10
Dan Ground.
El día de la fiesta.
Recorro la vista con cierta cautela por el amplio espacio que funciona como duchas para los jugadores del instituto. Estoy sentado en el borde del asiento circular y respiro lentamente al notar la soledad de aquella mañana. Como de costumbre, separo el plástico de adherencia de la pequeña bolsa transparente y observo con detenimiento las cruentas pastillas blanquecinas en el interior. Mi corazón late desbocado con solo mirarlas, en pocos segundos su monocorde vaivén un tanto incesante se va apaciguar cuando aquel extraordinario medicamento recetado por mi psiquiatra (el doctor Fullet) esté dentro de mi organismo.
Siento como la boca se me hace agua y no puedo evitar saborearme los labios con evidente placer. Me levanto.
La toalla cae al suelo y me deja completamente desnudo. El reflejo del espejo lateral me muestra a un hombre corpulento, de tez morena, ojos profundos como la noche, rodeado en casi su totalidad por negruzcos tatuajes; aquí y allá la tinta recorre mi piel y deja pequeños espacios sin apenas cubrir: abdomen y zona genital, por ejemplos. Todo lo demás, incluido el cuello, está revestida por figuras y estrambóticas imágenes que para mí podrían muy bien o tener un significado importante como al mismo tiempo no representar absolutamente nada.
Me acerco al último cubículo, mi favorito. De inmediato, percibo el olor lejano a alcohol. Pocos segundos después de hacer mi acostumbrada labor previo a los entrenamientos o partidos, trato en la medida de dejar todo limpio y seguro, pues no puedo darme el lujo de levantar sospechas y mucho menos siendo el jugador estrella del equipo de futbol americano local.
El jugador estrella.
Yo mismo entiendo que todo eso es una mentira. Pero al diablo con todos. La vida en sí, es una puñetera mentira y al fin y al cabo, solo estoy haciéndolo mucho más fácil para mí, que en definitiva es lo que realmente importa.
Con evidente ánimo y con cierta descarga de adrenalina en mi sangre, me introduzco en el pequeño lavabo y empiezo mi ardua y prestigiosa tarea. Cierro la puerta tras de sí y coloco el pestillo. Reproduzco la música en el celular y observo con detenimiento la etiqueta con el nombre comercial del ansiolítico (Relaxer) sobre el plástico de la bolsa. Trato de ser meticuloso porque el hecho de usar cualquier tipo de droga con el fin de aumentar o mejorar el rendimiento deportivo, está sumamente prohibido. No solo me costaría mi expulsión sino la vergüenza a nivel nacional.
Cojo una pastilla de la bolsa. Mis manos son como agiles arañas hurgando su presa en la oscuridad. La tomo entre mis dedos y siento la euforia recorrer mi piel. Es extraordinario como algo tan pequeño puede hacerte sentir tan relajado y tranquilo. Mis crisis ansiosas surgieron poco después de la muerte de mi hermano Tom, y ya a casi dos años de aquel fatídico accidente, no me he podido despegar del todo de esta droga.
Es mi calma.
Mi paz.
Por su parte, El doctor Fullet dice que a pesar de los efectos adversos a largo plazo el Relaxer pueden provocarme entre otras consecuencias: una inminente dependencia si no se usa el medicamento con cierta precaución. Precaución. Realmente, eso es lo que yo siempre tengo al ejecutar cualquier cosa.
Suspiro de placer, con la píldora en mi mano. Como muestra de costumbre, cierro los ojos y evoco un pensamiento feliz. El rostro de mi hermano aparece en mi mente. Me sonríe, pero en esta ocasión lo noto un poco diferente. Es una sonrisa nostálgica… fría. Es como si no aprobara de ninguna forma lo que estoy a punto de hacer.
Borro ese recuerdo. Estoy alucinando, seguramente.
Sin perder el tiempo, me la trago. Siento el ligero ardor de la pastilla en mi boca; su solidez desaparece y un incipiente polvo comienza a disolverse para mis adentros. Mis manos se mueven una y otra vez de forma automática.
