Capítulo 11: Dramas y Discordia
Tras aquel día, tengo que admitir que mi percepción de la realidad y del tiempo acabaron un poco distorsionadas. Un poco bastante, a decir verdad.
El resto de la semana para mí pasó como un ensueño, mientras cada día salía con Carlos, nos besábamos, o pasábamos largas horas abrazados, ya fuera en su casa o en la mía. Tras haber sostenido su cadáver en mi presente, no podía dejar de apreciar cada segundo que pasábamos juntos, como si nuestro recién surgido amor fuera a acabar en cualquier momento.
No obstante, aquel tiempo no estuvo exento de problemas.
Tras dejarlo en la enfermería, Cronos tuvo que ser trasladado de urgencia al hospital más cercano, ubicado a diez kilómetros del pueblo. A decir de los médicos, su estado era crítico. Había sufrido lo que podría considerarse como una mezcla de derrame cerebral e infarto. Y digo que podría considerarse, porque lo cierto es que los médicos no sabían con exactitud qué era lo que le sucedía.
Y claro, yo tampoco podía decirles que aquel joven con un expediente policial de veinte centímetros de grosor (cortesía de Eris), era en realidad el dios del tiempo, y que, como había abusado de sus poderes siendo mortal para descomponer el cadáver del portero, se había hecho añicos.
Pese a mi gran felicidad, lo cierto es que la preocupación por el estado de Cronos fue filtrándose poco a poco en mi pensamiento, como un veneno de acción lenta. De hecho, incluso intenté ir a verlo, pero me fue imposible. Al parecer, por un extraño motivo, todos los medios de transporte público que conducían al remoto hospital, ubicado en pleno bosque, habían suspendido sus rutas.
Para colmo, un derrumbe en unas montañas cercanas había bloqueado las carreteras, haciendo imposible el acceso al enclave.
Mi preocupación se tornó en tristeza cuando, dos días después, el viernes para ser exactos, me informaron de que Cronos había caído en un profundo coma. Había sido algo repentino e inesperado, incluso para los propios médicos, que ya comenzaban a apreciar los primeros signos de mejora en el titán. Tras esa información, no volví a recibir noticia alguna por parte del personal del hospital.
Solo un profundo y tenebroso silencio.
Por otro lado, Eris seguía haciendo de las suyas. En apenas unos días yendo al instituto, ya había logrado convertirse en algo así como la abeja reina del lugar. Se codeaba con los más populares, y aquellos chicos y chicas que siempre solían mirar a los demás por encima del hombro, ahora no hacían otra cosa que no fuera seguir a la diosa con la cabeza gacha.
Sin embargo, más allá de eso, no sabía nada de ella. Ni siquiera dónde se hospedaba, pues a mi casa no había vuelto desde el asesinato de Torres. Supongo que aquello era otro misterio más para agregar a la lista.
No obstante, por los rumores que corrían como la pólvora por los pasillos, pude enterarme de varios cotilleos que ciertamente probaban que la diosa no había estado perdiendo el tiempo. Según varias fuentes de confianza, ya eran cuatro los miembros del equipo de fútbol que se habían peleado por las atenciones de Eris, mientras ella los observaba desde las gradas, afirmando que le daría un beso al último que quedara en pie.
Además, desde su llegada el ambiente en el instituto había cambiado radicalmente. Grupos de amigos que antes eran como uña y carne, ahora estaban separados, y sus miembros se miraban con recelo y desconfianza. Los alumnos parecían haberse vuelto más ambiciosos, y al mismo tiempo, más egoístas. Parecían vivir únicamente por y para sus deseos personales.
Sin ir más lejos, antes de la llegada de la diosa de la Discordia, el centro tenía tres asociaciones benéficas activas, integradas por más de cincuenta alumnos que se dedicaban a hacer labores humanitarias en la ciudad: Recogidas de basura, reparto de comida y mantas para los indigentes, campañas de concienciación medioambiental...
Las tres se habían desmantelado, y no quedaba ni un voluntario. ¿Sería esta acaso la influencia de la misma Discordia?
