Capítulo 23: Ponzoña y ventura
08:03 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Félix:
Mientras caminaba junto a Eris, las últimas palabras de Cronos seguían grabadas en mi mente. Sencillamente no podía olvidar esa expresión suya. Parecía tan vulnerable en ese momento... Solo de pensarlo, me entraban ganas de volver corriendo a casa, agarrarlo de la mano, y no soltarlo hasta que se recuperase.
— Estás preocupado por él, ¿verdad? — me interrogó Eris, sus ojos brillando con curiosidad.
La miré de reojo, desconfiado. ¿A qué venía esa pregunta? Seguramente estaría planeando burlarse de mí nuevamente, tratar de humillarme otra vez. No obstante, esa mañana encontraba diferente a la diosa.
Normalmente su rostro estaba curvado en una sonrisa retorcida y malévola, reía a carcajadas, y era ambigua o enigmática hasta sacarme de quicio. Pero hoy... Aunque trataba de disimular, había una profunda tristeza en sus ojos.
Para colmo, tenía la impresión de que algo malo le estaba ocurriendo.
Iba ligeramente encorvada, y andaba con desgana, como si apenas pudiera tenerse en pie. Incluso llevaba pocas joyas (aunque con pocas me refiero a que solo lucía cinco brazaletes de oro en cada brazo).
Y no, no es que estuviera preocupado por ella... Aunque tenía que admitir que, después de habernos enfrentado juntos a Fobétor ayer, la veía con otros ojos diferentes. Es decir, no había olvidado sus crímenes, pero, a fin de cuentas, intentó salvarme cuando el oniro regresó del Mundo de las Pesadillas. Eso significaba algo, ¿verdad?
En ese momento, la diosa fijó su mirada color ámbar en la mía, y me dio la impresión de estar contemplando a una viuda.
— ¿Por qué siempre nos empeñamos en ignorar nuestros sentimientos? — reflexionó. — Es obvio que sientes algo por Cronos. No me intentes engañar — me advirtió, al ver que empezaba a negar con la cabeza.
Rompí el contacto visual, tratando de eludir el tema, pero las palabras escaparon de mis labios, como si ya no pudiera contenerlas por más tiempo.
— Cronos me gusta. Y mucho. Demasiado — admití, con un suspiro de resignación.
Eris me dedicó una sonrisa triste, y de pronto se detuvo, apoyándose contra una pared, dejando que su espalda resbalara por el muro hasta caer sentada en la acera. Antes de que pudiera siquiera preguntarle qué le pasaba, ella se me adelantó.
— No deberías ocultárselo. Ni tampoco estar con Carlos si ya no le quieres. De hecho, deberías olvidarte de ese pelirrojo. Si tanto te gusta Cronos, entonces aprovecha cada segundo que puedas pasar con él. Uno nunca sabe cuánto tiempo nos queda...
Me agaché junto a ella, empezando a estar, para mi consternación, severamente preocupado.
Realmente la diosa parecía devastada, como si la tristeza se hubiera apoderado de ella y se negara a soltarla bajo ningún concepto. Ahora me daba cuenta de que aquella actitud cruel, caprichosa e inclemente, no era más que una fachada. Una máscara hábilmente colocada para evadir el sufrimiento.
Quise preguntarle si estaba bien, pero de inmediato caí en la cuenta de que jamás me respondería con honestidad. En el tiempo que llevaba con ella, había podido darme cuenta de lo terca y mentirosa que podía llegar a ser.
Así que, recordando lo sucedido esta mañana con Cronos, se me ocurrió la genial idea de tratar de ver el alma de Eris. A fin de cuentas, ¿qué podía salir mal?
Respiré profundamente, antes de concentrarme en la diosa. Anclé mis ojos a los suyos, y hundí mi mirada en aquella tonalidad ámbar que gobernaba su iris. Mientras eso pasaba, tomé sus manos estrechándolas con fuerza. La diosa me contempló con un ligero atisbo de sorpresa, que se desvaneció en pocos segundos, engullida por aquella marea de pena que cubría su mirada.
Ambos nos quedamos contemplándonos el uno al otro, silenciosos. Como si estuviéramos en trance. Durante unos largos segundos, no sucedió nada. Pensé que lo que estaba haciendo era en vano. Que no podría ver su esencia.
Entonces, las primeras imágenes comenzaron a aparecer. Y creedme cuando os digo que no eran nada agradables.
Ante mis ojos, lo que supuse que eran recuerdos de Eris comenzaron a desfilar frente a mí. A diferencia de otras ocasiones, donde primero veía el alma concreta, y luego podía acceder a sus memorias y destino, en esta ocasión me vi sobrepasado por destellos del pasado de la diosa, que tomaron mi mente sin contemplaciones.
Primero la vi, naciendo de entre las sombras, siendo creada justo tal y como era ahora, su cuerpo tomando forma a partir de la más pura oscuridad. La que supuse que era su madre, la contemplaba desde las alturas, envuelta en tinieblas y zarcillos de niebla.
Acto seguido, la escena cambió.
