Capítulo 30: El alma de la Discordia
19:13 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Félix:
Imágenes vagas e inconexas atravesaron mi mente. Fui consciente, en la lejanía, de cómo arremetía contra David, y lo atacaba sin piedad. Sin embargo, esa percepción se desvaneció en cuestión de segundos. Como si hubiera perdido el control de mi propio cuerpo.
Un gran fuego me rodeaba, y el olor a azufre y humo me daba náuseas. Las llamas lamían mi piel, sin llegar a lastimarla. Era como si ambas se entrelazaran, formando un único ser.
Entonces, las flamas se tornaron azules, y aquel color dio paso al frío. Una corriente heladora que me calaba hasta los huesos. La sensación era indescriptible. El viento soplaba sobre mi cabeza, mientras el resto de mi cuerpo parecía estar hundido en hielo. Era asfixiante, como si hubiera perdido toda mi libertad.
Grité y grité, pero nadie me oía. A mi alrededor flotaban miles de gritos y súplicas, todos ellos sin repuesta alguna. Estaba clavado a una especie de estacada de madera, hundida por completo en una gélida tundra. No podía respirar. Tampoco podía morir.
Y cuando creía que este tormento duraría para siempre, que quedaría atrapado en ese extraño limbo eternamente, fue como si saliera a flote. Me dio la impresión de estar naciendo nuevamente, de ver la luz por primera vez.
Al abrir los ojos, comprendí que todo había sido una pesadilla.
Eris me observaba, inquieta, sentada sobre una silla plegable a unos metros de mí. Al levantar la cabeza, tardé unos segundos en percatarme de que seguíamos en el gimnasio del instituto. Tanto el escenario como la mesa de apuestas se habían desvanecido, y el lugar estaba impoluto.
Nadie habría dicho que, horas antes, una gran muchedumbre compuesta en su mayoría por jubilados, clamaba por presenciar el derramamiento de mi propia sangre.
Me incorporé dolorosamente, sintiendo los efectos de cada uno de los golpes que Fobétor me había propinado el día anterior, junto con los cortes que David me había hecho. No obstante, la sorpresa se abrió paso en mi interior cuando comprobé que mis heridas habían dejado de sangrar.
— Te he curado — soltó la diosa, mientras me escrutaba con la mirada.
Abrí la boca, sin saber muy bien qué decir.
— Tú... ¿me has ayudado? — pregunté, casi sin poder creerlo.
Ella se cruzó de brazos, ofendida.
— ¡Por supuesto que sí! Y te recuerdo que es la tercera vez que te salvo el pellejo hoy...
Me puse en pie, y me planté frente por frente a la diosa. ¿Cómo podía ser tan descarada? Era cierto que me había salvado, pero de las situaciones en las que ella misma me había puesto.
— Eris, ¿tengo que recordarte que si estoy así, es por culpa de tu negocio de las peleas ilegales? — repliqué, lleno de ira.
La deidad se encogió de hombros, mientras extendía la Manzana Dorada hacia mí. Al instante, la superficie de la fruta onduló con suavidad, hasta convertirse en un espejo.
— Cierto... Pero, mirando el lado positivo, ¡ahora tienes una cicatriz de lo más sexi! — bromeó, con picardía. — Estoy seguro de que, en cuanto Cronos te vea, se derretirá y acabará en tus brazos. A fin de cuentas, ya te está esperando en tu cama...
Aparté la mirada, incómodo, mientras palpaba aquella línea pálida que parecía dividir mi rostro. Se iniciaba en el centro de mi frente, y descendía abruptamente hasta alcanzar la altura de mi ojo derecho. Un escalofrío me recorrió, al ser consciente de que si en ese momento no me hubiera resistido, David ahora tendría mis globos oculares flotando en un tarro lleno de vinagre.
— ¿Qué has hecho con ese loco sediento de sangre? — musité, lleno de rabia.
El rostro muerto de Javier Mendoza aún parecía seguir observándome.