Lo cierto es que aquel ya no parecía el lugar en el que había crecido. Si bien era cierto que no era perfecto, tenía sus luces y sus sombras. Las personas no eran buenas, ni tampoco malas, simplemente eran grises. Ahora, en cambio, era como si una gigantesca sombra lo hubiera cubierto todo, eclipsando la luz de la vida misma.
Y todo empeoró, el lunes de la segunda semana de clases. Ese día fue simplemente catastrófico.
Todo comenzó durante el recreo. Era un día lluvioso, así que, como era costumbre en el centro, dada su reticencia a construir una pista cubierta (para qué negarlo, eran unos tacaños) en lugar de salir al patio, permanecimos en el comedor. Una sala estrecha, húmeda, y bastante decrépita, con bancos y mesas de madera astillada atornillados al suelo que parecían sacados de Cadena Perpetua.
Fue en ese lugar, donde Eris dio el siguiente paso en su juego.
Carlos y yo nos habíamos retrasado al ir al comedor (sí, habíamos caído en el cliché de besarnos bajo la lluvia, pero, qué puedo decir, es lo que tiene estar enamorado: te hace cometer muchas tonterías), y, cuando alcanzamos al resto del alumnado, empapados y entre risas, nos topamos con un silencio sepulcral, únicamente interrumpido por el sonido de un llanto.
En el centro de la sala, como sacado de la escena de una telenovela, estaba Irene, de rodillas, llorando. En el banco más cercano, estaba sentado su novio, Víctor alias míster "soy el capitán del equipo de fútbol"... con Eris sobre sus rodillas en una postura no precisamente inocente.
Y para colmo estaban besándose.
Tras unos segundos de confusión, finalmente pude entender lo que Irene decía, o mejor dicho, sollozaba.
— ¿Cómo has podido hacerme esto...? Teníamos tantos planes, tantas aspiraciones... ¡Íbamos a formar una familia! — le gritaba a Víctor.
Sin embargo, él no parecía inmutarse, pues estaba tan a gusto, dándose el lote con la diosa griega de la Discordia. Aunque claro, eso él no lo sabía. De lo contrario su ego solo habría aumentado.
— ¡No tenéis nada que decir! — gritaba Irene, buscando apoyo o consuelo de algún tipo en la muchedumbre que la rodeaba. Caras conocidas, que, en cambio, parecían tratarla como a una completa extraña.
Finalmente Lorea, una de las mejores amigas de la afectada, se levantó, y se acercó a ella. El rostro de Irene se iluminó por un segundo, creyendo que su compañera la animaría y defendería frente el imbécil de su novio y su amante.
Sin embargo, al ponerse a su altura, la abofeteó con todas sus fuerzas, arrojando a la delegada, a la chica de oro del instituto, al suelo. Ella se llevó la mano a la cara, con los ojos desorbitados por la sorpresa y el terror, mientras miraba a su amiga, sin entender lo que pasaba.
— ¡Deja de ponernos a todos en ridículo estúpida! — exclamó Lorea, siendo respaldada por las risas tanto de Eris, como del resto del alumnado allí presente. — ¿Es que no conoces tu lugar? ¿Cómo pretendes tú, con lo fea y patética que eres, compararte con Eris? ¡Está claro! Víctor ha hecho lo que todos: Ha apostado por el caballo ganador — sentenció, mientras todos sus compañeros la aplaudían y ovacionaban.
Irene estaba en shock, y cuando habló, lo hizo entre tartamudeos y temblores.
— Y-yo siempre he estado ahí para vosotros. Siempre os he apoyado, y c-como delegada he procurado defender vuestros derechos. ¿Por qué ahora me hacéis esto? — preguntó, rompiendo al llanto de nuevo mientras todos continuaban riéndose a su costa.
En ese momento, Eris intervino. Se levantó lentamente, mientras aplaudía irónicamente, acercándose a Irene como una víbora. Finalmente, la tomó de la barbilla, y la obligó a mirarla a los ojos.
