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Capítulo 32: En el abismo

Ager Nihili, Campus Cineris, Planities (Tártaro). 

Malakar:

Lo último que sentí fue vergüenza. ¿Alguna vez os ha pasado, que aquel que se ha hecho cargo de vosotros, aquel que te ha mantenido vivo por siglos, que te dio un propósito tras una existencia miserable, os pida una sola cosa y falléis?

Pues esta era mi situación. 

La misión era fácil: Apresar a una diosa cualquiera, y encerrarla en Axis. Para ello fuimos designados doce paladines, los guerreros de élite del Maestro de Tortura, de mi amo Tártaro. Seres como yo, mitad demonios y mitad humanos, provistos con armaduras y espadas de Tenebrium. Nuestro poder combinado podría rivalizar perfectamente con el de un Olímpico. 

Pero todo había salido mal. Aquella desgraciada no resultó ser una deidad ordinaria. En pocos segundos Nix nos humilló, y pudo exterminar sin ningún problema a todos y cada uno de mis compañeros. Solo yo logré sobrevivir. 

¿Y para qué? Como era lógico, al conocer mi fracaso, mi señor me había retirado mis privilegios, y no solo eso, sino que también había osado arrojarme a sus dominios. A mí, su más leal sirviente. 

Pese a todo, me lo merecía. 

Ese fue el único pensamiento que se me pasó por la cabeza, a medida que la terraza se derrumbaba, y era arrojado a una profunda oscuridad. A diferencia del Infierno, donde cada uno de sus Círculos constituía algo así como un mundo independiente, el Tártaro era una fosa común. 

Una hendidura situada debajo del Meikai, que se profundizaba cada vez más y más, hasta llegar a Axis, su región más profunda, donde los titanes recibían su sueño eterno. Según Hesíodo, un yunque de bronce habría tardado nueve días y nueve noches en llegar al fondo de los dominios del Señor del Averno. No se acercaba ni por asomo. 

El peligro de caer al Tártaro, es que puedes llegar a cualquier parte. Habiendo sido arrojados desde un mismo punto, dos personas pueden caer tanto en Limina Umbrae, como llegar a la Porta Aenea

Dicen que nuestros pecados nos guían hacia nuestra condena... Esperaba que no fuera cierto, o de lo contrario me encontraba en una postura poco deseable. 

Cuando la oscuridad me engulló, todos mis pensamientos se desvanecieron, y empecé caer...

No sé cuánto tiempo pasó, pero lo siguiente que recuerdo es una sensación de creciente incomodidad. Estaba de pie, y a juzgar por la nula capacidad de movimiento con la que contaba, atado.  

Las tinieblas eran cuanto podía ver. Se extendían a mi alrededor, con una inmensidad inimaginable. El cálido roce de la tela me dio entender que mis ojos estaban vendados, y mis labios cubiertos por una mordaza. Una atmósfera pesada y densa me envolvía, haciendo que respirar fuera todo un desafío. El dolor se cebaba con cada una de mis agarrotadas extremidades. 

El sonido de una puerta, seguido de un breve fogonazo de luz, me desconcertó. Había dado por hecho que me encontraría en alguna cámara de tortura, probablemente en Camera Silentii... Por el contrario, aquello no parecía una prisión infernal. 

Y ello quedó demostrado cuando un muchacho me retiró bruscamente la venda que me impedía ver. 

— Parece que al fin despertaste... — dijo él, recorriendo mi cuerpo con la mirada de la cabeza a los pies. Su expresión reflejaba una ansiedad profunda, pánico creciente. No era la primera vez que lo veía.  

Su tez, ligeramente pálida, contrastaba vivamente con su cabello castaño oscuro, negro incluso en algunos puntos, como si se hubiera quemado. Sus ojos, de un vivo color verde, reflejaban una pureza peculiar en estos lares. 

— Tienes que ayudarme — declaró el extraño, con brusquedad. 

Una rápida ojeada me permitió saber que estábamos en una cabaña de madera. Una estancia austera, de apenas cinco pies de longitud y otros tantos de anchura. Sin ventanas, ni otras comodidades que no fueran un techo bajo el que estar, y un montón de paja en un rincón para dormir. Una gruesa viga de madera atravesaba el centro de la construcción. 

Justo donde yo estaba atado. 

