𝟏𝟐
𝐏𝐀𝐑𝐐𝐔𝐄 𝐍𝐀𝐂𝐈𝐎𝐍𝐀𝐋 𝐀𝐑𝐂𝐀𝐃𝐈𝐀, 𝐈𝐒𝐋𝐀 𝐌𝐎𝐔𝐍𝐓 𝐃𝐄𝐒𝐄𝐑𝐓 (𝐌𝐀𝐈𝐍𝐄, 𝐄𝐄.𝐔𝐔.)
𝐀𝐆𝐎𝐒𝐓𝐎 𝟐𝟔, 𝟐𝟎𝟏𝟔. 𝟎𝟖:𝟑𝟎 𝐀𝐌
<<¡JODIDA MAÑANA!>>, eso es lo que pensarían, casi al mismo tiempo, la gran mayoría de ciudadanos de Ogden Marsh, pequeño poblado situado en el lado derecho de la Isla Mount Desert, con una población de 2.500 personas. Y no solo por la inesperada e increíble lluvia que bañó a la isla completa desde las seis de la mañana y que no cesó hasta una hora y media después, inundando todas las calles; sino por el espantoso hallazgo que, poco después de las nueve con veinte minutos de aquella mañana, sería informado en todos los canales de televisión, interrumpiendo la repetición del juego final de la temporada de béisbol —Los Meteoros de North Mammon, Pennsylvania, contra Las Bombas de Fondo Nuboso, California— que se llevó a cabo la noche anterior.
A las 08:00 AM, Flynn Sheffield, guardabosques de veintidós años recién contratado, se hallaba en el Área Noreste del Parque Nacional Arcadia realizando un recorrido rutinario, a pie. Había arribado a una pendiente, donde descubrió lo que parecía ser una pieza de un maniquí. Otro trozo de basura que algún chaval ha traído para contaminar este lugar, pensó él, frustrado. Pero tras examinarlo mejor, y poco después de tocarlo y levantarlo, Sheffield comprendió que no se había topado con un brazo de plástico. Sino uno de carne y hueso. Soltó el miembro tan rápido como lo cogió. Dio dos pasos atrás. Gritó con todas sus fuerzas y, en un acto inevitable, vomitó su desayuno. Para cuando hubo recobrado un poco de aliento, cogió su walkie-talkie y contactó al encargado de la central de guardabosques. Éste apenas si entendió toda la verborrea que le llegaba. Pero cuando por fin captó lo que se le estaba informado, dio la orden a Sheffield de no abandonar la escena. Luego cambió la frecuencia del radio y contactó a las autoridades locales.
Una larga estela de coches patrullas arribaron al parque media hora después del aviso, siendo seguidos por una furgoneta negra cuyo lateral derecho rezaba <<FORENSE>> y un Krown Victoria azul oscuro. El dueño de éste último vehículo era un can, de once años de edad. Se apeó de inmediato tan pronto halló lugar para aparcar: en un pequeño espacio lleno de flores recién sembradas, situado al lado derecho de la central de guardabosques. Una fuerte briza le golpeó la cara, más no sintió frío. El jamás sentía frío. De ahí su inusual apodo: "El de Hierro".
Por delante del bolsillo delantero derecho de su camisa de manga corta colgaba la placa de detective. Observó a una gran cantidad de uniformados allí en el lugar. Levantó la voz y dijo:
—¿Dónde está John Eckert?
Un brazo emergió de entre la multitud.
—¡Aquí! —exclamó el jefe de la central de guardabosques. Vestía una chaqueta verde y pantalones grises, y un sombrero de vaquero. Se acercó donde el can—. Me alegra que hayas llegado, todo esto es un maldito caos. No puedo creer que haya pasado otra vez.
—Sí, lo sé...
—Y lo peor es que he escuchado que los medios ya están en camino.
—Lo sé.
—Ni siquiera han pasado tres semanas. ¡Ese tipo se está...!
—... adelantando —apremió El de Hierro, completando la oración—. Era cuestión de tiempo —admitió—. Y que no te sorprenda, John. Ese tipo de asesinos suelen acortar el período de receso entre las muertes después de haber cobrado cierto número de vidas.
Eckert soltó un largo suspiro. El de Hierro desvió la vista al bosque.
—¿En dónde está el cuerpo?
Eckert parpadeó con fuerza, pareció vacilar.
—¿John?
—Esta vez ha pasado algo... diferente.
El de Hierro se volvió hacia él.
—Define "diferente".
Otro silencio breve.
—Tendrás que verlo por ti mismo.
.............
El de Hierro, sus veintitrés oficiales y el médico forense volvieron a sus respectivos vehículos y siguieron el jeep todoterreno de Jhon Eckert por un largo tramo de carretera. Llegando al final, torcieron a la derecha y tomaron una extensa curva llena.
Arribaron a su destino luego de media hora y aparcaron justo en la base del risco Ulriken. Sobre una gran roca de dos metros ubicada a un lado del camino, yacía apoyado un joven guardabosques. Su rostro presentaba una palidez antinatural y los dientes le castañeaban. Y no precisamente porque tuviese frío.