— ¡Cuánto lo siento querida! — comentó la diosa, con fingida aflicción. — Claro, como nunca recibiste amor ni de tu padre, que te abandonó cuando eras una niña, ni tampoco de la borracha de tu madre, que se pasa los días en los bares, y las noches como chica de compañía en la ciudad, buscaste el afecto de tus compañeros. ¡Pues esto es lo que les importas, y nada! — concluyó Eris, con una sonrisa macabra plasmada en sus labios.
Sus palabras golpearon físicamente a Irene, haciéndola retorcerse de dolor. Pero también de rabia, odio e ira. Y entonces pude ver claramente las intenciones de Eris.
Quise dar un paso adelante e intervenir, sin embargo Carlos me lo impidió, sujetándome suavemente de los hombros mientras negaba con la cabeza.
— Si haces algo ahora te convertirás en la próxima víctima de Eris. Y no quiero que te pase nada malo Félix — me susurró, mientras retiraba un mechón de pelo mojado de mi frente y lo retorcía entre sus dedos.
Aunque la rabia bullía en mi interior, sabía que Carlos tenía razón. Un enfrentamiento público con Eris solo acabaría perjudicándome. Y lo que es peor, podría arruinar mi relación con mi alma gemela. Por contrapartida, si mis sospechas eran ciertas... No, tenía que confirmarlo.
Como si el universo aprobara mi resolución, en aquel instante sonó la campana, indicando el fin del recreo, y los alumnos comenzaron a abandonar sus mesas tras sacar las últimas fotos y vídeos de la antaño delegada humillada, y seguramente compartirlos en redes sociales.
Irene, por su parte, huyó corriendo del lugar, saliendo por la puerta que daba a las cocinas. Percibí con el rabillo del ojo que alguien la seguía sigilosamente, y me percaté de que era Eric Carter, su alma gemela. El chico, pese al acné que proliferaba en su rostro, tenía una expresión preocupada.
Por un segundo, estuvo a punto de abrir la puerta que momentos antes ella había cruzado. Pero al final se arrepintió, y cabizbajo, siguió a la muchedumbre en su camino a las clases.
Carlos tiró de mi brazo, tratando de arrastrarme con él. Sin embargo, yo me liberé rápidamente de su agarre, y, tras prometerle que lo alcanzaría pronto, me quedé en el ahora vacío comedor, cara a cara con Eris.
Era hora de ver cuáles eran los verdaderos planes de la diosa de la Discordia.
***
— ¿Qué pretendes Eris? — la interrogué, mientras me acercaba a ella a grandes zancadas.
La diosa, al verme, esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
— ¡Félix Durand! ¿Cómo está mi asesino de porteros favorito? — trató de provocarme.
Pero me negué a caer en sus trampas. No iba a permitir que se saliera con la suya. Quizá ella fuera una diosa, sin embargo, yo era un estudiante de este instituto, y un compañero de Irene. Sencillamente me veía incapaz de simplemente observar cómo convertía a aquella agradable chica en una de sus marionetas.
— ¿A qué ha venido todo este desbarajuste con Irene? Sabes tan bien como yo que ella es inocente. Siempre se muestra amable con todos, y no creo que haya hecho nada como para que la trates así, y vuelvas a todos en su contra — arremetí contra ella, lleno de ira.
No obstante, Eris se limitó a reírse, mientras andaba en círculos a mi alrededor. Finalmente, se detuvo a mi espalda, y comenzó a darme un pequeño masaje, trazando círculos con sus pulgares sobre mis hombros.
— Félix, Félix, Félix... Estás siendo un chico muy malo. ¿Sabes a quién me recuerdas cuando actúas así, lleno de ira y odio? — me susurró — A Primitivo.
Y, desenvainando la Manzana Dorada, una intensa luz me envolvió. De pronto, volvía a ser mi abuelo, en aquel sótano. Solo que esta vez, estaba sujetando el cuello de otro Félix igual que yo, ahogándolo en una pila, mientras de mis labios escapaban alaridos que recordaba demasiado bien.