Tras retirarme la mordaza de la boca, el joven continuó con su discurso improvisado, mientras paseaba de un lado a otro del habitáculo. 

— Debes decirme cómo salir de este infierno — me pidió, observándome con intensidad. 

Alcé una ceja, mientras mi parte demoníaca luchaba por tomar el control. Quería deshacerse de mi captor, torturarlo, mutilarlo, y arrojarlo a uno de los abismos de Depressio. Me contuve, procurando conservar mi cordura. Necesitaba más información. No podía deshacerme de él. 

Por ahora. 

— ¿Y por qué debería ayudarte? — pregunté, impregnando cada una de mis palabras de soberbia y arrogancia.

El chico se revolvió nerviosamente el pelo, como si intentara darme una respuesta adecuada. Parecía desquiciado, algo que no es extraño en los que recién han muerto. Los peores pecadores, aquellos a los que incluso los castigos del Hades se les quedan cortos, son arrojados al Tártaro, en cuerpo y alma. 

Hacía mucho que no veía a unos de esos mortales blasfemos... Pero lo más raro de todo era su edad. Apenas aparentaba los veinte años, quizá fuera incluso más joven. Así que... ¿Qué había podido hacer para acabar allí?

— Eres uno de ellos — respondió, señalando a los restos de mi coraza. — Tus compañeros tienen exactamente el mismo símbolo grabado sobre el corazón. Una torre en llamas. 

Gruñí a modo de respuesta. 

— Los he visto moverse libremente por aquí. Conocen las entradas y salidas... Así que tú puedes ayudarme — insistió, acercándose a mí, hasta que nuestros rostros quedaron a escasos centímetros. 

Era suficiente. 

Permití que mi demonio interior saliera a la superficie, otorgándome el poder que necesitaba. En pocos segundos, una fuerza repulsiva y helada recorrió mi columna vertebral, mientras la energía palpitaba en mis venas. Un gusto amargo cubrió mi paladar, mientras esa voz retorcida y cruel comenzaba a susurrarme al oído. Mátalo, acaba con él, decía. 

Y fiel a ella, destrocé las débiles ligaduras que me inmovilizaban, y estampé a mi captor contra la pared, cada una de mis manos sobre sus hombros. 

— Yo seré quien haga las preguntas ahora. ¿Entendido? — rugí, apreciando cómo mi voz se había vuelto más grave y oscura. 

El muchacho estaba lívido, su expresión completamente demudada. No llevaba arma alguna, y desde luego si era una amenaza no lo aparentaba. 

— ¿Cómo te llamas? — inquirí. 

El joven tartamudeó ligeramente al responder. 

— M-me llamo Tristán — susurró débilmente. 

Sonreí con crueldad, mientras tomaba su barbilla con mi mano, acercando su rostro al mío hasta que solo unos leves milímetros nos separaron. Dejé que mis ojos se tornaran negros, y procedí a introducirme en la mente de aquel chico. 

Mi intención era seguir el procedimiento habitual: Contemplar el momento de la muerte, y revivir su vida a cámara rápida, rememorando cada uno de sus pecados. 

Sin embargo, sucedió algo que no esperaba. Su memoria... Estaba vacía. No quedaba nada. Por más que la escaneé de arriba a abajo, no logré apreciar ni un solo instante de su vida en la Tierra. Los únicos recuerdos que pude contemplar, fueron los del tal Tristán tambaleándose a medida que salía de una senda polvorienta, para luego seguir caminando hasta encontrar aquella cabaña. 

Y a mí. 

Intrigado, decidí apostar por métodos... Más innovadores. Como el diálogo. Aunque, por supuesto, no iba a confiar ingenuamente en sus palabras. Por ello, me concentré en sus verdes ojos, procurando extraer la verdad de su mente.

— Muy bien Tristán... — comencé, pronunciando su nombre con un deje burlón. — ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué faltas cometiste en tu vida en la Tierra como para caer al Tártaro?

El muchacho, aún aterrado, negó con la cabeza. No hubo resistencia de ningún tipo por su parte. Simplemente dejó que la sinceridad empapara cada una de sus palabras 

— N-no lo sé... No me acuerdo de nada. 

Tal y como suponía. Al menos era un alivio saber que no era Hades camuflado, ocultando sus recuerdos con su poder divino.  Solo era un alma mortal errante.

