Capítulo 17: Juicios y condenas
16:44 P.M, lunes día 14 de septiembre, año 2023.
Cronos:
Las llamas pronto comenzaron a envolverme. Era fuego fatuo, azulado como el mismo océano, hecho de la misma materia primigenia que había creado las almas humanas y divinas. Me retorcí de dolor al entrar en contacto con él.
El fuego fatuo se alimentaba de las almas, haciéndolas arder y consumiendo a sus dueños hasta erradicarlos por completo, sin posibilidad de reencarnar.
A mi alrededor no había más que un océano de energía radiante, que emanaba luz y oscuridad al mismo tiempo, simbolizando el todo del Universo. Supe que me encontraba en el Vacío, el espacio entre la Tierra y el Infierno. La frontera entre la vida y la muerte.
¿Significaba eso que tenía una oportunidad de regresar con vida?
Traté de resistirme, de hacer algo para entrar en contacto con mi cuerpo muerto. Pero mis poderes no parecían responder, como si al fin me hubiera convertido en un mortal corriente. La frustración se abrió camino en mi ser, y la rabia me inundó. Estaba indefenso. Por primera vez en mi larga existencia, era completamente inútil. Todo lo que sucedía a mi alrededor se escapaba de mi control.
Y antes de que pudiera articular un solo pensamiento más, el escenario cambió abruptamente.
De pronto, me encontraba de rodillas, esposado de pies y manos. Me sentía ligeramente mareado y dolorido, y no recordaba cómo había llegado hasta dondequiera que me encontrase. Sendas cadenas partían de mi cuello y extremidades, y sus eslabones se perdían en la distancia, fijados en las paredes de aquella estancia elegante y cavernosa al mismo tiempo.
Alcé la cabeza, causando que mis ligaduras tintinearan ligeramente, y barrí el lugar con la mirada, tratando de ubicarme. Me encontraba en lo que parecía ser una capilla antigua y modesta. De forma cilíndrica, sus paredes de mármol blanco y reluciente estaban flanqueadas por columnas de capitel corintio, y la estructura quedaba rematada con una sencilla bóveda que representaba figuras aladas y angelicales.
Tras de mí, había varios bancos de ébano que brillaban de forma sobrenatural, como si tuvieran vida propia. Las puertas de la capilla, del mismo material, estaban cerradas a cal y canto. El silencio era denso, y en el aire flotaba un olor a podredumbre y sangre.
Finalmente, un sonido quebró la armonía del lugar.
— Doy por iniciada la sesión — bramó una voz, imponente y monstruosa.
Tras una larga hilera de escalones, sobre un gran estrado rematado por una balanza de hierro negro, se encontraba aquel horripilante ser: Minos, el Juez del Infierno.
Él custodiaba el tribunal del inframundo, ubicado poco después del Primer Círculo, el Limbo. En vida, había sido un honorable rey griego, cuya visión de la justicia resultó embriagadora incluso para el mismo Hades, que lo nombró soberano de sus dominios.
Sin embargo, para garantizar que el poder de Minos no fuera desafiado por las almas atormentadas que allí residían, Hades había fusionado su cuerpo con el de una gigantesca serpiente, dando lugar a un híbrido infernal.
Cuando intenté dirigirle la palabra a aquel juez, para averiguar qué estaba sucediendo, mi voz no brotó.
Estaba condenado al silencio.
— Como ya habrás notado, no tienes ni voz ni voto en este proceso Cronos — señaló Minos, mientras su cola serpentina se retorcía de la emoción. — Sinceramente, normalmente obligo a los muertos a confesar todos y cada uno de sus pecados, por más vergonzosos o repulsivos que sean. Pero en tu caso, haré una excepción, pues ya los conozco todos.
Y con un golpe de su mazo, dolorosos recuerdos acudieron a mi cabeza.
Primero me encontraba encerrado en el vientre de mi madre, Gea. La tierra me cubría por completo, y era forzado a escuchar como Urano, mi padre, abusaba de ella, a pesar de que era ella misma quien lo había engendrado, quien le había dado la vida para concebir la creación. Pero eso a él no le importaba. Como la personificación del Cielo que era, solo quería abusar de la Tierra, para después esconder los frutos de su amor no correspondido en sus profundidades.