—¿Es usted Flynn Sheffield? —preguntó directamente El de Hierro al tiempo que descendía de su vehículo. El hombre le miró y asintió—. ¿Y el cuerpo? ¿en dónde está?
No respondió. Solo se limitó a levantar un temeroso dedo anular hacia arriba.
.............
El de Hierro y el veterano médico forense, el Dr. Alan Carter, arribaron a la cima del risco Ulriken con ayuda de Jhon Eckert, que les indicó un camino rápido y seguro. Pero no les acompañó, dijo que se quedaría a calmar al pobre de Sheffield.
No tardaron ni diez minutos. Una fuerte ventisca les recibió a ambos, al igual que una gran bardada de gaviotas de cuello azul hambrientas que les miraron por una milésima de segundo antes de volver a bajar la vista y picotear con saña lo que tenían rodeado desde hacía cinco minutos; un bulto alargado cubierto —totalmente protegido— por una lona de plástico duro de color verde. <<SERVICIO DE GUARDABOSQUES>>, rezaba con letras blancas el centro de la lona. El de Hierro soltó un fuerte ladrido, que resonó en toda el área y en los alrededores. Las gaviotas se asustaron y apresuraron a volar. Un par de plumas blancas cayeron sobre la lona. El de Hierro y el Dr. Carter dieron dos pasos al frente. Éste último alejó las plumas de un manotazo y apartó la lona, y el can contempló el brazo desmembrado que quedó al descubierto.
El Dr. Carter se colocó unos guantes de látex, se acuclilló y examinó dicho miembro. El can preguntó si era de un niño. A lo que el Dr. Carter respondió que sí. Luego explicó que el brazo fue cortado por debajo del hombro. Probablemente con algún tipo de cuchillo angular, tal vez un machete, dado el corte tan fino.
—Eso también implicaría que el asesino debe ser muy fuerte, ¿no? —observó el can. El Dr. Carter respondió que sí—. ¿Qué más puede decir?
—Mire esto —indicó el médico al tiempo que señalaba la muñeca del miembro—. Hay marcas de ligaduras.
—Cómo los otros niños.
Entornó los ojos. Y preguntó:
—¿Y esas fibras rojas?
—De la cuerda que usó para atarle, seguramente. Los otros niños también las tenían.
El de Hierro soltó un largo suspiro. Luego, desvió la vista hacia el bosque.
—No lo entiendo...
—¿Qué cosa?
—Esto —contestó el médico forense—. A los otros niños los apuñaló y los dejó intactos. ¿Por qué a esta víctima la descuartizó?
—Posible contramedida forense; para tardar el proceso de identificación y retrasar la investigación. Tal vez la conocía personalmente, tal vez más que a los otros —se limitó a decir El de Hierro. Luego, añadió—: O tal vez quiso incrementar la tortura.
—¿Incrementarla aún más?
El de Hierro asintió.
—O tal vez se enfureció y perdió el control. Y este fue el resultado. Cualquiera que haya sido el caso, el hecho es que ya comenzó a salirse de su programa autoimpuesto. Y si a eso le sumamos que ha acortado su período de descanso entre los asesinatos —un intervalo de tres semanas reducido a una semana—, significa que nuestro asesino se volverá más impulsivo y entrará en un frenesí.
—Y es ahí cuando comenzará a cometer errores, ¿verdad? Se descuidará todavía aún más.
—Y eso es lo malo —añadió El de Hierro—. Porque es entonces cuando comenzará a matar con mayor frecuencia.
El can volvió la vista hacia el brazo. Se acercó un poco más y le pidió al médico que levantara el miembro. Tras hacerlo, el can lo vio. Era un objeto multicolor, plano y de papel. Estaba empapado, pero parecía estar intacto. El de Hierro ya sabía lo que era.
<<La maldita firma del "Arcángel Azrael">>.
Levantó la vista, hacia el médico forense.
—Tenemos que encontrar el resto de las partes.
.............
La búsqueda de las partes faltantes del cadáver tardó poco más de una hora y media. Se hicieron fotografías, se recolectó escasa evidencia —que al final no llevarían a nada— y los restos, que fueron colocados dentro de bolsas negras, fueron trasladados hacia la furgoneta del forense.
