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Capítulo 22: Recuerdos y promesas

07:33 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023. 

Eris:

Abrí los ojos con una deliberada lentitud, sintiendo como el calor de aquellas sábanas negras, y del cuerpo cálido que dormitaba a mi lado, llenaba mi ser. 

Me removí cómodamente, disfrutando de cada instante, aspirando la delicada fragancia que llenaba el aire de la habitación. Era amplia, decorada de forma algo lóbrega: Mobiliario de ébano tallado a mano, y paredes de alabastro de color gris apagado. El suelo, de fría piedra, no estaba cubierto ni por una miserable alfombra. 

Recuerdo que, en su día, me quejé de aquella decoración tan deficiente y poco original. Hoy en día mi opinión no había cambiado, pero supongo que se podía decir que miraba esa estancia con otros ojos. Con añoranza, tal vez. 

A pesar de que la cama con dosel que ambos compartíamos era lo suficientemente amplia como para que nuestros cuerpo ni siquiera se rozasen, yo había despertado abrazada a él, con la cabeza apoyada sobre su pecho pálido y desnudo.

En otros tiempos me habría asustado. Habría roto el contacto de inmediato, y habría huido sin mirar atrás. Sin embargo, esta vez había decidido arriesgarme, y continuar abrazada a él, disfrutando de cada segundo que pasaba a su lado, de cada roce entre nuestras pieles. 

Con él, sentía que todos mis problemas se desvanecían, como si nunca hubieran existido. A veces me preguntaba cómo yo, la diosa de la Discordia, había sido capaz de acabar así. 

Enamorada hasta las trancas. 

Cuando Fobétor despertó, e iluminó la habitación con una de sus sonrisas, en las que se entremezclaban un toque de picardía con lujuria y una impresión perturbadora, obtuve mi respuesta. 

— Buenos días — me saludó, aún ligeramente adormecido, mientras depositaba un beso en mi frente, y correspondía mi abrazo con intensidad. 

Yo, lejos de quedarme corta, decidí terminar de despertarlo con un beso en los labios, que casi hace que el Amo de las Pesadillas diera un salto de la sorpresa. 

— Ahora sí que son buenos — repliqué, mientras una retorcida pero feliz sonrisa se contagiaba a mi rostro. 

El oniro se incorporó, y se quedó mirándome, embobado, recorriendo mi cuerpo entero con la mirada. 

— ¿A qué se debe esta nueva actitud tuya? — quiso saber. — ¿Es que aún sigo soñando? ¿Debo darle las gracias a mi padre por este hermoso sueño?

Me reí a modo de respuesta, depositando un ligero golpecito en su pecho, mientras mis manos se entrelazaban sobre los músculos de su espalda. 

— Simplemente he aprendido a valorar lo que tengo ante mí. Te quiero Fobétor — le contesté.

Él se quedó boquiabierto, sin saber qué decir ante mi declaración. Lo único que pudo hacer en aquel momento, fue devolverme el beso, haciendo que ambos cayéramos tumbados de nuevo. Mis manos se entrelazaron en torno a su pelo, y en ese instante quise memorizar el sabor exacto de sus labios sobre los míos. 

Sabía que no volvería a sentirlos en mucho tiempo.  Y aunque el dios quería decir algo, lo interrumpí.

— Tengo algo para ti. Un regalo — aclaré, mientras le tendía una diminuta cajita negra. 

— N-no tendrías que haberte molestado Eris — tartamudeó un confuso pero emocionado Fobétor. 

Al abrir el pequeño envoltorio, el dios se topó con un hermoso brazalete de plata, grabado a fuego, hecho por el mismo Hefesto. Lo había encargado especialmente para él. Sin perder el tiempo, se lo puso, y su sonrisa se amplió. 

— Gracias. No pienso quitármelo jamás — me susurró sobre los labios, antes de besarme nuevamente. — Y que sepas, que yo también... 

Antes de que pudiera finalizar la frase, la escena cambió bruscamente. Suspiré, sabiendo lo que estaba por venir. Era hora de dejar paso a la amarga realidad de aquella fatídica mañana. 

