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Capítulo 14: El duelo predestinado

15:56 P.M, lunes día 14 de septiembre, año 2023.

Eris:

Era imposible. Absolutamente inconcebible. 

A estas alturas la Manzana Dorada ya debería haber atravesado el cuerpo de Fobétor dos veces, sellando su alma divina y haciendo que su cuerpo mortal se desintegrara en el proceso para poner fin a aquella absurda batalla. 

Y sin embargo, ahí estaba, inmóvil en el aire, detenida a unos milímetros del extremo del báculo de mi sobrino, quien lucía una sonrisa arrogante en su rostro. Escruté sus ojos negros con avidez, buscando resquicios de los sentimientos que había parecido mostrar, pero no encontré nada. 

Solo dos pozos sin fondo ni calidez de ningún tipo. 

Estaba claro que Fobétor al fin había decidido dejar de lado sus emociones para pelear en serio. Y eso era una noticia muy mala para mí. 

Las almas que habían encadenado el cuerpo de mi sobrino comenzaron a temblar cuando este dio un paso al frente, alzando su voz hacia mí. 

— Eres incluso más patética de lo que recordaba Eris — me atacó, con una mueca de rabia contorsionando sus facciones. — Incluso te has atrevido a despertar a los espíritus caídos que aquí habitan para tratar de vencerme. ¡Su sacrificio será en vano! — exclamó, mientras empleaba su poderoso báculo para destrozar todos los espíritus que lo aprisionaban de un solo golpe. 

Me llevé la mano a la boca de puro asombro, antes de invocar con rapidez mi fruta sagrada. Teniéndola de nuevo en la mano, sopesé la situación. 

Fobétor ahora estaba libre, y emanaba incluso más poder que antes. A su alrededor, las sombras danzaban formando siluetas grotescas que se proyectaban sobre suelo y paredes, y todo ello mientras él avanzaba de forma amenazadora hacia mí. 

— Puede que seas inmortal querida tía — comenzó, pasando su báculo de una mano a otra, como si lo sopesara. Estaba jugando conmigo. — Pero eso no te hace invulnerable. Todo lo que tengo que hacer es destruir la Manzana Dorada para poner fin a tu vida. 

Sonreí, y me erguí completamente mientras proyectaba el brillo de la Manzana hacia él, eliminando las sombras que parecían brotar de su mismo ser. Pretendía resultar intimidante, pero lo cierto es que estaba aterrada. El cansancio ya estaba haciendo mella en mí. 

El invocar las almas de todos aquellos lunáticos sin vida era mi mejor baza. Había invertido todas mis energías en ello, y ahora simplemente estaba agotada. Sin embargo, no podía dejar que Fobétor lo notara. Él era como un lobo: si percibía mi debilidad, desgarraría mi garganta con sus fauces. 

Prepotente, le respondí: 

— ¿Y cómo pretendes arrebatármela? 

La respuesta llegó instantes después. Un segundo estaba a varios metros de mí, y al siguiente pude sentir su presencia a mi espalda. 

Y cómo su báculo amputó limpiamente el brazo con el que sostenía mi fruta sagrada. 

Retrocedí, aterrada, gritando por aquel dolor punzante que parecía desgarrar mi vida. La sangre brotaba con rapidez de mi herida, creando un estanque carmesí a mi alrededor, que parecía ser absorbido por el mismo suelo. 

El Amo de las Pesadillas, por su parte, capturó mi brazo cortado al aire, arrebatándole la manzana a mi mano inerte. 

— Pues parece ser que no ha sido tan difícil, ¿no? — comentó, entre carcajadas. 

Pese al dolor, me dispuse a embestir contra él. Si destruía aquel artefacto sagrado, moriría sin remedio. Sería el equivalente a eliminar mi propia alma. 

