3
A la mañana siguiente, el primero en despertar fue Agorén. La noche anterior habían tenido sexo tres veces, y aunque se hallaba extenuado —tanto que los parpados le dolían al abrirlos—, comprendía que la responsabilidad estaba primero y debería reunirse cuanto antes para organizar las defensas. Se vistió con su túnica dorada con detalles en azul marino y negro, y entonces se recostó en la cama, junto a Sophia, que yacía profundamente dormida y desnuda. Le acarició una mejilla, apartándole un mechón de cabello pelirrojo, y entonces le besó la frente. Poco a poco, ella abrió los ojos y lo miró, con una sonrisa.
—Buenos días —dijo él.
—¿Ya te vas? —preguntó, adormilada.
—Tengo que reunirme con los capitanes de las defensas planetarias, y con el Alto Rey.
—¿Y vas a irte sin mí?
—Pensé que querías quedarte descansando, puedo hacer que Ghodraan venga conmigo.
Asombrada, ella abrió un poco más los ojos, y lo miró.
—¿Lo vas a llevar? Me dejas perpleja —comentó, con una sonrisa.
—Prefiero que aprenda la diplomacia y no la guerra, a ser posible. Algún día tendrá que aprender algo, y ya sea lo uno o lo otro, al final va a ser su decisión. Pero nada me impide inculcarle algunas cosas de antemano, como el hecho de tener un buen trato con las altas jerarquías del planeta —respondió.
Sophia lo miró asintiendo con la cabeza, pensando que tenía mucha razón. Lo cierto era que ella tampoco quería perder a Ghodraan en una guerra, al fin y al cabo, es su único hijo. Pero también conocía la sangre impetuosa que lo gobernaba, una sangre que era digna de su padre, y también de ella. Entonces sonrió.
—Cuídalo, y enséñale bien —dijo.
—Siempre lo hago —Le respondió, estirándose para darle un largo beso en los labios. Con picardía, una de sus fornidas manos le acaricio suavemente un pecho, sintiendo el pezón entre los dedos—. Te amo.
Agorén se irguió y salió del dormitorio escuchando el "Y yo a ti, mi amor" de Sophia, susurrado tras su espalda. Atravesó toda la sala principal confeccionada en piedra y allí, en el patio, estaba su hijo, practicando con la espada de madera y dando golpes al aire. Se movía ágilmente, y Agorén reconocía que tenía buena mano para ello, además de destreza. Eso le alentaba a llenarlo de orgullo, pero también le daba temor, porque percibía que sería un guerrero igual que él. En un rápido movimiento, Agorén se acercó por detrás y justo cuando Ghodraan giraba para dar una estocada, le sujetó la espada de madera con la mano.
—¡Padre, no te había visto! —exclamó, asombrado. Agorén sonrió.
—Cámbiate de túnica, vamos a reunirnos con los capitanes de las defensas.
Ghodraan lo miró sin entender.
—Creí que irías con madre, como siempre haces cada vez que te reúnes con el Alto Rey o con los ejércitos.
—No esta vez, hijo. Vamos, cámbiate la vestimenta, ponte algo elegante.
Sin salir de su asombro, Ghodraan casi corrió hasta la casa, presuroso para cambiarse de túnica y ponerse algo más acorde para la ocasión: una simple de tela celeste, con detalles en rojo encima de las hombreras. Agorén mientras tanto lo esperaba afuera, con las manos a la espalda, casi saboreando el entusiasmo de su hijo al poder participar en algo tan importante como una reunión de semejante peso para la población. En cuanto lo vio salir, preparó uno de los transportadores y juntos emprendieron el camino hacia uno de los edificios principales de las Yoaeebuii en Kantaaruee: una gigantesca estructura rocosa con forma circular y techo abovedado, que parecía levitar a pocos centímetros del suelo por geomagnetismo. Frente a ella, había dos hileras de columnas de roca verde, que resplandecía cuando las sombras de los árboles pasaban por encima de ellas, y eran quienes proporcionaban de energía a toda la estructura interna de semejante edificación. Ghodraan las miró fascinado en cuanto descendieron del transportador y caminaron entre ellas, ya que le parecían casi del tamaño de un gigante, imponentes y bellas a la vez.
