No sé qué cojones ha pasado, pero estoy plantado en Blasco Ibáñez con una tarta de tres chocolates bajo el brazo.
Laia sin duda alguna sabe cómo ganarse a la gente.
—Laia, estoy en Blasco, ¿dónde tengo que ir? —digo a través de mi teléfono.
—Ay, sí, perdón, te mando la dirección por WhatsApp.
Laia me cuelga el teléfono y me manda la ubicación exacta de su casa, bueno, de la casa de sus padres o bueno, de los nuestros. Por Dios, no sé cómo catalogar todo esto.
Mientras sigo deambulando por las calles de Valencia durante diez minutos, pienso en toda la mierda que está pasando. Ahora mismo me gustaría poder caminar por esta preciosa ciudad de la mano de mi ratita, que fuera ella quien me acompañara hasta esta casa que me pone de los nervios y la que me cogiera de la mano cuando me hiciera demasiado daño frotándomelas.
Tengo ganas de verla, muchísimas en realidad, pero sé que tengo que solucionar esto.
—¿Ya vienes? —dice Laia cuando descuelgo el teléfono al primer tono.
—Sí, dame un minuto.
Respiro hondo, cuelgo el teléfono y observo la increíble fachada que tengo ante mis narices.
< Venga ya, no me jodas, ¿siendo ludópatas han conseguido todo esto? >
Es una de las casas más grandes que he visto nunca, tampoco es que haya visto muchas, pero suponía que vivirían en un piso, no en un edificio que parece terriblemente caro.
La fachada tiene una inspiración medievalista alucinante. Si la profesora de plástica estuviera aquí diría que combina estilos neogóticos con neomudéjar seguro. Además, está hecha de piedra y ladrillo y tiene escudos demasiado raros, dragones, arcos lobulados y modillones.
En fin, nada que ver con todo lo que tenían antes y menos con vivir en un contenedor.
Hay un portero electrónico con más nombres y números de los que puedo contar, pero reconozco los nombres de ambos e intuyo que serán ellos, porque tampoco veo más Julios ni más Alicias por aquí.
Es el número ciento uno, y válgame la hipocresía que es el mismo número de mi habitación en el orfanato.
Si es que la vida es un chiste.
Pulso el botón manteniéndolo por unos instantes y la voz de Laia resuena por todo el altavoz.
—Bajo a por ti, tete —finaliza haciendo mil quinientos ruidos.
Que me diga "tete" suena rarísimo. En realidad, todo esto es rarísimo. Me siento como fuera de mí, como si mi cuerpo fuera una máquina que funcionara sin tener en cuenta a mi cerebro.
En casa, José, Ricardo, Miguel y Max estaban súper sorprendidos por mis declaraciones, porque les conté todo y os prometo que hasta Ricardo hizo el amago de levantarse de la silla de ruedas y echar a correr. Porque así me sentía y me siento, como si en cualquier momento tuviera que echar a correr sin mirar atrás.
—¡Eh, aquí estás! —dice Laia de un momento a otro mientras me abraza por la cintura como antes en la consulta —. Venga, ven, vamos arriba.
—Te he traído tarta —digo para romper el hielo en el que únicamente estoy yo, parece ser.
—¡¿Cómo has sabido que la tarta de tres chocolates es mi favorita?! —sonríe de oreja a oreja.
—También es mi favorita —digo sonriendo como un tonto.
Me cae demasiado bien y si me quedo aquí es única y exclusivamente por ella.
Tenemos algo en común y estoy seguro de que la tarta de chocolate no es lo único.
—Venga, pasa —dice abriendo la puerta de un piso extremadamente grande.
No me había fijado hasta ahora, pero todo es bastante antiguo, aunque está perfectamente cuidado.
Todo es de madera, las escaleras, la barandilla y las puertas de la entrada. Hay moquetas en los escalones y en los pasillos, lo cual me recuerda a Los Goya cuando los vimos en directo por la televisión el primer año que Ana comenzó a trabajar en el orfanato. Las paredes de los pasillo son blancas estilo gotelé, pero el piso por dentro es una auténtica pasada.
—Bienvenido a casa —dice Laia —. Perdón, quiero decir... bienvenido a mi casa.
Asiento con la cabeza, dejo la chaqueta en la entrada y me dirijo al comedor.
< La madre que me parió... menudo piso >
El piso es increíble, si Val estuviera aquí se enamoraría por completo de él.
—Espera, voy a guardar la tarta y te lo enseño —dice Laia mientras me quita la tarta de las manos y me observa con cautela porque yo me he quedado empanado observando el techo.
El pasillo es de tono pastel, el mueble de la entrada es de corte antiguo, de esos típicos que puedes encontrar en las tiendas de segunda mano, pero que estoy seguro de que vale más que lo que he tenido yo nunca en el orfanato. Hay cuadros de Alicia y Julio con marcos con diversas formas y matices pasteles, fotografías de Laia y... mierda, también hay mías de bebé.
El salón es de locos, también persigue el tono pastel de la entrada, pero los sillones son espectaculares, aunque parecen incómodos de la leche. ¿Esto es una casa o un puto museo? Las lámparas son de pie, los cuadros redondos que adornan la estancia son de pintores que conocí gracias a la Profesora de arte y hay ramos de flores por todos lados. Rosas blancas, rojas y rosas palo inundan la habitación, al igual que una chimenea completamente limpia, blanca y con u espejo gigante encima de ella en la que me veo reflejado y ni siquiera me reconozco.
—¿Qué mierda hago aquí? —digo en voz alta.
—Perdona, ¿has dicho algo? —dice Laia saliendo de la cocina o lo que creo que es la cocina.
—No, nada. ¿No vienen tus padres a cenar?
—Aún no, es pronto, no son ni las nueve. Mamá estará en el autobús de camino a casa, porque ha salido de consulta hace poco...
—¿De consulta?
—Sí, va a una psicóloga que la está ayudando muchísimo.
—Ah... —murmuro sin saber qué decir.
—Y papá estará saliendo ahora del hospital, o sea que hasta las diez no estarán los dos en casa. Tenemos tiempo para hablar y...
—Bueno, enséname esto —la corto.
Laia me observa por unos segundos, respira hondo, sonríe y comienza a caminar.
—Pues este es el salón-comedor.
—Ya veo —digo observando la lámpara de araña de cristal del techo.
—La cocina está aquí a mano izquierda, este es el cuarto de invitados que tiene baño propio —continúa diciendo mientras me guía por la estancia —. Esta es mi habitación, el baño individual y la habitación de los papás... quiero decir, de mis padres.
—Vaya —digo anonadado. Cada habitáculo supera al anterior.
Resumen de la casa: todo es victoriano, fin.
—Pues sí que ganan dinero, sí —digo después de suspirar e irme hasta el salón.
—Bueno, la verdad es que no vivimos mal —dice Laia con un poco de pesar en sus palabras.
—Ya veo —digo por segunda vez en los diez minutos que llevo en esta casa.
—Pero esto no ha sido así siempre —dice Laia sentándose a mi lado en uno de los sofás que, como me imaginaba, son incomodísimos.
—¿Y cómo ha sido? —le pregunto observando los enormes ventanales del salón por los cuales entra toda la luz de las farolas.
—Papá —comienza a decir —, perdón, es que no sé cómo llamarlo contigo.
—No importa, dilo como quieras —la animo a seguir.
—Bueno, papá fue el primero en recuperarse de la ludopatía. Después de que te dejaran en Mil Colores, papá supo que tenía que buscar ayuda, así que habló con Marc, tu padrino y él le ayudó, por eso vinieron aquí.
—¿Cómo? Espera, ¿mi padrino? —pregunto intentando recordar algo que me diga que lo que dice es cierto.
—Sí, espera —se levanta y va a por un marco de fotos —. Este es Marc y este, eres tú.
Laia señala a un bebé envuelto en sábanas blancas y me observa cautelosamente.
—¿Yo? —pregunto cogiendo el marco entre mis manos.
—Así es y él es tu padrino. Sé que no recordarás nada, pero yo me sé mejor tu historia que tú, así que para eso estoy, para contártela —sonríe con autosuficiencia.
Pongo los ojos en blanco, me paso las manos por la cara y suspiro.
—Esto me viene grande —afirmo en voz alta.
—Eh, tete —dice dejando el marco encima de la mesa de centro entre los sofás y pasándome una mano por la espalda —. Sé que es duro, pero es mejor que sepas todo ya y que después tengas más tiempo para digerirlo todo.
—Está bien, sigue —resoplo, me cruzo de piernas y sigo escuchándola.
—Bueno, Marc ayudó a papá a superar la ludopatía, aunque a mamá le costó mucho más, de hecho, a día de hoy todavía le cuesta, pero sé que lo conseguirá.
Frunzo el ceño y Laia se lo toma como una pregunta que no sabía ni que tenía en mente.
—Sí, todavía va a terapia por la ludopatía, aunque en realidad yo creo que es para superar todo lo que te hizo.
—Vaya —río para mis adentros con amargura —. Va a curarse de algo que hizo ella porque le salió de ahí bajo. Genial.