Al instante, la imagen cambió.
Ahora empuñaba mi guadaña. Estaba lleno de odio e ira, harto del sufrimiento al que Urano nos había condenado a todos. Cuando tenía oportunidad, maltrataba a mis hermanos. La última vez, hirió de muerte a Hiperión. Y nadie se atrevía a hacer nada.
¿Acaso íbamos a tolerar su violencia, su locura para siempre?
Era suficiente. Con un grito de guerra, mutilé a mi padre, y con la ayuda de mis hermanos, que sujetaron sus extremidades, lo atacamos hasta matarlo.
Después vino a mi cabeza cómo la soberbia se apoderó de mí. Al gobernar los cielos, la tierra y el océano, y convertirme en el primer amo del mundo, me había dejado llevar por aquella euforia.
Tuve que revivir, espantado, cómo me alimentaba de mis hijos, uno a uno. Y después, la Titanomaquia, la guerra entre olímpicos y titanes. El conflicto provocado por mi ambición, por el deseo de poder absoluto sobre el Universo mismo.
Todos aquellos recuerdos inundaron de forma vívida mi mente, imponiéndose los unos a los otros, trayendo consigo oleadas de sensaciones y sonidos. Desde gritos y suspiros, hasta súplicas, sangre y muerte. Mucha muerte.
Me postré aún más sobre las baldosas de la Corte, llevando mi cabeza al suelo, suplicándole clemencia a Minos, mientras silenciosas lágrimas inundaban mi rostro y resbalaban por mis mejillas.
No lo aguantaba más.
El Juez, satisfecho con su labor, hizo que los recuerdos se desvanecieran con un chasquido de dedos.
— Nunca esperé poder juzgarte a ti personalmente. Mi deber es condenar a las almas de aquellos que lleguen hasta este tribunal, y solo los muertos aparecen aquí. No desperdiciaré la oportunidad de condenar a un homicida como tú, quien con sus delirios de grandeza no hizo otra cosa más que imitar a su padre — siseó Minos, cargado de veneno.
Y todo era verdad.
Era un ser horrible, que había provocado un sufrimiento inimaginable. Había devorado a cada uno de mis hijos, desgarrando su carne al poco de nacer, y había querido controlarlo todo. Me avergonzaba, me asqueaba de mí mismo.
Era repugnante. Finalmente, había acabado por convertirme en todo lo que siempre odié de Urano.
— Veo que comprendes tus pecados — comentó Minos, con tono de aprobación.
Al segundo, el Juez se encontraba frente a mí, y su cola empezó a envolverme. Me mantuve en silencio, pues sabía lo que ahora pasaría. Antes de detenerse, aquella extremidad reptiliana se enroscó nueve vueltas en torno a mi torso. Ello quería decir que había sido destinado al Noveno Círculo del Infierno.
— Efectivamente — confirmó el Juez, como si hubiera leído mi mente. — Cronos, titán y Amo del Tiempo, padre de Zeus e hijo de Urano. Yo, Minos, Guardián del Infierno, te condeno a pasar la eternidad en la Cuarta Zona de Cocitos: Judeca. Tu cuerpo será congelado, y sufrirás un atroz dolor como el peor de los traidores que eres — anunció el Juez, en tono solemne.
Al finalizar su veredicto, unas salvajes llamaradas violetas brotaron del mismo suelo, y lamieron despiadadamente mi cuerpo. Cuando me consumieran, me transportarían hasta mi condena.
— ¿Unas últimas palabras? — inquirió Minos, liberándome del yugo del silencio.
Sollocé ligeramente, mientras alzaba la cabeza, pese al dolor.
— S-sé que esto no me redimirá de mis pecados — comencé, pronunciando cada palabra mientras me desgarraba por dentro. — Pero quiero decir que me arrepiento. Me dejé cegar por el poder absoluto y por mi odio hacia mi padre. Quiero p-pedir perdón... — susurré débilmente, mientras me desplomaba, sin fuerzas.
Pronto, recibiría la condena eterna que me habían asignado. Y que verdaderamente merecía. Entonces, una aterciopelada y siniestra voz femenina que conocía demasiado bien resonó en la Corte.