Y no solo moriría, sino que me sumiría en una negrura sin fin, un vacío tortuoso del que jamás podría escapar. Anhelaría e incluso suplicaría morir, pero sería en vano, pues estaría condenada a vivir entre sombras. Por toda la eternidad. 

Con un grito de guerra, di un paso, luego otro... Y después me quedé sin piernas. 

El oniro volvía a estar a mis espaldas, y esta vez, había cercenado todo mi tronco inferior. Parte de mi vientre y piernas se quedaron estáticos, mientras que, de torso para arriba, me desplomé contra el suelo. El impacto fue brutal, y doloroso. 

Sin embargo, este dolor era una nimiedad en comparación con el que padecía a causa de las amputaciones. Estaba perdiendo demasiada sangre. Una neblina parecía cubrirlo todo, y al mismo tiempo, mis fuerzas flaqueaban. Pese a ser inmortal, temí desmayarme. De ser así, Fobétor solo tendría que destruir la Manzana para acabar conmigo definitivamente. ¿En qué momento había creído que sería una buena idea desvelarle la fuente de mi inmortalidad?

Ahora estaba en una situación desesperada. 

Me arrastré por el suelo en dirección a Fobétor, deslizándome sobre mi propia sangre, que apestaba con un aroma dulzón y podrido. Era la esencia del odio, la ruina, y la corrupción humanas. 

El oniro caminaba con parsimonia, dirigiéndose con paso lento pero decidido hacia la habitación de Cronos. Sostenía la Manzana Dorada en su mano izquierda, y la giraba y observaba desde todos ángulos, como si se tratara de una valiosa reliquia. 

— Por favor Fobétor, d-detente... — le supliqué, sintiendo cómo llegaba a mi límite. 

Él se volvió hacia mí con su mejor y más macabra sonrisa. 

— ¿Aún sigues consciente querida Eris? Eres más resistente de lo que esperaba. Pensé que a estas alturas ya estarías esperando a la Parca — comentó, con un tono casual y desenfadado que desentonaba bastante con la precaria situación en que me encontraba. 

— Bueno — continuó el oniro. — Viendo que no te mueres, entonces te haré un último regalo. Te permitiré que disfrutes de un sufrimiento de la mejor calidad en el Mundo de las Pesadillas durante tus últimos instantes de vida, querida — dijo, mientras su sonrisa se agrandaba al saborear sus palabras finales. 

El pánico se apoderó de mi convaleciente cuerpo. ¿El Mundo de las Pesadillas? 

Aquel era el reino de mi sobrino. Un lugar oscuro y siniestro, un reflejo distorsionado de la Tierra humana, combinado con las memorias traumáticas de aquel que cayera en él. Allí era imposible vivir, y también morir. El mismo tiempo se tergiversaba, de tal forma que unos segundos en el plano terrenal, podían ser años  en aquel mundo, o al revés. Era una cámara de tortura infalible. Por eso en el pasado solía adorarlo. 

Ahora, en cambio, lo temía más que a nada. 

— Bien, ¡pues pongámonos en marcha! — dijo él, con un suspiro, mientras chasqueaba los dedos. 

Al segundo, las sombras de todo el pasillo se arremolinaron en el suelo, a los pies del oniro, formando un vórtice oscuro. Antes de poder reaccionar, cinco cadenas brotaron de él, y sus grilletes se cerraron sobre las extremidades que aún me quedaban. 

Sin poder pronunciar siquiera una sola palabra, las cadenas comenzaron a tirar de mí, arrastrándome hacia mi destino, mientras el dios lo observaba todo, gratamente divertido. 

— Por favor, ¡déjame ir! — seguí suplicando. 

Pero fue en vano. A cada segundo que pasaba, me acercaba unos centímetros más a mi condena. Y pasados dos minutos, me encontraba al borde el precipicio. 

