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Capítulo 2: El Juicio Final

21:59 P.M, día 7 de junio, año 2024

Félix:

La dichosa música siguió sonando durante cinco eternos minutos más, a medida que los estudiantes tomaban asiento lentamente, por descontado saltándose el orden acordado entre profesores y delegados. Comenzaron a formar grupitos, y a sacar los móviles, chateando y riendo, sin importarles un pimiento el estar en su propia graduación. 

Suspiré, sin poder ocultar una sonrisa, y crucé las piernas, listo para presenciar el espectáculo. ¡Y vaya que sí lo fue!

La directora se lanzó a soltar un lacrimógeno discurso, relatando cómo nos había conocido a todos desde niños (aunque la mitad de los presentes había llegado hacía dos años o incluso el pasado) y sabía que seríamos buenas personas (sin ir más lejos, hacía unos meses se produjo la detención, en plena jornada estudiantil, de cinco de mis compañeros acusados de pertenecer a una banda criminal de la zona) de provecho para la sociedad. 

Nos empezó a desear la mayor suerte posible en la universidad y en nuestras vidas, diciendo que debíamos estar preparados para la nueva etapa que se avecinaba. 

Por fortuna, cuando estaba a punto de soltar otro párrafo más, debió recordar lo que era el amor propio o la dignidad, pues se calló y bajó del escenario, viendo cómo sus alumnos le hacían el mismo caso que a un espantapájaros. Bueno, menos que a él, porque por lo menos al hombre de paja le habrían hecho una foto para subirla a Instagram. 

Fui de los pocos que aplaudió, mientras un centenar de aquellas abominables canciones modernas que todos los adolescentes escuchaban hoy en día se entremezclaban en el aire.

La mujer me habría dado pena, pero la conocía demasiado bien. Su alma tenía ese brillo apagado y siniestro de aquellos que se encuentran amargados y hartos de la vida. ¡Ah sí! También era una asesina. Había matado a su marido hacía cosa de unos meses. ¿Qué cómo lo sabía? A causa de unas visiones poco apropiadas que salieron de la nada mientras hacía una prueba de matemáticas. Todo muy gráfico y encantador.

Ya retirada la jefa de estudios, los alumnos comenzaron a levantarse. Sus voces se alzaban como un coro al viento, sus cuerpos entrechocando entre sí, buscando el efímero calor de la compañía ajena. Yo, por mi parte, me mantuve al margen del grupo, como siempre hacía. Era mejor no involucrarse con los demás. Al final, las personas siempre te acaban decepcionando, por un motivo u otro.

Pese a todo, no pude apartar la mirada de Carlos. Vete tú a saber por qué, aún lo seguía amando. Era un sentimiento indescriptible, que nacía de lo más profundo de mi corazón y trepaba por mi costado hasta invadir mi cuerpo entero. Lo quería demasiado. 

Sonreí, al darme cuenta de que no volvería a verlo. 

Pero mi expresión se quedó congelada al ver algo aterrador. Era un coche que se acercaba y estacionaba justo en la salida del patio del instituto. Conducido por Manuel, el primo de mi alma gemela. Y todo su grupo se empezó a dirigir hacia allí. 

Solo había un problema: Era el de mi visión. La visión en la que él moría. 

En aquel fatídico instante supe que algo terrible estaba por suceder, y no podía quedarme de brazos cruzados. Eché a correr hacia ellos, tan rápido como mis piernas me lo permitieron.

— ¡Carlos! — grité, tratando de hacerme oír sobre el barullo de la multitud. 

No me importaba que los demás me mirasen con cara rara, o que me estuviera humillando. Si era preciso desvelaría cuanto sabía, incluso mi habilidad. Pero no podía dejar que la única persona que me importaba, que por un efímero segundo había correspondido mi amor, muriera bajo ningún concepto.

¿Habéis conocido alguna vez a ese tipo de personas que siempre aparecen y actúan en el peor momento? Pues bien, ese es Javier Mendoza. Un joven con gafas, amigable, algo divertido, y muy torpe (al que por cierto besé a principios de curso porque lo confundí con mi otra mitad). Desde luego, el tipo de persona a la que no querrías encontrarte cuando estás tratando de salvar a tu alma gemela de su muerte, ¿cierto?

Pues bien, me choqué con él. 

Salió de la nada y me estampé contra su cuerpo. Ambos caímos al suelo, quedando él sobre mí, mirándome embobado. Las risas de los estudiantes que se encontraban a nuestro alrededor culminaron el embarazoso momento, junto con el obturador de un par de cámaras. 