Al ingresar en aquel recinto circular, vieron que el Alto Rey Miseeua estaba de pie encima de una especie de estrado lumínico, casi transparente, que le acompañaba en sus movimientos deslizándose por el aire. Alrededor de doscientos generales y capitanes encargados de la defensa planetaria habían asistido, llenando el lugar con los murmullos de sus conversaciones. A muchos, Agorén los conocía, a otros no tanto, por lo que imaginó que debían provenir de las ciudades a las antípodas de Negumak, las que apenas había visitado en sus viajes con Sophia.
—¡Agorén, acércate! ¡Debemos comenzar cuanto antes! —exclamó el rey, haciendo que su voz grave y profunda retumbase en todas direcciones, en cuanto le vio entrar. Los generales y capitanes se apartaron a un lado, para dejarle pasar al frente, y Agorén le indicó de forma mental a Ghodraan que se quedara delante para que pudiera ver todo con detalle. Ante un movimiento con aquel cetro, el rey mostró una plataforma de luz similar a la de él, a la que Agorén subió pareciendo aún más alto de lo que ya era naturalmente.
—Bien, les agradezco a todos que estén aquí —dijo, fuerte y claro—. Muchos han venido desde muy lejos, desde las costas de Biolmaafeen hasta los abismos de Ughrendaa, pero como bien saben y sus Altos Reyes ya les habrán informado, esto es un problema que nos concierne a todos. Sabemos de lo que son capaces los K'assaries, sabemos el poder destructivo que tienen, y tenemos que estar preparados para cuando sus naves nodrizas lleguen a nuestro planeta. Debemos estar unidos, mucho más que en cualquier otro momento.
Entre los Negumakianos allí reunidos, empezaron a escucharse voces de asentimiento, otros que decían "Estamos contigo, sí", hasta que uno habló.
—¿Cuál es tu plan para detener a semejantes bestias? —preguntó.
Agorén miró al rey de reojo, y este le extendió una especie de brazalete, muy fino y plateado, en su mano. Se lo colocó, y entonces levantó el brazo, haciendo un gesto circular. Ghodraan vio maravillado como todo el lugar se llenaba con un gigantesco holograma de la propia ciudad de Kantaaruee, cubierta por una cúpula blanquecina casi translucida, como demostración visual de lo que iba a decir.
—Construiremos y colocaremos campos de fuerza en las ciudades más importantes, y los Negumakianos que vivan en los poblados, podrán refugiarse en ellas. Los constructores y los recolectores galácticos de antimateria trabajaran a doble turno a partir de hoy, para dejar listos los escudos en los próximos veinte días. ¿Hay alguien aquí que esté encargado de las naves de combate? Que dé un paso al frente, por favor.
Un joven Negumakiano vestido con túnica azul oscuro, dio dos pasos al frente.
—Yo lo soy, señor.
—Bien, quiero que se lleve adelante un chequeo detallado de las naves de combate, todas las que haya. Especialmente de las rastreadoras y las bombarderas. Deben tener un estado óptimo y con armas nuevas. ¿Cuál es su nombre, capitán? —pregunto Agorén.
—Tiraeegel, señor.
—Bien, Tiraeegel, asignarás a cinco de tus hombres por nave, harán un inventario de las naves en mal estado o de las que tienen las armas defectuosas, y pondrán manos a la obra en reparar lo que haga falta. ¡Quiero que esto lo replique cada capitán a cargo de las flotas aéreas de combate, en un plazo no mayor a diez días!
—¡Sí, general! —exclamaron algunos cuantos capitanes en el grupo.
—¿Hay alguien aquí encargado de los armamentos para las Yoaeebuii? —preguntó Agorén, haciendo un rápido paneo con la vista. Otro Negumakiano avanzó al frente, parecía tener más cargo que el primero que había hablado, esto lo pudo adivinar Ghodraan por los galardones de su túnica, en sus hombros y parte de su cuello. Los arabescos dorados y rojos se contaban por muchos.
—Yo, señor. Mi nombre es Alkaniereet.
—Bien, Alkaniereet. ¿Podemos contar con armas nuevas para abastecer a nuestros ejércitos? ¿En qué estado se encuentran los suministros de combate del planeta? —preguntó. El Negumakiano pareció titubear.
—Pues no tenemos demasiado, señor. El armamento es el mismo que la generación anterior de Yoaeebuiis.
—¿Por qué? La última generación de nuevos miembros en las Yoaeebuii fue hace unos cincuenta o sesenta soles. Eso es mucho tiempo.
