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Paul.

La muerte. Eso que acabamos de ver no es más que una de las formas que tiene la muerte en esta maldita isla.

Las palabras resuenan una y otra vez en mi cabeza. Un leve martilleo me cercena constantemente y hace que no tenga más remedio que buscar apoyo en la húmeda pared rocosa de la cueva.

Camille ha soltado una palabrota en contra del profesor Mcfarlland y este, por su parte, está enzarzado en una discusión con Salma.

— ¿Usted estuvo aquí? Porque eso es lo que me hace suponer...

— ¡Salma! ¡No digas tonterías!

— ¿Tonterías? Pues, dígame que pensaría usted si le dijera que conozco esos espectros. En esta maldita isla... –se detiene–. Explíqueme profesor Mcfarlland. Necesito que me lo diga.

El interludido toma asiento en la arena y su cuerpo se moja con el agua que está entrando a raudales por la entrada. El sonido de las olas al chocar y de la marea elevándose me recuerda... nos recuerda... que debemos ser rápidos otra vez.

—Hay que buscar un mejor refugio. –observo cuando el agua ya ha entrado aún más.

Camille se ha puesto en movimiento y el profesor Mcfarlland se levanta de un brinco. La confusión y el temor en todos son realmente palpables.

—Entremos un poco más. Es la mejor forma de estar más seguros. –comenta.

Salma coloca sus brazos en jarras. Sin duda, no piensa dejar la discusión a medias.

— ¿Adentrarnos a ciegas, profesor? ¿Se ha vuelto loco?

Camille ríe más alto de lo esperado, también ataca.

—Loco siempre ha estado. Qué ahora esté como una cabra y nos quiera arrastrar a su locura ya es otra cosa.

De pronto, sin poder imaginarnos aquella inesperada reacción, el profesor Mcfarlland rompe en lágrimas. El sollozo se alza como un lamento fantasmal por toda la cueva y me eriza la piel. Camille se ha acercado a mí y me coge de un brazo adoptando un rostro escéptico.

La imagen sería perfecta para una panorámica de primera plana del Instituto Jewells.

— ¿Qué está sucediendo, profesor? –pregunta Salma a su lado. —Y no me mienta que sé que oculta algo y debe decirlo.

Mcfarlland asiente entre sollozos.

—Sí, lo sé. –balbucea.

Camille me mira entre las sombras y me empuja el hombro bruscamente. El agua ya nos cubre un poco más de los tobillos y las olas se arremolinan por toda la entrada y más allá de las fauces de la caverna.

— ¡Salma! –grito.

Mi amiga mira a todos lados y por lógica le comprendo lo que me está diciendo. Tantos años de amistad no han sido en vano.

La única salida es adentrarnos más en la cueva.

A oscuras.

A ciegas.

¿Qué más podría salir mal?

El agua sube por mis piernas y casi toca mis rodillas. No nos queda mucho tiempo.

— ¡Corran! –nos dice Salma una y otra vez.

Y emprendemos el camino hacia el interior del lugar.

La cueva apesta a minerales y un aire salado se esparce por el sitio como un manto invisible. Aunque la oscuridad es total, hay pequeños agujeros en el techo cubierto de estalactitas que por momentos e intervalos irregulares iluminan la difuminada escena. Camille está a mi lado y a cada segundo grita o lanza un alarido que me estremece los sentidos.

— ¿Qué sucede? –le pregunto al cabo de varios minutos andando.

Ella se encoge de hombros.

—Creo que vi flotar algo en el agua.

Y eso me puso más nervioso.

El agua, ya por la cintura de todos, nos envuelve con rapidez y aunque la cueva parece ser más larga de lo que hubiese imaginado, en este punto me hace pensar si fue lo correcto haber entrado a un sitio del que no tenemos puñetera ideas.

Salma y el profesor están a la comitiva y aunque van marchando en silencio puedo sentir el miedo que les cubre aun desde mi posición.

La oscuridad se solidifica y los pequeños haces de luces desaparecen.

—Paul...

—Profesor Mcfarlland...

Comprendo que hemos quedado a ciegas.

Mi corazón amenaza con salirse de mi pecho y el agua ha dejado de subir pero puedo notar movimiento rápido alrededor de mis piernas.

— ¿Qué está pasando chicos? –pregunto.

Pero nadie dice nada.

— ¿Chicos? ¿Camille? –mi voz se quiebra ante el arrebato de miedo.

La caverna está impregnada por el intenso olor metálico y el sonido del agua a mi alrededor es lo único que me responde. Doy un manotazo en el aire en busca de Camille pero no la siento.

No la consigo.

Y tampoco la veo.

— ¡Chicos! ¡Joder!

Y sin penarlo, corro. Doy largas y dificultosas zancadas en el agua a un territorio desconocido. No sé si voy en la dirección correcta pero sigo corriendo y dando brazadas en el aire para tocar algo firme como la pared de la cueva.

El sonido me llega justo cuando la fuerza de una extraña forma tentacular me rodea el tronco y la cara. Grito presa del pánico, pero el ruido queda ahogado pues la fuerza de las cuerdas me ha sumergido en el agua.

El líquido entra en mi boca y las burbujas emergen con rapidez.

La luz se ilumina encima de mí y noto como varios cuerpos han aparecido por todo el lugar. Lucho sin apenas tener idea de lo que está sucediendo y un haz de luz sobresale del techo cuando me incorporo en el agua.

Los cuerpos se multiplican. Son múltiples, demasiados.

Sus enormes ojos refulgen en la oscuridad. Me observan, impávidos y con mirada asesina.

Voy a morir, pienso.

Pienso en mi madre, pero ella no aparece.

Mierda.

Los cuerpos siguen flotando y chocan entre sí. Algunos se voltean en su posición y sus largas cabelleras plateadas se mecen en sincronía del agua. Otros en cambio, me siguen observando.

Cierro los ojos. Y me dispongo a gritar.

Agarro el aire lentamente y abro los ojos con decisión. El grito resurge de lo más interno de mi ser y justo cuando ya estoy a punto de hacerlo, unas manos me rodean la boca y ahogan el grito.

—No grites, ya estoy contigo. –

Abro los ojos como platos al escuchar la voz de mi amado Marcus. 

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