Mendoza se sonrojó ligeramente, ajustándose las gafas con nerviosismo, y entreabrió los labios, queriendo decir algo, antes de comenzar a acortar la distancia entre nosotros. Dios, no irá a besarme, pensé, dejándome llevar por la urgencia del momento.

— ¡Javier quita de encima! — le ordené con brusquedad, apartándolo de un empujón, y dejando al chico, como mínimo, anonadado. 

Pero ya era tarde. Carlos se había subido al coche, y ya avanzaba carretera arriba. Comprendí que había fallado en mi intento por cambiar lo que el destino había planeado para él. Iba a morir.

Él, y todos.

En ese instante, se desató el caos. Los temblores comenzaron, como un preludio de lo que estaba por venir. Las primeras exclamaciones ahogadas llenaron el aire, a medida que un líquido húmedo envolvía mis zapatos. Al bajar la mirada, el terror se apoderó de mí.

Era sangre, espesa y negra, que parecía estar en todas partes. Barrí el patio con la mirada, y efectivamente, pude constatar que cubría todo el suelo. Los alumnos comenzaron a correr en desbandada, mientras esta seguía... ¿brotando del suelo? 

— ¡Ayuda! — oí gritar a una voz conocida. 

Me volví con rapidez, solo para ver como un gigantesco sumidero se abría en la tierra. Y cómo devoraba al pobre de Javier en cuestión de segundos. 

Sin tiempo siquiera para inmutarme de lo que acababa de suceder, el cráter empezó a expulsar oleadas de sangre de forma masiva, engullendo sin piedad alguna las figuras de los estudiantes, que luchaban por escapar de la marea carmesí. En medio de aquel revuelo, mi mirada se cruzó con la de Irene. La joven delegada me miró con desesperación, segundos antes de tropezarse y caer al suelo para no volver a levantarse. 

Murió ahogada.

Mi estupefacción era palpable. No podía moverme, ni respirar, ni hacer nada. Era igual que aquel incendio que acabó con las vidas de mi padre y mi abuela. En aquel entonces era inútil, y lo seguía siendo. Era incapaz de salvar los demás. Incapaz de no ser otra cosa que no fuera una carga.

El suelo bajo mis pies comenzó a resquebrajarse, lo que me hizo ponerme en marcha, rompiendo con mi auto-victimización. Luché por aclarar mi mente en medio de aquel pandemonio. 

El terreno era inestable, y cuanto menos, peligroso. Las pocas figuras que quedaban a mi alrededor estaban muertas, o lo estarían muy pronto. Pese a aquella alocada situación, mi objetivo no había cambiado: debía encontrar a Carlos y ponerlo a salvo. Él era y siempre sería mi prioridad.

Sin perder un segundo, dejé atrás el edificio del instituto, y eché a correr en dirección adonde lo había visto partir. La carretera era un absoluto caos. Muchos automóviles estaban volcados, o se hundían en la sangre. Los conductores trataban de escapar de sus vehículos frenéticamente, aporreando las ventanillas e intentando romper las puertas. El hermoso bosque del pueblo estaba en llamas. 

No tardé en encontrar mi objetivo, puesto que una gigantesca grieta había brotado de la tierra, cortando la circulación. El terreno continuó estremeciéndose, hasta el punto de convertirse en un amasijo de fisuras, sangre y abismos. Rezaba por que aquello cesara, por tener más tiempo. Y justo cuando estaba a punto de llegar... 

Las nubes y el sol mismo se desvanecieron, y el hermoso atardecer que se suponía que culminaría nuestra graduación fue invadido por un océano de oscuridad, que nos sumergió en las más absolutas tinieblas. Entonces, una voz femenina resonó en la eterna penumbra que nos había sido impuesta. 

— Humanos y dioses. Yo soy Nix, diosa de la Noche y la Oscuridad — comenzó, hablando suavemente, de forma agradable y siniestra al mismo tiempo — Durante milenios, habéis osado desafiar la noción del caos impuesta en este universo. Habéis tratado de imponer el orden y la luz en un reino de sombras. Hoy es el día en el que vuestra historia acabará. ¡Es la hora de que recibáis el castigo divino por vuestra arrogancia, y os sumerjáis en las tinieblas de las que nunca debisteis haber salido!

