Capítulo 20: Un nuevo amanecer
20:02 P.M, lunes día 14 de septiembre, año 2023.
Cronos:
Suspiré de alivio mientras, a mi alrededor, los fragmentos del suelo de la habitación se comenzaban a recomponer, como un mosaico viviente, y tanto las paredes como el mundo exterior, la luz y las sombras, reemplazaban al vacío que había creado.
Jamás pensé que lo diría, pero había añorado el mundo mortal.
A mi lado, Eris convulsionaba levemente, entre sollozos y lágrimas. A pesar de no haber estado presente durante la pelea, pude fácilmente imaginar todo el daño que Fobétor debía haberle infligido. Además, debía de haber sido duro para ella pelear contra su antiguo amante. Aunque, ¿a quién quería engañar? Era más que obvio que Eris era un ser sin corazón ni sentimientos de ningún tipo.
No en vano era la diosa de la Discordia, el odio y el derramamiento de sangre. Una deidad como ella, la causante de la Segunda Guerra Mundial, no sería capaz de querer a nada ni a nadie más que a sí misma.
Pese a todo, no pude menos que compadecerme de su dolor, y darle un par de incómodas palmadas en el hombro para tratar de reconfortarla.
— No te preocupes Eris. Debes recomponerte — la tranquilicé. — Piensa que Fobétor, a estas alturas, ya debe de haber sido despedazado por mi hermano Hiperión. Imaginarte su cuerpo mutilado seguro que te alegra — le comenté, intentando hacerla reír.
Sin embargo, lo único que logré fue que su llanto se hiciera más profundo y grave. Como si su alma estuviera desgarrada.
Esto empezaba a ser preocupante.
— Eris, ¿estás bien? — le pregunté, cauteloso.
Jamás, ni siquiera cuando la mantuve encerrada durante tres siglos en los Confines del Tiempo para que pagara por su osadía, la había visto tan devastada. ¿Sería posible que las palabras de Nix encerraran algo de verdad? ¿Acaso el amor que sentía el Amo de las Pesadillas por la diosa de la Discordia era recíproco?
A falta de una respuesta, me atreví a verbalizar mis sospechas. Y vaya si desearía no haberlo hecho.
— Eris, ¿estás así por Fobétor? — la sondeé.
Al instante ella se volvió hacia mí, el dolor en su rostro reemplazado por una expresión de pura ira y odio. Cuando habló, sus palabras estaban cargadas de veneno y frialdad.
— ¿Y por qué debería a mí importarme la muerte de un dios tan penoso como él? — me interrogó, con un brillo acerado y cruel destellando en su mirada carmesí.
Me estremecí. Aquella sí que era la Eris que yo recordaba. No obstante, quise saber más. Debo admitir que, como el observador nato que soy, sentía cierta curiosidad por aquel peculiar romance divino.
— Cuando estuve en el Infierno, Nix me dijo que... — comencé, pero al instante ella me interrumpió.
— Perdona, ¿¡qué!? — exclamó, con ojos desorbitados y los labios ligeramente entreabiertos. — ¿Me estás diciendo que estuviste en el inframundo, y no solo eso, sino que también hablaste con mi madre? — me preguntó nuevamente.
Y aunque odiaba tener que desviarme del tema principal, le relaté todas mis vivencias en el inframundo, desde que me sacrifiqué ayudando a Félix, hasta mi charla con Nix, sin obviar, claro está, el juicio de Minos.
— Así que te sentenciaron a Judeca... Te pega bastante — admitió la diosa, entre carcajadas.
Me crucé de brazos, ligeramente ofendido. Y también confundido, a decir verdad. Lo cierto es que nunca sentí interés por saber cómo funcionaba el mundo de los muertos (literalmente era un titán, con mi poder original no podía morir).
Eris, comprendiendo mi desconcierto, se lanzó a ejecutar una perturbadora explicación.
— Cronos, por lo que me has dicho, tú fuiste sentenciado al Noveno Círculo del Infierno, Cocitos, un lago helado situado en las profundidades del mundo de los muertos. Es donde son castigados eternamente los traidores. Está dividido en cuatro zonas: Caína, Antenora, Ptolomea, y Judeca, la peor de todas — me explicó plácidamente.
Tragué saliva al percatarme de lo cerca que había estado de ser torturado eternamente en un páramo helado. Mi voz fue temblorosa cuando hice la pregunta que tanto me atormentaba.
— Y, ¿c-cómo es Judeca? — quise saber.
Eris comenzó a aplaudir, mientras se levantaba y daba vueltas por la habitación.
— Judeca es la parte más profunda del infierno. Es donde yacen aquellos que traicionaron a sus señores, a aquellos a los que debían respeto y fidelidad. En tu caso, supongo que se referirá a los Olímpicos — especuló la diosa, haciéndome rabiar, antes de lanzarse a contar los detalles más escabrosos. — En Judeca, los condenados son completamente sumergidos en el hielo, en posturas grotescas y dolorosas. Están conscientes y sufren a cada segundo que pasa, pero no pueden hacer nada por aliviar su dolor. Y en el centro de Judeca es donde reside Lucifer, atrapado en el hielo mientras castiga a los mayores traidores — remató la diosa.
Su tono de voz había ido disminuyendo, a medida que pronunciaba el nombre del ángel caído. Incluso para nosotros, los dioses, él era una figura amenazante y poderosa.
