35
Profesor Mcfarlland.
El ardor cercena mi respiración. El aire que entra por mis fosas nasales me abrasa sutilmente y puedo sentir como la ingravidez de mi entorno me envuelve como un manto denso e invisible. Sin duda, estoy vivo. O quizás..., estoy en algún limbo. Al fin y al cabo, tampoco he sido una buena persona después de todo.
Lentamente las voces comienzan a tener su forma en el negruzco entorno que me rodea. Las reconozco pero soy incapaz de articular ni una palabra. Así que decido escuchar mientras hago acopio de las pocas fuerzas que me quedan.
—Yo creo que se ha vuelto completamente loco...
— ¿Y no lo estaba ya?
La risa que le sigue tras aquellas palabras me permite reconocerla fácilmente.
Camille.
La maldita Camille.
— ¡Paren los dos, por favor! No están ayudando en nada.
— Pues, entonces encárgate tú de este idiota.
Y esta vez la risa de Camille comienza alejarse.
Una suave caricia sobre mi cara me estremece los sentidos. Mi piel se eriza y puedo notar como ya no estoy haciendo tanto esfuerzo por despertar, mis ojos se abren por acción propia y aunque la pesadez es total y el dolor un tanto perceptible, despierto y veo el rostro de Salma encima del mío.
— Profesor... —empieza a decir.
No le respondo pero, le sonrío. Es una de mis alumnas favoritas.
— No hable todavía profesor, acaba de salir de un fuerte estupor. Por un momento pensé... —hace una pausa—. Pensé que...
— Que iba a morir. –finalizo—. Yo también lo pensé, Salma.
Ella coloca sus brazos por mi espalda y comienza a levantarme de la arena. El aire que entra en mis pulmones es un poco más cálido. Aún siento como mi interior arde pero debo admitir que en este momento es tolerable y casi apacible.
Sí que estuve muerto, pienso.
— ¡Paul! ¡Paul!
El grito de Salma me regresa a la playa y comprendo dónde estoy. Mi corazón se acelera y quiero salir corriendo de allí rápidamente pero las fuerzas que tengo no son las idóneas. No podría ni dar un paso aunque quisiera.
En este punto me doy cuenta que tengo una irremediable sed.
Salma parece entender mis pensamientos porque inmediatamente me otorga un envase improvisado con forma de coco picado y me da un exquisito líquido transparente.
— ¡Joder, Paul! ¡¿Es en serio?!
Levanto la mirada y veo como Paul se agacha en el borde de la playa y asemeja tener una cámara fotográfica en sus manos mientras Camille se ha despojado de su ropa y está en un ligero traje de baño, posando de forma sensual.
Me río.
Y Salma me observa con interés.
— ¿No lo verá gracioso profesor?
Me encojo de hombros sin otra forma qué responder. Ella se pone de pie y sus pisadas levantan gran cantidad de arena. El sol se ha ocultado ya y la noche no tardará en caer sobre nosotros. Algunos puntos luminiscentes en el cielo vaticinan tormenta.
Tormenta.
Entiendo la gravedad de la situación y con mucho ahínco me levanto sobre mis propios talones. Por un momento siento perder el equilibro pero cojo el tronco de la palmera que está a centímetros de mí. Me aferro a él y recupero el aliento.
Mi mente vuelve a moverse velozmente.
Doy unos pasos hacia adelante: irregulares y forzados. Salma sigue discutiendo con Paul y Camille, por su parte, la ignora y mueve su cabello mojado de un lado a otro lo que incrementa la rabia de la otra.
—Son unos verdaderos idiotas y de verdad creo...
—Salma. –la interrumpo, cuando ya he llegado a la orilla del mar.
Ella deja la frase a medio terminar y se voltea para verme.
—Salma, no debemos perder tiempo. Debemos apresurarnos. –advierto.
No dice nada y Camille se ha dejado ya de niñerías porque los tres me miran, confundidos.
— ¿A qué se refiere profesor?
Entonces recuerdo algo.
Miro mi muñecas pero todas mis pertenencias salvo mi ropa es lo que me acompaña. Probablemente ninguno de nosotros tenga algo de valor como un teléfono o aparato de comunicación.
—Profesor, ¿Qué coño le está sucediendo?
Salma se ha acercado.
—Un reloj. Necesito un reloj.
Camille resopla y antes de lanzarse al agua dice:
—Ahora sí que está loco.
Paul se ríe pero se acerca a nosotros con cautela. Una vez que se posa en nuestro campo visual me sostiene la mirada con el ceño fruncido.
—Aquí tiene uno.
Y me da su reloj de pulsera.
Observo el objeto en mis manos y los dígitos en la pantalla me recuerdan que no hay mucho tiempo:
18:54 P.M.
— ¡Mierda! –grito mirando al oscuro cielo.
— ¿Qué pasa? –pregunta Salma en un hilo de voz.
Miro a todos lados buscando una salida. Mi cuerpo tiembla y el frío del lugar empieza a aumentar. Una estructura hueca a varios metros y entre las peligrosas rocas, sobresale en la arena.
¡Ahí!
—¡Vengan todos! ¡Ahora! –les digo y corro dando tumbos en la fría arena.
Salma y Paul, me siguen con evidente confusión. Lanzo una mirada a Camille que sigue en su sitio como si nada de esto le importase en lo absoluto.
—¡Niña tonta, apúrate!
Ella me muestra el dedo del medio como respuesta.
De pronto, diminutas gotas comienzan a caer sobre nosotros y el cielo se torna muy negro. Las olas rompen con fuerza en la arena y Camille lanza un alarido justo cuando en los densos árboles que dan al bosque, aparecen miles de figuras ensangrentadas arrastrándose por la arena y dejando una estela color carmesí detrás de sí.
—¡Espérenme!
La voz de Camille me recuerda a mis peores pesadillas. No sé cómo lo hace pero sale de la playa y nos alcanza como una gacela que huye de un formidable depredador. La lluvia ya ha alcanzado todo el lugar y en el momento que entramos en la cueva comprendo que las figuras se introducen en el agua una por una hasta desaparecer en las olas color sangre.
— ¡¿Pero qué mierda ha sido eso?! –grita Camille sin aliento.
Nadie dice nada pero la mirada de Salma sobre mí, me lo deja muy claro.
—La muerte. Eso que acabamos de ver no es más que una de las formas que tiene la muerte en esta maldita isla.
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