia. Ese loco se había acercado a mí, de forma amenazadora, ¡solo por el hecho de mirarlo! ¿Acaso era culpa mía tener ojos en la cara? En todo caso, la culpa la tenía él, por ser tan dichosamente guapo, o tener la constitución de un toro.

La cuestión era que me había observado con una mezcla de odio y repulsión. Una mirada que, por algún extraño motivo, creí haber visto antes.

Pero más allá de eso, se había colocado apenas a unos centímetros de mí, vestido con unos trozos de tela mal puestos y desgarrados, que no dejaban mucho a la imaginación. Había podido sentir la calidez de su aliento sobre mi rostro.

En ese momento, y sin saber cómo, lo había visto.

En el fondo de su mirada, había un anhelo reprimido, una sed no satisfecha. Un impulso ignorado, latente y añorado. Casi por instinto, había sabido con qué se correspondía esa ansia: Lujuria, pasión y deseo.

Creí que era una buena idea. Que al implicarme con él, no sé, se encariñaría conmigo y no sería capaz de matarme. Suena estúpido, ¿verdad? Pues esperad a conocer el otro motivo por el que lo besé. Porque sí, aunque no lo parezca, este era el argumento "racional".

En ese segundo que tardó mi cerebro en dar la orden a mis labios para que se estrellaran contra los de un completo desconocido, creí recordar algo. Al observar su ojo castaño, me invadió una sensación de familiaridad, de nostalgia. Como si estuviera olvidando algo sumamente importante.

No obstante, más allá de la humillante situación que había protagonizado, odiaba esto.

Desde que había despertado, al pie de aquel siniestro y verdoso camino, todo me recordaba a algo. Miraba a mi pasado, y solo me recibía una potente oscuridad. A veces me parecía entrever siluetas, palabras, situaciones... Pero la impresión se desvanecía en pocos segundos. Además, ¿cómo explicarlo?

Me sentía raro. Como si me hubieran arrancado una parte mí mismo. Tenía la impresión de que me faltaba algo. Si tan solo conservara mi memoria... En ese fugaz instante, tuve una idea brillante.

O eso pensaba yo.

Ahora mismo me estaba lamentando por no ser capaz de acordarme de nada. De haber perdido todos mis recuerdos, y estar en un abismo infernal sin tener la menor idea de quién era o qué había hecho para acabar allí. Y justo delante mía tenía la diosa del Olvido. Si alguien podía ayudarme a aclararme, era ella.

La deidad en cuestión, tenía la mirada perdida, contemplando la viga donde, hasta hacía escasos minutos, había tenido atado al soldado de Tártaro. Un ligero hilillo de baba resbalaba por su labio, emitiendo un goteo constante.

Carraspeé ligeramente, sin saber muy bien cómo proceder. ¿Qué se hace para hablar con una diosa que está mirando a las musarañas? No me apetecía que me fulminara con un rayo, o algo por el estilo, solo por sacarla del trance en que se encontraba.

— Disculpa — comencé, zarandeándola ligeramente del hombro.

Ella se volvió a mirarme, con una sonrisa bobalicona.

— ¡Hola! ¿Cómo puedo ayudarte? — dijo, con los ojos muy abiertos.

Al abrir la boca, más saliva empezó a resbalar por su mentón redondeado. Ligeramente asqueado, le limpié la comisura de los labios usando mi manga. Antes de que me digáis nada, sé que no era lo más higiénico. Pero en mi defensa, debo decir que estaba en el Tártaro, y allí no hay precisamente maquinas expendedoras de pañuelos de papel.

— Verás, recientemente he perdido la memoria... Y pensaba que tú, al ser la diosa del Olvido, podrías, no sé, echarme una mano — expuse, hablando con calma, tratando de imprimir un matiz cálido a mis palabras.

La sonrisa de Lete se borró al instante, sustituida por una mueca de confusión.

— ¿Echarte una mano con qué? — preguntó, mientras jugueteaba con uno de los mechones de su blanca melena.

Parpadeé, incrédulo, sin creer lo que estaba pasando.

Una serie de gritos e insultos nada agradables, procedentes del exterior, me devolvieron a la realidad. Volví la cabeza, y a pesar de no poder ver lo que sucedía, habría jurado que estaba teniendo lugar una acalorada discusión. Distinguí la voz del soldado, y también la de una mujer y otro hombre a los que no conocía.

Debía darme prisa, y sacarle información a la diosa del Olvido cuanto antes. Si ellos entraban a la cabaña, perdería mi oportunidad.

— Con la pérdida de memoria — repetí, forzándome a sonreír.

La diosa asintió con ganas, quitándome un gran peso de encima.

— Claro, puedo ayudarte con eso. ¿Quién ha perdido la memoria?

— Soy yo el que la ha perdido — respondí, empezando a perder los nervios.

— ¿Y quieres que te ayude?

Asentí. La diosa me recorrió con la mirada de la cabeza a los pies, entusiasmada de pronto.

— ¡Perfecto! Así que quieres que te borre los pocos recuerdos que te quedan, ¿a que sí? — repuso, con un gritito de emoción.

