Capítulo 24: Secretos del pasado
08:56 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Félix:
No obstante, podéis creerme cuando os digo que ese subidón de confianza que experimenté momentáneamente, se fue disipando a lo largo de la mañana. Sobre todo, cuando me di cuenta de que teníamos un par de exámenes cuya existencia mi cerebro había decidido olvidar.
Ya sabéis, un par de ceros quitan las ganas de todo.
Pero además, había otro asunto que me inquietaba. Fueron pasando las horas, y no vi a Carlos ni una sola vez. Ni en las clases que compartíamos, ni tampoco en los pasillos. Pregunté por él a varios amigos suyos, que me miraron con cara de bicho raro y se limitaron a decirme que estaba enfermo.
— ¿Habéis visto a ese estúpido? ¿Qué se cree? Está claro que para Carlos no es más que una distracción, un cambio de aires de tanta mujer que lo persigue — les dijo David al resto, entre codazos y sonrisas estúpidas y arrogantes, cuando pensaban que no podía oírlos.
Para poneros en contexto, David es el mejor amigo de Carlos. Y sí, es un imbécil total que se lo tiene bastante creído. Fue el primero que se burló de mí después del beso con mi alma gemela, el año pasado.
Por lo visto, seguía manteniendo su misma y estúpida actitud.
No obstante, era extraño. Lo cierto es que no terminaba de recordar bien cuando David había llegado al instituto. Tenía la impresión de conocerlo de toda la vida, aunque no recordaba nada concreto de él (hasta el momento en que me había humillado, claro está). Aún así, creo recordar que ya era amigo de mi alma gemela cuando llegó...
En fin, a pesar de lo tontos que podían llegar a ser sus amigos, me aportaron una información valiosa. No sabía que tipo de enfermedad había podido coger Carlos, así de repente, pero una vez más la preocupación comenzó a instalarse con fuerza en mi interior.
Quería ir a visitarlo tras el instituto, de verdad que sí. Pero le había prometido a Cronos que volvería con él, y no podía faltar a mi palabra. El titán estaba vulnerable, me necesitaba de verdad.
Y yo a él. Tristemente, Carlos tendría que esperar.
Pero no sería el único. Cuando ya pensaba que no podrían aparecer más problemas, como no podía ser de otra manera, surgió otro nuevo.
Todo comenzó durante la clase de matemáticas, la última de la jornada escolar. En lugar de presentarse el señor Íñigo, nuestro profesor de siempre, vino un sustituto que dijo llamarse Bruno. Era un hombre de unos treinta años, aunque aparentaba mayor edad. Su cabello castaño se encontraba pulcramente peinado con toneladas de gomina, y portaba un pomposo traje de raya diplomática que desentonaba bastante con la vestimenta del alumnado.
Parecía salido de una película de los años cincuenta.
El drama comenzó cuando el profesor quiso explicarnos las integrales definidas. Apenas hubo tomado el minúsculo trozo de tiza blanca situado sobre su mesa, e iniciado la explicación, cuando una voz conocida lo interrumpió.
— Disculpe, ¿podría hablar de forma normal? Ese tono tan pretencioso que está usando me dan ganas de vomitar — soltó de golpe Irene, poniéndose de pie.
Bruno se quedó a cuadros, sin saber siquiera que responder. Por suerte para él, Irene continuó con sus maravillosas quejas.
— Además, ¿qué demonios lleva puesto? ¿Se cree que estamos en Silicon Valley? — lo continuó increpando, mientras avanzaba por el pasillo central de la clase.
Por algún extraño motivo, mis compañeros empezaron a aplaudir y a animar a la antigua delegada, que continuó humillando al profesor palabra tras palabra. Y para ser sinceros, no dejó títere con cabeza: Desde la forma de sus cejas hasta sus zapatos, hizo una crítica tan severa que habría hecho sonreír a la mismísima Clotilde.
Por mi parte, estaba contemplándolo todo como si estuviera sumergido en un trance.