—Lo sé, señor. Muchos lo sabemos, pero por más que pidamos abastecimiento de rifles de protoenergia, desmaterializadores orgánicos o pistolas de antimateria, nos niegan las peticiones. Algunos Altos Reyes solo piensan en sí mismos, y en hacer crecer sus palacios y comodidades.
Agorén lo miró, parpadeando un par de veces por la sorpresa.
—Los Altos Reyes son Negumakianos honorables, intachables. Lo que estás diciendo es deshonroso y corrupto.
—Sé cómo suena, señor, pero solo digo lo que los ejércitos murmuran por las noches en sus aposentos. Solo digo lo que es. A los únicos que se les brinda lo que piden, son a los expedicionarios que viajan por el cosmos para proteger a otras razas inferiores, como usted mismo lo ha hecho en la Tierra mucho tiempo atrás.
Muchos Negumakianos comenzaron a murmurar asintiendo con la cabeza, dubitativos, y Agorén se sintió encolerizar. ¿Cómo podía ser posible que los ejércitos estuvieran tan poco abastecidos? Era completamente inadmisible, más encima proviniendo de un planeta como ellos, que formaba parte del Consejo de los Cinco y era tremendamente respetado por sus pares.
—¡Amigos! —exclamó, haciendo que guardaran silencio. —A partir de este momento, algunas cosas van a cambiar —Se giró hacia Miseeua y entonces lo miró—. Mi rey, me gustaría que otorgue un comunicado de mi parte, para todos los Altos Reyes de cada ciudad de Negumak, ¿podría ser esto posible?
—Adelante, Agorén. Tú estás a cargo de las defensas del planeta, y por algo te he dado ese título. Haz lo que creas correcto.
Sabiendo entonces que tenía vía libre para decir y ordenar tal cual pensaba, tomó aire respirando profundamente, y asintió con la cabeza.
—¡A partir de este momento, se les proveerá a los soldados de las Yoaeebuii de todo el armamento que necesiten para preservar la defensa del planeta, así como a cada capitán y a cada general! Si un Alto Rey se negase a otorgar los recursos para solventar el costo de cada cosa que se pida, será marcado como un traidor al planeta, se le llevará a juicio y se le despojará de sus propiedades y de sus títulos. Yo, Eyaagaa Ayoo Yisaa, conocido como Agorén, capitán de las defensas planetarias y primer general de las Yoaeebuii, así lo dictamino —dijo.
Ghodraan miró a su padre con los ojos muy abiertos. Lo que acababa de hacer era algo impensado, algo que ningún Negumakiano había hecho antes: desafiar el poderío de los Altos Reyes. Era osado, atrevido, y peligroso. Y por primera vez en su vida tuvo miedo por él. En la sala no se escuchaban más que murmuraciones de desconcierto, y el único que parecía mirar la escena con aparente calma, era Miseeua.
—Pero señor —dijo uno de los Negumakianos allí reunidos—, lo que acaba de decir es un extremismo absoluto.
—Claro que lo es. Tenemos un problema extremo allí afuera, viniendo hacia nuestro planeta seguramente con intención de arrasarnos. Por supuesto que voy a tomar medidas extremas, y no voy a tolerar que el planeta se condene por dos o tres jerarcas que consideran más oportuno e importante decorar sus aposentos con la más fina orgonita antes de proveer de buenas armas a las Yoaeebuiis.
—¿Y quién los va a juzgar, si fuera necesario? —preguntó otro, acercándose al frente.
—Yo lo haré —intervino Miseeua, deslizándose por el suelo de luz con lentitud y acercándose a Agorén—. Convocaremos a todos los Altos Reyes, y se efectuaría una votación en un Concilio especial. Si la mayoría así lo decide, se hará entonces como Agorén ha dictaminado, y el Alto Rey que actúe con negligencia va a ser despojado de sus honores y su cargo.
Más murmuraciones se escucharon entre los Negumakianos reunidos, pero esta vez con un deje de aprobación en sus rostros. Agorén entonces continuó hablando.
—Tenemos que tener en cuenta una realidad más que evidente —dijo—. No vamos a poder detener a los K'assaries solo nosotros, con nuestras armas y nuestros ejércitos. Son demasiadas naves, con demasiados tripulantes perfectamente capacitados para luchar. Debemos enviar algunos emisarios para pedir ayuda en el Concejo de los Cinco. Si alguno de los planetas aliados nos envía una buena cantidad de soldados, entonces podremos sobrevivir fácilmente. Quiero que un representante de cada ciudad se enliste para viajar cuanto antes a la sede intergaláctica del Concejo, para comunicarles de nuestros preparativos para la guerra, y pedir apoyo.
