Capítulo 27: Duelos y visiones
14:35 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Cronos:
El callejón era oscuro.
Sus paredes carcomidas y repletas de pintadas estaban inclinadas, dando la sensación de que se desplomarían en cualquier momento. El suelo estaba sucio y pegajoso, repleto de basura. La única luz que se atrevía a propagarse en aquel lóbrego rincón provenía de un tonel metálico, donde pequeñas llamas danzaban.
El lugar de por sí era terrorífico... Era una noche cerrada, sin estrellas, y las calles y edificios colindantes quedaban desdibujados, deshechos entre las omnipresentes sombras que parecían cubrirlo todo.
Sin embargo, lo peor se encontraba a solo unos pasos de mí. Tumbado de espaldas al suelo, Félix se desangraba. Su abdomen estaba surcado por las marcas de cuatro puñaladas, limpias y certeras. La parte posterior de su cabeza había sido machacada contra el muro, con tal violencia que casi le rompe el cráneo.
Su agresor caminaba hacia la salida del callejón, la navaja todavía goteando sangre. No podía verle la cara, pero una vaga sensación de familiaridad me envolvió al contemplar su silueta. Tenía la sensación de haberlo visto antes, en alguna parte.
— Cronos... — murmuró Félix, llamándome en sueños mientras extendía sus brazos hacia el cielo en una plegaria silenciosa.
Estoy aquí, quise decirle. Deseaba desde lo más profundo de mi ser acercarme a él, colocar su cabeza en mi regazo, y abrazarlo hasta que se recuperara. Era un deseo que brotaba de mis mismas entrañas. Una preocupación y un anhelo tan fuerte que me quemaban.
Pero no podía hablar, ni tampoco moverme.
Estaba fijo en aquel rincón, como un invitado indeseado. El joven que me había robado el corazón no se percató de mi presencia. Siguió llamándome, murmurando mi nombre y el de Carlos, mientras su sangre se propagaba rápidamente por el suelo del lugar, tiñéndolo todo de rojo a su paso.
— Es inútil Señor del Tiempo — susurró una voz masculina, grave y melodiosa.
El agresor de Félix me observaba, frente por frente. Parecía estar completamente hecho de sombras. Su cuerpo variaba a cada segundo, y su rostro se desfiguraba, adoptando mil formas y ninguna al mismo tiempo. Solo sus ojos, de un color violeta intenso, permanecían constantes.
— Ese chico tiene un rol que cumplir. Un papel que desempeñar en la Profecía del Alba. No puedes salvarlo de su destino.
¿Estaba hablando de Félix? ¿Y quién era él? Ese resplandor violáceo de su mirada me traía recuerdos. Me hacía acordarme de una época pasada, marcada por la oscuridad y el encierro. En la que lo veía todo, pero sin comprender nada. Y el único destello de realidad, venía dado por esos ojos.
Cuando lo entendí fue demasiado tarde. El ángel caído extendió sus alas infernales, de plumaje negro y acerado, y alzó el vuelo mientras su risa resonaba en el aire.
Entonces, desperté.
Abrí los ojos súbitamente, encontrándome en una cama mullida, situada en la que creo que era la habitación de Félix. Traté de hacer memoria, y la imagen del joven tomándome en brazos y dejándome allí apareció en mi mente.
Aún recordaba el rápido beso que me había dado, como si sus labios hubieran marcado a fuego mi mejilla.
Me levanté con bastante esfuerzo, y a duras penas logré ponerme en pie. El dolor era casi insoportable. Las heridas que Zeus, Poseidón, y Hades me habían infligido ya habían regresado en su totalidad. Además, aunque no tenía un espejo para comprobarlo, podría haber asegurado que el mordisco en mi cuello se estaba infectando.
Ello debía ser la causa de la fiebre que me hacía tiritar.
Abrí la puerta de la habitación, y avancé lentamente. Un paso, y luego otro, y otro... Aferré la baranda de las escaleras con desesperación, forzándome a mantener el equilibrio, pese a que los escalofríos eran cada vez más intensos.
Finalmente, sucedió lo inevitable.