— ¿Te refieres a David? Me está esperando en la puerta del instituto. En cuanto termine contigo, saldremos a cenar, y seguramente después pase la noche con él — comentó Eris, despreocupada.
Me quedé boquiabierto de puro asombro. Apreté mis puños hasta dejarme las marcas de las uñas en las palmas.
— ¿¡Ha matado a inocentes, y tú quieres acostarte con él!? — exclamé, perdiendo el control.
La diosa intentó excusarse, pero yo ya me había hartado.
De sus jueguecitos, de sus amantes. De todo. Ahora me arrepentía profundamente de no haberme librado de ella cuando pude, cuando la vi sola e inconsciente frente a ese portal. Los sucesos de la tarde me habían hecho darme cuenta de la verdad. Se suponía que Eris había viajado en el tiempo con nosotros para impedir el apocalipsis.
Y sin embargo, lo único que había hecho era empeorarlo todo. Había convertido nuestro instituto en su patio de juegos, corrompiendo a mis compañeros y causando la muerte de demasiados inocentes. La realidad era que, si aquella deidad continuaba así, ya no quedaría un mundo que salvar. Era otra villana más de esta historia, y como tal, debí haberme deshecho de ella. Pero aún estaba a tiempo.
Por Torres, por Javier, por toda aquella pobre gente que era influenciada por Eris sin ni siquiera saberlo. En su nombre, acabaría con esto.
Mataría a una diosa.
Sin más dudas, extendí mis brazos hacia ella. Eris retrocedió de golpe, llevándose las manos a la garganta, como si le costara respirar. La Manzana Dorada rodó por el suelo, inútil, mientras su dueña caía de rodillas.
— F-félix, ¿qué haces? Detente por favor — me suplicó, mientras empalidecía.
Su alma apareció tras de ella, proyectada desde su fruta sagrada, formando la imagen de una cobra alada enroscada en torno a su anatomía. La serpiente era negra, con escamas de color ámbar y carmesí, intercaladas en un patrón caótico.
La piel del animal cambiaba constantemente, mientras diversas tonalidades oscuras se entremezclaban entre sí, como nubes de tormenta. Pequeños recuerdos se agitaban en la superficie de su alma divina, tratando de absorberme, de llenar mi mente.
Pero yo no lo permití.
Con un grito de guerra, liberé aquel nuevo poder que despertó en mí tras derrotar a Primitivo. Al instante, la esencia de la diosa comenzó a convertirse en piedra, mientras ella caía a gatas y luchaba por respirar. La rabia siguió palpitando en mis venas, a medida que, segundo a segundo, la figura serpentina quedaba irreparablemente dañada.
A este paso, no solo vencería a Eris, sino que eliminaría por completo su espíritu. Ignoraba qué es lo que sucedería con ella exactamente si se quedaba sin alma, pero lo que estaba claro era que no saldría bien parada.
Los remordimientos me asaltaron por un instante.
Sin embargo, me forcé a eliminarlos de inmediato. Cuando había escapado de las garras de la Pesadilla de Fobétor, había jurado que caminaría hacia un mundo lleno de luz, lejos del peso de la culpa. Y no estaba dispuesto a romper mi promesa por una diosa cuya existencia no merecía la pena. Iba a crear un mundo mejor, y eliminar a la personificación de la Discordia, la causante e instigadora de numerosos conflictos y masacres, era una excelente forma de comenzar.
No obstante, cometí un pequeño error: Supuse que Eris se quedaría quietecita mientras yo intentaba asesinarla. Y eso era pedir demasiado.
Con un grito ahogado de dolor, la diosa se puso en pie, e invocó a la Manzana Dorada, que voló a su mano. Ella la blandió contra mí, liberando una oleada de luz dorada en mi dirección. Me planté en el suelo, negándome a retroceder ni siquiera un paso, y soporté su divina embestida. El resplandor solo logró hacerme recular unos escasos dos centímetros.