Fobétor se despertó solo, y yo nunca pude llegar a ver esa hermosa sonrisa, que se borró en pocos segundos al percatarse de que no estaba junto a él. E instantes después, se fijó en el pequeño regalo de despedida que le había dejado, junto a una nota que ya a estas alturas, me sabía de memoria. 

Amo de las Pesadillas, 

Te agradezco mucho los servicios que me has prestado, y tu ayuda en estos tiempos tan necesarios. Sin embargo, la Discordia ya ha retornado al mundo, y por tanto, ya no te necesito más. Tu tiempo como mi amante, y en mi vida, expiró anoche. 

No me busques. No intentes hablar conmigo ni contactarme de ningún modo. Ten la suficiente dignidad como para no arrastrarte como el gusano que eres. Por una vez, intenta aprender qué es el amor propio.  

Por encima de todo, debes saber que no quiero volver a verte bajo ningún concepto. Asúmelo: Para mí no has sido más que un pasatiempo. 

Cordialmente, Eris. 

PD: Te dejo un pequeño regalo en compensación por tu ayuda. 

Tuve que ser testigo una vez más, de cómo un arrasado Fobétor se colocaba aquel dichoso brazalete de plata en torno a su muñeca, mientras las primeras lágrimas caían sobre él. Acto seguido, el dios hundió la cabeza en la almohada, llorando desconsolado. 

Yo, por mi parte, sentí cómo mi alma se desgarraba. Ya no tenía sentido continuar en aquella memoria de un alma olvidada. 

Con un chasquido de dedos, regresé a la verdadera realidad. 

Estaba tumbada, pero no con aquel a quien desprecié, sino en la cama de la habitación de invitados de Félix Durand (un idiota enamorado del dios del tiempo, aunque no quisiera admitirlo). La Manzana Dorada brillaba débilmente sobre mi regazo, incitando a introducirme en otra memoria, a revivir más de mis recuerdos con Fobétor, a modificarlos de nuevo para ver cómo podría haber sido nuestra vida juntos. 

Era lo que llevaba haciendo toda la noche. No había dormido siquiera un minuto, pues cada vez que cerraba los ojos me imaginaba al alma de mi antiguo amante siendo torturada en alguno de los Nueve Círculos del Infierno. Las lágrimas llegaban justo después.

Estaba agotada por todo el poder que había estado usando. No quería salir de la cama, quería permanecer en ella para siempre. Morir allí. Sin embargo, tenía que ser fuerte, y seguir adelante. No me quedaba de otra. Con el tiempo, mis sentimientos acabarían por desvanecerse. 

Siempre lo habían hecho. Hasta ahora. 

Decidí que dormiría una o dos horas más, tratando de recobrar energías para el duro día que me aguardaba. Y justo cuando por fin logré cerrar los ojos, encontrando un poco de paz, la voz del insufrible de Cronos me hizo abrirlos nuevamente. 

— ¡Eris, ya está el desayuno! ¡Baja! — me ordenó. 

***

07:37 A.M, martes día 15 de septiembre, año 2023. 

Félix: 

El silencio era de lo más desagradable. 

Después de lo que había pasado ayer, entre Cronos y yo, la tensión flotaba en el aire, y literalmente podría cortarse con un cuchillo. El titán me observaba, con los ojos entornados, parapetado detrás de una taza de café humeante. A pesar de no decir una palabra, de alguna forma presentía los cientos de pensamientos que debían estar surcando su mente en estos momentos. 

— Así que... estás con Carlos, ¿cierto? — me preguntó con voz cautelosa. 

Le iba a responder, pero mi voz falló al ver cómo se revolvía el pelo, en aquel gesto tan suyo que lo hacía parecer tan... ¿atractivo? ¿adorable? Sea como fuere, sentí cómo una oleada de calor me envolvía. 

No obstante, no podía mantener aquel silencio. Eso solo le daría esperanzas a Cronos, y tenía que ser muy claro al respecto. 

— Así es — afirmé rotundamente. — Comenzamos a salir poco después de que tú ingresaras en el hospital. 