Un mal paso me llevó a torcerme el tobillo, y me desplomé escaleras abajo, rodando sin contemplaciones. El último escalón me dio una cálida bienvenida, estampándose con fuerza contra mi frente, abriéndome una bonita y sangrante brecha.
De pronto, tenía la boca seca. Mi cuerpo no respondía, e incluso el sufrimiento de esas lesiones se empezaba a convertir en algo lejano. Estaba tendido sobre un charco de mi propia sangre, justo al igual que Félix en mi pesadilla. Supe que me desmayaría en pocos segundos.
Anclé la mirada en la puerta de salida, queriendo alcanzarla. Si lo que había visto era cierto, estábamos en un grave peligro. Ese ángel... Su fuerza se equiparaba a la de Fobétor.
Quizá incluso lo superara.
Semyazza. El comandante de los Grigori, los Vigilantes. La tropa de doscientos ángeles caídos que, tras su juramento en el Monte Hermón, bajaron a la Tierra, dejándose llevar por el deseo y la pasión humanas.
Él era el ángel que había perdido sus alas, y había sido arrojado al Infierno por amor. Y al que su amante había traicionado.
¿Qué hacía él aquí?
***
14:35 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Félix:
Cegado por los focos, logré esquivar la primera embestida de David.
Retrocedí a empellones, tropezándome con los cuerpos de mis compañeros caídos. Su sangre pegajosa se adhería a las suelas de mis zapatillas blancas, impregnándolas de rojo. El mejor amigo de mi alma gemela se volvió hacia mí, con una sonrisa sádica en el rostro. Sus ojos parecían brillar con una luz sobrenatural.
— No corras Durand... — susurró, mientras apuntaba con su navaja en mi dirección. — Esta gente ha pagado mucho para ver cómo nos matamos entre nosotros. ¿No sería injusto privarles de ese placer?
Y dicho esto, volvió a abalanzarse hacia mí, sorteando los cuerpos, tanto vivos como muertos, con una facilidad sorprendente. Me alcanzó en cuestión de segundos, y me hizo un corte limpio en el hombro, desgarrando la manga de mi camiseta.
Grité de dolor, y retrocedí llevándome la mano a la herida, mientras mi espalda chocaba contra la valla. Estaba atrapado. David hizo crujir sus nudillos, posicionándose para atacarme. Si quería salir de allí, solo me quedaba una opción.
Pelear.
Llevé la mano al bolsillo de mis vaqueros, donde había guardado la navaja que Eris me había lanzado instantes antes. Para mi consternación, había desaparecido.
— ¿Buscabas algo? — se burló el castaño, agitando el arma frente a mis ojos.
La abrió con un movimiento fluido... Y la lanzó apuntando directamente a mi frente. Me aparté en el último segundo, cayendo al suelo con un golpe sordo. No obstante, me levanté de un salto al darme cuenta de que mi rostro había quedado a escasos metros del cadáver de Javier. Sus ojos vidriosos estaban cargados de lágrimas.
¿Acaso aún no estaba muerto? ¿Tenía la oportunidad de salvarlo?
Lo contemplé fijamente, queriendo ver algún signo de vida en él, al mismo tiempo que la hoja de David se clavaba con fuerza en la parte baja de mi espalda. Pude sentir el cuerpo del joven, tras de mí, presionando con fuerza el filo del arma.
De un momento a otro, colocó su grueso antebrazo en mi cuello, y apretó, asfixiándome.
— Es una pena tener que matarte... Eres un chico guapo, a fin de cuentas — me susurró al oído, de forma espeluznante. — Sin embargo, si estás vivo o muerto, a mí eso no me importa. Me sirves de igual manera.
Y dijo todo esto mientras hundía sus uñas en el corte de mi hombro, arrancándome un grito ahogado de dolor.
— ¿¡Lo mato ya!? — preguntó, dirigiéndose al público.
Ellos lo empezaron a vitorear, embelesados con la escena.
¿Cómo podían ser así? ¿Qué clase de personas eran? No solo habían venido a ver peleas ilegales, con apuestas incluidas, sino que aplaudían la muerte misma. Eran como una secta. Seres horribles y espantosos a los que despreciar.