El portal se abría bajo mis narices, sin permitirme ver que me aguardaba al otro lado. Lo único que podía sentir era un frío punzante y helador que parecía traspasar la abertura y calarme hasta los huesos. Y no eran ilusiones mías. A mi alrededor, el el suelo y las paredes comenzaron a congelarse, mientras la sangre derramada se cristalizaba hasta explotar en pedazos de escarcha carmesí. 

— Hasta nunca, hermosa mía — se despidió Fobétor, inclinándose hacia mi maltrecho rostro, y besándome fugazmente por última vez. 

El calor de sus labios no se prolongó por más de un segundo, pero a mí se me antojó eterno. Los recuerdos de cada noche compartida, cada momento, de dolor y de placer, acudió a mi mente.

Nuestra historia terminaba aquí y ahora. 

Cerré los ojos, preparándome para lo inevitable... Y de nuevo resultó que volvía a estar equivocada. Solo pude escuchar un fuerte golpe, seguido de un ruido metálico, y el roce de un cuerpo cálido y lleno de sombras que caía a mi lado, atravesando limpiamente su propio portal.

Después, perdí la consciencia. 

***

16:12 P.M, lunes día 14 de septiembre, año 2023.

Félix: 

Observé como el cuerpo de aquel joven desaparecía, engullido por las sombras que él mismo había creado, mientras sostenía la Manzana Dorada en mi mano. 

A mis pies, se encontraba el extintor, abollado en el extremo que había empleado para golpear a Fobétor en la cabeza. Unos centímetros por delante mía, estaba Eris, en un estado lamentable. Había perdido sus piernas, y su brazo derecho. La sangre se acumulaba a su alrededor, tiñendo su melena rubia de un color rojo igual al de su vestido. 

Parecía mentira que aquella diosa tan cruel e inflexible, que había asesinado a Torres y arruinado la vida de Irene, ahora estuviera indefensa ante mí. Ella representaba lo peor de la raza humana, su ruina misma. 

Por un instante, barajé la posibilidad de arrojarla al portal, que aún seguía abierto. Sin duda, al hacerlo estaría haciéndole un favor a toda la humanidad. Eris había probado ser una amenaza, y no había dudado en manipularnos a todos solo para divertirse. Desde luego, lo más sensato sería deshacerse de ella ahora que todavía estaba incapacitada. 

Sin embargo, había otra cosa. 

Tras vencer a su ilusión, cuando la enfrenté en el comedor, había creído ver un sentimiento en sus ojos. Una profunda soledad, cargada de tristeza y angustia, todo ello disimulado a partir del odio. Y no pude evitar sentirme identificado con ella. 

Tras perder a mis padres y a mi abuela, y quedar en manos de Primitivo, cuando estaba encerrado en aquel sótano, había acabando odiando a todos. Odiaba a mi madre, por haberme traído al mundo solo para sufrir. A mi padre por abandonarme para sucumbir ante las llamas. Y a mi abuela por dejarme a cargo de ese monstruo de marido que tenía. Los culpaba por mi desgracia, y los maldecía cada vez que Primitivo me golpeaba. 

Sin embargo, con el tiempo lo había superado. Me había dado cuenta de que no sirve de nada culpar a los demás de tu propia desgracia, pues es injusto para ellos y para ti mismo. Y es que recurrir al odio es siempre la elección fácil, el camino que todos toman. Era necesario mucho valor y coraje, para decidir mirar al mundo sin rencor, y ofrecerle una nueva oportunidad a la vida. 

Yo había podido hacerlo. Y confiaba en que Eris, algún día, también pudiera. 

Por el momento, me limité a emplear el brillo de la Manzana Dorada para deshacer las cadenas que la aprisionaban, y pasé su brazo por mi hombro. En un principio pensé que tendría que cargarla, pero al instante me percaté que sus piernas ya casi se habían regenerado por completo, y lo mismo ocurría con su brazo. 

— Perfecto. Cojamos a Cronos y larguémonos de aquí — murmuré, para mí mismo. 

Entré en la habitación sin más dilación, y la imagen que encontré fue desesperanzadora. 

