Capítulo 3: La Travesía
Confines del Tiempo.
Félix:
No podía moverme, ni ver. Tampoco sentir o respirar. La oscuridad era un manto de hormigón que ejercía presión sobre cada parte de mi cuerpo, como si buscara despedazarlo. Pero incluso el dolor me resultaba vago y distante. Insignificante.
La herida del costado ya no me molestaba. La sangre que derramaba se había unido a las tinieblas. Era extraño, pues tenía la sensación de estar, al mismo tiempo, flotando en un vacío, suspendido en el aire, y aprisionado en un páramo helado, como el mítico Cocitos. Sí, aquel frío que me envolvía y perforaba mi alma no era ordinario.
Era la muerte abriéndose camino.
Y entonces, cuando ya creía estar condenado, y los últimos retazos de mi conciencia se terminaban de apagar, todo cambió. La presión a mi alrededor se desvaneció súbitamente, y el aire regresó a mis malheridos pulmones, llenándome de una vida que ya daba por perdida.
Primero creí que estaba soñando. Que todo eran imaginaciones mías, una cruel jugarreta de mi mente moribunda, empeñada en hacerme creer que aún quedaba esperanza. No obstante, esa impresión se desvaneció cuando comprobé que, aún con los ojos cerrados, podía percibir una gran luz que prácticamente atravesaba mis cuencas oculares.
Además, había algo más. Una mano cálida y amable, que aferraba mi muñeca con fuerza. Tiraba de mí, alejándome del frío y las sombras. ¿Acaso alguien estaba tratando de ayudarme? Y de ser así, ¿quién? ¿por qué no estaba muerto?
En mi mente flotaron miles de posibilidades, cada cual más alocada que la anterior. Sin embargo, ninguna se acercaba siquiera remotamente a lo que encontré cuando entreabrí los párpados. Ante mí se extendía un vacío repleto de pequeñas estrellas y nebulosas, que resplandecían y vibraban, emitiendo sonidos entremezclados que se asemejaban a voces humanas.
A lo lejos, sobre la línea del horizonte, brillaban de forma apagada lo que parecían ser paredes de vidrio, que envolvían todo el lugar, formando una recargada cúpula a mi derecha, que culminaba con... Mi realidad.
En el extremo de la bóveda, parecía haber un agujero en la estructura de vidrio, a través del cual podía ver con claridad la escena en la que me había encontrado hasta hacía bien poco. Las ruinas del instituto eran consumidas por las tinieblas, mientras los últimos alumnos que quedaban, encaramados sobre los porches del patio, desaparecían, uno a uno.
El cuerpo de Carlos, junto con el coche, también cayeron al abismo de la oscuridad. La tierra se fragmentaba, y de ella emergían toda clase de criaturas monstruosas. Finalmente, las sombras lo habían cubierto todo.
El mundo había desaparecido.
— Todo ha terminado — musité, las primeras lágrimas abriéndose camino.
Mis compañeros, mi ciudad, y Carlos, todos habían muerto. ¿Qué sentido tenía seguir aquí si él ya no estaba? ¿Acaso quedaba algo por lo que vivir?
— ¡Déjate de melodramas y ayúdanos inútil! — ordenó una voz femenina situada detrás de mí.
Me volví, sobresaltado. La tristeza y agonía que me embargaban quedaron ligeramente olvidadas, cuando me percaté de mi situación actual. Al parecer, tenía compañía. Y a juzgar por su tono de voz, no estaba de buen humor.
Una joven rubia me miraba, con sus ojos de color ámbar encendidos de ira. Llevaba un hermoso vestido color rojo carmesí, combinado con un cinturón de oro en torno a su cintura, del que brotaban múltiples cadenas doradas que se entrelazaban con sus brazos y gargantilla en forma de serpiente. Sujetaba una manzana dorada, que emitía un tenue brillo, en su mano derecha. Iba descalza, y tenía corrido el rimel. Para colmo, presentaba numerosas marcas negruzcas por sus brazos y piernas, así como un tajo mortal en el cuello.
