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5

La flota de naves arca, imponentes y completamente negras, se reunieron en el vacío cósmico al salir del planeta en una sincronizada procesión silenciosa. Agorén necesitaba cuidados médicos, al igual que Sophia, quienes estaban muy maltrechos luego de todo lo ocurrido. Sin embargo, a pesar de que los propios sanadores y consejeros del rey le insistiesen en que bajara a las áreas de cuidado vital para ser atendidos, Agorén se negó rotundamente. Solo se acercó con paso trémulo hasta los gigantescos visores transparentes de la nave, para clavar su mirada en aquel planeta que comenzaba a dejar atrás. Por su parte, Sophia se acercó a su lado y tomó su mano sucia de sangre y tierra sin decir absolutamente nada, tan solo acompañándolo en el dolor. Negumak quedaría por siempre en su memoria como el planeta que la acogió, como aquel sitio repleto de naturaleza impecable, aguas cristalinas, cielos puros y aires limpios sin contaminación de ningún tipo. Observó sus tres lunas, majestuosas y rojizas, recordó los buenos momentos vividos, como la fiesta antes de la batalla, las intensas caminatas por los bosques naturales que bordeaban la ciudad, los atardeceres y las madrugadas templadas, y dejó que las lágrimas fluyeran con profunda amargura. Miseeua se acercó, caminando con lentitud, y se situó a su izquierda para mirar hacia Negumak.

—Nunca es fácil tener que despedirse de algo —comentó—. Mucho menos cuando se trata de tu propio hogar.

—No pude defender el planeta —murmuró Agorén, sin mirarlo, con los ojos fijos clavados hacia adelante. Por su mente pasaban imágenes, recreando cómo en aquel momento los K'assaries estarían destrozándolo todo—. Fallé.

—Al contrario, mira a tu alrededor. Las naves que lograron salir del planeta a tiempo, lo hicieron porque sus ciudades pudieron resistir un poco más, gracias a tus estrategias de defensa. Los pobladores y soldados que están aquí, abordando cada arca, están vivos gracias a ti y a todos los soldados que dieron su vida. Eres demasiado duro contigo mismo.

—¿Y ahora qué nos queda? ¿Adónde iremos? —preguntó Sophia.

—Las arcas tienen suministros y combustible para viajar durante al menos dos guyee, lo que serían unos cuatro años humanos —respondió Agorén, mirándola—. Luego de eso, no lo sé. Esperemos poder encontrar un planeta habitable a tiempo.

—Podríamos ir a Yalpan, o a Valtor, cualquier planeta de las razas que nos brindaron apoyo. Estoy segura que pueden darnos alojamiento hasta que encontremos un mejor lugar, o recuperemos Negumak.

Miseeua negó con la cabeza.

—Es exponerlos a un peligro mayor, suficiente se han arriesgado a prestar sus ejércitos. Si descubren que además nos están brindando refugio, podríamos iniciar un caos a gran escala, no podemos perjudicarlos y tampoco tenemos soldados para resistir una intervención bélica del Concejo —dijo.

—Supongo que tiene razón, ya hemos dejado la diplomacia muy atrás... —consintió ella, mirando nuevamente hacia Negumak, con pesadumbre. Miseeua se giró hacia Agorén, y le apoyó una mano en el brazo.

—Vayan a limpiarse y curarse las heridas. Necesitan descanso.

Agorén y Sophia marcharon juntos, entonces, hacia las áreas de sanación. Negumak poco a poco fue quedando atrás en la oscuridad cósmica que los rodeaba, al igual que el tiempo, que transcurría paulatinamente. No habían puestas de sol, tampoco anocheceres, por lo que más pronto que tarde perdieron la noción de los días. Para su fortuna, nada les faltaba allí. Las arcas estaban perfectamente equipadas con recintos habitables muy cómodos e individuales, las áreas médicas y las salas recreativas, así como los espacios comunes, eran frecuentemente visitados tanto por pobladores como soldados de las Yoaeebuii, por lo tanto, todos vivían en completa armonía. Tanto Agorén como Sophia, sin embargo, pasaron un buen tiempo recluidos en el área de sanación, ya que sus contusiones y laceraciones requerían unos cuidados más puntuales. Ghodraan, por su parte, tuvo que ser introducido en un tanque biocontrolado de reconstrucción para poder reparar su brazo roto, los tendones, los ligamentos, e incluso el propio hueso. No podía moverse, tan solo flotaba dentro de aquel líquido verdoso mientras las nanomáquinas se movían por todo su cuerpo, reparando cada tejido dañado.