Dicho esto, la voz se desvaneció, sus ecos todavía resonando en el paisaje, y del manto de oscuridad que reinaba sobre el cielo se empezaron a desgajar pequeños fragmentos de roca. Estos fueron creciendo a una velocidad desorbitada, convirtiéndose en una implacable lluvia de meteoros. 

Todo a mi alrededor se hizo añicos. 

Los continuados impactos me hicieron perder el equilibrio y caer sobre la ardiente sangre. Por un instante, la visión se me nubló. Un agudo pitido resonaba en mis oídos, y los sonidos llegaban amortiguados. Daba la impresión de estar alejándome de este mundo, como si mi propia mente intentara poner distancia de aquel caos. 

Parecía mentira, y aún así era cierto. Sencillamente era una locura. Una diosa griega se había manifestado ante nosotros, los humanos, y nos estaba exterminando como si fuéramos una plaga. 

Había desatado su inmenso poder sobre nuestro pueblo, y no había podido hacer nada para impedirlo. Seguramente penséis que no tenía motivos para sentirme culpable. A fin de cuentas, era imposible predecir que algo así pasaría. 

Pero yo no era un chico cualquiera. Con mi habilidad, debí haberme anticipado de alguna manera. Si tan solo tuviera una segunda oportunidad, las cosas serían diferentes... me limité a pensar, dejándome impregnar por la atmósfera de pena y agonía que me rodeaba. 

Cuando finalmente reuní fuerzas para levantarme, el panorama era desolador. 

La ciudad estaba en llamas. Los asteroides se abrían paso de forma implacable, trazando arcos luminiscentes en el oscurecido firmamento. Cada golpe sacudía la superficie, como notas de un macabro réquiem dedicado a la humanidad misma. El instituto se encontraba en ruinas.

Por si esto fuera poco, el manto de tinieblas, al parecer creado por esa tal Nix, se cernía implacable sobre nosotros. Lo engullía todo a su paso, como un gigantesco maremoto. Las siluetas de las edificaciones y el mismo horizonte se desintegraban en su interior. Casi era como si todo estuviera regresando a su ser, a la nada, al vacío que precedió a toda vida.  

Lo peor de todo era que, unos metros por delante de mí, el coche de Carlos estaba volcado y destrozado. Partido en dos, para ser exactos.

Reuniendo las últimas fuerzas que me quedaban, me dirigí hacia él. Un ominoso reguero de sangre se deslizaba por mi costado, brotando de una herida que no recordaba haberme hecho, y que estaba drenando mi vida. 

De hecho, cada vez me sentía más y más débil. Me tambaleaba, y sufría un dolor que superaba la imaginación. Tuve que detenerme un par de veces, logrando palpar aquel pedazo de hierro que me había atravesado el abdomen, y que ahora se clavaba en mis intestinos.

Pero al final lo conseguí. 

El cuerpo muerto e inerte de Carlos estaba tirado en medio de la carretera resquebrajada. Su ropa estaba rasgada, y tenía incontables heridas esparcidas por la espalda. Sin embargo, era como si el destino hubiera querido conservar intacto su hermoso rostro, ajeno al sufrimiento que lo rodeaba. 

Caí de rodillas y lo sostuve entre mis brazos, sollozando quedamente primero, y gritando después, mientras mis lágrimas rodaban sobre su frío cadáver. Un olor metálico, a muerte y podredumbre llenaba el aire. Si solo miraba su cara, casi parecía que mi alma gemela estaba viva, durmiendo, sus ojos apaciblemente cerrados. 

El dolor me abrasaba por dentro. La sensación de pérdida era incomparable, tal y como si me hubiesen arrancado una parte de mí mismo. Nunca había sentido nada así antes. Quería morirme. 

Y ese deseo se vio satisfecho. 

En torno a mi figura, el mar de sombras me rodeó en todas direcciones, abalanzándose sobre mí. Ya no podía ver nada, ni rastro del mundo o de la tierra. Lo peor de todo era el profundo silencio que envolvía la escena. Los gritos y la agonía habían acabado, sustituidos por la eternidad y solemnidad propios de la muerte.

Besé a Carlos por última vez, rozando con suavidad sus labios helados, quebrándome al pensar en cómo habría sido nuestro futuro juntos. Todo ello antes de levantarme, y gritar por última vez, desafiando la macabra paz que ahora reinaba con la crudeza de mi voz.

— ¡Estoy aquí! ¡Acaba con esto de una vez y llévame contigo Nix! — vociferé, todo mi ser cegado por la pena. 

Sin más dilación, las sombras me engulleron y mi vida acabó. O eso era lo que yo pensaba. 

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