Solo de pensar en él, me recorría un escalofrío de puro terror. Llegó a este mundo antes que yo, incluso antes que mi madre Gea. Lucifer llevaba existiendo desde la creación del universo, encadenado en las profundidades del Infierno, soportando el peso de todo aquello que existe.
Sacudí la cabeza para librarme de la impresión que me habían causado las palabras de Eris, y quise volver al punto que me interesaba.
Desde luego, esta diosa era una experta en desviar el tema de una conversación.
— Eris, tu madre me contó que hace cosa de unos siglos, Fobétor y tú mantuvisteis un... amorío. Quisiera saber si ello es la causa de tu tristeza. Ya sabes, como él ha muerto, quizá tú... — propuse.
Sin embargo, Eris me interrumpió con una sonora y siniestra carcajada, repleta de frialdad.
— ¿Un romance con Fobétor? Llamarlo así sería pasarse de la raya — dijo con tono mordaz. — Tú deberías saber mejor que nadie, querido Cronos, que yo no siento nada por nadie. Mi corazón es de piedra. ¿Tanto tiempo conmigo, y aún sigues sin conocerme? — me preguntó irónicamente, mientras ponía un puchero.
Escruté atentamente su rostro, en busca de la menor actitud, el menor gesto que delatara que me estaba mintiendo. Pero no encontré nada.
Sin embargo, había algo que no me estaba contando. Podía sentirlo, como un vacío que flotaba en el aire.
— Nix me dijo que él seguía profundamente enamorado de ti. Que no había podido olvidarte — solté de golpe.
Y entonces lo vi.
Por un instante, la máscara de crueldad y sadismo que Eris había construido tan cuidadosamente se tambaleó, dejando entrever el profundo dolor que ella sentía. Por espacio de un segundo, tuve ante mí a una joven confusa, inmersa en la incertidumbre de no saber si había perdido definitivamente a su amante. Amante por el que, sin lugar a dudas, sentía algo más que mero deseo.
Pero aquella impresión se desvaneció tan pronto como había llegado. La diosa esbozó una sonrisa cruel, mientras sus ojos relampagueaban, y la Manzana Dorada en su mano llenaba la habitación de ondas de luz dorada.
— ¿Y te extraña? Son muchos los hombres y mujeres que nunca han podido olvidarse de mí. Más allá de ser la diosa de la Discordia, también soy una amante excepcional. Y si él se ha enamorado, pues es problema suyo — me replicó, encogiéndose de hombros.
No obstante, yo ya había visto la verdad, y aunque fuera lo último que hiciese, obligaría a aquella diosa a admitir los sentimientos que pugnaban en su interior.
— Eris, no tiene nada de malo estar enamorado de alguien — le dije a modo de respuesta, deleitándome al observar cómo su fachada de seguridad se tambaleaba.
Contra todo pronóstico, la sorpresa me la acabé llevando yo.
— ¿Soy yo quien está enamorada? Cronos, no solo una, sino dos veces has arriesgado ya tu vida por este mortal — me replicó, señalando a Félix, que yacía inconsciente en el suelo. — Admítelo, eres tú el que se está dejando llevar por sus emociones. Tú eres el enamorado aquí, y no yo — me acusó, ofendida.
Y acto seguido, salió de la habitación, dejándome sumido en un mar de confusión.
¿Podría ser cierto lo que ella decía? Es verdad que Félix había despertado un cúmulo de emociones en mí, que creía desaparecidas. ¿Sería eso amor? ¿Podía un ser como yo, amar a un mortal?
En busca de respuestas, me acerqué a Félix, contemplándolo. Su piel ligeramente pálida, su cabello rubio, y sus ojos verdosos eran verdaderamente hermosos.
Él era hermoso.
Casi por instinto, entrelacé mi mano con la suya, sintiendo cómo el ritmo de mi corazón se aceleraba con rapidez. Un calor comenzó a ascender hacia mis mejillas.
Y entonces, Félix gimió suavemente, mientras se retorcía en el suelo.
Consciente de la situación en que me encontraba, quise disimular, y de inmediato retiré mi mano, mientras pasaba mi brazo por sus hombros y lo ayudaba a ponerse en pie.
— Sabía que vencerías... — me dijo al oído, contemplándome mientras se tambaleaba por la debilidad.
Me alboroté el pelo con una mano, mientras nuestras miradas se conectaban nuevamente.
— No pienses en eso ahora. Tienes que recuperarte antes de nada — le aseguré, tratando de recostarlo sobre la cama donde Fobétor me había tenido atado.
Sin embargo, antes de poder hacerlo, las fuerzas del chico fallaron, y su peso hizo que ambos cayéramos al suelo, quedando él encima mía. El impacto me dejó la cabeza un tanto dolorida. Pero, aunque me costara admitirlo, disfrutaba de la cercanía de aquel joven.
La cabeza de Félix había quedado recostada contra mi pecho, y podía sentir su cálido aliento, así como el latido de su corazón sobre el mío. Tras unos instantes de duda, comencé a acariciar su sedoso pelo con mi mano, y suspiré como un adolescente cuando él ciñó sus brazos alrededor de mi espalda en un fuerte abrazo.
— Cronos... — susurró débilmente.
Sin poder contenerme más, lo besé.
En la mejilla, claro está. No os vayáis a pensar que me iba a aprovechar de él estando inconsciente. No sería capaz de hacer algo así.
No obstante, de lo que sí fui capaz, fue de reconocer que Eris no se equivocaba. Aquellas emociones que me desbordaban cada vez que lo veía. El placer que me proporcionaba su compañía, su cercanía.
Me había enamorado de Félix Durand.
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