Fijé la mirada en ellos, tratando de percibir el más mínimo rastro de humanidad. Quizá fuera lo último que hiciera, pero quería memorizar los rostros de aquellos que me condenaban a morir. Contra todo pronóstico, la pena e impotencia se apoderaron de mí.
Y es que, aunque mi vista se estaba tornando borrosa, creí percibir cómo sus ojos, los de todos ellos, brillaban con un resplandor carmesí. Justo igual que los de Eris.
Los rostros de todas aquellas personas parecían desfigurados. Estaban cubiertos de sombras, pero resplandecían con un infernal brillo dorado al mismo tiempo.
Solo entonces fui vagamente consciente de estar viendo el espíritu colectivo del público. Me di cuenta de que no eran malas personas. Fragmentos de sus recuerdos inundaron mi mente durante aquellos dolorosos segundos.
Ellos tenían familia. Amigos. Seres queridos. Se preocupaban por los demás, y sentían solidaridad y cariño. Pero, como la cara opuesta de una moneda, había otros sentimientos que se estaban imponiendo.
La amarga soledad. No la elegida, sino la impuesta por los demás. La añoranza de tiempos pasados, cuando la vida era más llevadera, y las responsabilidades y satisfacción mayores.
Era como si la presencia de Eris sacara lo peor de cada uno de esos individuos, llevándolos hasta el extremo en que ahora se encontraban. Clamaban, pidiendo mi cabeza a gritos.
— ¡Mátalo! — coreaban, aplaudiendo y silbando a David.
Pude sentir cómo él sonreía tras de mí.
— El público ha hablado — me susurró, alzando su navaja hacia mis ojos. — Creo que conservaré algún recuerdo de ti... Quizá esos bonitos ojos verdes.
El pánico se apoderó de mí, mientras me revolvía desesperadamente, tratando de zafarme del agarre de aquel joven enloquecido. En cambio, lo único que conseguí fue que el filo del arma me abriera un profundo tajo, desde el centro de la frente hasta la altura del ojo derecho.
— Resistirte será peor — siseó, lleno de rabia.
Con sus hábiles dedos, expandió mis párpados, y comenzó a introducir la afilada punta de la navaja en mi cuenca ocular.
Y entonces un problema andante me rescató de forma inesperada.
— ¡Ya basta! — exclamó Eris, separándonos a ambos de un empujón.
David recobró el equilibrio con rapidez, aunque visiblemente sorprendido. Por mi parte, me desplomé en el suelo, llevándome las manos a la garganta, mientras respiraba frenéticamente. Un único hilillo de sangre resbaló de mi ojo, como una lágrima carmesí.
— ¡El espectáculo ha terminado! ¡Todos fuera! — ordenó la diosa al público, mientras sostenía la Manzana Dorada en alto.
Las personas, casi como si estuvieran en trance, abandonaron las gradas en silencio sepulcral, formando una fila ordenada que, en cuestión de minutos, les permitió abandonar el gimnasio. Cuando pude volver a alzar la cabeza, ya no quedaba ni un alma.
Y además Eris estaba besando apasionadamente a David.
El joven, cubierto de sangre, le correspondía con vehemencia y anhelo, mientras aferraba con fuerza la parte baja de la espalda de la diosa. Sus ojos estaban clavados en los suyos, con una satisfacción grotesca.
Aprovechando la distracción, gateé hasta donde se encontraba Javier. Necesitaba saberlo... En aquel instante, me había parecido que seguía con vida.
Ahora, en cambio, no lo veía tan claro.
Su tez estaba pálida, y sus ojos se habían vuelto completamente opacos. Aún así, como si no pudiera asimilar lo sucedido, lo llamé por su nombre mientras zarandeaba su cuerpo.
— Javier, ¡despierta! — susurré, dejándome llevar por la desesperación.
Al llevar mi oído a su pecho, la realidad se estampó contra mí como una pared de hormigón. Estaba muerto. Había sido asesinado, y se había desangrado sobre aquella lona. Y todo por culpa de Eris.
No, ¡de David!
