Capítulo 31: El nacimiento de una amistad
19:43 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Eris:
Observé al joven situado enfrente de mí. Su cabello rubio estaba alborotado, y sus ojos verdes tenían un brillo desquiciado. La nueva cicatriz que surcaba su rostro contrastaba vivamente con la expresión de terror que lucía.
Mudo de espanto, Félix contempló la Manzana Dorada que resplandecía con fuerza desde mi mano derecha.
— T-todo ha sido... ¿una ilusión? — quiso saber él, con un hilo de voz.
— Una de las mejores que he creado.
Antes de que pudiera decir nada más, me adelanté. Con bastante esfuerzo, a decir verdad, logré construir una sonrisa que esperaba que pareciera sincera, mientras la satisfacción se asentaba dentro de mí.
— Todo esto no era más que una prueba Félix. Quería ver hasta dónde estabas dispuesto a llegar, hasta qué punto alcanzaba tu poder... — revelé, conectando su mirada con la mía.
Esa había sido mi intención desde el principio. Y aunque debía admitir que me había decepcionado al no haber sido capaz de vencer a David, su posterior contraataque me motivó a darle una segunda oportunidad.
Y, ¿qué mejor oponente al que enfrentar, que yo misma?
El joven negó con la cabeza, cayendo de rodillas, como si las fuerzas lo hubieran abandonado por fin. No era de extrañar. A fin de cuentas, si bien es cierto que toda nuestra lucha había sido una mera fantasía, los golpes que él había recibido eran de lo más reales.
Fracasé en mi intento de reprimir un escalofrío, cuando la realidad se asentó en mi pecho. En aquella ilusión, mi poder era igual al que ahora poseía. Así que, si de verdad hubiéramos peleado... Félix me habría matado.
— Lo de Carlos... ¿era verdad? — susurró dolorosamente Durand, interrumpiendo mis pensamientos.
Me limité a asentir, distraída. Lo cierto es que tergiversar las emociones de jóvenes hormonales de instituto no era más que un juego de niños para mí, por lo que no le di demasiada importancia.
No esperaba lo que sucedió justo después.
Empleando las que probablemente fueran sus últimas fuerzas, Félix se abalanzó sobre mí de nuevo. Esta vez, logró derribarme, y ambos caímos al suelo mientras forcejeábamos.
— ¡Desgraciada! — exclamó él, intentando quitarme mi fruta sagrada.
Sin embargo, estaba demasiado débil. A decir verdad, yo tampoco estaba como para tirar cohetes. Pese a todo, mi fuerza lo superaba. Sin el menor esfuerzo, logré ponerme en pie, y me sacudí a Durand de encima como si fuera un peso muerto.
El chico aterrizó a un par de metros, desplomándose contra el frío hormigón, incapaz de realizar un solo movimiento más. Solo entonces, me digné a pronunciar mis primeras declaraciones.
— En parte sí. Lo cierto es que lo manipulé un poquito... — confirmé. De inmediato, al sentir la mirada de odio de Félix clavada en mí, agregué — Pero él ya sentía algo por ti, solo que no terminaba de decidirse. Podría decirse que solo le di un pequeño empujón en la dirección correcta.
Mi asesino, ahora visiblemente más relajado, se dejó caer sin resistencia sobre la plancha de hormigón, como si se hubiera quitado un peso de encima. Y cuando pensaba que el drama de instituto había acabado, una nueva pregunta por su parte volvió a arrastrarme a aquella incómoda situación.
Aquí quiero hacer un pequeño pero significativo inciso: El momento no me resultaba tenso por el hecho de revelar que había manipulado los sentimientos de un adolescente. Como os he dicho, eso ya se había convertido en una rutina para mí.
No, lo que verdaderamente me molestaba era que sentía algo... Una especie de pena, e incluso compasión hacia Félix. Al observar sus ojos verdes, tan desamparados y solitarios, casi como que me entraban ganas de darle un abrazo y pedirle disculpas.
Repulsivo, ¿a que sí?
— Pero... ¿yo realmente le daba asco? — inquirió él, entre sollozos y lloriqueos varios.
Con un resoplido, me pasé las manos por la cara, tratando de aclarar mis pensamientos. ¿Es que vivíamos en una maldita telenovela? ¿A qué venía tanto escándalo? Al final el amor no es más que una ilusión temporal, un dichoso trance motivado por el deseo y la lujuria.
¿Y qué pasa con Fobétor?, susurró una pequeña y molesta voz dentro de mi cabeza.