El titán desvió su mirada de la mía, y contempló de forma reflexiva el jardín que se extendía al otro lado de la ventana de la cocina. 

— Lo entiendo, y me alegro por vosotros — dijo de forma serena, sorprendiéndome bastante. 

Estaba casi seguro de que, de no haber intervenido, ayer él me habría besado. Había podido sentir claramente su reacción de decepción al enterarse de lo mío con Carlos. Y ahora, en cambio, ¿no decía ni una palabra? ¿Es que acaso su corazón era de piedra?

Una ligera molestia se encendió en mi interior. ¿No estaba siquiera un poquito celoso? A ver, no es que quisiera eso, pero... No sé, supongo que sería lo mínimo, ¿no?

Deseaba saber más. Sabía que estaba ocultando sus verdaderos sentimientos, que yo verdaderamente le gustaba. ¿O acaso estaría equivocado? Quizá hubiera malinterpretado lo sucedido ayer. Sea como fuere, aquellas dudas me estaban consumiendo. Necesitaba respuestas. 

Y entonces, fue como si algo encajara dentro de mí. 

Antes de poder decir nada más, un fuerte dolor de cabeza se apoderó de mi ser, mientras un insistente pitido resonaba en mis oídos. Me vi obligado a agachar la cabeza por el dolor, y al levantarla, lo que vi me dejó sin aliento. 

El alma de Cronos resplandecía en torno a su figura, como una gigantesca nebulosa que concentraba miles de estrellas. Los colores se arremolinaban y entremezclaban en ella de forma rápida y majestuosa. Y el brillo... era cegador. Su alma emitía una luz cálida, noble y afectuosa. 

Sin embargo, había algo que la opacaba, una profunda oscuridad, enterrada en lo más profundo de aquella galaxia. Era la culpa, el arrepentimiento, el dolor. Imágenes extrañas comenzaron a invadir mi mente. 

Un palacio, una boda no deseada, la familiar figura de Hiperión comandando un ejército, una lluvia de rocas arrojada por gigantes de cien brazos. Después, solo había un abismo insondable, y unas cadenas que tintineaban y resplandecían levemente entre las tinieblas. 

Por encima de todo, había una capa nimia y superficial de desamor. Parecía insignificante, pero aquello era, a fin de cuentas, un corazón roto. Y era por mi culpa. 

Costaba creerlo, pero le había roto el corazón a un titán. 

Atónito ante tanta información, me sujeté la cabeza con ambas manos, tratando de controlar el flujo descontrolado de sensaciones, emociones y recuerdos que me envolvían. Era como si aquella galaxia que era el alma de Cronos me estuviera consumiendo, ocupando cada rincón de mi mente, llenándola por completo. 

— ¿Qué te pasa Félix? — me preguntó el titán, alarmado, mientras se inclinaba hacia mí con preocupación, tocando mi hombro con delicadeza. 

Entonces, una conocida y desagradable voz me salvó. Por desgracia. 

— ¿Cómo está por la mañana la parejita feliz? — preguntó irónicamente Eris, entrando a la cocina con paso lento. 

Al no obtener respuesta alguna por nuestra parte, continuó con sus provocaciones. 

— Por lo menos decidme que habéis pasado la noche juntos, y no cada uno llorando solito en su habitación — se burló. 

Finalmente, la impresión que me había producido ver el alma de Cronos se desvaneció por completo, y pude levantar la cabeza para decirle un par de cosas a esa diosa prepotente. Me mareé un poco, pero definitivamente mereció la pena. 

— ¿Nosotros somos los que hemos estado llorando? Porque cuando he pasado junto a tu habitación al levantarme, me ha parecido que eras tú quien lo hacía — le respondí, mordaz. 

Para mi sorpresa, la diosa de la Discordia agachó la cabeza abruptamente, como si de pronto la punta de sus zapatos se le antojara de lo más interesante. Y aunque no estaba completamente seguro, juraría haber visto el brillo de una lágrima solitaria resbalando por su mejilla. 

¿Qué le pasaba a esta chica?