Ese chico siempre había tenido problemas de ira. Se había metido conmigo desde el día en que llegué a este instituto, hacía tres años. Incluso me había pegado. Los recuerdos de las palizas que me propinó llegaron de repente, como surgidos de la nada. Era un psicópata. Un maldito asesino a sangre fría.
¡No podía permitir que esto quedara así! Si no hacía nada, saldría impune. Ahora... Él estaba distraído. Y bastante. Era mi oportunidad. La sangre solo puede pagarse con más sangre.
Y los pecadores como David deben ser castigados.
Mi vista se tiñó de rojo mientras me ponía en pie como una exhalación, tomando un cuchillo del suelo.
Todo había dejado de importarme. Mi vista estaba fija en la despreciable figura del castaño. Como si todo lo demás hubiera desaparecido.
Debía castigarle. Era mi deber. Quería verlo arder y suplicarme por su vida en el río de sangre hirviente del Infierno. Deseaba ver cómo se inclinaba ante mí.
Con un grito de rabia, me abalancé sobre él, interrumpiendo su intercambio de fluidos con la diosa de la Discordia. Eris retrocedió, presa del pánico, mientras me observaba llena de horror, como si de pronto la aterrara.
Pero yo solo tenía ojos para aquel pecador.
Sorprendido, el muchacho interpuso su mano entre mi cuchillo y su cuello. Se la atravesé limpiamente, hundiéndolo en su palma hasta el mango. Él gritó de dolor, e intentó resistir mi embestida.
Sin embargo, era como si su fuerza fuera insignificante. Sonreí de placer mientras sometía su resistencia, rompiéndole cada uno de los huesos de su brazo mientras él trataba en vano de contener el avance del filo hasta su nuez.
La adrenalina recorría mis venas, encendiendo cada chispa de mi ser. Era como redescubrir una pasión olvidada hacía mucho tiempo. Porque sí, tenía la vaga impresión de haber hecho esto antes. Y me resultaba de lo más satisfactorio.
¿La violencia era así de embriagadora? ¿Por qué resistirme a ella? Ahora entendía mejor que nunca a Primitivo.
A medida que el cuchillo hacía brotar las primeras gotas de sangre de la garganta de David, fue como si algo se asentara en mi interior.
Me sentía distinto.
Mis recuerdos empezaban a resultarme distantes, reemplazados en cambio por imágenes que me confundieron y aliviaron al mismo tiempo.
Era como si me estuviera convirtiendo en un ser completamente diferente.
— Termina con esto — jadeó David, mientras sonreía. — Hazlo, y vuelve conmigo.
Las palabras de mi subordinado lograron sacarme a flote. Mi conciencia se impuso sobre la de aquel cuerpo que era mi recipiente, y, sin miramientos, silencié su sentir y sellé sus recuerdos.
Ahora sabía quién era.
Mi sonrisa se amplió, a medida que iba cobrando consciencia de aquel cuerpo que me rodeaba. Me gustaba ese pelo rubio, los ojos verdes esmeralda, esa complexión fuerte sin llegar a límites ostentosos. Era agradable volver a sentirla... La libertad.
Un poco más, y lo habría conseguido. Ya casi me pertenecía por completo. El alma de Félix Durand prácticamente había desaparecido.
Con una carcajada, recordé la promesa que había hecho a través de Semyazza. Una vez matara al joven, y me deshiciera de la diosa menor que nos miraba espantada, iría a ver a Primitivo. Le daría las gracias por su ayuda.
Después, me encargaría de llevarlo a un lugar del que nunca volviera. Se me ocurrían buenas torturas para ese pecador... Pero para ello, debía terminar el trabajo. Ese muchacho debía morir ante mis ojos.
Era la única manera.
Y eso fue lo último que pude pensar, antes de que una gran oleada de poder, procedente de la mítica Manzana Dorada, me hiciera volar por los aires. El impacto fue brutal.
Aterricé fuera del escenario donde se habían producido los combates. Aquel golpe me hizo perder el control, verme, una vez más, arrastrado hacia las sombras. Sin embargo, en lo más profundo de mi ser, seguí sonriendo.
Pronto estaría de vuelta.
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