Kiltaara no se había apartado de su lado durante todo el tiempo que duró aquello. En cuanto pudo salir de su propia sanación fue directo a verle, y solo salía de las áreas de sanación para comer o dormir. Ni siquiera aceptaba que Agorén, Sophia o incluso el propio rey Miseeua la relevara de su posición con el argumento de que debía descansar, ya que se negaba rotundamente. Ghodraan estaba allí por ella, repetía una y otra vez, por lo tanto, era su deber acompañarlo. Cuando ya habían transcurrido casi dos semanas —aunque en realidad nadie llevase una cuenta del tiempo—, por fin pudo recuperarse. Con profunda alegría, vieron como el receptáculo comenzaba a vaciarse poco a poco hasta que Ghodraan fue desconectado de los sistemas de respiración automatizados. Los Negumakianos a cargo de las áreas de sanación le secaron el cuerpo, y también le proveyeron una túnica adecuada para que se vistiese, luego de revisar que todo estuviera en orden tanto con su brazo como con el resto de las heridas.

Miró a Kiltaara con una sonrisa, y caminó hacia ella como si fuera la primera vez que la veía en muchísimo tiempo. Ella se abalanzó hacia su pecho, envolviéndolo en un abrazo más que deseado, sintiendo las gotas de líquido vital que aún caían desde su cabello. Le acarició el rostro en la mejilla donde tenía las escamas, y lo besó varias veces, con eufórica alegría. Luego de saludarse con ella caminó hasta sus padres, quienes miraban la escena con satisfacción. Ghodraan observó a su padre, aún tenía algunas marcas que seguramente se convertirían en cicatrices de combate, al igual que su madre. La armadura, aunque ya estaba limpia, se hallaba rasgada en muchos sitios y también perforada por las mandíbulas o las garras de las bestias, y no pudo evitar sentir pena por todo lo sucedido. Sin embargo, se acercó a ellos y ambos lo abrazaron mutuamente.

—Nos alegra que estés bien —dijo Agorén. Kiltaara miró a Ghodraan con un poco de pena.

—He perdido tu espada —dijo—. Cuando el K'assari te atacó, la usé para matarlo, pero luego ya no recuerdo qué hice con ella. Perdóname...

Como toda respuesta, la rodeó con su brazo recientemente restaurado, y la atrajo hacia él, besándole con ternura la cabeza por encima del cabello rubio.

—Prefiero perder mi espada, antes que perderte a ti —respondió.

Los cuatro subieron hacia la sala principal de la nave arca, donde estaba el centro de mando, y una vez allí Ghodraan miró a su alrededor, contemplando a través de los visores transparentes las demás naves que viajaban con ellos. Apenas eran tres.

—¿Esas son todas? —preguntó, incrédulo.

—Lo son —asintió Agorén.

—Son muy pocas. ¿Ya sabemos a dónde vamos?

—No, no lo sabemos —sonó una voz por detrás. Ghodraan se volteó a ver, y vio como Miseeua lo observaba complacido. Hizo una leve inclinación entonces, con los dedos en su frente en el saludo de siempre, y el rey continuó—, pero pronto tendremos un rumbo. Los escáneres están trabajando sin descanso.

—Debemos encontrar un sitio donde recuperarnos, quizá formar nuevas alianzas, e intentar recuperar el planeta. Negumak es nuestro hogar, no podemos cederlo así como así —dijo, con rabia. Sophia sonrió ante aquella declaración, no cabía duda alguna que era hijo de su padre. Apenas acababa de salir de una recuperación, y ya estaba pensando en luchar otra vez, pensó.

—Admiro tu determinación, en verdad lo hago —respondió el rey—. Sin embargo hay que ser sensatos, Negumak ahora mismo está perdido, no tenemos alianzas y formarlas de nuevo sin la aprobación del Concejo será muy difícil. Solo nos queda emigrar, e intentar recomenzar de nuevo. Sin embargo, creo que llegado el momento vamos a necesitar de nuevos soldados, incluso hasta generales. Creo que las futuras Yoaeebuii no podrían pensar en alguien mejor que el hijo de Agorén para que los acompañe, ¿no creés?

Ghodraan lo miró con los ojos muy abiertos, debido a la sorpresa. Por inercia, miró a sus padres, quienes también le asintieron con la cabeza en silenciosa aprobación, sonriendo. Kiltaara le tomó de la mano, y lo observó con admiración. Por fin había conseguido su objetivo, era un soldado de los ejércitos e incluso un posible general. No podía sentirse más feliz por él, pensó.

—Me honra, señor... —dijo. —Sería un privilegio para mí, en el cual espero no defraudarlo.

—Estoy seguro que no lo harás —consintió Miseeua.