Cronos, sentado nuevamente en su silla, carraspeó, tratando de hacer que el ambiente en la cocina volviera a la normalidad. 

— Las cuestiones sentimentales pueden esperar. Tenemos asuntos más importantes que discutir — afirmó seriamente. 

Eris, luciendo nuevamente su sonrisa burlona, asintió. 

— Vale, os pondré al día. Por lo que he sabido, básicamente comprobaron en los expedientes del instituto que no faltaba ninguna alumna joven que pudiera ser la amante de Torres, así que la hipótesis de la fuga se fue a pique, revelando que el hombre está desaparecido. Bueno, muerto — corrigió la diosa, con una risita. 

Me sacudí de encima la rabia que aún hoy me seguía llenando, por la muerte de aquel buen hombre. Al menos ahora su reputación no quedaría manchada por los jueguecitos de Eris. 

— ¿Y qué fue de los miembros de la administración del instituto? — inquirió Cronos. 

Eris quitó importancia a lo sucedido con ellos, con un gesto despectivo de la mano. 

— Al parecer, al no poder procesar que los recuerdos que les había implantado eran falsos, enloquecieron. Comenzaron a sufrir ataques nerviosos, alucinaciones, mataron a un par de alumnos que pasaban por allí... Lo típico — afirmó ella, sonriendo abiertamente, mientras sus ojos carmesíes centelleaban. 

En aquel momento me sentía espantado. Mejor dicho, asqueado. 

— ¡Eris! ¿Es qué no te das cuenta de las consecuencias de tus acciones? — le recriminé. — ¡Esto es tu culpa!

La diosa se volvió hacia mí, mientras buscaba algo de desayuno en la nevera. 

— ¿No fuiste tú quien dijo que falsificara los documentos para nuestro ingreso? No olvides, Durand, que esto es culpa tuya, y no mía — me acusó, mientras se bebía un vaso de leche helada. 

Me disponía a atacarla nuevamente, cuando el sonido de una taza rompiéndose, y un grito de puro dolor atrajeron mi atención. 

Me volví con rapidez, para encontrar a Cronos en el suelo, retorciéndose de agonía mientras pequeñas manchas de sangre comenzaban a abrirse paso a través de su camiseta de blanco algodón. 

— ¡Cronos! ¿Estás bien? — exclamé, mientras me agachaba junto a él. 

Sus hermosas facciones estaban torcidas en una mueca de sufrimiento, y de pronto su pelo estaba aplastado por un sudor frío que parecía haber invadido todo su cuerpo. Al tocar su frente, me di cuenta de que estaba ardiendo. 

— Cronos, ¡háblame! ¡dime algo! — seguí gritándole, mientras colocaba son suavidad su cabeza sobre mi regazo. 

El verlo así, tan herido y destrozado... Hacía que tuviera ganas de morirme con él. Y extrañamente, de besarlo. Y más de una vez. 

Procuré apartar esa idea de mi mente, mientras levantaba (más salvajemente de lo que pretendía), su camiseta, y palpaba su torso (que tengo que admitir que era tan duro y fuerte que parecía una maldita piedra). 

Ante mi perpleja mirada, un tajo sangrante apareció de la nada, pocos centímetros por encima de su ombligo. Y no vino solo. 

Las marcas de un mordisco brutal comenzaron a insinuarse lentamente en su cuello, mientras varias puñaladas se materializaban en diversos puntos de su anatomía. Y todo ello mientras su fiebre no paraba de aumentar. 

— Por lo visto las heridas que le hicieron ayer ya están volviendo — señaló Eris, mientras devoraba un bol de cereales. 

Me volví hacia ella, buscando respuestas. 

— ¿Volver? ¿Y por qué deberían volver? 

A modo de respuesta, Eris se rió débilmente, casi sin ganas. Procuraba disimular, pero estoy casi seguro de que realmente estaba tan afectada como yo. 

— Tras su breve charla con mi madre, tocó uno de los sellos de su poder divino en el infierno, recuperando parte de sus habilidades momentáneamente — explicó la diosa. — Por eso pudo partirse la cara con tres Pesadillas olímpicas y salir ileso. Sin embargo, ese poder ya se ha desvanecido, y las heridas que revirtió están volviendo poco a poco. 