Ahora estaba en una boda. Eris estaba a las puertas del salón nupcial, tratando de acceder al recinto, pero los guardias, dos hombres fornidos vestidos con túnicas griegas, le negaban la entrada. Ambos portaban sendas lanzas, que cerraban el paso de la deidad.
— Solo he venido a entregar un pequeño regalo para los recién casados — comentó ella, con tono ligero, mientras en su mano cargaba una manzana que conocía demasiado bien.
Finalmente, logró persuadir a aquellos vigilantes. En efecto, al poco de entrar, los invitados se volvieron, indignados. Claramente no esperaban a la diosa allí. Y para ser sinceros, ¿quién lo haría? Habría que estar loco para invitar a la diosa de la Discordia a tu boda.
Sin embargo, antes de que pudieran decir nada, Eris dejó a los presentes sin aliento al mostrar la Manzana Dorada, que emitió ondas de oro puro que reverberaron por toda la estancia, haciendo brillar los ojos de la novia y de varias de las mujeres presentes.
— ¡Qué la más bella de las diosas tome esta Manzana! — exclamó Eris, haciendo rodar la fruta por el suelo del salón.
De inmediato, las deidades presentes se abalanzaron sobre el fruto, y comenzaron a discutir por él, casi llegando a las manos. Era un despliegue de pura pomposidad. Todas aquellas mujeres, con sus vestidos de puntillas, mantos, abanicos... No paraban de gritarse y empujarse las unas a las otras. Mientras tanto, la diosa de la Discordia reía de forma inclemente, habiendo sido capaz de sembrar el caos incluso entre el panteón olímpico.
Los recuerdos que siguieron eran demasiado rápidos y abundantes.
Pasaban como ráfagas, permaneciendo apenas unos segundos en mi mente antes de tornarse en algo completamente diferente. Vi guerras, sangre, destrucción... y demasiados encuentros furtivos y apasionados con amantes.
Respiré con más profundidad, tratando de recobrar el control de mi habilidad. Me llevé ambas manos a la cabeza, tratando de mitigar la migraña que me estaba envolviendo.
Me concentré en aquello que estaba buscando: la verdadera causa de la tristeza de Eris. Y de inmediato apareció ante mí.
Pude ver a un hombre, que se colocaba con manos trémulas un brazalete de plata, mientras leía una nota y lloraba desconsolado. Por desgracia, no alcanzaba a ver su rostro por completo. No podía reconocerlo.
A continuación, el mismo hombre se reencontraba con Eris. Él la observó con fijeza, sus facciones veladas por una bruma que no lograba atravesar. La pareja estaba en la puerta de una especie de palacio, detenidos justo frente al gigantesco umbral. Eris estaba cruzada de brazos, y ligeramente ruborizada.
— ¿Puedes simplemente no hacer preguntas? — soltó la diosa, demostrando lo incómoda que se sentía.
Desde luego, el joven no se tomó a mal que digamos su propuesta.
— Me parece estupendo — le respondió, mientras atraía a ella hacia sí, besándola con pasión y agarrándola por la cintura.
Eris correspondió al beso con la misma intensidad, y ambos entraron al palacio, donde los perdí de vista.
Finalmente, pude ver al mismo chico joven depositando suavemente a la diosa sobre un pedazo de roca, colocando el dedo índice sobre sus labios mientras le sonreía ligeramente. No podía alcanzar a oír lo que decían.
De pronto, me sentía muy cansado. Agotado, diría yo.
Pero tenía que seguir. Quería ver hasta el final, averiguar quién era ese misterioso chico que tanto estaba haciendo sufrir a una diosa despiadada. Y cuando se giró, pude verlo. La exclamación brotó de lo más hondo de mi ser, a medida que la sorpresa me llenaba por completo.
— ¿¡Estás enamorada de Fobétor!? — vociferé, sacando a la diosa del trance que parecía haberla invadido.
¿Cómo podía ser eso posible? El mismo dios despiadado, que me había dado una paliza, y que la había mutilado en incontables ocasiones, ¿era su ex?
Aunque, mirándolo bien, tenía cierto sentido. Casi se puede decir que eran tal para cual. La Discordia y la Pesadilla. Decididamente, hacían buena pareja.
No obstante, Eris no se tomó del todo bien que me enterase de su pequeño secreto. Se levantó con rapidez y me propinó un buen bofetón, devolviéndome a la realidad por segunda vez ese día. Me llevé la mano a la mejilla, que ahora ardía al contacto con el golpe.
— ¿Cómo osas hurgar en mi alma? ¿En mis recuerdos? — me interrogó ella con furia, antes de darse la vuelta y marcharse, a pesar de que apenas podía mantenerse en pie.
Por mi parte, tampoco puedo afirmar que estuviera mucho mejor. En cuanto perdí a la diosa de vista, todo a mi alrededor se volvió negro.
Y elegí el momento perfecto para desmayarme.
***
08:37 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023.
Félix:
Total, que por culpa de aquella irritante y enamoradiza diosa, perdí el autobús y tuve que ir a pie hasta el instituto. Así que llegué tarde a clase. Por enésima vez este curso.