Irene siempre había sido una chica agradable y simpática, que había sido capaz de ganarse la confianza tanto de alumnos como profesores. Como nuestra delegada, se había enfrentado incluso a la misma directora para satisfacer las demandas de sus compañeros. No había dudado en mediar en cada conflicto, en cada pelea. En consolar a aquellos que llorasen, o fundar una de las asociaciones de voluntarios del centro.
¿Qué había cambiado ahora?
Los sucesos del día anterior, olvidados a causa del fragor de la pelea con Fobétor, acudieron a mi mente. Eris había humillado a Irene. Le había robado a su novio, a sus amigas, y la había ridiculizado en frente de todos sus compañeros.
Y, si todo esto hubiera sucedido un par de semanas después de lo de ayer, no me habría extrañado. El odio es un veneno de acción lenta, que se expande por todo nuestro ser hasta conquistarlo por completo. En cambio, una transformación así, tan radical, de un día para otro... Allí había gato encerrado.
Al ver su alma lo comprendí todo.
Esta acostumbraba a manifestarse como un paisaje natural, una selva reluciente que rodeaba a la delegada formando una esfera de luz en torno a su cuerpo, y que desde luego simbolizaba a la perfección su naturaleza conciliadora y calmante.
Ahora, en cambio, había algo que estaba muy pero que muy mal. Era una mancha, completamente negra, como un tumor, situada en el lado izquierdo de su alma. Nunca antes había visto algo semejante. Era una oscuridad profunda y aterradora, cuyo fondo no alcanzaba a ver. En su interior, pequeños relámpagos aportaban ocasionales estallidos luminosos.
Lo peor de todo era que, a medida que esas tinieblas se habían ido extendiendo por el espíritu de Irene, habían ido deshaciendo su forma, como si estuviera moldeando la propia esencia de la muchacha.
— ¡Suficiente señorita Castiella! — exclamó el nuevo profesor, enfurecido. — ¡Queda usted expulsada de mis clases por el resto de la semana!
Irene sonrió con suficiencia, mientras miraba a sus compañeros.
— Buenos queridos, aquí os quedáis. Yo me largo — declaró, mientras se ponía su mochila con aire insolente, y salía del aula dando grandes zancadas.
En ese momento, tomé una decisión apresurada. Cogí mi mochila con rapidez, y salí corriendo tras ella.
— ¡Señor Durand! ¿Adónde va? — preguntó Bruno, queriendo alcanzarme.
Sin embargo, fui más rápido que él, y logré escapar antes de que pudiera articular una sola palabra más.
Era hora de mantener una seria charla con la diosa de la Discordia. Y, ¿quién sabe? A lo mejor de paso salvaba el alma de una compañera odiosa.
***
13:13 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Lorea:
Descendí las escaleras con pasos trémulos, casi tímidos, pero cargados de un profundo temor. Instantes antes, la puerta del sótano había emitido un chirrido espantoso al abrirse, producto del óxido de sus bisagras. No en vano aquel lugar llevaba cerrado más de treinta años.
Todo había sucedido de repente.
Al llegar a clase hoy, tenía dos objetivos en mente. El primero era hablar con esa tonta de Laura. No me juzguéis mal, es mi amiga. Sin embargo, lo suyo ya rozaba la estupidez. Por enésima vez desde que habíamos llegado el año pasado a este instituto, situado en medio de la nada, había vuelto a enamorarse de ese pelirrojo.
Y es que ya no sabía ni como decirle que lo suyo con él no podía ser. Que ya le había roto el corazón antes. Que aparentaba ser simpático, pero en realidad era un chico cruel y despiadado. Y ella erre que erre, que si ahora tengo una oportunidad, y no sé qué de un favor que le había hecho Eris.
Al final, solo se llevaría otro chasco, y una servidora tendría que acabar consolándola nuevamente a las tantas de la mañana, igual que la última vez.
¿Por dónde iba? ¡Ah sí! Lo segundo que me había propuesto era disculparme con Irene.