Exasperada, me propuse enderezar esta situación cuanto antes. Definitivamente esto no era propio de mí. Yo era la diosa de la Discordia, la encarnación de los conflictos y la sed de sangre humana, del lado caótico, sádico, y siniestro que alberga el corazón mortal. ¡No me pagaban por consolar a adolescentes con mal de amores! (aunque se lo hubiera provocado yo).
Debía resolver este problema al más puro estilo de la Discordia.
Sin perder un segundo más, me acerqué a la llorosa figura de Félix... Y le propiné una fuerte bofetada que lo mandó de morros contra el suelo.
— ¡Serénate de una vez! — exclamé. — Por supuesto que no le dabas asco... De hecho, era a mí a la que le entraban ganas de vomitar al ver vuestro idílico romance de serie tonta de adolescentes — contesté, logrando hacer sonreír a Durand por un segundo.
Sé que es extraño, pero ese pequeño gesto logró ponerme de mejor humor. Como si su alegría fuera también mía. Sentía algo fuera de lo común, una especie de presión esperanzadora en mi pecho. Un gozo que creía olvidado.
La amistad.
Y supe que el sentimiento era recíproco cuando Félix, sin pensárselo dos veces, tiró de mi pierna derecha, haciéndome perder el equilibrio y caer al suelo abruptamente. En ese instante debí hacerme la ofendida, soltar un comentario irónico e hiriente, y salir de allí antes de acabar abriéndome lo suficiente con él como para que pudiera hacerme daño.
La cuestión es que no quería hacerlo.
Por el contrario, empecé a reírme. Y por primera vez en mucho tiempo, no fue una carcajada forzada o cruel. No... Esa risa brotaba de mi corazón, basada genuinamente en pura alegría.
En pocos segundos, el joven tendido a mi lado quedó contagiado por mi buen humor, y ambos nos reímos juntos durante unos minutos que se me antojaron interminables. Y no en el mal sentido, como con Eurídice.
Finalmente, ocurrió algo que jamás habría esperado.
— ¿Amigos? — me preguntó Durand, tendiéndome la mano.
Indudablemente, aquel era el broche final de aquella alocada tarde. Me preparé mentalmente para rechazar su oferta con una palmada, ponerme en pie de un salto, y dejarlo allí plantado mientras me iba a pasar la noche con aquel que lo había intentado matar.
Para mi sorpresa, lo que verdaderamente hice fue apretar su mano con fuerza, mientras aquel cosquilleo en mi estómago se intensificaba.
— Amigos — afirmé.
***
20:52 P.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Félix:
Me estremecí de frío, mientras caminaba al pie de la carretera que debía llevarme hasta mi casa. La luz tenue de las farolas apenas alumbraba la calzada, que se presentaba ante mí llena de sombras. Listas para devorarme.
Después de un rato riéndome con Eris, me había despedido de ella. La diosa, coqueta y risueña, había tomado el brazo de David, y ambos se habían marchado calle abajo, rumbo a un restaurante cercano.
Total, que acabé perdiendo el último autobús que conducía al barrio residencial en que vivía. Cuando había preguntado al respecto, Clotilde solo me contó que había sido cancelado. Sin más explicaciones, ni excusa o disculpa de ningún tipo. ¿No se suponía que organizar el transporte seguro del alumnado era (citando a la directora) "la prioridad del centro"?
Pues no lo parecía.
Suspiré, resignado, mientras me frotaba los brazos desnudos tratando de entrar en calor. Aunque Eris había sanado mis heridas tras nuestro enfrentamiento, un ligero dolor todavía me acompañaba. A mi alrededor el silencio era casi absoluto, roto únicamente por el traqueteo de los coches, y el sonido de las piezas de maquinaria entrechocando entre sí.
Me encontraba en el distrito financiero, situado a las afueras del pueblo. Era un lugar con escasas viviendas, prácticamente deshabitado. Solo estaba repleto de inmensas naves industriales, llenas de mercancías, contenedores, o sustancias estupefacientes (el tema de las bandas callejeras se estaba complicando más de lo que recordaba).
Paseando, me vinieron a la memoria todas esas noticias que había ido leyendo a lo largo del año, sobre jovencitos ingenuos e indefensos que caminaban solos en la oscuridad de la noche. Y eran víctimas de atracos, e incluso asesinados por las mafias locales.
Eso a mí no podía pasarme... ¿O sí?
Los faros de un deportivo negro semioculto en un callejón, se encendieron de golpe, cegándome al instante. Me cubrí los ojos con la mano, mientras tres siluetas descendían del coche a una velocidad vertiginosa.
Antes de poder hacer nada, uno de los hombres arremetió contra mí blandiendo una barra de metal. Esquivé su primer golpe, y capturé su arma con las manos en su segundo intento. La sostuve con fuerza, tratando de arrebatársela.