*****


Durante casi dos años luz vagaron por el cosmos sin rumbo fijo, con la esperanza puesta en encontrar algún lugar donde asentarse. Sin embargo nada ocurría, aburridos y con la incertidumbre dominando su razón, se resignaban a ver las estrellas a lo lejos, los cúmulos de galaxias y con suerte, algún que otro sistema solar sin que los sistemas de detección mostraran algo útil. Poco a poco comenzaron a preocuparse, ya que las raciones de suministros y el combustible de las arcas estaba casi por la mitad. Si no encontraban algún lugar seguro donde poder asentarse, entonces tendrían que volver hacia el planeta más cercano conocido por ellos: Verídia. Por lo general eran un pueblo austero, a los Veridianos no les agradaban las visitas ni los extranjeros, más allá de que fuesen amistosos o no, pero podrían intentar pedir ayuda, y Agorén así se lo planteó a Miseeua.

Por fortuna no fue necesario, poco tiempo después las alertas de detección comenzaron a sonar en los puestos de mando de la enorme nave. Los Negumakianos que dirigían los controles corrían de aquí para allá, comparando datos y hablando entre sí. Agorén, quien estaba charlando con su familia en las áreas habitables de la nave, bajó rápidamente a la sala principal al escuchar el alboroto. Por fin ocurría algo nuevo, pensaba, con emoción. Últimamente, lo único que podían hacer allí adentro era involucrarse en el mantenimiento de la nave, compartían historias y anécdotas, y cuando estaban demasiado fastidiados, se ponían a catalogar diferentes estrellas y constelaciones. En cuanto llegó, vio que Miseeua ya se le había adelantado y charlaba con algunos de los capitanes de navegación estelar.

—¿Qué pasa? —preguntó, con curiosidad. Miseeua se giró a verlo, una sonrisa parecía pintarse en su rostro escamoso y anciano.

—Hemos encontrado algo.

Sophia y Ghodraan abrieron los ojos con fascinación, mirando a Agorén.

—¿Dónde está? —inquirió ella.

—En el sistema solar de Silarión, cerca de la galaxia Andrómeda. El planeta está ubicado en la zona habitable de su estrella central —dijo el rey.

—¿Atmosfera? —preguntó Agorén.

—Respirable, quizá sea un poco más densa que la nuestra pero podremos estar bien, solo sentiremos un poco de presión durante los primeros días, como si estuviéramos...

Sophia no lo dejó terminar de hablar. Miró a Agorén con una sonrisa cómplice y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, debido a la nostalgia.

—Como si estuviéramos escalando una montaña —dijo ella, terminando la frase por él.

Agorén también sonrió a su vez. Le parecía divertido y tremendamente romántico el paralelismo de situaciones, la casualidad con la que ahora se dibujaba todo a su alrededor. En concordancia con ella, le rodeó la cintura y asintió con la cabeza, volviendo a mirar a Miseeua.

—Si está en la zona habitable de su estrella principal, significa que debe tener una civilización autóctona. No sabemos nada de ellos, y no tenemos ejércitos para defendernos. Nos verán como invasores —dijo.

—Tienes razón, padre. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? No podemos seguir vagando por el universo, es la única opción que tenemos, intentémosla —opinó Ghodraan—. Quizá si ven que vamos en son de paz, puedan aceptarnos.

Agorén vio entonces hacia el rey, quien asintió levemente con la cabeza. Había esperanza en sus ojos, al igual que en los de Sophia, aferrada a él. Vio a su hijo, tomado de la mano con Kiltaara. Ellos tenían un futuro por delante, y debían construirlo, pensó. Nada podría ser peor que haber perdido una buena oportunidad por tener miedo al fracaso, razonó después. Fue allí cuando asintió en un silencioso gesto hacia Miseeua.

—Vamos hacia allá, a toda marcha —indicó el rey, hacia el Negumakiano que manipulaba los controles en la base de mando.

Este se comunicó con los demás pilotos por medio de un holograma tridimensional, y al instante, la pequeña flotilla de naves arca giraron a la derecha con lentitud e impulsándose gradualmente, emprendieron camino hacia este nuevo planeta descubierto. El viaje tomó varios días, aunque hace mucho ya no eran capaces de contar el tiempo que había pasado, rodeados por la inmensidad cósmica y oscura que predominaba por doquier. Con las emociones a flor de piel, ansiosos y expectantes, todos los tripulantes, los soldados sobrevivientes e incluso los pobladores comunes, esperaban el momento en que por fin lo viesen acercarse a ellos. Muchos manejaban hipótesis de cómo sería, de qué color, de qué forma, si tendría lunas y cuantas de ellas, la algarabía y la esperanza predominaba hacia donde fuese que Agorén y los demás mirasen.

Por fin, el tan ansiado momento había llegado. Una vez que se acercaron a la gigantesca e imponente galaxia Andrómeda, con sus espirales y cúmulos de estrellas, supieron que estaban cerca. Poco a poco, el sistema solar de aquel planeta se empezó a hacer notar, observándose a la distancia en los visores transparentes que rodeaban el frente de la nave arca. A medida que se acercaron, vieron que era un planeta casi tan verde o quizá más que el propio Negumak, y que en lugar de tener tres lunas, solamente tenía una, de gran tamaño. Con cautela, iniciaron los protocolos para ingresar a la atmósfera del planeta elegido, mientras cruzaban el cielo cósmico entre los planetas vecinos, que parecían estar muy cerca de ellos debido al titánico tamaño que ostentaban. Las emociones eran tantas que dentro de la nave nadie hablaba, solo se escuchaban los leves pitidos apenas audibles de los comandos de navegación, ya que todos estaban admirando en completo silencio las maravillas del paisaje que veían. Sophia sentía que el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho, viendo con fascinación aquellos gigantescos planetas gaseosos a medida que pasaban por sus órbitas.

Gradualmente iniciaron el descenso, una vez que ya estaban dentro de la atmósfera del planeta elegido. Tuvieron que desacelerar para evitar el rozamiento de fricción de la nave, mientras reducían las potencias al mínimo y los pilotos dirigían el aterrizaje, ya que las naves arca parecieron coletear un poco debido al cambio de presión. Sin embargo, dentro no se percibía el más mínimo movimiento, todo iba tan suave como la seda debido a la maravillosa tecnología que siempre había caracterizado a los Negumakianos. En cuanto cruzaron la capa espesa de nubes vieron picos montañosos escarpados y gigantescos, iluminados por los rayos de luz solar que se filtraban entre ellas, proyectando destellos dorados sobre las rocas.

A medida que continuaban el descenso, buscando un claro donde poder aterrizar en conjunto, vieron una cantidad exuberante de vegetación. Los árboles tenían formas extrañas y retorcidas, hojas anchas y de colores rojizos, que parecían tener una especie de bioluminiscencia natural. Cerca de aquellas montañas, corrían ríos serpenteantes de agua líquida, dándole al paisaje una sensación de vida y movimiento tremendamente maravillosa.

—Es bellísimo... —murmuró Sophia, sin apenas poder respirar de la emoción.

—Allí veo un sitio adecuado —dijo Agorén, señalando más adelante.

Los pilotos en el centro de mando dirigieron el enorme aparato hacia donde les indicaba, y momentos después, la nave aterrizó por fin con absoluta suavidad en un claro rodeado de árboles. Las demás arcas también descendieron cerca de esta, y por fin, los motores se apagaron. Nadie se atrevió a moverse de su sitio, todos miraban a su alrededor por los visores transparentes de la nave y no vieron ningún habitante hostil que los estuviese esperando, ya que una flota de naves de aquel tamaño era imposible de pasar inadvertida por cualquier civilización medianamente inteligente. Sin embargo, nada ocurrió. Por el contrario, sobre las copas de aquellos extraños árboles lo único que podían ver eran unas asombrosas aves de cabeza pequeña, cuello largo y alas enormes, sobrevolando en círculos. Sus plumas eran iridiscentes, e incluso parecían cambiar de color a medida que el ave se movía, brillando con tonos de azul, verde esmeralda de a ratos y purpura profundo a veces.

Las compuertas se abrieron y los transportadores para descender de las arcas se desplegaron, ante una serie de comandos que los Negumakianos a cargo activaron en los paneles de control. El momento por fin había llegado, pensó Agorén. Sintiendo la adrenalina correr por su cuerpo, obligó a sus piernas a moverse, dando un paso tras otro hacia los transportadores. Poco a poco, todos descendieron de las naves y ante ellos se descubrió la vista más asombrosa que pudiera haber conocido jamás.