Pero desde luego, si estaba muerta, se conservaba a las mil maravillas.
— Dichosos humanos que no sirven para nada — susurró, mientras comenzaba a sacudirme por los hombros y a darme de bofetadas. — ¡Cronos, el mortal que has insistido en salvar está roto!
¿Cronos? ¿Con quién hablaba? ¿Había alguien más allí?
Y efectivamente, así era. Unos metros por delante de aquella maleducada y yo, había un joven de pelo cano, que forcejeaba con lo que parecía ser una pequeña abertura. Del tamaño de un guisante, aproximadamente. El chico era alto, de hombros anchos y porte regio. Bajo mi punto de vista, un ocho o nueve. Ni siquiera me hizo falta verle la cara para sentirme ligeramente atraído por él.
En ese instante, él se volvió, y sus ojos color miel se conectaron con mi mirada.
— Eris, compórtate — ordenó con tono autoritario. — Tengo que poner este mecanismo en marcha, y sin mis poderes ya es bastante complicado, que lo sepas.
Sus manos estaban extendidas hacia el pequeño agujero y numerosas gotas de sudor perlaban su frente, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo. Y no solo eso. De sus labios comenzó a brotar un hilillo de sangre.
En aquel momento me percaté de las terribles heridas que lucía ese tal Cronos. Para empezar, un tajo sangrante en el vientre, que estaba tiñendo de color carmesí la túnica blanca que portaba. Su espalda tenía múltiples marcas de quemaduras de tercer grado como mínimo.
¿Cómo podía seguir vivo?
Pero las sorpresas no dejaron de llegar. Para mi asombro, y mientras el joven emitía un sonido de aprobación, la abertura comenzó a agrandarse poco a poco. Al mismo tiempo, la estructura entera se tambaleó, comenzando a girar con un estridente chirrido.
Era como si estuviéramos atrapados en un gigantesco reloj de arena que este enigmático chico lograba poner en marcha. La verdadera pregunta era, ¿con qué propósito?
Necesitaba respuestas, y ya.
— ¿Quiénes sois vosotros? ¿Y dónde estamos? — exigí saber.
Eris me dirigió una mirada desdeñosa, cargada de desprecio.
— Así que al fin te dignas a hablar — comentó, con tono socarrón.
— Sí, y quiero saber que está pasando.
Sin previo aviso, la chica comenzó a reír descontroladamente, como si hubiera contado una broma de lo más graciosa. No obstante, era una risa cargada de sarcasmo, cinismo e ironía. Lo sabía porque yo mismo la había usado más de una vez, aunque tengo que admitir que no es tan divertido que lo hagan contra ti.
Y más cuando acabas de presenciar la destrucción del mundo tal y como lo conocías, y estás atrapado con dos extraños en un limbo... Cuanto menos raro.
— ¿Qué tiene tanta gracia? — inquirí molesto.
Ella abrió ambos brazos, señalando a su alrededor, mientras fijaba la mirada en la Manzana Dorada que sostenía.
— ¿No es obvio? El mundo ha sido destruido, y la humanidad y los dioses exterminados. ¡Estamos todos muertos! — exclamó.
Sus palabras me dejaron estupefacto. ¿Aquel ataque había tenido lugar en todo el mundo? ¿Toda la raza humana había desaparecido? Sin embargo, había algo que no cuadraba.
— ¿Qué quieres decir con que los dioses han sido exterminados? ¿Es que acaso existen? — pregunté, confuso a más no poder.
Eris suspiró, como si estuviera tratando con un niño de tres años.
— ¿¡Se puede saber qué os enseñan en los institutos hoy en día!? ¿Hacéis otra cosa que no sea vivir historias de amor absurdas, o no sé... jugar al fútbol?
Parpadeé un par de veces, manteniendo mis ojos fijos en los suyos. No pararía hasta saber la verdad.
— ¡Sí, los dioses existen mequetrefe! Tienes delante a dos — exclamó, de golpe, dejándome patidifuso. — Mi nombre es Eris, diosa de la Discordia y soy la encargada de sembrar el odio entre las personas para que se enzarcen en guerras sin fin. Me alimento de la sangre derramada en los conflictos por esos estúpidos humanos que se matan y devoran entre sí.
Si lo que había esperado era que me mostrara impresionado, o aterrado, se había equivocado de chico. Ahora me tocaba a mí reírme.
Y ojo, no es que no me impresionara el saber que estaba ante dos dioses (aunque sí que es cierto que en aquel momento todavía tenía que asimilarlo). No obstante, no estaba dispuesto a darle a aquella estúpida arrogante la reacción que buscaba.
— ¿Qué eres? ¿Una especie de diosa-vampiro? — bromeé, entre carcajadas huecas.
Las mejillas de la deidad enrojecieron por la sorpresa y la rabia.
— ¡Claro que no! Es metafórico. Yo no bebo sangre — se apresuró en aclarar, visiblemente molesta.
Seguí riéndome un rato más, solo para hacerla rabiar. Sin embargo, por dentro no podía dejar de hacerme preguntas. Nunca había sido creyente, precisamente, y la verdad es que me resultaba... Curioso saber que existían seres divinos.
Aunque, pensándolo bien, tampoco era tan sorprendente, puesto que una diosa llamada Nix acababa de exterminar a la humanidad, y lo que es peor: había matado a mi alma gemela delante de mis narices, la muy desgraciada.
Respiré, interrumpiendo mi risa, para tratar de serenarme. Necesitaba más información.
— ¿Y qué clase de dios eres tú? — pregunté al joven.
Él, al escuchar mi pregunta, se irguió de repente, y se volvió lentamente hacia mí, como si quisiera demostrar algo. Me recordaba a esos documentales de animales en los que se veía como el pavo real mostraba su cola.
— Yo no soy un vulgar dios — replicó — Mi nombre es Cronos, y soy un titán. Padre de Zeus, y amo del Tiempo y del Espacio, supremo regidor de Universo desde el Big-Bang que todo lo inició — proclamó.
Dios... Ahora entendía porque las túnicas estaban tan de moda en la antigua Grecia. Y la intensa luz que proyectaba aquella manzana solo lo favorecía más a mis ojos. Hasta el punto en que se me antojaba el chico más atractivo que nunca hubiera visto.
— Si te sirve de consuelo, para tener 14 mil millones de años, te conservas muy bien — contesté, irónico. Aunque en el fondo, muy en el fondo de mí, tuve que reconocer que estaba intentando tirarle la caña. Era guapo. Muy guapo.
Cronos quiso responder a mi comentario, pero la diosa lo cortó.
— ¿Cuándo nos vamos? No quiero esperar hasta que Nix venga a por nosotros. Ya sabes que tiene un pronto muy fuerte... Mira lo que le hizo a tu hijo en un santiamén.
De nuevo, antes de que él pudiera siquiera mediar palabra, yo le volví a interrumpir.
— ¿Irnos? ¿Adónde vamos, exactamente?
Eris esbozó una sonrisa cínica a modo de respuesta.
— Vamos a casa de tu mamá, ¡no te fastidia! ¿Es qué no tienes cerebro? ¿No eres capaz de atar cabos? Si ya decía yo, que el consumo de drogas en los jóvenes actuales es de lo más preocupante...
— ¡Oye! Yo no soy un drogadicto — respondí, lleno de ira. ¿Quién se creía que era?
Bueno, para ser sinceros era una diosa, pero ni a ellos les consentía hablarme así. Ella se dispuso a continuar con la discusión, sin embargo, esta vez fue el titán quien nos silenció.
— ¡Ya basta, los dos! ¡Callaos de una vez! — resopló, furioso. Acto seguido, volvió a fijar su mirada en la mía, y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza — Y en respuesta a tu pregunta, joven Félix, nuestro destino es... El pasado.
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