Casi todos los presentes asintieron con la cabeza, y entonces el rey intervino una última vez.
—¿No crees que sería mejor si tú mismo viajas al Concejo, en lugar de enviar a un representante de cada ciudad? Nadie mejor que el comandante de las defensas planetarias, para expresar su punto de vista.
Agorén lo meditó por unos instantes. El viaje sería largo, y no quería dejar atrás tanto a Sophia como al propio Ghodraan, sin embargo no podía negar que el rey tenía razón en su argumento. Por lo que aceptó, al fin.
—Yo iré, entonces. Mientras tanto, usted podría enviar comunicados a todas las ciudades, con las cuestiones tratadas en esta reunión.
—Así se hará, me encargaré personalmente de que todos los Altos Reyes se enteren de las novedades y los mandatos —dijo—. Pueden retirarse.
Mientras todos los Negumakianos comenzaban a retirarse a paso lento, Agorén bajó de su estrado de luz, y en el momento en que comenzaba a acercarse a su hijo, Miseeua lo alcanzó, poniéndole una mano en el hombro.
—¿Señor? —preguntó, al girarse para verlo. El rey se apoyó de su cayado y lo miró con atención.
—Algunos gobernantes no van a estar de acuerdo con tu decisión. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, mi rey.
—Sin embargo, tienes sentido del deber, y honor. Permíteme un consejo, Agorén. A veces el honor puede matar, incluso a soldados tan fuertes como tú.
Al escuchar aquello, no pudo evitar parpadear un par de veces, confundido y asombrado.
—Discúlpeme mi rey, pero... ¿me está amenazando? —preguntó.
—En lo absoluto. Te estoy advirtiendo, porque te estimo y te respeto. Eres un buen Negumakiano, Agorén, y apoyo tu decisión. Pero no todos van a estar de acuerdo, y lo sabes. Ya has visto la traición en Utaraa, masacraron a Ivoleen, un buen y justo rey, solo por unas migajas de poder y envidia. No quiero que pase lo mismo contigo, por lo tanto, actúa con diplomacia y ten cuidado.
Dicho aquello, el rey se giró sobre sus patas y comenzó a caminar a paso lento hacia la salida, bajo la mirada de Agorén y Ghodraan. Este último fue quien habló.
—Creo que fuiste muy osado, padre —comentó.
—Quizás —asintió—. Pero lo hecho, hecho está y dicho también. El tiempo corre y hay que hacer cosas extremas si queremos sobrevivir a lo que viene.
En silencio, emprendieron la marcha hacia la salida. Agorén mirando hacia adelante, con el mentón firme como siempre hacía, en ese gesto mecánico y tan acostumbrado a los soldados entrenados durante toda su vida. Una vez fuera, subieron al transportador que les correspondía y velozmente se elevaron en el aire, dirigiendo el aparato silencioso y cilíndrico hasta los aposentos.
—¿En qué piensas, padre? —preguntó Ghodraan. Lo conocía, sabía que algo le sucedía porque nunca estaba tan ceñudo.
—Nada, nada... solo estoy un poco preocupado por todo esto, se vienen tiempos difíciles, y necesito pedirte un favor.
—¿A mí? Vaya, son muchas sorpresas en un día. Primero me llevas a una reunión importante y ahora me pides un favor —sonrió.
—Me gustaría que no le dijeras nada de esto a tu madre, ya le contaré yo, pero sin mencionarle nada acerca de mi toma de decisiones. No quiero preocuparla innecesariamente, y ella ya ha tenido suficiente con el hecho de que casi me matan en su planeta natal. No creo que pueda soportarlo de nuevo, en el caso de que sombras de traición se ciernan sobre mí por segunda vez —dijo. Ghodraan lo miró, serio, y comprendió que si su padre estaba decidido a ocultarle información a su compañera de vida, era porque algo muy jodido podría suceder. Decidió entonces no bromear sobre ello.
—De acuerdo padre, puedes confiar en mí.
Agorén lo miró con ternura, y entonces le apoyó una mano en el hombro izquierdo.
—Tengo orgullo de ti, y es mi intención convertirte en algo más que un simple Negumakiano. Sé que no fallarás, cuando llegue el momento.
