Capítulo 1: Principios y finales
21:48 P.M, día 7 de junio, año 2024
Félix:
No podía dejar de mirarlo. Pese a que lo había intentado con todas mis fuerzas, la tentación de hacerlo superaba cualquier barrera impuesta por la propia voluntad.
Hablaba con sus amigos, riéndose suavemente. Su cabello pelirrojo oscuro estaba más revuelto de lo habitual, a causa del fuerte viento que hoy se había levantado, y que seguía haciéndolo revolotear. Sus ojos castaños poseían una calidez que solo se veía reforzada por esos pequeños hoyuelos que se formaban en sus mejillas al sonreír.
No pude reprimir un ligero suspiro al verlo gesticular mientras parecía contar una animada historia a sus compañeros y a Laura, que revoloteaba a su alrededor como una polilla. Cómo desearía estar allí, con él... Con mi otra mitad.
Y no en sentido figurado: Carlos era, literalmente, mi alma gemela.
Desde pequeño, poco después de que mi madre muriera durante el parto y mi abuelo Primitivo se hiciera cargo de mí, descubrí que poseía la habilidad de ver la esencia de las personas. Esta revela su verdadera naturaleza, sus deseos e intenciones. Incluso a veces era capaz de atisbar destellos de sus destinos.
Sin embargo, siempre había tenido mucho cuidado de mantener mi habilidad en secreto. Una vez, cuando traté de contarle a mi abuelo que su alma era repulsiva y estaba corrupta por las ansias de poder y la pérdida de un ser amado... Bueno, digamos que aprendí lo que era un exorcismo. Y por las malas.
Conforme pasaban los años y conocía a más gente, mi capacidad evolucionó un paso más. Comencé a ser capaz de distinguir una armonía entre algunos espíritus. Para ser concretos, es una especie de vibración que ambos emiten cuando se encuentran cerca, una conexión inmediata y primigenia, más allá de nuestra comprensión.
Lo que los mortales llamamos alma gemela.
Es irónico. Todos los que he conocido afirman ser, de una forma u otra, buscadores del amor. En cambio, cuando conocen al que deberá ser el ser amado que los acompañe a lo largo de su vida, lo desprecian, ignoran, u odian. Supongo que el destino es caprichoso. Concede la felicidad a algunos, y a otros... ¿nos da salud?
En fin, este es mi caso.
El año pasado llegó una oleada de nuevos alumnos, procedentes de un instituto de una comarca cercana, que aparentemente se había visto obligado a cerrar. Carlos Espinosa, uno de ellos, capturó mi corazón desde nuestra primera mirada compartida, y entonces supe que él era mi otra mitad.
Su ser tenía un brillo singular, azulado y dorado a partes iguales, una aureola que lo envolvía y cegaba a los otros, con su carisma arrolladora y picardía incomparable. Pero al mismo tiempo, había algo más dentro de él, un núcleo oscuro y lleno de dolor y pena, un trauma reprimido que nadie más que yo, era capaz de apreciar. Eso me intrigaba. Más que eso, me fascinaba.
Había intentado muchas veces leer su pasado sin éxito. Solo logré toparme con fragmentos de su futuro: un coche azulado, risas y luego gritos, un impacto y la muerte. Lo más extraño de todo es que había podido ver algo más tras eso. ¿Una vida ultraterrenal, a lo mejor? Supongo que nunca lo sabré.
Volviendo a mi historia con Carlos, tengo que admitir que me ilusioné con él. Pocos meses tras su llegada, hubo una gran fiesta en su casa, y a saber cómo, acabamos besándonos en su armario. ¿Raro, verdad?
Sin embargo, nunca volví a saber de él. Siempre me ignoró tras ese suceso, y aunque al principio de este curso me prometí a mí mismo hacer avances en nuestra relación, no lo logré. De hecho, no cruzamos ni una sola palabra en todo el maldito año. Al final, no me ha quedado otra opción que asumirlo. Hoy, en nuestra graduación, nuestros caminos se separarán para siempre.
Él era un espíritu libre, y hasta donde yo sabía, se disponía a hacer un viaje con sus mejores amigos por la Costa Oeste de Estados Unidos. Aventura, nuevas experiencias y gratos recuerdos que permanecerían intactos en su mente. A mí, por mi parte, me esperaba un destino un poco más... frío.
Para ser concretos, un internado católico en Noruega, aislado del mundo, al que solo se puede llegar a través de un barco que zarpa cada seis meses. Simplemente idílico.
Aquí termina nuestra historia, pensé, mientras ajustaba el incómodo traje que Primitivo me había enviado. Justo en ese instante, Carlos reparó en que lo observaba. Su vista quedó fija en la mía, y por un brevísimo segundo, pensé que atravesaría los escasos seis metros que nos separaban y me contaría por qué había estado evitándome a lo largo del curso. Me confesaría que estaba enamorado de mí, y quizá incluso nos besáramos.
Pero eso solo sucede en películas de bajo presupuesto, cuyos guionistas desean acabar cuanto antes.
En la vida real, pasa lo que pasa: Él apartó la mirada, demostrando que no le importaba en absoluto, y contempló la esbelta figura de Laura, para luego besarla. Un clásico. Bueno, a fin de cuentas ¿qué importaba? Mi corazón ya llevaba un buen tiempo roto...
— ¿Sigues colado por Carlos? — preguntó una joven tras de mí.
Me volví con sobresalto, mis pensamientos interrumpidos por aquella melodiosa voz. Con espanto, descubrí que se trataba de Irene, la delegada de nuestra clase y chica de oro del curso: Agradable, genuina, simpática, con buenas notas y novia del capitán del equipo de fútbol, o lo que fuese. Todo el mundo la alababa por sus buenas acciones y su temperamento calmado y conciliador.
Personalmente, se me antojaba insufrible.
Dato curioso: Su alma gemela era uno de los reporteros del periódico del instituto, un chico antisocial llamado Eric Carter, un año menor que nosotros (y con la cara repleta de acné).
— Creo que eso no te incumbe delegada — le contesté, irritado y cortante.
Ella retrocedió, sorprendida, con una expresión dolorida plasmada en su perfecta cara.
— ¿Por qué tienes que ser así? Yo solo quiero ayudarte, decirte que entiendo el dolor de tu amor no correspondido. Hace mucho que no hablamos... — susurró, afligida.
La ira hizo acto de presencia dentro de mí, impregnando mis palabras.
— Tú tomaste una decisión Irene. Antepusiste el caerle bien a todos, satisfacer las expectativas de personas a las que no les importas, a nuestra amistad. Ahora asume las consecuencias.
Mi antigua amiga negó con la cabeza, horrorizada.
— Nunca quise hacerte daño. Si hubiera sabido lo que Víctor y los demás pretendían hacerte yo... — comenzó.
Pero la interrumpí sin miramientos.
— ¿Tú qué? ¿No estarías saliendo con él ahora? — me burlé. — Sabías lo que pasaba, y no hiciste nada por impedirlo. Me humillaron, Irene. Y ojalá hubiera acabado ahí — suspiré, intentando espantar las sombras de los malos recuerdos.
Las primeras lágrimas brotaron de sus iris, y resbalaron lentamente por sus mejillas.
— Te juro que jamás quise perderte. Lo único que quiero es que todo vuelva a ser como antes — sollozó.
Lejos de conmoverme, su interpretación digna de un Óscar no me importó en absoluto. A modo de respuesta, me limité a darle la espalda.
— Ya es muy tarde para eso. Hasta nunca delegada — proclamé con amargura, alejándome de ella.
Tal vez creáis que fui demasiado duro, si bien lo cierto era que estaba furioso. Sencillamente, no necesitaba que nadie fingiera preocupación o falsa camaradería por mí. De hecho, tenía claro que en este instituto no le importaba a nadie.
Se habían encargado de dejármelo bien claro, tolerando los abusos, amenazas, insultos...
De todas formas, ya nada importaba. Tanto Irene como Carlos pertenecían al pasado. No volvería a verlos, ni mucho menos hablar con ellos. Y con el tiempo, acabaría por olvidarlos a todos.
O al menos eso esperaba.
En ese instante, como si mis pensamientos la hubieran invocado, una música ridícula que pretendía ser emotiva comenzó a resonar a través de los altavoces. Los alumnos, como hormigas, se deslizaron hacia las sillas de plástico duro plantadas en mitad del patio. Se avecinaba "el momento más feliz de mi vida".
El dichoso acto de graduación estaba por comenzar. Lo que no sabía es que nunca llegaría a terminar, puesto que el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina.
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