— Detente Minos — ordenó Nix, la diosa de la Noche y la Oscuridad.
***
16:59 P.M, lunes día 14 de septiembre, año 2023.
Cronos:
Las llamas violetas se apagaron casi al instante, mientras Nix se agachaba tiernamente a mi lado, y me retiraba mis cadenas, una por una, dejándome libre. Todo ello mientras me regalaba una cálida sonrisa.
— Déjanos a solas Minos — dijo con tono autoritario la diosa.
El Juez del Inframundo trató de protestar, pero Nix, empleando su inmenso poder, hizo que las sombras lo envolvieran hasta desvanecerlo de este plano de la existencia.
— Disculpa a Minos. Parece que olvidó sus modales... — comentó Nix, con una calma glacial.
Logré ponerme en pie con dificultad, solo para caer de rodillas unos instantes después. Estaba demasiado débil a causa del tormento al que me había sometido el Juez del Infierno. En este estado, no podría siquiera aguantar dos segundos frente a aquella deidad. Me exterminaría sin pensarlo dos veces.
Debía ganar tiempo.
— Lo entiendo Nix. Él solo estaba cumpliendo con su deber... A fin de cuentas, he muerto. Pero eso era lo que tú pretendías desde el inicio, ¿cierto? — la interrogué, dejando entrever una ligera sombra de ira.
Si iba a ser condenado a una eternidad en el hielo, o a desvanecerme entre las sombras, al menos necesitaba respuestas.
Nix me respondió riéndose suavemente, con mesura, quitándole importancia a mis palabras con un gesto de la mano.
— Cronos, yo nunca quise tu muerte — me aclaró ella. — Lo único que quería era hacer pagar a los olímpicos y a los humanos por su arrogancia y ambición. Y tú estabas en el momento y lugar equivocados... — comentó, con un aire melancólico.
Parpadeé un par de veces, sin entender bien lo que estaba escuchando, mientras el enfado en mi interior se disipaba, dando paso a la curiosidad.
— ¿Castigar a los dioses y los humanos? ¿Por qué Nix? — quise saber.
La melancolía de la diosa se transformó en una intensa amargura, que fue arrastrando consigo al pronunciar sus siguientes palabras.
— Ambas especies han olvidado su lugar en la Creación. Han desobedecido las reglas que los dioses primigenios como yo dictamos desde el inicio de los tiempos, y han llenado la Tierra y el Olimpo con sus pecados. Se consideran los amos del mundo, y han convertido el regalo que les hicimos en un infierno terrenal, plagado de sufrimiento, enfermedades y miseria. Los humanos han fallado en su intento de dirigir su propio planeta, y los dioses no han sabido protegerlos y guiarlos como debían — declaró la diosa.
Como amo del tiempo que era, no pude evitar darle la razón a Nix.
A medida que había observado el pasar de los siglos, con mi piel marchitándose, había podido ver cómo tanto humanos como dioses se corrompían entre ellos, con sus guerras, orgullo, mentiras e hipocresía.
Sin embargo, a pesar de todo, Zeus, mi hijo menor, me había perdonado, me había devuelto mi juventud y parte de mi poder, y me había acogido en su hogar con los brazos abiertos.
Y no solo eso.
Había pasado poco tiempo junto con la humanidad, pero había podido darme cuenta de que los mortales siempre se debaten entre el bien y el mal, en un conflicto interno que nunca acaba. Aunque ahora el mundo estuviera corrupto, y si bien es cierto que sonaba estúpido decirlo, albergaba esperanzas de que algún día la humanidad cambiase.
Y así se lo hice saber a Nix.
Ella recibió mi idea atentamente, fijando sus ojos grises en los míos a medida que cada palabra esperanzadora y de redención salía de mi boca. Escuchó, mientras asentía lentamente, y una gran sonrisa cargada de tristeza se plasmaba en su rostro.
— Veo que ya no eres el mismo Cronos — dijo ella de repente, dejándome sorprendido. — El Cronos que yo conocí y que provocó la Titanomaquia jamás habría sido capaz de creer en algo tan bello. Minos se equivocaba contigo: decididamente has cambiado. No mereces estar aquí — remató la diosa.
