CAPÍTULO CUATRO - REVELACIONES
Cuando Ghodraan despertó, se dio cuenta que estaba levitando encima de una especie de camilla gravitatoria gris plata. Por debajo de su espalda sentía el cosquilleo de pequeñas maquinas microscopias que le reconstruían el tejido muscular, al igual que ocurría en su brazo derecho, y también en la pierna quemada. Le dolía la cabeza, muchísimo, y se sentía por completo extenuado. Abrir los ojos aunque sea un poco para mirar a su alrededor significaba un esfuerzo brutal, además que la luz blanca que parecía emanar de todas las paredes al mismo tiempo le encegueció por unos instantes.
En la sala de sanación había muchos Negumakianos, a la gran mayoría no los reconocía, suponía que serían sanadores y operarios de las máquinas. Sin embargo, pudo ver a su lado al rey Miseeua, junto a Sophia y Agorén. Los tres lo miraban de forma preocupada.
—Ghodraan, que bueno verte despierto —dijo el rey. Vio como de las mejillas de su madre corrían dos lágrimas hasta caer por la barbilla. En silencioso gesto de compañía hacia ella, Agorén le rodeó los hombros.
—¿Vencimos? —preguntó, de forma apenas audible. Sentía la garganta reseca, aunque no tenía sed.
—Cuando llegué de mi viaje hacia el Concejo de los Cinco, tu madre me contó lo que sucedió —comenzó a relatar Agorén—. Puedo asegurar que lo que nos atacó fue una nave de reconocimiento, pero la invasión aún está por venir. Una sola nave nodriza no es más que una pequeña flotilla, con toda seguridad para probar nuestras defensas, recopilar datos, o acabar con la mayor resistencia antes de que las demás naves lleguen a nuestro planeta, ya que también hubo informes de ataques en otras ciudades al igual que aquí. Y sí, hemos podido resistir. Tu madre me dijo que derrumbaron uno de los cañones de plasma, pero tú defendiste el otro, y lo usaste para derribar la nodriza K'assari.
—Hice lo que debía hacerse...
—Y lo hiciste bien, estoy muy orgullosa de ti —asintió Sophia.
—Has demostrado tu valentía, y estoy seguro que los daños a la ciudad hubiesen sido mucho mayores, e incluso se habrían perdido muchas más vidas, si no fuera por tu disparo certero hacia la nave invasora —intervino Miseeua—. He hablado con tus padres, Ghodraan, y ellos me han comentado que toda tu vida has querido ser parte de las Yoaeebuii. En reconocimiento a tu valor y destreza para la defensa de Kantaruee, hoy puedo darte ese regalo. No solo ingresarás a las Yoaeebuii, sino que lo harás con un título de renombre, como corresponde. Solo dime si es tu deseo, y lo cumpliré como tal.
Ghodraan apartó la vista y miró hacia el techo de la sala, de un blanco inmaculado. Era tentador, no se lo iba a negar. Por su mente pasaron imágenes de sí mismo vestido con el uniforme de las Yoaeebuii, alistado para combatir junto a los ejércitos y defender el planeta aunque su vida dependiera de ello, tal como lo había hecho su padre durante toda su vida, hasta convertirse en el comandante tan respetado de hoy día. Sin embargo, no podía aceptarlo.
—Es cierto, mi señor —dijo—. Sin embargo, debo rechazar su obsequio. Quisiera que en su lugar, libere a Kiltaara de las mazmorras y de todas las acusaciones que se le impongan.
Agorén y Sophia lo miraron sin comprender. El primero que rompió el incomodo silencio, fue Agorén.
—Pero siempre has querido ser parte de las Yoaeebuii, era tu propósito de vida y ahora tienes la oportunidad de hacerlo.
—Lo sé, padre. Pero esto es más importante, ella es mi prioridad —respondió. Sus ojos se posaron en Miseeua—. Kiltaara no es una asesina, solo nos defendimos, Kurguunta nos atacó y quería asesinarme. Me salvó la vida, no merece estar confinada esperando un juicio. Si para salvarla debo renunciar a mis sueños, entonces lo haré, porque la amo y la necesito aquí, conmigo.
Miseeua lo miró, con detenimiento. Vio en el centro de su pecho el fulgor del amor verdadero, brillando en su interior, y asintió con lentitud.
—Bien, así se hará entonces. Daré aviso para que liberen a Kiltaara, y quedará exenta de toda culpabilidad, por ti.
—Gracias, Alto Rey—dijo Ghodraan, con una sonrisa tenue. Apenas había dicho un par de frases, pero el agotamiento era tal, que sentía como se adormilaba poco a poco. Sophia se acercó a él, le dio un beso en la frente, y le acarició el cabello, que le caía en el aire.