Pero antes de partir, los medios, que ya habían llegado y se habían atrincherado en la base del risco Ulriken como era de esperarse, se acercaron a El de Hierro, quien se encaminaba hacia su propio vehículo, y le bombardearon con una ola de preguntas. Éste les ignoró a todos. No obstante, se aclaró la garganta y dirigiéndose hacia los dos oficiales veinteañeros que se quedarían a custodiar el lugar, dio la orden de que todos los buitres que se atreviesen a tomar fotografías de las bolsas negras que estaban siendo metidas dentro de la furgoneta del forense, fuesen arrestados de inmediato para ser llevados a la comisaría, donde se les confiscaría a cada uno sus respectivas cámaras fotográficas. Se hicieron visibles un par de flashes. Dos reporteros acabaron con las manos esposadas tras la espalda. Se quejaron y, a tono de grito, amenazaron con denunciarlo públicamente, pero a El de Hierro aquello le importó un carajo. Una mierda. Ya nada importaba. Esta era la sexta vez que el inescrupuloso y escurridizo asesino en serie autodenominado "Arcángel Azrael" atacaba. Había tomado una nueva vida, esta vez de una niña. Y había dejado, otra vez, en ridículo a la policía tras volver a aquel parque sin siquiera ser visto por los oficiales que fueron asignados a vigilar las entradas, y perpetrar exitosamente su crimen. El de Hierro estaba completamente seguro de que si los otros miembros de la prensa local que no fueron detenidos no se ensañaban con él en las noticias del mediodía, sí lo harían sus superiores, incluido el alcalde. Cinco asesinatos en cuatro meses. Seis, contando la muerte de anoche. Hasta el momento, no se había obtenido y logrado nada. Ni pistas relevantes, ni sospechosos viables. Ni siquiera algún maldito arresto.
Eran las once con cuarenta y cinco minutos cuando El de Hierro se encaminó a la recepción de la comisaría, donde recibió a una humilde pareja treintañera. La mujer, de cabello castaño, estaba inconsolable; se aferraba con fuerza a una fotografía enmarcada, en la que salía una alegre niña montando bicicleta. Su esposo, que parecía ser de carácter más fuerte, le abrazaba.
—Señor y señora Smollock —saludó El de Hierro. Los aludidos le observaron. Se presentó y dijo—: Acompáñenme, por favor.
La pareja les siguió por un largo pasillo e ingresaron a la habitación del fondo. Era una habitación bien amueblada, de ambiente cálido. La pareja Smollock se sentó en el sillón cercano a la única ventana del lugar.
—¿Están seguros... están seguros de que es mi pequeña?
La pregunta de la madre quedó en el aire por un breve momento.
—Sí —dijo finalmente El de Hierro—. Comparamos sus registros dentales, la identificación es concluyente.
La madre soltó un fuerte sollozo, y bajó la cabeza. El padre habló:
—¿Ya saben quién lo hizo?
—Todavía no, señor.
—Pero están cerca de cogerle, ¿no?
No hubo una respuesta. Ni era necesario. Su silencio habló por él.
—¿Qué pueden decirme sobre Judy? —quiso saber El de Hierro—. ¿Tenía enemigos?
El señor Smollock lo negó vehementemente.
—Todos la querían —aseguró. Un ligero atisbo de dolor en su voz fue casi perceptible.
—¿Alguna vez se unió con gente de mal vivir?
—Por supuesto que no.
—¿Saben si conoció a alguien nuevo?
—No... no lo sé. Tenía pareja, sí, ella nos lo comentó en la cena de hace dos días, pero jamás le llegamos a conocer.
—Investigaré eso, en caso de que surja algo. —Pausa—. ¿Alguna vez les comentó Judy si algún extraño le seguía camino a la escuela o de regreso a casa?
—No..., ¿qué? Claro que no. ¿A qué viene esa pregunta?
—Solo es rutina. De casualidad, ¿saben si su hija era amiga de Phineas Armstrong, Kathy Graysmith, Joyce Mackintosh, Lito White o Kimberly Pratt?
El padre puso una expresión que reflejaba una mezcla de desconcierto y comprensión. Reconoció esos nombres, era difícil no hacerlo. Después de todo, esos niños habían sido objeto de interés los últimos cuatro meses.
—Fue él...
—¿Disculpe?
—Ha sido ese cabrón, ¿no es así? ¿El Arcángel Azrael?
—Me temo que no puedo...
—¡¿Sí o no?! —rugió sorpresivamente. A la par, su mirada se empañó—. Soy un padre en duelo, y exijo la verdad. Lo merezco, ¡mi esposa y yo tenemos derecho a saberlo!
El de Hierro se le quedó mirando por un corto momento que pareció ser eterno. <<Sí>>, respondió finalmente. El señor Smollock ya no pudo más. Se derrumbó y acompañó a su esposa en su llanto.
—Fue ese monstruo... —dijo el señor Smollock—. ¿Por qué? ¿Qué fue lo que hicimos, por qué Dios nos está castigando?
—Esto no lo ha hecho Dios —aclaró El de Hierro—. Sino ese individuo perturbado. Y tengan por seguro que lo encontraremos, y lo llevaremos ante la justicia. La muerte de su hija no quedará impune.
—Sí, claro —habló con sarcasmo el señor Smollock—. Apuesto que eso mismo les prometió a los otros padres, ¿verdad?
Entonces, se hizo el silencio otra vez. Pero El de Hierro no permitió que aquello hablara por él por segunda vez.
—Sí —respondió. Y con decisión, añadió—: Se los prometí, y lo pienso cumplir.
[2.188 PALABRAS]
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