Y con un chasquido de dedos, la Corte se disolvió, y me encontré en un lugar completamente diferente y horrendo.
A diferencia del silencio que reinaba en el tribunal, los gritos humanos se alzaban con fuerza en este infierno, mientras un abrumador calor y humo me hacía toser y sudar. El olor a azufre y alquitrán impregnó mis fosas nasales, haciendo que me marease.
— ¿Qué es este lugar? — pregunté, observando con espanto cómo esqueletos vagamente humanoides se contorsionaban y daban alaridos mientras estaban sumergidos en un lago de brea hirviente.
A su alrededor, varios demonios volaban y los vigilaban atentamente, agarrando con sus zarpas y despedazando de vez en cuando a alguno de los prisioneros, solo para volver a arrojarlos a su tormento. Los muertos trataban de mantenerse a flote, nadando torpemente, pero se hundían constantemente, perdiendo cada vez más pedazos de la poca carne que les quedaba.
Era un espectáculo grotesco, que me dio ganas de vomitar.
— Nos encontramos en el Octavo Círculo, Malebolge. Esta es la quinta fosa, donde los corruptos encuentran su destino final — declaró Nix, mientras observaba a los muertos con una mezcla de regocijo y desamparo. — Sin embargo, te recomiendo que centres tu atención allí — continuó, señalando una gran plancha de hierro labrada que reposaba sobre una de las rocas.
Mis ojos se desorbitaron.
- ¿¡Eso es...!? - exclamé, presa de la emoción.
Ella asintió con la cabeza.
- Uno de los cuatro sellos que resguardan tu poder divino y absoluto, y lo mantienen dormido. Una vez lo toques, obtendrás suficiente fuerza como para regresar al mundo de los mortales.
Di un par de pasos hacia el sello, pero me volví hacia la diosa, intrigado.
— ¿Por qué me ayudas Nix? Al fin y al cabo, somos enemigos — aclaré, confuso por el extraño giro de la situación.
Ella me sonrió de forma enigmática, mientras empezaba a caminar hacia las sombras.
— Todas mis acciones tienen un propósito mayor Cronos. No olvides que en el pasado tú me ayudaste a mí, salvando mi vida. Ahora me tocaba devolverte el favor. La próxima vez que nos veamos, no seré tan amable contigo...
Finalmente asentí con la cabeza, y caminé, decidido, hacia aquel artefacto divino, forjado en la fragua del mismo Hefesto, dios del fuego. Posé su mano sobre él, sintiendo cómo me recorría una oleada de poder divino que hizo que la llama de la vida se encendiera de nuevo en mí. Con solo desearlo, pude hacer latir el corazón de mi cuerpo en la Tierra nuevamente.
Estaba listo para regresar, y combatir contra viento y marea si era necesario.
Sin embargo, las últimas palabras de Nix me hicieron volverme una vez más, sobresaltado.
— ¿Puedo pedirte un último favor antes que te vayas Cronos? — preguntó ella, su tono de voz cargado de añoranza y una especie de... ¿afecto maternal?
Me quedé plantado, mirándola fijamente, sin saber qué decir. ¿Cómo negarme a ayudar a aquella que me permitía regresar a la vida?
— No mates a Fobétor. El único pecado que mi nieto ha cometido es enamorarse. Él está tan profundamente prendado de Eris, mi hija, que ni siquiera dejándose llevar por la rabia ha podido usar una décima parte de su poder en el enfrentamiento que ha sostenido contra tus aliados. Aunque mi nieto pueda parecer alguien impasible o cruel, puedo asegurarte que realmente la ama. Así que, te lo ruego Cronos, no le hagas daño — me suplicó la diosa, antes de desvanecerse por completo, siendo tragada por la oscuridad.
Aún tratando de asimilar lo que acababa de oír (nunca antes había oído mencionar siquiera ese romance, y a decir verdad, me costaba imaginar a Eris enamorada), decidí no perder más el tiempo.
Concentrando mi recién adquirido poder, hice retroceder el tiempo de mi cuerpo mortal, devolviéndolo a la vida sin demasiado esfuerzo, sintiendo cómo mi alma regresaba a él de inmediato, escapando por fin del Infierno.
Era hora de acabar con esto.
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