Cronos yacía no sobre una cama de hospital, sino en una extraña plancha de madera, con ligaduras de cuero que aprisionaban sus muñecas y tobillos, y gruesas cadenas de hierro forjado que envolvían su torso. Tras una rápida inspección, me percaté de que estaban selladas con un sólido candado. 

Más allá de eso, la frente del titán se encontraba perlada de sudor, y él se retorcía en agonía y convulsionaba de dolor. Una toalla blanca se cerraba sobre sus labios, actuando a modo de mordaza. Amortiguando sus gritos.

Me dispuse a liberarlo de aquella espantosa prisión, cuando la débil voz de Eris me sobresaltó. 

— N-no deberías estar aquí idiota — musitó, mientras alzaba su mirada carmesí hacia mí.

No me digné a responder. En su lugar, forcejeé con el candado, y lo golpeé con el extintor varias veces, tratando de quebrarlo por fin. Sin embargo, me detuve al sentir el contacto de la ensangrentada mano de Eris sobre mi brazo. 

— En serio Félix. No puedes quedarte aquí. Él volverá en cualquier momento. Debes huir mientras puedas — me volvió a decir, tratando de hacerme reaccionar, y arrebatándome la Manzana Dorada. 

Me giré hacia ella, furioso, descubriendo que estaba casi recuperada. 

— No pienso huir Eris. Le haré frente, al igual que tú — aseguré, dejándome llevar por la pasión del momento. 

Antes de que ella pudiera pronunciar una sola palabra más, una serie de aplausos lentos y sarcásticos nos interrumpieron. Fobétor se encontraba apoyado en el marco de la puerta, luciendo una sonrisa que sin lugar a dudas era la más espantosa que nunca había visto. 

— ¡Qué valentía! ¡Qué coraje! — exclamó, mientras avanzaba en dirección nuestra, blandiendo un báculo que apareció de la nada.

Eris me apartó de un empujón, tirándome al suelo. 

— ¡Huye ahora estúpido! — me incitó ella. 

Sin embargo yo me levanté, y cargué contra el Amo de las Pesadillas a modo de respuesta. Quizá no lograra vencerlo, pero al menos haría que lamentara el haberse metido con nosotros. 

— Mucho me temo que es una grosería por tu parte que interrumpas así mi reencuentro con mi amada, joven Félix. Voy a tener que castigarte... — dijo él a modo de respuesta, con tono coqueto. 

Antes de ser consciente siquiera de que pasaba, salí volando hasta estamparme contra la ventana de la habitación. Una fuerza invisible parecía mantenerme aferrado contra el cristal, haciendo crujir todos mis huesos, mientras este se resquebrajaba. Tras de mí solo había una caída de siete plantas. 

No sobreviviría al impacto. 

— A modo de castigo Durand... ¡Le daré vida a tu Pesadilla! — exclamó, dando una palmada. 

Mi cuerpo atravesó el cristal. No obstante, en lugar de estrellarme contra el suelo, me envolvió una oscuridad densa y profunda, que me desorientó y me dio ganas de vomitar.  Finalmente, caí en lo que parecía ser una ladera de montaña. Una pendiente inclinada cuyo final se perdía entre la sombras. 

Me levanté, tembloroso, mientras miraba a mi alrededor, desesperado. 

Una neblina negra parecía cubrirlo todo, y la línea del horizonte estaba oculta. El cielo sobre mi cabeza era completamente obscuro, y solo unas pocas estrellas rojizas despuntaban en él. No había ningún edificio cercano. Mi ratio de visión apenas abarcaba los dos metros. 

Un silencio absoluto flotaba en el aire, solo interrumpido por una serie de gemidos y llantos monstruosos, que parecían provenir de todas partes y ninguna al mismo tiempo. ¿Dónde demonios me encontraba?

— Estás en la antesala del Mundo de las Pesadillas — me respondió una voz familiar. 