— ¡No! Es justo lo contrario — protesté, mientras negaba con la cabeza.

Sin embargo, ya era un poco tarde. La diosa levantó ambas manos, y un brillo blanquecino surgió de ellas. El resplandor comenzó a envolverme, y antes de que pudiera decir nada más, aquella luz se arremolinó en torno a mi cráneo.

Una fuerte migraña me sobrevino, y caí de rodillas al suelo, intentando controlar los espasmos que me estaban sacudiendo.

— Quizá te duela un poco. De todas formas, ahora viene lo peor — aseguró Lete, mientras se chupaba el pulgar.

En ese preciso instante, el halo blanquecino se fracturó. Cada uno de sus fragmentos se deformó y moldeó, hasta que acabaron convertidos en dieciocho largas y punzantes agujas de puro éter. En un segundo, todas ellas se clavaron en mi cabeza, atravesándola limpiamente, llegando hasta mi cerebro.

— Ahora voy a terminar de ayudarte. Voy a seleccionar los momentos para eliminar... - continuó ella, encogiéndose de hombros. — ¡Bah! Mejor me cargo todo y punto. Como soléis decir los humanos, borrón y cuenta nueva.

Me intenté aferrar a las escasas memorias que me quedaban, pero, a decir verdad, tampoco les tenía especial aprecio. Es más, quizá perderlas de vista me viniera bien. Así, aunque fuera por un breve lapso de tiempo, podría descansar del estrés que supone estar encerrado en el Tártaro.

Una maldita fosa. Donde pasas hambre y sed hasta que te retuerces de dolor y agonía. En la que te hieren, y tu carne se infecta y pudre, comenzando a desprenderse. Pero pase lo que pase, es imposible morir. Incluso los huesos que allí hay estaban vivos, y conservaban parcialmente su conciencia. Era inexplicable, pero cierto.

Y justo cuando todo estaba a punto de terminar, Lete paró. Las agujas se desvanecieron, y caí al suelo de morros, preguntándome por enésima vez aquel día qué habría hecho en vida para merecer acabar aquí.

Sentí cómo alguien tiraba de mi brazo, y prácticamente me obligaba a ponerme de pie. Tras un par de parpadeos de desconcierto, pude comprobar que era el soldado, armado con la empuñadura de su espada. Y a sus pies... Se encontraba la diosa, inconsciente, con una mancha de sangre en la parte inferior del cráneo.

Debía haberla golpeado por la espalda. Para salvarme. ¿Sonaría raro si os digo que me emocioné un poco? 

Que yo recordara, era lo más bonito que alguien había hecho por mí. 

— ¿Se puede saber qué le has hecho a nuestra hermanita? — preguntó un desconocido, entrando a grandes zancadas en la cabaña.

Era un chico joven, de unos veintitantos años. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando, y rastros negruzcos en sus mejillas que únicamente podían corresponderse con rimel corrido. Sus ojos, de un azul profundo, contrastaban fuertemente con su cara, que estaba maquillada hasta el hartazgo.

— ¿Y tú quién eres? — susurré, tratando de recobrar fuerzas.

Casi como si mi salvador intentara "ayudarme" a despejarme, me arrojó sin contemplaciones contra la pared más cercana, como si fuera un saco. Mi espalda rebotó con la madera astillada, y estoy casi seguro de que mis costillas crujieron por culpa de ese dichoso impacto. Adiós a mi ingenua alegría. 

— Permíteme que te lo presente — repuso el soldado, con una sonrisa burlona. — Este es Algos, el dios del Dolor.

Me quedé boquiabierto, contemplando a la recién descubierta deidad. El dios, por su parte, sostenía a Lete por la cintura, y la observaba fijamente, con una preocupación creciente. Todo ello mientras se enjugaba gruesos lagrimones con un pañuelo bordado de seda beis.

Su pelo, completamente alborotado, era de un negro profundo, aunque tenía las puntas teñidas de colores vivos y bastante chillones. Había tonos amarillos, naranjas, azules, e incluso rojos. Desde luego, no era así como uno imaginaba a la personificación del sufrimiento.

— Algos, que sepas que aún no he terminado contigo — bramó otra chica, plantándose en el umbral de la habitación con los brazos en jarras.

De aspecto bastante desaliñado, parecía una ejecutiva neoyorquina que acababa de salir de una discoteca tras una noche de juerga. Iba vestida con lo que parecían ser los restos de un traje de raya diplomática, combinados de forma terrible con unas sandalias de piel de leopardo. Su americana estaba hecha pedazos, y la camisa tenía agujeros y manchas por todas partes.

Por lo demás, parecía una joven bastante corriente. Una raya del pintalabios color albaricoque que utilizaba le surcaba la mejilla, llevaba unas gafas con un cristal roto, y el pelo castaño rizado recogido en una coleta poco ortodoxa.

— Y esta es Disnomia, la diosa del Desorden, como bien su aspecto indica — prosiguió el joven, señalándola despectivamente con un pulgar, haciendo que las mejillas de la diosa se tiñeran de rojo.