El aire estaba impregnado con un aroma fresco y herbal, también húmedo, debido a los bosques que rodeaban el claro donde habían aterrizado. El musgo cubría el suelo, mientras que pequeñitas flores verde oscuro salpicaban el paisaje, deleitando la vista. La temperatura era agradable, templada, y de todos los sitios les llegaban los sonidos de las aves autóctonas: extraños graznidos, ululares, incluso hasta el sisear del viento entre las enormes hojas rojizas de los árboles. Todo aquello les inundaba de emociones, a tal punto de que incluso tanto Sophia como Kiltaara estaban al borde del llanto. Los soldados de las Yoaeebuii que aún quedaban en pie se reunían con sus compañeros quienes bajaban de las otras naves, mirando todo de forma extasiada y con la emoción a flor de piel. Agorén caminó un poco a través del claro, viendo como entre las ramas de los árboles había mamíferos, de formas extrañas y pelajes espesos, que se movían sigilosamente viendo a los recién llegados con cautela. Los observó con atención, vio como parecían comer unas bayas jugosas, que crecían entre las plantas trepadoras que se enroscaban alrededor de los enormes troncos, y sonrió. La biodiversidad que el planeta tenía era maravillosa, sintiendo como la curiosidad lo impulsaba a querer investigar cada detalle, cada planta y cada sonido nuevo que se encontraba. Entonces giró de nuevo hacia los demás, viendo a Miseeua, y habló.

—Creo que no hay más habitantes que los propios animales —dijo—. Es posible que hayamos llegado a un planeta virgen, en el que todavía no ha florecido vida inteligente y evolucionada. Creo que encontramos un tesoro, mi señor, aunque deberemos continuar explorando.

Miseeua vio como poco a poco los tripulantes de las demás naves comenzaban a acercarse a su grupo. Los soldados de las Yoaeebuii, otros altos reyes, pobladores comunes, todos se aproximaron hacia donde ellos estaban. Y aunque no lo dijesen, Miseeua pudo sentirlo dentro de sí: había una enorme energía de gratitud que emanaba de cada Negumakiano a salvo, y fue allí cuando comprendió que era momento de actuar, de hacer lo correcto y cumplir con el propósito de Woa para su vida.

—¿Creés que este sea un buen lugar donde poder reconstruirnos? —preguntó. Agorén se acuclilló en el suelo, apoyando una rodilla. Hundió las manos en la tierra fresca, recogió un puñado de ella, y se lo acercó a la nariz. Tenía olor a moho, una fragancia naturalmente fresca a musgo y humedad. Entonces sonrió, y asintió con la cabeza sin dudar.

—Es un buen planeta, mi señor. Somos privilegiados en ser los primeros en pisar este suelo.

Para su sorpresa, Miseeua dio un paso hacia adelante, y sosteniendo su cetro lumínico, se lo extendió a Agorén. Al principio, este no entendía lo que estaba sucediendo, pero luego lo miró confundido. Sophia y Ghodraan, sin embargo, no podían creerlo, mientras miraban atónitos la escena.

—Entonces esto te pertenece, Agorén —dijo. Luego habló más fuerte, para que todos lo escucharan—. ¡Si no fuera por ti, muchos de nosotros no estaríamos aquí ahora, disfrutando de este paraíso! ¡Por eso elijo nombrarte como el fundador y primer gran rey de este nuevo mundo, y quienes estén de acuerdo conmigo, digan sí!

Al instante, se comenzaron a escuchar varios "¡Sí!" a viva voz. De forma dudosa, se sacudió las manos para limpiarlas de la tierra antes de tomar el cetro que Miseeua le ofrecía. Su luz se atenuó un momento al liberarse de la energía de su predecesor, pero que luego pareció brillar aún más fuerte, como si con su resplandeciente vigor indicara que estaba en las manos correctas, en las que siempre fueron prometidas con un propósito superior. Agorén miró el bastón de mando como si fuera la primera vez que lo veía, sin poder creer que Miseeua literalmente acababa de nombrarlo el gobernante absoluto. Observó a su alrededor y entonces dio un paso al frente, mirando a los demás.

—¡Aquí, en Agorania, empezaremos a reescribir nuestra historia! —exclamó. —¡Sin mentiras, traiciones, ni violencia! ¡Seremos un nuevo pueblo, volveremos a las antiguas tradiciones naturales y haremos algo diferente, para que nuestra descendencia nunca olvide lo que ocurrió con Negumak! ¡Somos una comunidad unida por la valentía y la determinación de haber sobrevivido a una invasión brutal, por lo tanto, es nuestro deber honrar la memoria de los que murieron por nosotros!

Todos los presentes elevaron las voces vitoreando el nombre de Agorén, al escuchar las palabras dichas. Sophia se acercó con pasos tímidos, lo envolvió en un abrazo y luego le acarició una mejilla, mirándolo fijamente a los ojos con una sonrisa emocionada.

—Te dije que se te daba bien lo de liderar —bromeó, en un susurro.

—La próxima vez prometo escucharla, mi reina —respondió, de forma divertida, antes de besarla con la ternura y el amor más puro que pudiera sentir jamás.

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