El segundo de los matones se lanzó hacia mí desde el costado, aprovechando que estaba distraído. Pero yo ya me había cansado de tanta tontería.
Seamos sinceros. Llevaba todo el maldito día preocupado por Cronos. Luego, por Carlos. Después, Eris me hacía pelear en un combate ilegal contra el chico que se había dedicado a acosarme y darme palizas. Por último, la diosa trataba de eliminarme pero ¡sorpresa! Todo había sido una ilusión y nos hacíamos amigos.
Ahora, ¿tanto pedía? Solo quería ir a mi casa, ducharme, y dormir como una persona normal. ¡Solo me faltaba tener a una maldita banda detrás mía!
Casi por instinto, visualicé el alma de mi oponente, que se materializó en forma de una corona de hierro y perlas negras, colocada majestuosamente sobre su cabeza. Era de lo más bonita... Hasta que la destruí.
Solo con mirarla un par de segundos, la tiara se tornó por completo en piedra, y se partió por la mitad, deshaciéndose en una nube de cenizas mientras caía al suelo. El matón quedó inmóvil, como si hubiera sido alcanzado por un rayo invisible. De sus labios brotó un hilillo de sangre, antes de desplomarse.
La realidad de lo que acababa de hacer se abrió paso en mi interior. Había matado (teóricamente seguía vivo, pero sin alma vaya) a alguien. Lo había asesinado a sangre fría. ¡Había destruido su maldita esencia vital!
El miedo y los remordimientos se apoderaron de mí, mientras continuaba mi forcejeo con el primero de los hombres, que aún no se había percatado de la muerte de su compañero. Entonces, gracias a unos oportunos destellos de luz lunar, pude distinguir que había alguien más, sentado en el asiento del conductor del deportivo.
Una mujer a la que conocía demasiado bien.
Y eso fue lo último que pude ver, ya que la tercera silueta, que había sabido escabullirse sin ser vista, me colocó un saco en la cabeza. Y por si eso fuera poco, me atacó con una pistola eléctrica, dejándome paralizado e inerte.
Para colmo, este momento fue hábilmente aprovechado por mi primer atacante, que supo sacarle las chispas a la dichosa barra de hierro que había traído consigo. Un golpe, y luego otro, y otro... Hasta que perdí la noción de la realidad.
Ciego, tendido sobre el suelo, y rodeado de enemigos, la única imagen que me vino a la cabeza fue la de Cronos. Solo y tirado en mi maldita cama, seguramente pensando que lo había abandonado por irme a pasar la tarde con Carlos. Si él supiera...
— Bueno, bueno, bueno... — exclamó la mujer, saliendo del coche. — ¿A quién tenemos aquí? ¡Pero si es el señorito Durand en persona!
Era Eurídice.
— Mucho me temo que vas a tener que disculpar nuestros modales... Normalmente no nos gusta proceder así, pero esta vez no he tenido más remedio — continuó, con pena fingida.
La voz del que creo que era mi tercer atacante interrumpió el discurso improvisado de aquella víbora.
— Señora... ¡Creo que Adam está muerto! — exclamó.
No me hacía falta ver para saber que le estaban tomando el pulso en ese preciso momento. A modo de respuesta, la directora solo gruñó, irritada.
— ¡Maldita sea! No es preocupéis, también meteremos su cadáver en el maletero y listo — dijo, mientras amartillaba una pistola.
Y la ponía justo sobre mi frente.
— Antes de matarte, me gustaría que supieras el motivo de esta... ejecución improvisada — me susurró, con el mismo falso tono dulce que había empleado durante la ceremonia de graduación. — Tu estimado abuelo, el señor Durand, nos ha pagado una gran suma a cambio de deshacernos de ti hoy mismo. Sin demora.
La revelación me sentó como un jarro de agua fría. Primitivo... ¿había contratado al personal del instituto como sicarios? ¿Qué demonios había hecho yo para merecer esto? ¡Era injusto!
Había sobrevivido al apocalipsis, al dios de las Pesadillas y sus malévolas creaciones, y a un dichoso duelo a muerte. Y ahora ¿iba a morir así?
Todo por culpa de un hombre que me odiaba. Que siempre me había aborrecido, por el mero hecho de haber nacido. Mi vida, había supuesto la muerte de su adorada hija, y jamás había podido superarlo. Me culpaba a mí, pero ¿acaso había elegido yo nacer?
Y ahora esto. Su desprecio era tal que ni siquiera se dignaba a mancharse las manos él mismo. Contrataba a una panda de sicarios aficionados.
