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Mar Atlántico.
8 de junio de 1953.

A cientos de kilómetros de la costa de Hawái, "El Kennedy", una embarcación de lujo de noventa metros de longitud avanzaba a gran velocidad por las bravías aguas del mar Atlántico. El imponente casco del barco de color marfil se asemejaba más a una enorme construcción vanguardista de la urbe neoyorquina que a un propio buque del siglo XX. Sin embargo, para el capitán Alec Berg, aquello no parecía tener mucha importancia.

Tomó por enésima vez el cigarrillo en sus manos y aspiró el humo hacia el interior de sus pulmones. El calor hizo que se sintiera a gusto por unos segundos, y luego, fatigado por la falta de aire expiró la nicotina con cierto pesar.

El pequeño lugar olía a humo y alcohol.

Y no por menos, era un sitio bastante cómodo que solo el capitán de "El Kennedy", podía tener a su entera disposición.
Repitió el proceso y lanzó el cigarrillo a medio acabar hacia la papelera más cercana.

Observó como el humo salía por el recipiente y vació rápidamente el contenido de un vaso que tenía enfrente de él. Inmediatamente, el humo se disipó. De pronto, para su sorpresa, distinguió a varios metros delante de sus ojos como una espesa masa neblinosa se expandía con velocidad.

Tomó la palanca con fuerza y la hizo bajar de golpe. El barco se estremeció ante el movimiento, pero no se detuvo.

La niebla se aproximaba.

Alec Berg, comenzó a sudar. Cogió el radio del intercomunicador y mandó las coordenadas a la central más cercana, ubicada a casi trescientos kilómetros de distancia.

"El Kennedy", 12 millas al suroeste de Hawái, próximo a Puerto Rico, cambio.

La interferencia le respondió lo que en su interior había callado en aquel momento.

No había señal. 

Entonces, presa del pánico, activó la alarma de seguridad de la embarcación. El ruido se escuchó por encima de sus oídos como una entonación a lo desconocido. Varias pisadas se oían ante semejante confusión y Alec juntó las manos para empezar a rezar. Sus labios se movían incesantes mientras recordaba la oración que desde niño le habían obligado a aprender.

Agnóstico por naturaleza, aquel día del mes de junio, Alec Berg constató que ni Dios mismo podría salvarlo de su inminente final.

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