Ghodraan asintió con la cabeza en silencio, sin comprender a qué se refería particularmente con aquello, pero tampoco quiso preguntar. Su padre había estado mucho tiempo cerca de aquel rey que solía nombrar, Ivoleen, y había aprendido a decir las cosas de formas tan místicas como aquel viejo sabio, de modo que lo dejaba hacer. ¿Quién sabe? Se preguntaba. Quizá cuando el mismo llegase a su edad, estaría igual o peor.
En cuanto el transportador aterrizó en el patio frontal de los aposentos de piedra, ambos descendieron y entonces Ghodraan avanzó rumbo al patio trasero. Necesitaba estar a solas un rato y pensar en un montón de cuestiones, en su lugar favorito de toda aquella localidad. Por la espalda, la voz de su padre le llegó grave y profunda a sus oídos.
—¿No vienes?
—Iré al bosque un rato, padre. Quiero tirarme bajo los árboles —respondió.
Agorén asintió con la cabeza, y entonces ingresó a la casa de piedra. Ghodraan, por su parte, emprendió la caminata rumbo al bosque natural, donde siempre le encantaba estar a solas. La suave brisa le mecía los cabellos, haciéndole cosquillas en sus orejas, y se sentía bien con aquello. Era uno de esos días donde se tiene particular conciencia del entorno que a uno lo rodea: el canto de las aves, el sisear de las hojas en las copas de los árboles, incluso el perfume de algunas plantas y a lo lejos, el casi imperceptible zumbido de los transportadores yendo y viniendo, surcando el cielo de la gran metrópoli. Y aquello lo ponía feliz, porque estaba seguro que su padre le permitiría participar de las defensas del planeta. Debía permitírselo, no había otra explicación por la cual le dejara participar de reuniones como las de aquella mañana. ¿Por qué si no, lo llevaría con él? Era claro que lo hacía para instruirlo, se dijo.
Mientras pensaba en aquellas cuestiones y se detenía cada algunos cientos de metros para comer algún fruto de los árboles cerca del camino, fue como varios minutos después llegó al bosquecillo, tan espeso y silencioso como siempre. Respiró hondo, miró a su entorno con la vista perdida abarcándolo todo, como siempre lo hacía, y entonces avanzó entre la hierba. Al llegar a uno de los árboles donde siempre se recostaba a pensar y descansar decidió que aquel día necesitaba ver todo desde una buena altura, por lo que dando un salto ágil, se colgó de una de sus ramas balanceando el cuerpo como un trapecista. Se aferró con la pierna izquierda de la rama, para trepar a ella con más comodidad, y una vez encima, se sujetó dispuesto a saltar a otra, y luego a otra más. Así, trepando hasta la mitad de la copa, se recostó en una horqueta bastante amplia, y cruzándose de brazos por encima del pecho, suspiró. A la distancia, podía ver los picos de las construcciones en la gran ciudad, la nave arca flotando encima del palacio del Alto Rey, y todo le parecía —por primera vez en su vida— sumamente bello. El motivo era simple: la amenaza de la destrucción.
Sin embargo, planeaba no hacerse mala sangre de antemano por cosas que no podría controlar. Confiaba en su padre, sin duda sabía lo que estaba haciendo, y también confiaba en los ejércitos de su pueblo. Algo dentro de sí mismo le decía que podrían salir airosos de aquel problema, como de tantos otros que habían tenido anteriormente. Dando un nuevo suspiro, miró a su derecha y vio que algunas flores en el árbol ya estaban soltando sus semillas, unas esferitas amarronadas del tamaño de una uña. Por lo que tomó un puñado, y jugando con ellas, comenzó a arrojarlas una a una, buscando hacer puntería con las hojas que tenía más adelante.
Permaneció así durante una hora, quizá más, arrancando semillas y tratando de atinar a las finas hojas, hasta que de repente algo lo sacó de sus pensamientos. Una voz que conocía, y que por un momento había olvidado, hasta que tan grácil como el trinar de un pájaro volvió a acariciarle los oídos con su tono.
—¿Quién está ahí? —preguntaba.
Ghodraan se detuvo con una semilla en la mano derecha, a punto de lanzar, y miró hacia abajo. Había una Negumakiana allí, en el prado de hierba que cubría el suelo del bosque, mirando hacia todas direcciones. Entonces, con una sonrisa, soltó el resto de las semillas y empezó a descender poco a poco.