— ¡Pero no te preocupes! — vociferó la directora, arrancando el saco que cubría mi cabeza, poniéndome de rodillas e introduciendo la punta del arma en mi boca. — Con el dinero de tu muerte construiremos una maravillosa pista de atletismo nueva... Y yo puede que haga esa reforma en la cocina que siempre quise. ¡Todos ganamos!
La rabia que me inundó fue demasiado grande. Yo no iba a morir así. Volvería a ver Carlos, me reencontraría con mi nueva "amiga" Eris, e iba a besar a Cronos. Aunque solo fuera una maldita vez.
Porque de verdad me gustaba.
Sin siquiera comprender la magnitud de lo que estaba a punto de hacer, amplifiqué el odio que sentía, y lo dejé fluir hacia el exterior. Las almas de mis tres enemigos se materializaron en torno a mí, formando un triángulo de luz. Y en solo un segundo, lo hice.
Liberé una onda de muerte y devastación, todo el dolor que llevaba cargando desde el incendio, desde que Primitivo me condujo a aquel maldito sótano por primera vez. Al mero contacto con mi poder, las esencias de mis atacantes se desintegraron, y sus cuerpos volaron por los aires, como marionetas rotas. Se estamparon contra las paredes más cercanas, e incluso uno de ellos atravesó una ventana.
Solo Eurídice logró quedar en pie, completamente congelada. A diferencia del resto, su alma no estaba destruida, aunque sí irreparablemente dañada. Se había convertido en su mayoría en piedra, e incluso ciertas partes se habían desprendido.
Con dificultad, me puse en pie, continuando con mi camino. Quería dejar atrás todo aquel embrollo. Olvidarme de todo y dormirme, rogando porque todo hubiera sido una pesadilla.
Pero el destino tenía otros planes.
El sonido de un disparo resonó en la entrada de aquel callejón, y segundos después una bala se incrustó en mi pierna izquierda, arrancándome un grito de dolor. Caí al suelo nuevamente, y el segundo balazo me acertó en el hombro. Me volví, casi sin poder creer lo que veía.
La directora, con un brillo asesino en sus ojos, recargaba la pistola, bala tras bala, apuntando directamente hacia mi cabeza.
Haciendo acopio de las fuerzas que me quedaban, cojeé hacia el deportivo negro, que recibió los siguientes dos disparos por mí. Sin resuello, entré al callejón que el coche había estado ocultando. Era un lugar estrecho y sucio. La basura lo ocupaba todo, y la única luz procedía de un fuego que brillaba dentro de un tonel.
— ¿Dónde estás Durand? — exclamó Eurídice, sus pasos irregulares dirigiéndose a la entrada del callejón. Arrastraba las palabras ligeramente al hablar, como si estuviera borracha.
Procurando calmar mi respiración, me pegué a la pared, tratando de ocultarme entre las sombras. Mi corazón estaba desbocado, y temí que ella me descubriera solo por el volumen de mis latidos. Su silueta se asomó a la entrada de la calleja, paseando la pistola de un lado a otro, como si no pudiera ver.
Disparó una, dos, y hasta tres veces.
Pero las balas no me rozaron siquiera, sino que rebotaron contra las paredes y cayeron al sucio suelo. Eurídice ni siquiera se había molestado en apuntar. ¿Qué le pasaba?
Al agudizar mi vista, pude ver que se tambaleaba peligrosamente, incapaz de mantener el equilibrio. Una ligera y burbujeante espuma blanca brotaba de sus labios. Pero lo peor llegó cuando pude ver sus ojos.
Estaban completamente negros, como... si se hubieran convertido en piedra.
— ¡Te encontraré, estés donde estés! ¡Y te mataré! — gritó, por última vez, antes de caer inconsciente.
Pasados un par de minutos, al comprobar que no se movía, suspiré aliviado antes de correr hacia donde se encontraba. Sin titubear, le quité la pistola de la mano, y la arrojé al fuego. Ya no volvería a hacer más daño. Paseé la mirada por el sombrío panorama. Los tres hombres estaban inconscientes, y Eurídice ya no suponía una amenaza.
Ahora estaba a salvo. Todo había terminado.
— ¿Félix Durand? — bramó una voz masculina, situada detrás mía.
Me volví por inercia, solo para ser recibido por una brutal puñalada en el estómago. Mi atacante, un hombre encapuchado y vestido de negro de la cabeza a los pies, se mantuvo inexpresivo mientras hundía su cuchillo una y otra vez en mi vientre.
Lo único que pude ver de él, fue que sus ojos centelleaban con un fuerte resplandor violeta.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro