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Salma.

Cruzo en un oscuro recoveco de la caverna con el agua al nivel de mi cintura. El profesor Mcfarlland sigue dando traspiés mientras toca las paredes en busca de una dirección concreta que nos lleve a la salida.

Tiene mucho que explicar pero estoy dejando que las cosas, en primera instancia, se normalicen pero comprendo para mi poca suerte que aquí ya nada es normal.

Un agudo sonido me sobresalta.

— ¿Paul? ¿Paul?

La voz de Camille se eleva por la rocosa caverna y unas ligeras gotas caen desde puntiagudas estalactitas que se ubican en lo alto del lugar.

Camille comenta algo en voz baja y me detengo.

— ¿Qué sucede? –interrogo.

Aunque la escasa luz apenas ilumina parte del sitio, puedo notar su rostro de preocupado. Su palidez resalta en las sombras como un fantasma.

Siento miedo al verla.

— ¿Qué sucede Camille? –repito.

En ese instante trato de buscar a mi amigo Paul pero solo la observo a ella con un temblor muy evidente por su escuálido cuerpo. Paul no está por ningún lado.

— ¿Dónde está Paul?

—No lo sé. Estaba justo a mi lado hace un momento pero...

— ¡Por aquí! ¡Hallé la salida!

La voz del profesor nos interrumpe desde cierta distancia por la forma en que nos llega su eco.

— ¡¡¡Joder!!! ¡¡¡Paul!!!

Grito.

Camille se da la vuelta y su mirada se dirige hacia la negruzca superficie del agua. El temor nos consume en su totalidad. Entonces, escucho la agitada respiración del profesor quien a los pocos segundos, jadeando por el cansancio, se une a nuestro encuentro.

—Debemos salir de aquí. Ahora.

Su pecho se mueve irregularmente mientras hiperventila. En este punto ya el agua ha dejado de ascender por lo que nuestros cuerpos están hundidos hasta un poco más de la cadera.

—De-debemos salir rá-rápido. –masculla a media voz.

Y tras aquellas palabras, reacciono.

Mi mano se mueve por una poderosa fuerza invisible. El profesor choca contra la pared cuando mi mano, ardiendo, le toca la mejilla con brusquedad.

Camille emite un gemido y yo lo tomo por el borde de su húmeda camisa.

—Escúchame bien, profesor. Porque no lo voy a volver a repetir. –le advierto—. ¿Dónde demonios estamos? Y ¿Dónde está Paul?

El profesor abre los ojos como platos y comienza a tiritar.

—Yo... yo... no tengo...

— ¡Ya la escuchaste, idiota! –interrumpe Camille que se ha acercado a mí.

Mcfarlland nos mira escéptico y comprendo que Camille lo atemoriza mucho más que yo.

Gracias, pienso en decirle; pero, como respuesta: asiento y lo suelto de un tirón.

—Mi hijo. Estoy aquí por mi hijo.

Camille lo mira, incrédula. Por mi parte, yo no tengo palabra alguna.

— ¿Un hijo? Se supone que estuviste en esta isla, ¿no? ¿Cómo explicas que estás aquí por un hijo? ¿Te has vuelto loco?

El profesor niega una y otra vez.

Sin darme cuenta hasta ese momento, observo como el agua ha descendido gradualmente y ahora nos llega un poco más por debajo de las rodillas. Todos nos damos cuenta de ello y Camille comienza a palparse su cuerpo como si se asegurase de que no estuviera incompleta o quizás, mutilada.

—Paul... —susurro.

Y sin dejar cabida a la duda, salgo disparada hacia la entrada de la caverna.

El chapoteo de mis botas con el agua me estremece tras cada pisada. Lamento en aquel momento llevar puesto el suéter que había usado la noche anterior para ir a la fiesta así que sin dudarlo, me desprendo del mismo y tras colocarlo sobre mi hombro, sigo corriendo con Camille y el profesor detrás de mí.

— ¡Paul! ¿Dónde estás?

Nada.

Solo se oye el agua que ha desparecido por completo y cuya huella en la arena de la cueva ha quedado como recordatorio de nuestro inconmensurable horror. Para mi gran sorpresa la luz en el sitio ha aparecido como por arte de magia. Las gotas de las punzantes estalactitas ahora se deslizan con un fino hilo de agua cristalina y puedo notar como las paredes rocosas y resbaladizas se ciernen a mí alrededor.

— ¡Salma, mira! –grita Camille.

Miro en la dirección que apunta con su mano y entonces visualizo la iluminada entrada. Casi tropiezo al dar un rápido salto hacia adelante pero Camille es más rápida y me sostiene con una mano.

—Vamos. –me dice.

El resplandor del sol me golpea el rostro cuando nos hallamos en la blanquecina arena que se extiende a nuestro alrededor. Parece un cambio brusco del ambiente al ver las cristalinas aguas y las palmeras meciéndose al ligero viento de la playa. No hay indicios de la tormenta... no hay indicios de Paul.

— ¡Paul...! ¡Paul...!

Pero otras voces me responden.

— ¡Salma! ¡Salma!

Anabelle corre por la arena con rapidez y aunque me decepciono un poco por pensar que se trataba de mi mejor amigo, debo admitir que me siento más tranquila al ver personas conocidas en esta horrenda isla.

—Hola. –le digo, sonriéndole.

Sin embargo, ella no me mira; por el contrario ha seguido dando pasos firmes en otra dirección y cuando me giro un tanto incrédula para observar mejor, noto como Camille baja la vista como si esperase alguna perorata de su mejor amiga.

—Hola, Anabelle. –saluda Camille, sin siquiera mirarla.

— ¡ERES UNA MALDITA ZORRA!

Y le propina un fuerte puñetazo en la cara que le hace caer de bruces en la ensangrentada arena. 

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