—Descansa, hijo. Vendremos a verte más tarde.
*****
El día transcurrió con total pesadumbre, ya que todo en Kantaruee era un completo caos. Lo peor no era recoger los escombros y desechos de las naves destrozadas, sino el de apilar los cadáveres de los Negumakianos muertos en combate. A esta última tarea, el propio Agorén ayudó cuanto pudo, hasta que ya bien entrada la noche fue llamado ante Miseeua para una reunión especial. Antes de ir, se dio un baño relajante, se cambió la túnica y emprendió el camino hacia la pirámide negra que parecía coronar la ciudad, acompañado por Sophia, quien ansiaba presenciar la charla y enterarse de lo que había sucedido en la sede del Concejo.
Ingresaron al enorme palacio tomados de la mano, Sophia vestida con una túnica azul cielo que combinaba a la perfección con el rojizo de sus bucles, y Agorén con su vestimenta negra bordeada en dorado. Se dirigieron directamente hacia el gran salón de reuniones, y al entrar, encontraron a Miseeua escuchando un reporte de Mukeentarooa, una ciudad ubicada al norte del continente. Al parecer, el informe era preocupante, ya que negaba con la cabeza y hablaba en murmuraciones.
—Mi señor —dijo Agorén. Miseeua se giró sobre sus pies, ya que estaba de espaldas a la puerta, y asintió con la cabeza. Terminó la frase que estaba hablando, manipuló su cubo, cortó la comunicación y lo redujo de tamaño hasta guardarlo en un sitio especial bajo su túnica larga.
—Vengan, siéntense —indicó, haciendo un gesto con la mano hacia una mesa larga de obsidiana, en el centro de la sala. Estaba tallada con arabescos y símbolos propios de Negumak, marcando cada uno las eras transcurridas en el planeta. Agorén y Sophia le obedecieron, sentándose a un lado de la misma en las sillas de madera pulida y trabajada, y una vez que se hubo sentado a la cabecera, Miseeua acarició la superficie de roca negra con la mano—. Su material fue extraído de la Tierra, pero la forjamos aquí, en la época de los primeros Negumakianos. Yoaguukaa el Justo fue nuestro primer rey, y también fue quien construyó esta mesa. ¿No es bellísima?
—Es hermosa —comentó Sophia.
—¿Cómo te fue en el Concejo? —preguntó el rey. Agorén bajó la mirada hacia la mesa.
—No vamos a recibir ayuda, señor.
Miseeua parpadeó sin comprender. Sophia, en cambio, lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué? ¿Y eso por qué? —preguntó ella, asombrada.
—Hubo uno de los sabios que rechazó mi petición. Hubo una votación, todos favorables, menos él.
—¿Y cuál es el alegato? —inquirió Miseeua.
—Al parecer mi conducta en la Tierra, el hecho de vincularme con una humana, de quebrantar la ley de no involucrarnos con una raza en inferior evolución, y el derrocamiento de uno de nuestros Altos Reyes, por negarse a colaborar con presupuesto para las defensas planetarias.
—Eso no tiene ningún sentido —farfulló el rey—. No somos la primera ni la última raza que interactúa con otras, de mayor o menos escala evolutiva. Solo han puesto excusas. ¡Es inadmisible!
—Sin los refuerzos, la situación será difícil de controlar. El Concejo de los Cinco ya ha rechazado dos peticiones nuestras —intervino Sophia—, primero el hecho de añadir a la raza humana a la alianza del Concejo, como había pedido Ivoleen. Ahora esto, es increíble. Deberíamos abandonar esa alianza, de todas formas para lo que sirve...
—No podemos hacerlo —respondió Miseeua—. Eso iniciaría un conflicto aún peor. Hasta que no se elijan nuevos sabios para liderar el Concejo, debemos mantener nuestros votos con ellos y con las razas aliadas.
Un breve silencio sobrevino entre los tres. Agorén miraba hacia la mesa con ojos de pesadumbre, con las manos entrelazadas encima de ella, debatiendo mentalmente que hacer a continuación. Miseeua negaba lentamente con la cabeza, en gesto solemne. Las escamas grises de su cráneo y su rostro le conferían un cierto halo de sabiduría, propio del paso de los años. Finalmente, fue el propio Agorén quien rompió ese silencio.
—¿Cuánto hemos perdido con este ataque?
—Casi un cuarto de nuestros ejércitos, dos cañones de plasma... por lo menos aquí. En otras ciudades la situación es un poco peor —respondió Miseeua.