A pesar de todo cuanto estaba sucediendo (el apocalipsis, mi triángulo amoroso, deidades primigenias que enviaban dioses a modo de sicarios...), odiaba el llegar con retraso. Me hacía sentirme miserable, sucio. Siempre me había distinguido por mi puntualidad, y esta era una de mis mejores cualidades (junto con mi invaluable sentido del humor, todo sea dicho).
Para colmo, la Pesadilla de Primitivo me había hecho un último favor. Al parecer, en su maravilloso intento de intentar "enseñarme" a hacer puenting sin cuerda en la entrada al Mundo de las Pesadillas, me había hecho perder mi teléfono.
Y vale, sé que puede que esto no parezca muy importante, en comparación con el hecho de que casi me mata, pero es que no podía ni siquiera mandarle un mensaje a Carlos diciéndole que estaba bien. Se suponía que ayer íbamos a pasar una gran tarde romántica juntos, y lo había dejado plantado.
A estas alturas, seguro que pensaría que me había atropellado un camión. O que había perdido el interés en él.
La mera idea me aterraba. Y no es que esté contradiciéndome a mí mismo. Para ser sinceros, Cronos me gustaba, pero la semana pasada que había pasado con Carlos había sido una de las mejores de mi vida. Por primera vez, alguien me entendía, me valoraba, y me quería por cómo era. Se reía con mis bromas, me abrazaba... No quería perder eso.
Al poco de entrar al instituto, me recibió el impasible rostro de Clotilde, que había sido nombrada como portera en funciones tras la "desaparición" de Torres. Era una mujer alta y delgada como un palillo, de expresión severa, que siempre se recogía el pelo negro y entrecano en un moño alto. Para colmo, siempre andaba vistiendo con vestidos negros (que a decir verdad parecían camisones) que le llegaban hasta los tobillos.
Parecía una monja salida del convento más cercano.
Y claro está, a desagradable no le ganaba nadie. Nada más verme, me impidió seguir avanzando, y antes de saber siquiera que pasaba, me conducía tirándome del brazo hacia el despacho de la directora. Como si no supiera ir solito.
Allí nos recibió Eurídice, nuestra querida y apreciada jefa de estudios, con unas facciones que parecían esculpidas en piedra. Como siempre que la veía, su alma se materializó en su espalda, formando dos alas angelicales que estaban rematadas de forma grotesca, con las plumas tornándose en piedra, y las puntas de las extremidades dislocadas en ángulos antinaturales.
Al contrario que otras veces que la había visto, en esta ocasión su esencia vital emitía un vivo resplandor carmesí, que teñía la estancia de color sangre.
— Gracias querida — fueron las únicas palabras (cargadas de desprecio) que le dedicó Eurídice a Clotilde, la cual se retiró al instante.
Tomé asiento en el borde de la silla, mientras un escalofrío recorría mi espina dorsal. Sin embargo, todo se desarrolló tal y como había esperado: Una reprimenda algo severa por parte de la directora, combinada con una monótona charla motivacional a la que, para qué mentir, ni ella puso mucho interés en pronunciar, ni yo en escucharla.
Y justo cuando pensaba que aquella reunión improvisada había terminado, la chirriante voz de Clotilde irrumpió nuevamente en el despacho.
— Le paso la llamada del señor Durand — informó a Eurídice, quien sonrió con cruel satisfacción.
Sus palabras me helaron la sangre.
Habían decidido llamar a mi maldito abuelo. A Primitivo. Casi podía imaginar sus palabras, expresando una vez más lo decepcionado que estaba conmigo, lo mucho que hundía el apellido Durand a cada segundo que pasaba. Seguramente también incluiría una bonita amenaza de recluirme en un internado en Noruega. Amenaza que por cierto, sabía que se volvería realidad. Ventajas de haber vivido el futuro.
Sin embargo, esta vez había algo diferente. Cuando la voz pastosa de Primitivo resonó por el auricular de la directora (que puso el manos libres para que pudiera escuchar bien los insultos que mi abuelo me dedicaba), no sentí temor, ni tampoco pánico. Era como si, al fin, el efecto perturbador que aquel diabólico ser ejercía en mí, comenzara a disiparse.
Y supongo que todo se lo debía al novio de Eris, y su maravillosa terapia de choque.
Al abandonar ese despacho, me sentí como un hombre nuevo. Alguien que no le tenía miedo a nada ni nadie. Había enfrentado no a uno, sino dos dioses. Había escapado del maldito apocalipsis. Había asesinado a una versión diabólica y rejuvenecida de mi abuelo psicópata. Incluso tenía una relación estable con mi alma gemela.
Es cierto que aún quedaban muchos retos por superar, desafíos a los que hacer frente. Tártaro y Nix no serían fáciles de vencer. Cronos estaba convaleciente, y la única aliada que me quedaba, Eris, encima sufría de mal de amores. No obstante, tenía claro que, no importaba lo que pasase, lo conseguiríamos.
En ese instante, y por paradójico que pueda sonar, me sentí feliz, y me confié.
Craso error, pues la sombra de nuestro enemigo era más larga de lo que parecía, y sin saberlo, ya había iniciado su siguiente movimiento, en esta partida de ajedrez en que se estaba convirtiendo nuestra existencia.
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