Conteniendo el aliento, pude ver cómo una silueta conocida se materializaba y emergía de las mismas sombras, encaminándose hacia mí. Al ver su rostro, retrocedí, presa del terror. 

Era Primitivo. 

Llevaba su ropa de montar a caballo, y claramente aquel destello en su mano izquierda se correspondía con su sello de hierro. Tenía una fusta en esa misma mano, y un puño americano en la otra. 

No podía ser. Era imposible. ¿Cómo había llegado él allí?

Y entonces me percaté de la realidad. Sus ojos, en lugar de verdes, estaban completamente negros y vacíos. Pequeñas venas obscuras se propagan por su ajado rostro, dándole el aspecto del demonio que siempre fue. 

Él era mi Pesadilla. Mi peor miedo. 

— Veo que ya lo has entendido — dijo, mientras comenzaba a sonreír. — Yo seré el encargado de acabar con tu patética existencia, y condenarte a una eternidad de sufrimiento por haber osado desafiar a mi Amo. 

Comencé a hiperventilar, y eché a correr, presa del pánico. No podía dejar que me atrapara, no de nuevo. Numerosas imágenes comenzaron a surcar mi mente, recuerdos vívidos y espantosos de todos aquellos años de traumas y agresiones. 

Me volví justo a tiempo para recibir el primer puñetazo. Un gancho en mi mandíbula que me dejó sin aliento, y me hizo caer pendiente abajo, golpeándome la cabeza con las rocas. Me puse a cuatro patas a duras penas, solo para ser recibido por las duras palabras de mi abuelo. 

— No podías ser un chico normal. No... Tú siempre fuiste un demonio. Tú mataste a tu madre al nacer. ¡Tú la asesinaste! — me gritó, haciendo que me arrastrara por el suelo solo para escapar de él. 

La imagen de una mujer de parto apareció en mi cabeza, como una revelación, sin que nadie la invitara. Era como un recuerdo, pero estaba distorsionado. El bebé que brotaba de la madre era una abominación, un demonio que la despedazaba y se alimentaba de sus intestinos y vísceras. 

Me agarré la cabeza, gritando con fuerza, mientras empezaba a llorar. 

— ¡No es verdad! ¡Yo no la maté! ¡No lo hice! — exclamé, dejándome llevar por el dolor. 

Primitivo volvió a reír amargamente, mientras encajaba una sucesión de cinco golpes rápidos en mi estómago, torso, y mandíbula. Al caer el suelo, me pateó la cabeza, mientras me azotaba la espalda con la fusta. 

— Y no solo a ella. También provocaste el incendio que mató a tu padre y a tu abuela — reveló él. — Querías matarme a mí, pero acabaste con ellos como el hijo del Diablo que eres. 

Los recuerdos empezaron a surgir en mi cabeza. De niño, la noche del incendio, sosteniendo una lámpara de aceite, rompiéndola en el salón. Jadeando de placer mientras observaba como la alfombra era lamida por las llamas y todo se incendiaba. Disfrutando de las muertes de mi padre y mi abuela, gozando de su dolor. 

Una patada de Primitivo me tiró ladera abajo, haciéndome caer por un pequeño cortado. Aunque intenté moverme, fue inútil. Las fuerzas me habían abandonado por completo. 

Logré levantar la cabeza del suelo a duras penas, y lo que observé me dejó mudo. Mi piel empezaba a tornarse gris ceniza, y mi propia figura parecía inconsistente, como si no fuera más que un mero fantasma. Por otro lado mi abuelo, al aterrizar a mi lado, había recuperado su juventud por completo. 

Su pelo cano ahora se había tornado de un fuerte color rubio, al igual que el mío. Su espalda volvía a ser ancha, y su musculatura se asemejaba a la de un buey. Había crecido varios centímetros, y su apariencia era, cuanto menos, imponente. 