Ayer había actuado como una completa descerebrada. Fue como si un demonio se hubiera apoderado de mí. Antes de ser consciente de lo que hacía ya le había pegado una bofetada, y le estaba diciendo cosas horribles.
A mi mejor amiga. A mi prima, para ser más exactos.
Total, que cuando había intentado hablar con ella, me había rechazado de una forma terrible. Era consciente de no haber actuado bien, pero sus palabras acabaron por hacerme polvo el corazón.
— Nuestra amistad acabó ayer, en el momento en que me pusiste una mano encima. A fin de cuentas, solo eres el perrito faldero de Eris. ¿No tienes que lamerle las botas a tu nueva dueña? — me dijo Irene, con un tono frío y sarcástico que me hizo estremecerme.
Desesperada, había hecho lo que mejor se me daba: Ir al baño para llorar con el grifo abierto y la puerta trabada. Tengo que admitir que es un clásico, pero siempre funciona.
Dejando de lado el humor, la situación verdaderamente me desolaba. Irene y yo habíamos sido inseparables desde niñas. Cada vez que nuestras familias se encontraban, ambas jugábamos y compartíamos secretos. Ella siempre me había escuchado, sin juzgarme ni revelar nada a nadie.
Ni siquiera lo del embarazo.
Hasta ahora, todo era triste, pero relativamente normal. Lo verdaderamente sobrenatural comenzó al salir del baño. Recuerdo que aún estaba limpiándome las últimas lágrimas, tratando de recomponerme, cuando algo mágico ocurrió frente a mis ojos.
Frente por frente con la puerta del aseo, se encontraba el acceso al sótano del instituto. Era una zona restringida, que había sido cerrada hace treinta y tres años por unos derrumbes que se cobraron la vida de seis alumnos. Desde entonces, un gran candado había mantenido sellado el lugar.
Sin embargo, en el preciso momento en que yo salí, aquel cerrojo cargado de óxido simplemente se desvaneció. El candado, ante mi asombrada mirada, se convirtió en una mera sombra, que se disipó como si nunca hubiera existido.
Y por arte de magia, la puerta se abrió de par en par, invitándome a entrar. Dejándome guiar por mi instinto, crucé el umbral.
En ese punto me encontraba. Tras contar sesenta y seis escalones, llegué al lugar de los hechos, donde se había producido el accidente. Según contaban las leyendas urbanas, los cuerpos nunca pudieron ser trasladados, y la macabra estampa de las rocas contrapuestas con los restos humanos permaneció conservada en el tiempo.
No obstante, al pisar el húmedo suelo, encontré algo muy distinto a lo que esperaba. No había escombros de ningún tipo, y excepto por una gruesa capa de polvo que cubría el mobiliario que allí había, todo estaba relativamente ordenado, hasta donde alcanzaba a percibir, pues la única fuente de luz provenía de la puerta por la que había entrado.
En cuestión de segundos, algo terrible sucedió.
La puerta se cerró de golpe, como por una corriente de viento, y varias velas dispersas por el suelo del sótano se prendieron solas, arrojando una luz titilante y tenebrosa que, a cada segundo que pasaba, amenazaba con extinguirse.
Al principio tuve que cubrirme los ojos con las manos por el repentino resplandor, pero una vez me hube adecuado a la luz, lo que vi me dejó sin aliento. Dispersos por toda la estancia había lo que parecían ser restos de un ritual pagano.
Un libro, abierto de par en par, permanecía impasible frente a un círculo grabado en el suelo de hormigón. Intenté comprender lo que decía, pero las palabras estaban en latín. Lo que sí entendí fue el símbolo que adornaba su portada: Un pentagrama invertido.
Dios mío... ¿De quién había sido la fantástica idea de hacer un ritual satánico en el sótano de nuestro instituto?