Con mis manos en alto, notaba como el poder cosquilleaba en las yemas de mis dedos. Me sentía invencible. Por su parte, el alma de la diosa seguía convirtiéndose en piedra, y esta estaba cada vez más débil. A este paso, no podría hacerme frente.
Pero ella aún tenía otro as en la manga.
Viendo que su ofensiva no había dado resultado, al parecer decidió ejecutar un contraataque más serio. Sin perder un segundo, proyectó el resplandor de la fruta sobre su figura, desvaneciéndose en una explosión de ascuas doradas...
Y reapareciendo justo detrás mía.
Antes de que pudiera reaccionar, una fuerte corriente de energía brotó de la Manzana y me lanzó contra el suelo de hormigón. Y lo que es peor: El poder del flujo fue tal que me hizo hundirme en la tierra mientras seguía arrastrándome, alejándome de ella.
El rozamiento contra la dura superficie hizo jirones mi camiseta, y llenó mi espalda de toda clase de heridas, hasta que acabé por estrellarme con la pared más cercana. El dolor lo llenaba todo, como si un centenar de agujas se estuvieran clavando por todo mi ser.
Abrí los ojos a duras penas, y pude contemplar a una enfurecida Eris sosteniendo su artefacto divino en alto.
— Has firmado tu sentencia de muerte Durand — siseó ella, mientras la Manzana comenzaba a emitir un resplandor cegador, como si fuera un sol en miniatura.
Enseguida comprendí lo que pretendía: Sellar mi alma, y condenarme a una eternidad de sufrimiento reviviendo mis peores recuerdos. No en vano ya había intentado hacerlo una vez. La diferencia es que Cronos no vendría ahora a salvarme.
Estaba solo.
— Si te postras ante mí, y me suplicas clemencia, quizá acceda a perdonarte — propuso la diosa de la Discordia, con una sonrisa juguetona.
El odio creció en mi interior, a medida que rememoraba la muerte de Torres. Había sucedido exactamente igual. No había podido detener a la diosa en aquella ocasión, y por mi culpa ese buen hombre había sido una víctima más de la deidad.
En aquel entonces había sido inútil. Había dejado que el miedo pudiera conmigo, y me había convertido en un mero espectador de la ejecución. Pero esto había llegado demasiado lejos. Le pondría fin a Eris, aquí y ahora.
Sin importar lo que me costase.
— Antes preferiría revivir el apocalipsis — respondí, lleno de rencor.
Para mi asombro, la diosa se limitó a sonreír. Y no era una sonrisa de suficiencia, ni tampoco una que denotara maquiavelismo. Al contrario, parecía... sincera y afectuosa.
— Buena respuesta — susurró llena de orgullo, de forma casi inaudible para mí.
Sin perder el tiempo, ella alzó la Manzana Dorada, y su brillo lo cubrió todo, justo como ocurrió la otra vez. Aquel resplandor dorado se propagó en todas direcciones, haciendo que incluso mi propio cuerpo se desvaneciera, liberando mi alma y atrayéndola hacia sí.
Pese a que traté de resistir, mis esfuerzos no dieron resultado. No era capaz de recobrar mi forma física, ni tampoco de impedir que el poder de la fruta sagrada drenara mi alma.
La voz de Eris llenó el aire, impregnada de burla.
— Tus declaraciones han sido contundentes, pero tu fuerza es patética Durand — proclamó, entre carcajadas que sonaban huecas. — ¿Crees poder vencerme a mí, la diosa de la Discordia? Eres más tonto de lo que creía.
Mi moral empezó a verse afectada por sus palabras, a medida que mi resistencia probaba ser inútil. A fin de cuentas, solo era un humano, incapaz de competir contra el poder de una deidad, de un ser divino e inmortal. Sin embargo, todo cambió tras la siguiente frase.
— Además, ¿qué harías si te dijera que tu "idílica relación" con tu alma gemela, no fue más que un vulgar engaño? ¿De verdad creías que alguien como Carlos se fijaría en ti? ¡Fui yo! — reveló la diosa.