Desde que el olímpico había logrado huir de Aula Mortis, la inquietud y paranoia habían calado en todos los paladines, e incluso en el Maestro de Tortura. Y es que, tener al dios del Inframundo vagando a sus anchas por el Tártaro constituía un riesgo inimaginable. ¿Y si encontraba el camino de vuelta a sus dominios? Supondría el final de nuestra cruzada para acabar con la humanidad.

Dejando de lado el tema de Hades, debo admitir que seguía sintiendo curiosidad. El protocolo exigía que ejecutara allí mismo a aquel mortal, que lo hiriera hasta el punto de dejarlo en agonía, y lo abandonara en esa cabaña perdida. No obstante, había algo en él... ¿Cómo decirlo? Que me llamaba la atención. 

— ¿Qué es lo último que recuerdas? — susurré a su oído, mientras le mordía ligeramente la mejilla. 

El sabor de su sangre era delicioso. 

— Y-yo estaba confuso... Cruzaba una especie de mar de ceniza. Afilé una piedra y me la clavé en el antebrazo, tatuándome mi nombre. Lo siguiente que recuerdo es despertar al otro lado de un camino abandonado — gimoteó. 

¡Maldita sea! Ahora todo cobraba sentido... El muy incauto había atravesado el Mare Cinereum, pero había caído en las garras de Iter Oblivionis. La senda maldita de la tercera región de esta condenada fosa, Planities. Quien cayera en ella, estaba condenado a vagar sin rumbo, desorientado, conforme su memoria se iba desvaneciendo poco a poco, sin dejar rastro alguno. 

— ¿Podrías describirme dónde estamos ahora? — continué, tratando de recobrar el control y la compostura nuevamente. Mi parte demoníaca se retorció, intentando dominar mis extremidades y cuerpo. Sin miramientos, la empujé al fondo de mi mente, silenciándola por ahora. 

Me aparté de Tristán, y lo arrojé al suelo con una mano, permitiéndole respirar. Él se levantó con rapidez, y retrocedió hasta el extremo contrario de la cabaña. 

— Es un páramo sin fin. Como un desierto. La tierra está muerta, no hay plantas, comida o agua... La línea del horizonte está desdibujada, como si este lugar no acabara nunca — sollozó. 

Suspiré de alivio. 

Estábamos en Ager Nihili, el Campo del Vacío. Pese a tratarse de uno de los lugares más inhóspitos del Tártaro, paradójicamente era uno de los más seguros. No había enemigos, ni tampoco penalidades grandiosas... Salvo la locura, la sed, y el hambre. 

Pero ello también quería decir que este chico era bastante idiota. Había cruzado la primera zona de Planities, el Campus Cineris, y llegado a Via Perdita. Todo para luego volver sobre sus pasos tras haber perdido la memoria. Menudo desperdicio de tiempo. 

— ¿Qué vas a hacer conmigo? — me interrogó el joven en cuestión, que había logrado ponerse en pie. 

Tras reflexionar brevemente, decidí responderle con otra pregunta. 

— ¿Qué puedes hacer por mí? ¿Qué me ofreces?

Tristán se humedeció los labios, revolviéndose el pelo nuevamente. Debía ser una manía que tenía. 

— Yo... Puedo hacerte compañía — sugirió, intentando sonreír. 

Mi risa resonó con fuerza en las paredes de la cabaña, a medida que comenzaba a despojarme de las escasas piezas de armadura que me quedaban. En ese estado, no eran más que basura, trozos de metal inservibles que suscitaban el odio e interés de cuantos me veían. 

No me importó que aquel joven me viera casi semidesnudo, cubierto únicamente por la fina camiseta de negra tela, para colmo rasgada, situada bajo mi armadura, y mis medias, cinturón y botas. 

Le dejaría el resto como recuerdo. 

No obstante, cuando volví a mirarlo, me di cuenta de que me estaba observando. Seguía cada uno de mis movimientos con sus ojos, con cierto deseo, y cuando se percató de que lo había descubierto, volvió la cabeza, las mejillas ligeramente sonrojadas. Ante semejante falta de respeto, sentí como la ira se apoderaba de mí. 