Luego, tras los segundos pertinentes, dejan de temblar.
Uno…
Dos…
Tres…
Cuatro…
Respiro pasivamente, y vuelvo a lo que creo es mi estado normal.
Dan, el demoledor, ha vuelto.
La única e infalible estrella del futbol.
Recojo todo con cautela y salgo desnudo del cubículo mientras guardo el envoltorio con sumo cuidado en la ropa que he dejado en el piso antes de desvestirme, no puedo evitar tener una erección cuando me dirijo a las duchas, otro efecto que me pasa frecuentemente aunque no sé a ciencia cierta si por el ansiolítico o por estado natural propio.
Abro la válvula y el agua recorre mi cuerpo con gran regocijo. Sigo contando los segundos en mi cabeza y escucho como la puerta principal se abre.
Me giro y veo la esbelta figura de Camille.
Tiene puesta la sexi indumentaria del equipo de cherleader. Me sonríe. Yo en cambio, tomo mi miembro erecto y ejecuto movimientos de vaivén tras distinguirla por completo. Estoy duro, muy duro.
Ella comienza a desnudarse y se va aproximando. El agua aun cae entre nosotros y nos rodea como algo íntimo y prohibido, sobretodo este último.
—Qué duro estas. –susurra, observándome.
Yo le toco sus senos ya expuestos completamente. Camille flexiona la cabeza hacia atrás. Lo está disfrutando.
Eso me pone más viril.
—Voltéate. –le ordeno.
Para ese momento estamos empapados por completo.
Camille cierra la puerta del cubículo y se encorva hacia mí dejando su parte más íntima expuesta. Siento la excitación recorrer todo mi cuerpo. Estoy a punto de embestirla.
Recuerdo algo.
—¿Trajiste condones? –pregunto en un hilo de voz.
Ella niega.
¡Joder!
—Solo hazlo. –contesta ella, sin más.
La tomo por los hombros y la pongo enfrente de mí.
Nuestras miradas se cruzan. Fuego y placer.
—De ninguna manera, Camille. –digo.
Entonces, introduzco dos dedos de mi mano derecha en su introito y comienzo a moverlos en su interior con gran velocidad. La calidez me cubre por completo las falanges a medida que las muevo una y otra vez, dentro de ella. Gime suavemente. Lo está disfrutando. Yo también. Por su parte, Camille utiliza su mano izquierda alrededor de mi miembro y sube y baja en perfecta sincronía con mi mano ocupada.
Mi vista se nubla por momentos. Millones de puntos me rodean y entonces, sumidos en el extremo placer de lo carnal y prohibido, nos corremos simultáneamente.
Dos horas después
El equipo del Instituto Jewells se llama: Los Linces Plateados; y está representado por el feroz animal con la boca abierta, mostrando las fauces más peligrosas que algunos artistas urbanos pudieran dibujar.
Como capitán del equipo, la responsabilidad es sumamente mayor para mí y en algunas ocasiones debo acudir a cierta ayuda. Aunque más que una ayuda es una necesidad… y como bien sabemos, el ser humano tiene muchas necesidades.
Mientras rodeo el campo de futbol y visualizo mis compañeros en pleno entrenamiento, me toco en el bolsillo del uniforme del equipo, y siento la calidez de la pequeña bolsa con las pastillas en su interior. Mi corazón palpita en mi pecho y sí que tengo la necesidad de tomar otra y otra… y otra. Me pasa muy a menudo, la característica insaciable de no desistir ante esa hermosa sustancia. Sin embargo, hago un arduo empeño en mi interior y controlo cualquier impulso que pueda acarrear daños colaterales.
Pero, el daño, ya está hecho y solo queda es saber vivir a plenitud con él.
Ryan me saluda cuando me acerco al centro del campo. Lleva el enorme chaleco protector del defensa de los Linces, con el casco cubriendo su grotesca cabeza.
Abre las manos efusivamente.
—Hermano del alma, buenos días. –y me abraza con fuerza.
Chocamos las palmas con la señal de costumbre y empezamos de forma inmediata el saludo característico del equipo: manos al centro y entre choque de manos, la otra que está libre, ejecuta movimientos rectilíneos con los dedos hasta terminar en una garra.