Todos mis pensamientos cesaron en aquel instante. Fue como si el mundo se hubiera detenido por completo. Pude sentir el momento exacto en que los cimientos de mi nueva vida se hicieron pedazos, eliminando todas las certezas que había albergado en mi corazón.
— Aquella noche, ¡yo lo manipulé! — continuó la diosa, reduciendo el tono de su voz, casi como si le doliera pronunciar esas palabras. — Él no sentía nada por ti, excepto pena, y yo le forcé a creer que estaba enamorado.
Jadeé ligeramente, mientras la revelación se asentaba en mi interior. Mi voz tembló al pronunciar las siguientes palabras.
— Entonces la c-confesión que me hizo, su actitud hacia mí... ¿era todo mentira? — quise saber, mientras las almas capturadas por Eris comenzaban a aparecer a mi alrededor. — No, ¡no es posible! ¡Estás mintiendo!
A modo de respuesta, el resplandor dorado que me envolvía dio paso a una escena. Una imagen que, noche tras noche, se había repetido en mi mente antes de dormir.
Carlos y yo estábamos en los aseos, abrazados. Sus brazos fuertes me envolvían cariñosamente, mientras descansaba mi cabeza sobre su pecho, escuchando los latidos de su corazón. Él acababa de declararme su amor, y ambos nos habíamos sentado frente a la puerta de los servicios, para impedir que nadie entrara y perturbara nuestro romance recién florecido.
Aquella versión de mí mismo comenzó a hablarle a mi alma gemela, pero las voces resultaron inaudibles. Pese a eso, recordaba cada palabra, cada frase, de memoria. Posiblemente había sido uno de los mejores momentos de toda mi patética vida.
Y pude ver claramente que era falso.
Las luces fluorescentes situadas en el techo empezaron a parpadear y fallar, a medida que la escena iba cambiando progresivamente, desplazando mi punto de vista a través de las paredes del lugar.
Y ahí estaba Eris, en el aula contigua a esos malditos baños donde todo había comenzado. Nos observaba a ambos desde la Manzana Dorada, mientras reía. La fruta emitía furiosas palpitaciones doradas, iguales a aquellas que había creado cuando la diosa nos había manipulado a Cronos y a mí.
— ¿Me crees ahora? — me susurró dulcemente, mientras la visión se fracturaba y se desvanecía en una explosión de luz.
Sin palabras, solo pude asentir. Aunque no estoy seguro de que ella pudiera verlo, puesto que había perdido mi cuerpo.
— ¿Y quieres saber otra cosa? — replicó, en respuesta a mi afirmación silenciosa. — Cada segundo que pasabais juntos, hacía que él se sintiera profundamente asqueado consigo mismo por estar con alguien como tú. Le repelías Durand, hasta el punto que ni siquiera mis poderes han podido mantenerlo a tu lado. ¡Él te odia! — exclamó Eris, con una crueldad que me destrozó por dentro.
Grité de rabia, retorciéndome con mayor fuerza. Donde antes había tristeza y amor, ahora solo quedaba la ira. Esa diosa... ¿¡Cómo se había atrevido!? Había estado jugando conmigo. Y no solo eso, sino que también había usado a Carlos como su marioneta. Él nunca había sentido nada por mí... Simplemente había sido inducido a creer eso. Como un peón más, en aquel juego retorcido de Eris.
Cada instante, cada abrazo y beso compartido... Todo había sido una mentira.
Las cadenas doradas comenzaron a brotar de la luz, envolviendo mi alma, encerrándome. Mi esencia quedó concentrada en un solo punto, como si estuviera encerrado en una jaula de cristal. El brillo empezó a desvanecerse, dando paso a una profunda oscuridad...
Pero yo ya había visto este ataque.
Estaba completamente seguro de que todo esto no era más que una ilusión, una alucinación creada por la Manzana Dorada, mientras esta volaba en dirección a mi pecho. En aquellos segundos, realmente estaba inmóvil, mis ojos fijos en la fruta. Si lograba zafarme de su influencia, y regresar a mi cuerpo, tendría una oportunidad.