Al fin lo comprendí todo. Las Pesadillas se nutren cumpliendo su propósito: Atormentando a las almas en pena, y haciéndolas morir o desvanecerse poco a poco. Por tanto, todos aquellos recuerdos e imágenes... No eran más que una ilusión creada para hacerme sufrir. 

No. Yo no era ningún demonio. No había hecho nada malo. Haber sido golpeado por la vida no me convertía en una mala persona. Era hora de plantarle cara a aquel malnacido, y escapar de ese mal sueño. 

Con un rugido de pura rabia, lancé mi primer golpe, un puñetazo que aquel joven Primitivo esquivó con facilidad. Era mucho más ágil y fuerte de lo que yo nunca sería. Y ello quedó demostrado cuando, tomando mi brazo, lo partió sin miramientos, arrancándome un grito de dolor. 

Hecho esto, aferró mi cuello con su antebrazo, quedando justo por detrás de mí, dejándome completamente inmovilizado. 

— No puedes escapar a tu pasado Félix — me replicó, mientras mordía mi cuello hasta desgarrarme la piel, dejando un hilo de sangre a su paso. — Yo no soy solo un espejismo de tu abuelo. Soy el reflejo de todos tus años de tortura. Y admítelo, sin mí, no serías nadie. 

Acabé sin aliento. Y no fue por sus palabras, sino por lo que apareció frente a mí. La neblina que parecía cubrirlo todo finalmente se había disipado, revelando una gigantesca abertura en el centro de aquel páramo de pesadilla. 

Era un pozo, oscuro y siniestro, que no parecía tener fin, y del que emanaba un frío glacial. 

— Esa es la entrada al Mundo de las Pesadillas. Es el único destino que le aguarda a aquellos como tú — afirmó Primitivo, señalando hacia aquel monstruoso agujero. 

— ¿A-aquellos como yo? — repliqué, sin entender a qué se refería. 

— Todas esas personas que han sido criadas bajo la intensa oscuridad del dolor y el trauma. Esos individuos que, al igual que tú, no pueden seguir adelante, sin importar lo que hagan. Ese sufrimiento los acompañará por siempre, y condicionará su vida. No importa cuánto lo intenten: Jamás verán la luz. Solo servirán para ser el pasto de las sombras, alimento para Pesadillas como yo — afirmó. 

Y tenía razón. Toda mi vida había estado luchando contra esas tinieblas que me habían envuelto desde niño. Y por más que intenté seguir adelante, los recuerdos del pasado siempre terminaban por alcanzarme. Dicen que uno se acostumbra incluso al dolor, pero no es verdad. Uno aprende a vivir solo por él. 

Primitivo estaba en lo cierto. Sin aquellos traumas, sin aquella tortura, yo no era nadie. Nunca lo sería. Sin importar cuánto lo intentara, jamás sería como los demás chicos de mi edad. No era más que un fantasma, que se lamentaba por la vida que había sido incapaz de vivir. 

Me rendí, cesando cualquier tipo de forcejeo o resistencia. No tenía sentido luchar por una existencia que no merecía la pena experimentar. 

— Veo que lo has entendido — musitó la Pesadilla, mientras avanzaba inexorablemente, hasta quedar frente por frente con el pozo. 

En ese momento me agarró del cuello, y usando su increíble fuerza, me dejó suspendido en el aire. A mis pies, el suelo se había desvanecido. Ya solo quedaba la profunda oscuridad, y la brisa heladora de aquel mundo de pesadilla. La mano de Primitivo era lo único que seguía conectándome con el mundo real. 

Cerré los ojos, aceptando mi destino. 

— Que tengas un buen viaje — me deseó. 

Y me soltó. 

***

Nota del autor: Os adjunto tres posibles imágenes de la Pesadilla de Primitivo rejuvenecida. Como siempre, ¡espero vuestra opinión en comentarios! 

¿Cuál creéis que es mejor?

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