— ¿¡No puedes ser un chico normal!? No, claro que no. Tienes que actuar de esa manera tan desvergonzada, cargada de tanto pecado a los ojos de Dios. ¡Eres un pecador, y yo soy el ángel redentor que expía tus pecados, en nombre de nuestro Salvador! ¡No mancharás el apellido Durand!— gritaba, mientras ahogaba a aquella versión de mí.
Era algo terrorífico.
Como si yo mismo fuera el causante de mis propios traumas. No tenía elección, era como estar atrapado en un cuerpo que no me respondía, haciendo lo que Eris me obligaba a hacer. Pero lo peor de todo, era que lo estaba disfrutando. Gozaba de ver como ese Félix indefenso pataleaba y se retorcía, tratando de zafarse de mi agarre. Y entonces yo aflojaba un poco la mano, para darle esperanzas... Para luego hundirlo con más fuerza, solo para sacarlo justo antes de que muriera, y patearle el estómago una vez estuviera en el suelo.
Una oleada de placer enfermizo recorría mi cuerpo de arriba a abajo, haciendo que mi cordura se resquebrajase poco a poco, volviéndome loco. De seguir así, acabaría por no saber quién era yo, cuál era la realidad. Lo perdería todo.
Sin embargo, la certeza de estar atrapado dentro del poder de la Manzana Dorada me dio fuerzas. Aquel no era mi sentir, ni tampoco mis acciones. Era todo una maldita ilusión, creada por esa arpía de Eris. Y no dejaría que acabara conmigo tan fácilmente.
Haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, logré detener los golpes que le propinaba a aquel joven Félix, y cerré los ojos, sintiendo cómo aquella realidad falsa se fracturaba ante mis narices.
Y cuando volví a abrirlos, todo había desaparecido.
Había vuelto al comedor, y Eris estaba frente a mí, sosteniendo la dichosa fruta. Jamás pensé que llegaría a odiar tanto una manzana.
La diosa comenzó a aplaudir.
— Te felicito Félix. Eres el primero que logra escapar de mi ilusión sin que yo lo permita. Eres digno de alabanza — me elogió.
Quise responder, pero el agotamiento llegó de golpe, haciéndome caer sobre mi rodilla derecha. Estaba sin aliento, repleto de un cansancio profundo que sacudía todos mis huesos y que me estaba dejando sin poder respirar. Mis párpados pesaban, y tuve la impresión de que caería dormido en cualquier instante.
— Y como premio a tu hazaña Durand — continuó la diosa. — Te revelaré mis verdaderos planes para este lugar.
Al escuchar su última afirmación, logré contener esa oleada de sueño que parecía querer sepultarme en la oscuridad, y miré a los ojos la diosa, sosteniendo su mirada ámbar. En un instante, sus ojos se tornaron de un color rojo profundo, acompañando sus ominosas palabras.
— Desde el primer momento en que la vi, odié a Irene. Es una chica pura e inmaculada, exenta de cualquier tipo de maldad. A pesar de todo su sufrimiento, siempre ha escogido el camino del bien, haciendo felices a los demás, mejorando el mundo. ¿Puedes creerlo? — dijo ella, acompañando su relato de un tono burlón. — Decidí que tenía que hacer algo. Puedo, y de hecho he corrompido el corazón de todos los estudiantes de este infame centro. He sembrado la discordia en sus vidas. He acabado con sus amistades y amoríos. Y sí, también le he robado la virginidad a más de uno — comentó, con una sonrisa pícara.
Finalmente, pude reunir fuerzas para pronunciar la pregunta que tanto me atormentaba.
— ¿Por qué? — quise saber, con un tono de voz cargado de súplica y pena.
Ella estalló en carcajadas, mientras quitaba importancia a mi interrogante con un gesto de la mano.
— Soy la encarnación del odio y las miserias humanas. Represento a la misma Discordia, siendo la encargada de provocar los mayores derramamientos de sangre en la historia de la humanidad. Yo provoqué la Guerra de Troya, y tuve mi papel en la Segunda Gran Guerra, mostrándole a aquel pintor alemán fracasado el camino que debía seguir. Es mi naturaleza hacer el mal — afirmó la diosa.
Reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban, le contesté.
— Tu problema Eris, es que, pese a toda tu maldad, estás sola — solté, haciendo que la deidad esbozara una mueca de pura indignación. — Los humanos podemos elegir entre el bien y el mal. Pero a ti te privaron de esa elección. Te enseñaron que debías ser maléfica, y lo has sido desde entonces. Pero aún no es tarde Eris. Aún puedes redimirte, y escoger hacer el bien — le sugerí, cargado de esperanza, mientras la tendía mi mano.
En un segundo ella me apartó fuertemente, haciendo que cayera al suelo, perdiendo la poca vitalidad que me quedaba.
— Ya es tarde para eso — declaró, ¿con tristeza? — Y también lo es para Irene. Tras la humillación de hoy, he usado mi poder para sembrar el odio en su corazón. Este florecerá, y se alimentará de todo su dolor hasta convertirla en un monstruo igual a mí. Entonces conocerás, la verdadera naturaleza humana — dijo, mientras se alejaba poco a poco de mi persona, hasta abandonar el comedor.
Extendí las manos hacia ella, traté de detenerla, de gritar, de hacer algo. Pero mis esfuerzos fueron en vano, pues mis ojos acabaron por cerrarse, y el sueño me reclamó como suyo.
Las pesadillas no tardaron en llegar.
***
Mientras todo esto sucedía, y sin que ninguno de nosotros lo supiera, la verdadera amenaza ya había efectuado sus primeros movimientos, y tomado las primeras medidas.
En mitad del bosque, cuyos árboles parecían sumidos en una oscuridad perpetua, había un hospital que despuntaba entre toda aquella naturaleza. Una mole blanca de hormigón y cemento, que parecía brotar de la misma tierra. Lo curioso de la escena, es que todas las carreteras y vías que parecían llevar a él estaban destrozadas.
Algunas agrietadas. Otras hundidas. Parecían haber recibido el impacto de un millón de rayos, de mil terremotos, o el paso de un ejército.
Pero nada más lejos de la realidad.
Dentro del propio hospital, médicos, enfermeras, y pacientes sin distinción, estaban desparramados por el suelo, como marionetas cuyos hilos hubieran cortado. Algunos estaban muertos, tirados sobre charcos de sangre. Había cabezas cortadas, y miembros amputados. Sangre que bañaba las blancas paredes. Esos eran los afortunados.
El resto, en cambio, estaban dormidos. Y no era un sueño plácido. Muchos se retorcían, murmuraban, o incluso gritaban en sus pesadillas. Cortes, moratones, huesos rotos y todo tipo de heridas aparecían en su piel, y se curaban casi al instante, producto del sueño sobrenatural que estaban experimentando. El dolor era muy real, pero no podían morir. Eso era lo bueno de las pesadillas.
El sufrimiento era ilimitado.
Y dentro de aquel entramado de pasillos y salas de descanso, había una habitación en particular, la única donde la electricidad continuaba funcionando, alimentando un monitor y un respirador, ensamblados a una pequeña camilla. Allí reposaba un joven de unos diecisiete años, el cual había presenciado el desarrollo del Universo desde el Big Bang. De pelo cano, y bellos ojos color miel, cerrados claro está, sufría en la peor pesadilla creada por el emisario de la oscuridad.
Este le acariciaba el cabello al joven, mientras le limpiaba el sudor frío de la frente con los extremos de la toalla que había incrustado en su boca para no escuchar los gritos.
— No te preocupes señor Cronos — murmuraba el oniro, mientras limpiaba una lágrima que resbalaba por la mejilla del titán — Yo, Fobétor, Amo de las Pesadillas, me encargaré de que disfrutes de este plácido tormento por el resto de tu existencia. Y puedes creerme cuando te digo que nunca despertarás.
Y con una carcajada siniestra, se sumió en la pesadilla que atormentaba su recluso, para deleitarse con el profundo sufrimiento que le estaba creando.
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