Ambos reímos. Y todo el equipo se acerca para escuchar las instrucciones del día.
—¡Dan! ¡Dan! ¡Dan!
Forman un perfecto círculo y me rodean mientras su cántico se une a una colosal palmada.
Me sonrojo y sé que todos me están mirando pues ya para este momento he recuperado el control de mi cuerpo y puedo suponer…, no, asegurar que todo saldrá como siempre.
—Feliz día, muchachos, gracias, gracias, gracias. –digo asintiendo y saludando.
—¡Queridos amigos, nuestro gran Dan el demoledor! –grita Marcus mientras me estrecha la mano.
Mi amigo. Y también, mi gran rival.
No puedo evitar reír para mis adentros porque siendo netamente sincero conmigo mismo, las cosas deben salir mejor cuando pasan desapercibidas. Pero, ambos nos conocemos muy bien y comprendemos que aunque estemos en el mismo equipo damos por hecho nuestra rivalidad desde tiempos muy remotos. Somos profesionales, eso sí. De los mejores. Porque ambos evitamos el contacto continuo y puede resultar un poco incongruente estando en el mismo equipo del instituto, pero siempre tendremos una ambición similar: hacer ganar al equipo. No obstante, hay otras ambiciones que nos unen pero que él no sospecha o quizás se hace el desinteresado y es nada más y nada menos que, Anabelle.
Anabelle Simmons.
Nuestra superficial y millonaria compañera.
Siempre he sentido cierta afinidad hacia las personas sumamente egocéntricas y una muestra de ello, lo es Camille pero hay algo que Anabelle tiene y que para su mejor amiga le es totalmente ajeno: la inocencia. Annie, puede ser muy orgullosa y totalmente superflua pero su inocencia e infantilismo me hacen perder con locura la razón. Me hace creer que debo protegerla y quizás abusar de ello. Es como el medicamento que consumo todos los días antes de algún partido. Es mi calma. Y quizás... mi perdición.
—¿Cuál es la estrategia para este juego, querido Capitán? –pregunta de pronto, Marcus con Ryan asintiendo a su lado.
Despejo la mente y concentro nuevamente los pensamientos a la realidad.
—Ok, muchachos, aquí llevo anotado los detalles. –digo sacando el papel con el orden de las marcas del equipo—. Ryan y Marcus irán al lateral y Oliver…
Y es así como doy las indicaciones pertinentes.
Tras dirigirme hasta los asientos del borde del campo observo como a lo lejos, en las gradas, Camille y su comitiva toman asiento causando cierto revuelo a su alrededor. Algunos de los presentes se levantan y le otorgan sus puestos como si la mismísima Reina Isabel hubiese aparecido. Me causa un poco de risa, debo admitirlo, pero esa sonrisa se desvanece cuando una chica aparece en mi campo visual siguiendo a Camille y las otras que ya se han sentado en sus respectivos asientos.
Esa marcha, esa majestuosa marcha es inconfundible: Anabelle.
Mi corazón se desboca cuando lanza un beso hacia donde estoy y nuevamente me sonrojo por la sorpresa.
¡Demonios! ¡Quiero follarla ahora mismo!
Entonces, veo como ella sigue lanzando besos con su mano y confirmo para mi gran decepción que no están dirigidos a mí, sino a Marcus que yace a pocos centímetros de la banca donde estoy.
Él me mira, expectante. Mierda.
Me mira por una fracción de segundos y entiendo que ha visto mi silenciosa reacción.
Se mueve hacia mí.
Y me habla con voz metálica… una voz fría.
—¿Te imaginas follarte a Annie mientras yo los observo?
Mis ojos se abren como platos. Mi corazón detiene su latido.
Marcus se ríe con malevolencia tocando su miembro.
—Podemos cumplir esa fantasía y darle un buen regalo de cumpleaños a Anabelle, mi querido amigo.
Y luego, dándome unas suaves palmadas en el hombro, se levanta y empieza a entrenar.
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