Los horrores no hicieron más que aumentar. Por primera vez desde que había llegado, me percaté de las manchas de sangre seca que adornaban tanto el suelo como las paredes del lugar. Y para colmo, la sorpresa llegó cuando me fijé mejor en el círculo ritual. Seis cráneos flanqueaban cada uno de sus extremos, con sus cuencas vacías mirando hacia el interior del círculo, como guardianes de una fuerza invisible.
Finalmente, el miedo se apoderó de mí. Quise irme, salir de ese infierno, ese lugar tan siniestro y diabólico.
Pero una voz me llamó.
— Lorea, ¿tan pronto vas a marcharte? — susurró de forma cálida una voz masculina, procedente de dentro del sigilo.
Entorné los ojos para tratar de ver quién era, pero un denso manto de sombras cubría su rostro, y se arremolinaba formando una espiral en torno a él.
— Mucho me temo que no puedo dejarte salir — repitió el hombre, con lástima en su preciosa voz.
— ¿Quién eres? — me atreví a formular, tratando de aparentar valentía.
El desconocido respondió con dulzura.
— Mi identidad no importa ahora. Pero tienes que ayudarme.
La confusión hizo mella en mi interior, mientras una parte de mí me instaba a correr hasta la cima de las escaleras, y echar la puerta abajo si fuera necesario. Pero lo que hice fue preguntar:
— ¿Cómo podría yo ayudarte?
La figura respondió con una risa suave, casi angelical.
— Lo único que debes hacer es tirar uno de estos cráneos fuera del círculo. Así seré libre, y tú también.
— ¿Y si me niego? — quise saber.
El hombre negó con la cabeza.
— He sellado la puerta por la que has entrado con mi poder. No podrás salir, y nadie te oirá. Acabarás muriendo, y serás un cadáver más, otro cráneo para decorar esta sala.
La mera impresión de acabar muerta, y de una forma tan increíblemente estúpida, me hizo estremecerme de puro terror. Sin embargo, tenía que mantenerme firme. No era una de esas descerebradas de las películas de terror.
— Solo te ayudaré si me dices quién eres — aseguré, con tono tajante.
La figura asintió con la cabeza, mientras carraspeaba. Y en ese momento, dos grandes alas angelicales se desplegaron a sus espaldas, sus plumas rozando los bordes del círculo, semiocultas bajo el manto de oscuridad que rodeaba a la figura.
— Soy un ángel — sentenció él.
Y sin poner en duda sus explicaciones, ni exigir prueba alguna más, me encaminé hacia el círculo, con pasos lentos. Iba como hipnotizada, y antes de poder pensármelo dos veces, hice trizas uno de los cráneos con un fuerte pisotón.
Muy lejos de allí, un anciano miró al cielo, y supo que el día finalmente había llegado. La temida profecía empezaba a hacerse realidad.
Por mi parte, no hay mucho más que decir. La oscuridad que se había concentrado dentro del círculo se liberó por toda la estancia, apagando la luz de las velas y sumiéndome en unas tinieblas absolutas. El ángel pasó a mi lado, rozándome con su suave plumaje, mientras me susurraba por última vez.
— Te agradezco tanto tu colaboración... Ahora debo irme, pero hay alguien que quiere conocerte. Una mujer con la que seguro que te entiendes muy bien.
Y dicho esto, se desvaneció en las sombras, al fin libre de su prisión.
La puerta se abrió con un chasquido, dejando entrar una rejilla de luz al sótano. Yo de veras quería encaminarme hacia ese resplandor. Salir de esas tinieblas en las que me había internado.
Pero mi destino ya estaba escrito de antemano.
Unas manos huesudas y ásperas me tomaron del cuello, arrastrándome al interior del círculo ritual. Sin poder oponer resistencia alguna, el suelo bajo mis pies se hizo añicos, y caí a una especie de limbo, un vacío que parecía no tener principio ni final. Conforme me iba hundiendo en él, comprendí que luchar sería inútil.
Un profundo sopor se fue adueñando de mí, y lo último que pude oír, antes de caer dormida, fue el llanto de una mujer, y su voz.
— Es hora de comenzar.
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