— ¡Oye! No es mi culpa el estar así. Siendo la personificación del caos, ¿quieres que vista pulcramente? — respondió, clavando su dedo índice en el pecho de aquel al que había besado minutos antes.

El muchacho gruñó a forma de respuesta.

— Y con esto, ¡están los tres grandes fugitivos! — exclamó, con un ligero tono triunfal, mientras señalaba a las tres deidades.

Ahí fue cuando decidí intervenir.

— Espera un minuto... ¿Cómo que fugitivos? — lo interrogué, dando un paso hacia él.

Me respondió con palabras cargadas de desprecio.

— Estos tres dioses menores son los hijos de Eris, la diosa de la Discordia. Se supone que deberían estar encerrados en Camera Silentii... Pero por algún extraño motivo, escaparon un par de días atrás. Encontrarlos era la máxima prioridad, después de... — enmudeció, como si de pronto hubiera recordado algo desagradable.

Dado su silencio, y repentina apariencia taciturna, decidí concentrarme en los dioses. A fin de cuentas, quizá ellos pudieran aportarme algo más de información. Para ser sinceros, me conformaba con que estuvieran más cuerdos que su hermana. 

Pero antes de que pudiera decir nada, Disnomia se me adelantó.

— Te pido perdón, joven mortal, por las acciones de mi hermana Lete. Actualmente no se encuentra en su mejor momento — musitó la diosa, mientras observaba de reojo cómo su hermano le acariciaba el cabello a la diosa del Olvido.

Algo intrigado, quise saber más.

— ¿Qué le pasó? — inquirí.

Disnomia se limitó a encogerse de hombros, y fue su hermano, Algos, quien tomó la palabra.

— Tras la Segunda Rebelión de Eris, y su derrota a la hora de tratar de conquistar el Olimpo y subvertir la jerarquía establecida por Zeus, todos fuimos encarcelados en el Tártaro. Fue un hecho con terribles consecuencias para dioses y mortales... Seguro que has oído hablar de ello.

Negué con la cabeza, algo confuso. Como si de pronto hubiera recordado algo importante, Algos se apresuró en añadir lo siguiente.

— Creo que los humanos la llamabais Segunda Guerra Mundial, o algo por el estilo... ¿Seguro que no te suena? — repuso.

— ¿Podrías continuar con la historia de Lete, por favor? - pedí algo exasperado, intentando digerir cuanto estaba escuchando.

El Dolor asintió, y continuó con su relato.

— Tras la sublevación, el titán Cronos empleó su capacidad de manipulación del tiempo para impedir a madre tener más hijos. Y en cuanto a Lete... — contó, la tristeza impregnando sus palabras hasta el punto que tuvo que detenerse al pronunciar el nombre de su hermana, para enjugarse una nueva tanda de lágrimas.

Me quedé algo aturdido por todas aquellas revelaciones.

Así que, la madre de aquellos dioses había tratado de conquistar el Universo, y encima Zeus los castigaba a ellos. ¡Menuda injusticia! Y mira que permitir que trataran así a sus hijos. 

Esa tal Eris debía ser una completa desvergonzada.

Antes de que Algos pudiera continuar, el soldado lo interrumpió. Al igual que le ocurrió conmigo minutos antes, algo parecía haber cambiado en su interior. Su postura era más erguida, y sus ojos parecían absorber la luz. Tal y como recordaba, el tono de su voz era más grave, y me hizo estremecerme.

— Ahora decidme, ¿quién os liberó? — los interrogó.

A medida que pronunciaba cada palabra, un halo misterioso comenzó a envolverlo. Fue como si la figura del joven se engrandeciera, irradiando poder y autoridad, mientras los dioses se hacían más pequeños e insignificantes. Solo la diosa del Desorden se atrevió a alzar la voz.

— ¿Y por qué piensas que alguien nos ha liberado? Escapamos solos — afirmó, aunque el temblor de su cuerpo delataba que estaba mintiendo.

Y mi extraño salvador se dio cuenta.

— ¡SILENCIO! Decidme la verdad — ordenó, mientras sus pupilas se dilataban.

En ese instante, fue como si se estableciera una conexión entre Disnomia y él. Un choque de miradas bastó para crear una especie de tensión entre ellos, una corriente que parecía sacarle a la fuerza las palabras a la diosa.

Ella se retorció, tratando de contenerse, y el dolor no tardó en llegar. La deidad se sostuvo ambos extremos de la cabeza, y cayó de rodillas, jadeando.

— Dime la verdad, o atente a las consecuencias — dijo el joven.

Su voz se había tornado incluso más grave, casi demoníaca. Sus labios estaban curvados en una sonrisa siniestra, que indicaba que estaba disfrutando de la situación. Menudo psicópata.

Al fin, fue Algos quien habló.

— Fue Prometeo.

***

Nota del autor: Os adjunto dos posibles imágenes del personaje de Algos (generadas empleando Dall-E 3). ¿Cuál os gusta más? ¿Os lo imaginabais así? ¡Muchas gracias por leer!

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