— ¿Se puede saber qué haces? — le pregunté fríamente, mientras lo arrinconaba contra la pared más cercana. 

El rubor del chico dio paso al terror en su mirada. 

— Yo solo... 

— ¿Tú solo qué? 

Ahora estábamos tan cerca que prácticamente nos estábamos rozando. Ese condenado no tenía escapatoria. 

— Dame una buena razón para no matarte ahora — lo amenacé, dispuesto a derramar su sangre en cualquier momento. 

A modo de respuesta, él me besó. 

Fue rápido pero apasionado. Sus labios se estrellaron contra los míos a gran velocidad, mientras sus manos se enredaban en mi pelo, atrayéndome hacia él. 

Habría esperado muchas cosas, pero nunca algo semejante. Sentí cómo un calor que creía olvidado recorría mi cuerpo entero. Era el fuego de la pasión, del deseo. Hacía siglos que no besaba a nadie... Había olvidado lo que se sentía. Casi por inercia, correspondí a Tristán, dejándome llevar por aquel beso salvaje.  

— También sé hacer esto — jadeó él, sobre mis labios. 

Mi mente ahora solo estaba llena de un pensamiento: Quería seguir, profundizar con aquel beso, ir más allá. Sentía la lujuria latir en mi interior, en la presión en mi entrepierna. Sus labios aún seguían sobre los míos... Pero me forcé a controlarme.

Todo aquello no era más que un recordatorio de mi vida mortal. Había renunciado a todos los placeres terrenales al decidir ponerme al servicio de mi señor Tártaro. Llevaba demasiado tiempo cumpliendo mis votos, y no los infligiría ahora. Además, ese chico solo me estaba manipulando para distraerme. 

Para sobrevivir. 

Esa idea me hizo regresar a mi habitual odio. A esa oscuridad que me había mantenido vivo por cientos de años en aquel infierno, como el lacayo de un dios que nos despreciaba a todos. Contemplando almas sometidas a la condena eterna, atrapadas en un estado de total desesperación y angustia. 

Sin vacilar, rompí el contacto entre ambos, y sostuve las muñecas de Tristán con mi mano derecha. Con la izquierda hice que se diera la vuelta, dislocándole el hombro en el proceso. El joven, sin entender nada, emitió un quejido de dolor, quedando de espaldas a mí. Ciego de ira, estampé su cabeza contra la pared con un fuerte golpe. 

— Acabas de firmar tu sentencia de muerte — siseé, preparándome para darle el golpe de gracia. Alcé mi mano, lista para hundirla en la base de su cráneo...

Y entonces una voz femenina acabó con nuestro momento. 

— Perdonad que interrumpa... Lo que sea que estéis haciendo — declaró la chica. 

Al volverme hacia ella, pude ver que era joven, de apenas unos quince años. Su melena blanca le llegaba hasta la cintura, trazando finas ondas plateadas que le daban un aspecto etéreo. Dicha impresión solo se veía reforzada por su vestido, también blanco, sus pendientes de perlas y sus ojos almendrados. Iba descalza, y estaba completamente empapada, como si acabara de salir de un río. 

— ¿Y tú quién eres? — pregunté, pretendiendo sonar amenazador. 

La mujer sonrió, de forma distraída. Su mirada estaba completamente perdida. 

— Mi nombre es Lete. Soy la diosa del Olvido — me aseguró, con una sonrisa bobalicona. — ¿A qué había venido aquí...? ¡Ah sí! Tenéis que ayudarme. 

Me llevé las manos a la cabeza, en un gesto de pura irritación, liberando a aquel promiscuo y seductor mortal, que se situó detrás de la diosa, como si esta fuera un escudo. ¿Por qué todo el mundo necesitaba de mi colaboración justo hoy?

— ¿En qué puedo serte de ayuda? — dije, con fingida serenidad que rayaba la ira. 

La diosa me miró directamente a los ojos, como si hubiera tenido un destello de lucidez. 

— Mis hermanos están tratando de asesinarse. 

***

Nota del autor: Os adjunto tres posibles imágenes del personaje de Malakar. Como siempre, os animo a dejarme en comentarios cuál os ha gustado más. ¿Os lo imaginabais así? ¡Muchas gracias por leer y vuestro apoyo!

PD: En la galería del capítulo os adjunto una ilustración del Ager Nihili. 

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