—Ethan, déjame terminar —se cruza de piernas y se pone frente a mí —. Marc ayudó mucho a papá, le pagó el psicólogo y le ayudó a iniciar su carrera como cirujano pediátrico.
—¿Por qué esa especialidad? —pregunto curioso y haciendo una mueca con el labio.
—Por ti, porque no quería que ningún niño volviera a pasar por lo que tú pasaste. Me contó que él no pudo curarte la herida y bueno, quería intentar solucionar un poquito el mundo —sonríe con añoranza y me da un poco de envidia.
Laia siente ternura, compasión y está orgullosa de su padre, sin embargo, yo sólo quiero largarme de aquí antes de que crucen el umbral de la puerta principal. He venido por Laia, no por ellos.
—Marc les ayudó mucho. Durante un tiempo estuvieron viviendo con él hasta que papá superó su adicción a las máquinas tragaperras y cuando papá consiguió la mejor de las notas y pudo entrar a trabajar a La Fe, entonces papá le devolvió todo lo que Marc le había dado durante años y ya siguió él con el camino de ayudar a mamá.
—¿Y Marc? ¿Dónde está ahora?
—Ah, Marc... murió. Cáncer —dice sorbiendo por la nariz.
—Joder. Lo siento —le digo acariciándole el hombro.
—Esta casa nos la dejó él.
Ahora lo entiendo todo. Ni de coña ellos pueden costearse algo así.
—No jodas —digo ahogando un grito.
—Sí, ¿te pensabas que la pagaron papá y mamá? —dice levantando ambas cejas.
—Sí, bueno, no sé, en realidad no pensaba nada.
Laia niega con la cabeza.
—Marc no tenía familia, no quiso casarse ni tener hijos y cuando murió nos dejó la casa a nosotros con la condición de que algún día tú la visitaras.
—Vaya —no sé qué decir. En realidad, no sé qué sentir ni qué pensar ni qué decir ahora mismo.
—Han intentado hacerlo bien, Ethan —Laia me pone una mano sobre la mía y me mira con compasión —. Después de la muerte de Marc, mamá se hundió, porque era el único recuerdo vivo que le quedaba de alguien muy cercano a ti, así que recayó en la ludopatía. Se gastó gran parte del dinero de papá, pero después de mi llegada quiso mejorar.
—La madre del año —digo en un susurro que ha parecido un grito en toda regla.
—Ha mejorado, Ethan. Mucho —insiste.
—Bien, sigue —le ordeno. ¿Puedo hacer eso?
—Cuando volvió a la psicóloga comenzó a rehacer su vida. Su terapeuta la ayudo a buscarte, a conseguir los medios necesarios para ir a Oviedo, pero todo fue en vano porque nadie les dijo dónde estabas. No pudieron hacer mucho más, ni las autoridades les ayudaban porque habían perdido tu potestad.
—Ya —digo con un sabor amargo en la boca.
—La misma terapeuta la ayudó a estudiar azafata de vuelo y en pocos meses comenzó a trabajar. Volar para ella fue como su medicina para curarse el dolor de años que tenía a la espalda. Volaba para olvidar todo lo malo que hizo contigo, para recuperarse de su problema y para seguir adelante por su nueva hija.
—No sé si puedo seguir escuchando.
—Espera —su mirada me suplica y yo acceso a volver a sentarme en el sofá —. Te quieren, Ethan, siempre te han querido. Deja que te conozcan, conócelos y luego ya decide, pero si no lo haces es posible que nunca más en la vida se da una oportunidad como esta.
—No sé, Laia...
—Además, quiero tenerte a mi lado, sólo sé de ti lo que ellos me han contado, pero no te conozco como debería hacerlo una hermana.
La mirada dulce y angelical de Laia me pide a gritos que me quede, que la cuide y que la proteja, pero no sé si puedo, no después de todo lo que he sufrido estando en ese puto orfanato por culpa de dos energúmenos que no supieron hacer bien las cosas.
—Me gustaría perdonarles, en serio, pero es demasiada información —digo derrotado.
—Lo sé, pero sólo es una cena, mañana será otro día. Poquito a poco y paso a paso. Quédate, por favor.
—Está bien —digo de nuevo por décima vez desde que la conozco.
Cada vez que Laia abre la boca, se me derrite el corazón, porque joder, me he perdido muchísimos años de la vida de mi hermana.
—Bueno, ya que voy a quedarme, cuéntame algo de ti, ¿no? Ya me has hablado de tus padres, pero no sé muy bien quién eres —le digo chinchándola un poco con el codo.
—Es cierto, pero para eso vente a mi habitación, que tengo que enseñarte muchas cosas.
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