Impulsado por el odio que brotaba a borbotones del núcleo de mi alma, dejé que mi poder fluyera libremente, sin ataduras ni restricciones. La rabia que sentía se materializó destruyendo cuanto me rodeaba, tornando en cenizas y azufre la luz dorada, y reduciendo a piedra las cadenas que me apresaban. El resplandor se desvaneció por completo, y entonces la pude ver.
El artefacto divino, que avanzaba hacia mí girando en el aire, mientras la diosa de la Discordia me observaba, cruzada de brazos, con una expresión de preocupación grabada en sus ojos ambarinos. Ella estaba esperando a que yo desapareciera.
Lo que no sabía, era que sería ella la que moriría hoy.
Sin perder un segundo más, atrapé la Manzana en el aire, deteniéndola cuando se encontraba a escasos centímetros de mi pecho. Y mentiría si dijera que no me sentí gratamente divertido cuando la expresión de la diosa se tornó en una de puro horror.
— ¿C-cómo has...? — quiso saber.
Pero no pudo pronunciar una sola palabra más. ¿Por qué? Bueno, la respuesta es sencilla. Con solo desearlo, logré que su fruta sagrada se convirtiera en piedra, quedando completamente sellada e inutilizada. Y claro, como su alma estaba ahí dentro...
Eris murió.
Su cuerpo sin vida se desplomó sobre las tablas del gimnasio con un golpeteo sordo. Sus preciadas joyas rodaron libres, a medida que todas las heridas que Fobétor le había infligido el día anterior se reabrían.
Su mirada ahora estaba vacía, y sus ojos, vidriosos. Su cabellera rubia quedó desparramada sobre el hormigón de forma majestuosa, como si incluso su misma muerte fuera un espectáculo planeado de antemano para hacerla brillar. La puesta en escena quedó rematada con el hermoso charco de sangre color rojo suave que la rodeó, casi formando la silueta de una rosa.
Me di la vuelta, consciente de mi inequívoca victoria.
Satisfecho conmigo mismo, dejé caer la Manzana Dorada, que se deshizo en una nube de polvo al tocar el suelo. Sonreí débilmente, mientras empezaba a reír. Aquella diosa se había confiado, y yo había sido capaz de eliminarla. Mi poder había sobrepasado al suyo, hasta el punto de acabar con ella.
En mi pecho, la tristeza y el odio se posicionaron en un segundo plano, mientras la euforia por mi reciente victoria llenaba cada fibra de mi ser. Caminé con pasos trémulos hacia la salida, la fatiga haciendo acto de presencia. Cada paso me dolía, pero estaba sazonado con el sabor del triunfo. Todo había sido... Demasiado fácil.
Me volví con rapidez, observando el cadáver de la diosa.
Tras caer muerta, todas y cada una de sus piezas de joyería se habían desprendido de ella. Por el suelo había perlas, anillos, pulseras, e incluso un par de collares. Pero aquella mañana, y durante la pelea, ella solo tenía puestos diez brazaletes dorados. Entonces, ¿de dónde habían salido el resto de accesorios?
Acercándome, me pude percatar de otra cosa: Su sangre emitía un olor metálico suave, incluso agradable, como si de un perfume se tratara. Cuando la salvé de las garras de Fobétor, y la ayudé a ponerse en pie, había podido notar a la perfección ese olor a putrefacción y muerte que emanaba de sus heridas, y en especial de su sangre oscura y espesa.
Aquella no era Eris.
Justo entonces, el gimnasio que me rodeaba se disolvió en una nube de luz dorada, revelando a la auténtica diosa de la Discordia. Estaba de pie, a pocos metros de mí, y me contemplaba llena de orgullo y admiración.
— ¡Sorpresa! Supongo que esto significa que has pasado la prueba... — me comentó, con tono enigmático.
***
Nota del autor: En la galería del capítulo os adjunto una imagen del alma de Eris... ¿Qué os parece?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro