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Capítulo 29: La Condena

Octavo Círculo del Infierno (Malebolge), Sexta Fosa.

Nix:

Suspiré con apatía, contemplando el infernal panorama que se extendía a mis pies.

Desde el balcón en el que me encontraba, podía ver con claridad a los pecadores que acogía la Sexta Fosa del Octavo Círculo del Infierno. Y debía admitir que, pese a que nunca he sido una gran admiradora de Hades, aquel caprichoso muchachito gótico siempre había sido de lo más creativo con sus castigos.

Los condenados a aquel lugar eran acusados de haber ejercido la hipocresía durante sus vidas. De haber mantenido una falsa fachada de simpatía, mientras conspiraban y planeaban cuidadosamente la ruina de sus supuestos amigos y conocidos. Para compensar este pecado, sufrían un tormento bastante peculiar.

Eran obligados a caminar descalzos sobre la piedra desnuda, mientras su carne se pudría y se llenaba de heridas infectadas, y todo ello cargando pesadas capas de plomo dorado, símbolo de las mentiras y engaños perpetrados en vida, y cuyo peso debían soportar tras su muerte.

Sonreí mientras uno de los cautivos tropezaba, cayendo por el borde de un peñasco, precipitándose a las sombras. Seguramente aquel pobre diablo se había tirado pensando que llegaría a un lugar mejor. Sin embargo, tras ese abismo solo le esperaba el temido Tártaro, la fosa reservada para los peores castigos. Comparada con ella, el Infierno no era más que un patio de juegos infantil.

Sin lugar a dudas, el Averno era un lugar terrible. Y justo era allí donde estaba a punto de ir. O mejor dicho, aquel era el destino al que me iban a condenar.

Suspiré de nuevo, recargando todo mi peso sobre la baranda de piedra negra. Aquella fortaleza era una de las muchas dispersas por el inframundo, a modo de pequeñas "bases de control", que en la práctica eran los lugares donde ese adolescente hormonal de Hades se llevaba a pasar la noche a sus amantes.

Había cometido un error muy grave: salvé a Cronos de una muerte segura. 

Y a fin de cuentas, él era mi enemigo, por lo que podría decirse que Tártaro no había terminado de entender del todo bien mis motivaciones. A él no le importaban los favores realizados en el pasado, ni las deudas pendientes.

Él solo veía sangre, violencia, control y dominación.

Por ello, no me sorprendí ni lo más mínimo cuando la pared situada tras de mí estalló sonoramente. La fortaleza entera se tambaleó, y parte del acantilado en que se encontraba comenzó a hundirse.

De las ruinas humeantes de los que una vez fueron mis aposentos, emergió una tropa de doce paladines, todos ellos ataviados con armaduras negras y yelmos rematados en una punta de obsidiana carmesí. Sobre sus corazones estaba grabado el emblema del dios del Averno: La torre de Babel, bañada en fuego y rodeada de oscuridad.

— Diosa Nix — proclamó el primero de los paladines, situado a la cabeza de sus compañeros. — A causa de los crímenes que ha cometido en contra del Olimpo Oscuro, será usted escoltada a las profundidades del Tártaro, donde recibirá el castigo meritorio por sus pecados.

Me erguí amenazadoramente, dejando que las sombras danzaran detrás de mí, mientras mi figura se engrandecía. Mi piel pálida y sobrios rasgos se tornaron demoníacos, a medida que mi cabello se erizaba y un aura violeta me envolvía.

— ¿Y puedo saber quién solicita mi condena? — repliqué, sin perder la compostura.

Si mi nuevo aspecto lo atemorizaba, aquel subordinado de Tártaro supo disimular bastante bien. Únicamente su voz tembló al responder.

— Mi señor Tártaro, Señor del Averno y Maestro de Tortura. Le ruego que no se resista, pues no quisiera tener que emplear la violencia en contra de una mujer tan bella como usted — dijo él, apuntándome con su espada al igual que el resto de sus compañeros.

Aunque no podía ver sus rostros, podría haber jurado que compartían miradas socarronas y muecas burlonas entre ellos. Al fin y al cabo, ello eran doce, y yo solo era una desvalida dama... O eso era lo que ellos pensaban.

Sin perder mi sonrisa calmada, materialicé desde las sombras mis dos hachas gemelas. Dos armas cortas, de filo envenenado y mortal, talladas como si fueran lunas crecientes. Al verlas, el paladín retrocedió.

— ¿Sabes cuál es el problema milord? Que yo adoro la violencia.

Y dicho esto, arremetí contra ellos. Los caballeros se dispusieron en formación de combate, formando un círculo sólido para cubrirse las espaldas, y movieron sus espadas al unísono, como si fueran uno solo. Pero habían olvidado que estaban ante una de las diosas más poderosas de toda la Creación.

En un segundo, me situé en el centro de su agrupación, y ante sus miradas atónitas, liberé un maremoto de sombras que los mandó a volar por los aires. La oscuridad emergió de entre los pliegues de mi vestido, y se desató formando una abrumadora onda de choque. Las sombras impactaron contra el metal de las armaduras de los paladines, haciéndolas añicos, y desintegrando sus propios cuerpos en el proceso. El impacto provocado fue tan grande, que todo el balcón quedó destrozado.

Cuando los últimos restos de mi ataque se dispersaron, solo quedaba uno de los caballeros. Su coraza estaba fracturada por todas partes, y su yelmo había desaparecido, seguramente quedando reducido a pedazos. Su rostro quedó al descubierto, revelando a un joven que no aparentaba más de dieciséis años, de pelo rubio oscuro y rizado. Sus ojos castaños estaban abiertos por la sorpresa, y una de sus rodillas había quedado hincada en el suelo.

Su espada estaba partida a la mitad, y sangraba por varios puntos de su cuerpo. Pese a que intentó levantarse, volvió a caer.

— Deberías ir a comunicarle tu fracaso a tu señor Tártaro, ¿no crees? — lo interrogué, dejando que la fría calma que me caracterizaba impregnara cada una de mis palabras.

Pero para mi sorpresa, una voz retumbó por los pasillos vacíos de la fortaleza infernal. Una voz que conocía demasiado bien.

— No será necesario Nix. Yo mismo me encargaré de ejecutar tu castigo — clamó el dios del Averno, materializándose frente a mí.

Era un coloso, de estatura y fuerza incomparable. 

Portaba una armadura hecha de huesos, humanos en su mayoría, combinada con una aleación de distintos metales procedentes del Infierno mismo. En su mano derecha sostenía su temida Segadora de Almas. Un hacha de doble filo, cuyo mango y hoja habían sido templados con pura oscuridad, y en cuyo interior se retorcían en agonía las almas de sus innumerables víctimas. Tras fallecer a manos de la sádica deidad, pasaban a formar parte ella, en un ciclo de tortura que nunca acababa.

El miedo se apoderó de mí, pero antes de que pudiera hablar, el malherido paladín se postró a los pies de su amo.

— Le ruego que me perdone señor Tártaro... He sido incapaz de cumplir la misión que me encomendó — dijo él, prácticamente besando el suelo.

Sin embargo, su señor lo recibió con un puntapié que lo estrelló contra la baranda en la que me encontraba apoyada hacía escasos minutos.

— ¡Eres un inútil Malakar! ¡Tus disculpas solo prueban tu insignificancia!

Aprovechando aquella distracción, me lancé sobre mi antiguo aliado, blandiendo mis armas contra él. Descargué toda mi ira, materializada en forma de cortes rápidos y certeros, que rebotaron contra la coraza de Tártaro, sin lograr siquiera rozar su piel. Negándome a rendirme, liberé una oleada de oscuridad que concentré directamente contra mi rival. 

Las sombras formaron la silueta de una luna nueva sobre mi cabeza, mientras envolvían completamente a mi enemigo, apresándolo en una jaula de tinieblas, mientras cadenas de obsidiana que creé a voluntad se enroscaban en torno a su torso y brazos, dejándolo completamente inmovilizado. 

— Lamento mucho decirlo, Señor del Averno, pero creo que nuestra alianza termina aquí y ahora — proclamé, mirándolo con osadía. 

Tártaro sonrió, mientras yo cerraba mi puño derecho. En ese instante, la prisión que había creado para él colapsó, implosionando sonoramente, eliminando a mi ahora enemigo de este plano de la existencia. 

Malakar nos observó a ambos, boquiabierto, mientras luchaba por mantenerse en pie. 

En pocos segundos, todo hubo terminado. El Maestro de Tortura se había desvanecido, dejando tras de sí un profundo silencio y una negra columna de humo.

Ingenua de mí, pensé que había vencido. Que con mi fuerza, había logrado derrotar a una deidad tan antigua como el mismo universo. Me di la vuelta, lista para confrontar a Malakar, y acabar con todo de una vez. Quizá había llegado demasiado lejos. A lo mejor Cronos tenía razón, y tanto la humanidad como los olímpicos aún merecían una segunda oportunidad. 

Avancé hacia el paladín caído, que me observaba aterrado. 

Y justo cuando me disponía a dictar sentencia contra él, la Segadora de Almas ejecutó un arco perfecto en mi dirección, lanzándome por los aires, y haciendo que mis hachas cayeran al vacío. Aterricé con brutalidad sobre la fría piedra, sintiendo dolor por primera vez desde hacía eones.

Tendida sobre el suelo, me puse a gatas a duras penas, solo para recibir un nuevo hachazo en la parte baja de la espalda, que me hizo retorcerme de agonía. 

— ¿Por qué tuviste que traicionarme Nix? — me interrogó Tártaro, quien al parecer no había sufrido siquiera un rasguño por mi ataque. — Juntos éramos fuertes. De haber seguido así, podríamos haberlo logrado...

Negué con la cabeza.

— Yo no te traicioné Tártaro. Simplemente saldé mi deuda con Cronos. Siendo el dios de la condenación, deberías entender la importancia de las promesas, ¿no es verdad? — musité, debilitada. 

El Maestro de la Tortura se limitó a responderme con un gruñido, antes de lanzarme un puñetazo que hizo que mi forma demoníaca se desvaneciera por completo. Caí hacia atrás, sintiéndome inútil. ¿Cómo había podido creer que estaba a su nivel? La diferencia de poder era incomparable... Tártaro era un ser supremo, igual a Gea, creado por el Demiurgo. Mis poderes eran basura en comparación con los de él. 

Solo me quedaba optar por el diálogo. Si lograba convencerlo de que mis acciones no habían sido alta traición, quizá aún pudiera sobrevivir. 

— Tártaro, sabes que debía hacerlo. En la Tierra todo se está saliendo de control. ¡Incluso Semyazza ha escapado de su prisión! — le recordé. 

El Señor del Averno se limitó a reír, apoyándose sobre el filo de su hacha. 

— Ya conoces la expresión Nix... El enemigo de mi enemigo es mi aliado — replicó, con voz grave. 

Me opuse vehementemente, tratando de hacerle entrar en razón. 

— Él lo está consiguiendo. Los ángeles caídos están más activos que nunca, e incluso el Pandemonio ha resurgido en todo su esplendor. Sabes lo que eso implica, ¡sabes qué consecuencias tendrá!

Pero él hizo caso omiso de mis advertencias. 

— Debo admitir que no esperaba este movimiento de Su parte. Es bastante osado... No obstante, si Él logra acabar con mis enemigos, entonces habrá merecido la pena el apartar la mirada. De todas formas, ni aunque quisiera podría detenerlo. Ya ha iniciado su ofensiva. 

Mis ojos se abrieron como platos, al ser consciente de la realidad. 

— ¡No puede ser verdad! ¡No puedes estar dispuesto a arriesgarlo todo! Si triunfa, toda la Creación se desvanecerá. ¿Eres consciente de eso? — le reclamé, perdiendo por completo los papeles. 

Esta vez fue Tártaro quien negó con la cabeza, mirándome con desaprobación. 

— Ahora yo estoy al mando Nix. Tus tropas han acatado mi dictamen, y se han unido a mí. Haré lo que considere. Esta guerra acaba de entrar en su fase final... Has mostrado clemencia contra nuestros enemigos, y lo que es peor, ni siquiera te has esforzado verdaderamente en eliminarlos.

Caí de rodillas, incapaz de seguir de pie por más tiempo. Mi negra sangre formaba un charco a mis pies, que reflejaba mi rostro herido y magullado, cargado de puro terror. 

— No lo hagas Maestro de Tortura, no me condenes — imploré, casi susurrando.

Él respondió a mi súplica con una risotada, y desviando la mirada hacia la golpeada figura de Malakar respondió:

— Creo que tendré compasión de ambos, ¡y los enviaré a mis dominios juntos! — exclamó, con una terrible sonrisa que su yelmo en forma de calavera no conseguía disimular.

Me forcé a ponerme de pie. 

Si aquel despreciable individuo iba a acabar conmigo, recibiría el sueño eterno con dignidad y entereza. No osaría darle la satisfacción personal de suplicar por mi vida. Aunque casi desearía haberlo hecho solo por ganar tiempo. Porque indudablemente, lo que vino después, fue lo peor de todo.

Tártaro alzó ambos brazos, posicionando la Segadora de Almas justo encima de su cabeza. Un viento infernal comenzó a soplar, a medida que un ciclón iba tomando forma. La fuerza de la corriente aumentó hasta tal punto, que los cimientos de la fortaleza se resquebrajaron, y el peñasco sobre el que esta se encontraba comenzó a hundirse.

Y no solo él. 

Toda la Sexta Fosa empezó a sucumbir en una reacción en cadena, mientras hipócritas y demonios por igual caían al Averno. El delicado equilibrio de la geografía del Infierno se quebró, mientras el Octavo Círculo al completo empezaba a colapsar. La tierra se quebró, y las almas se hundieron en la inclemente oscuridad. 

El aire ardiente del Tártaro ascendió en espiral, destrozando todo a su paso, consumiendo las cámaras de tortura tan ingeniosas que Hades había ideado. Los demonios intentaron volar, pero sus alas se quebraron. Los condenados gritaron una última vez, antes de quedar en silencio. 

Mi caso no fue una excepción. La balconada colapsó, y la piedra se hizo añicos en cuestión de segundos. La figura del Señor del Averno se elevó por los aires, mientras el colosal tifón que había creado lo engullía todo. Lo último que pude ver fue cómo un aterrado Malakar caía a las sombras. Después, fue mi turno. 

Había sido vencida. 

***

Nota del autor: Os adjunto varias ilustraciones (generadas a partir de Dall-E 3) de los personajes de Tártaro y Nix. Como siempre, os animo a que me dejéis vuestra opinión en comentarios. Un saludo, ¡y muchas gracias por leer!

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