Alterné la mirada entre Eris y Cronos, sin poder mantenerla fija en este último por mucho tiempo. Su sufrimiento me estaba destrozando. 

— ¿Cómo podemos detenerlo? — quise saber, listo para hacer lo que fuera necesario. 

Eris se encogió de hombros. 

— Si tan solo pudiéramos romper uno de los cuatro sellos que resguardan su poder absoluto... 

La interrumpí. 

— Perfecto. Pues hagamos eso — resolví, dando un paso al frente. 

Sin embargo, la diosa me bajó los humos bastante rápido. 

— No es tan sencillo. ¡Esos sellos no están a dos manzanas de aquí bobo! — exclamó ella. — Uno se encuentra en el Tártaro, otro en el Monte Otris, el tercero en el Infierno, y el cuarto en el Olimpo. Si sabes cómo llegar a cualquiera de esos sitios házmelo saber. Y te lo advierto, no se puede usar Google Maps. 

Sentí cómo la desesperanza se abría camino en mi interior, al mismo tiempo que mis ilusiones de salvar a aquel titán se desvanecían como castillos en el aire. 

— ¿Y qué hacemos entonces? — repliqué. 

Antes de que Eris pudiera responder, la voz de Cronos se adelantó. El titán logró ponerse de pie a duras penas, apoyándose contra la jamba de la puerta. 

— Por ahora debemos ir al instituto. T-tenemos que solucionar el asunto de Torres — dijo, mientras la fiebre le hacía temblar de frío. 

Él se dispuso a dar un paso heroico hacia la puerta, pero lo detuve de inmediato.

— Lo siento Cronos, pero tú no vas a ninguna parte — le respondí, cerrándole el paso. 

— Pero... 

— No hay pero que valga. Ya basta de hacerte el héroe y de sacrificarte por todos. Tú te quedas aquí. 

El titán se cruzó de brazos, enfurruñado. 

— No pienso parar hasta garantizar que el apocalipsis sea detenido, y el tiempo y las vidas de mis hijos sean restauradas. Y eso pasa por subsanar esta pequeña crisis del portero — me respondió, desafiante, mientras un brillante halo blanco se arremolinaba en torno a él. 

La estampa habría sido imponente, de no ser porque segundos después, casi se cae redondo al suelo. Suerte que lo atrapé al vuelo, y lo cogí en brazos. 

— ¿Qué haces? ¡Suéltame ahora! — me ordenó el titán, mientras sus mejillas enrojecían. Y no precisamente por la fiebre. 

En ese instante me percaté de lo cerca que estábamos el uno del otro. Su cuerpo febril irradiaba un calor que me arropaba, que me hacía estremecerme de placer. Nuestros corazones palpitaban uno sobre el otro. La imagen de Carlos quería venir a mi cabeza, pero, ¿sería malvado admitir que en ese momento no me importaba en absoluto?

Eris carraspeó. 

— Félix, deberías llevar a Cronos al sofá, o a una cama, y no quedarte ahí de pie, como un pervertido, metiéndole mano, ¿no te parece? 

Ahora sí que enrojecí como un pimiento. 

Avergonzado, comencé a subir las escaleras con rapidez, mientras cargaba a Cronos hasta mi habitación, y lo depositaba con suavidad sobre mi cama. Aparté un mechón de pelo húmedo de su frente, y en un arrebato, le di un rápido beso en la mejilla. 

— Mejórate, ¿vale? — le susurré al oído, antes de alejarme. 

No obstante, su debilitada voz interrumpió mi retirada. 

— Félix no te vayas... Quédate conmigo. No me abandones — musitó, casi delirando por la fiebre. 

Esbocé una tenue sonrisa. 

— Volveré tras el instituto, te lo prometo — le dije. 

El titán abrió los párpados y sus ojos color miel, cargados de un intenso dolor, se clavaron en los míos. 

— Te estaré esperando — susurró, antes de caer inconsciente. 

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