—Se supone que los campos de fuerza deberían estar activos, ¿por qué no lo hicieron?
—No lo sabemos, pero los ingenieros suponen la teoría de que la nodriza K'assari podría poseer algún tipo de tecnología que haya inhibido los campos de protección. Incluso hasta ingresó a nuestra atmosfera portando un camuflaje de invisibilidad. El único que se percató de que la teníamos encima de nuestras cabezas fue tu hijo, por lo que han reportado algunos sobrevivientes.
—¿Qué hay de las naves de combate?
—Perdimos casi cincuenta —Miseeua miró a Agorén con fijeza—. No son buenos números.
—Antes de irme de la sede del Concejo, estuve hablando con un comandante Yalpan. Su nombre es Xyra, y prometió enviarnos un cuarto de sus tropas para reforzar las nuestras, pero aun así, creo que no va a ser suficiente. Estamos como empezamos, necesitamos al menos tres o cuatro razas más que nos quieran ayudar, y eso es imposible sin una autorización del propio Concejo —respondió.
—Quizá la única solución será emigrar, finalmente... —murmuró Sophia. Agorén negó con la cabeza.
—¡Claro que no, debemos intentar defendernos como sea posible! —exclamó Agorén, frustrado. —No sabemos qué pasó con K'assar, quizá su planeta fue tomado por otra raza peor que ellos o simplemente colapsó y la vida se extinguió, pero fuese como fuese, ¿con qué derecho pueden tomar las vidas y planetas ajenos por medio de la fuerza? ¿Acaso no combatimos justamente eso con la alianza del Concejo? Por eso debemos resistir, porque va en contra de nuestros principios, y porque no entregaré Negumak como si el planeta no valiese absolutamente nada. Resistiremos hasta el último Negumakiano en pie, y si van a conquistarnos, entonces gobernarán un planeta repleto de cadáveres. Pero no voy a ceder bajo ningún concepto.
Sophia bajó la mirada, sintiendo que los ojos se le inundaban. Conocía a Agorén, conocía muy bien la determinación y el apremio que siempre lo caracterizaba. Sabía que no tenía miedo a morir, sabía que durante toda su vida había sido un soldado, un general, entrenado tanto para matar como para aprender a aceptar la muerte. Sin embargo, tenía que hacerlo entrar en razón. Si los K'assaries querían Negumak, entonces que se lo quedaran, que se lo metieran en su reptiliano trasero tan profundo como fuese posible, pero que les permitieran sobrevivir, nada más. Porque había arriesgado demasiadas cosas, nada más y nada menos que su propia vida, en pos de Agorén.
Miseeua dio un leve suspiro, y asintió con la cabeza.
—Intentaré hablar con algunos líderes de las razas aliadas a nosotros. Quizá si les explico la situación, podrían enviar algo de ayuda sin que el Concejo se dé cuenta de ello —dijo.
—Bien. Yo daré la orden de que algunas naves espía salgan del planeta y hagan un mapeo de nuestro sistema solar. Necesitamos saber la posición actual de las flotas K'assaries y estimar cuanto tiempo tardarán en llegar, ya que ese será el tiempo que tendremos disponible para prepararnos, ni más ni menos —comentó Agorén.
—Bien, está hecho. Te llamaré nuevamente si surge alguna novedad.
Miseeua se puso de pie, Agorén también, y antes de que comenzaran a retirarse de la sala, Sophia habló.
—Disculpe, mi rey. ¿Qué hay con Kiltaara? ¿Cuándo será liberada? Ghodraan la necesita.
—Ahora mismo iré a dar la orden para que la liberen. Si es esa la voluntad de tu hijo como su recompensa, entonces que así sea —respondió—. Sin embargo, es más que evidente la necesidad de esclarecer el asesinato de Kurguunta y sus hombres. Diakenee, su compañero en las Yoaeebuii, dice que vio como lo masacraban, de modo que es palabra contra palabra y al no haber más testigos, la situación es un tanto complicada.
—Quiero justicia para quien la merece, nada más que eso —insistió Sophia.
—Ah, créeme que yo también...
—Ese Negumakiano, Diakeene, está mintiendo y estoy segura de ello. Si logro hacer que diga la verdad, ¿tanto Kiltaara como mi hijo estarán libres de culpabilidad?
Miseeua pareció meditar un momento, quizá dudoso de las formas en las que Sophia podría lograr algo así. Sin embargo, asintió con la cabeza.
—Tienes mi palabra —respondió.
—Bien.
Sin decir nada más, se giró sobre sus pies y comenzó a salir del gran salón, seguida por Agorén en completo silencio.
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