—Soy yo, Ghodraan —dijo, mientras bajaba con rapidez. Al llegar a la última rama, se colgó de ella con las manos y dio un salto hacia el suelo, dejándose caer. La Negumakiana entonces se giró sobre sus patas, y comenzó a cambiar rápidamente de forma.
—¿Qué hacías ahí arriba?
—Estaba pensando, nada más, a veces me gusta treparme. Es bueno verte, Kiltaara —asintió él. Entonces ella se colocó el dedo índice y medio de su mano derecha encima de la frente, y lo reverenció.
—Agiaayoo, Ghodraan —dijo. Él la miró sin entender—. Así es como se saludan los miembros de las Yoaeebuii, creí que lo sabías.
—Probablemente lo supiera por mi padre, pero quizás lo olvidé. En cualquier caso, no soy un miembro de los ejércitos.
—No importa, hazlo igual. Nadie nos ve.
Ghodraan entonces se puso dos dedos en la frente, e hizo la misma reverencia leve ante ella.
—Agiaayoo, Kiltaara.
Ella se rio de forma divertida, y Ghodraan también se sonrió con ella. Tenía los dientes muy blancos y perfectos, y la piel de su rostro parecía muy suave, pensaba. Sentía que por alguna razón no podría dejar de mirarla jamás, ni aunque pasaran mil soles.
—Siento haber interrumpido tus pensamientos —dijo ella. Él se encogió de hombros.
—Jamás podrías interrumpirme —aseguró—. ¿Qué hacías aquí? No sabía que también era tu lugar predilecto para tomar paseos.
—Ni yo lo sabía, pero aquí estamos —Se tomó un momento para sentarse en la hierba, y Ghodraan le imitó. Luego continúo hablando—. No tenía nada mejor que hacer, mi padre ha ido a una reunión acerca de las defensas del planeta, por lo que sé. Ha vuelto hace un rato y no me ha dicho absolutamente nada de lo que sucede, no quiere hablar de ello, y me parece injusto teniendo en cuenta que yo entraré en los ejércitos este año. Por lo tanto, me vine aquí, a estar un momento a solas. Me di cuenta que había alguien porque sentía caer semillas desde el árbol, pero no veía quien las arrojaba. No sabía que eras tú, yo creí que era...
—¿Tu compañero, con quien peleé la última vez?
—Sí.
—¿Y tuviste miedo? —preguntó él, mirándola fijamente a los ojos. Kiltaara tardó unos segundos en responder.
—No sé qué es el miedo.
—Dime que pensaste cuando te diste cuenta que no estabas sola aquí, en el bosque.
—Bueno... —balbuceó. —Me sentí vulnerable, como si estuviera segura de que corría algún peligro y algo iba a sucederme. Estaba alerta a cualquier movimiento o ruido brusco, por si debía salir huyendo.
—Eso es el miedo, Kiltaara, y está bien sentirlo a veces, te hace mantenerte a salvo —Ghodraan volvió a mirarla fijamente, y estiró una mano para tomarle la suya, pero a mitad de camino se detuvo, y la recogió—. Te prometo que no debes tener miedo, nunca más, ni de tu compañero ni de nadie. Si yo estoy cerca, nadie te va a lastimar.
Ella bajó la mirada hacia la hierba, de forma cohibida, y luego lo observó.
—Nunca me habían dicho algo similar antes, y me alegra que seas tú quien me lo diga —Le sonrió—. No volveré a tener miedo si estoy contigo.
—Además, eres una miembro de las Yoaeebuii y lo que digas, pero no has ido a la reunión de defensa. Yo sí —comentó él, poniendo cara de satisfacción exagerada. Ella lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Has ido? ¿Cómo?
—Mi padre me llevó. Yo no me lo esperaba, en verdad.
—¿Y qué hablaron? Algo sucedió, ¿verdad? Por eso mi padre volvió tan ensombrecido —aseguró Kiltaara.
—Lo siento... pero no creo que pueda decirte. Mi padre me pidió que no le diga nada ni siquiera a mi madre... —respondió él, con la mirada cabizbaja. No le gustaba tener secretos con ella, podía tenerlos con su madre, con el Alto Rey o con cualquiera que fuera necesario, pero con Kiltaara no. Sentía por dentro como si la estuviera traicionando, de alguna forma que aún no terminaba de comprender.
—Entonces las cosas parecen estar más complicadas de lo que parecen... —Hizo un breve silencio mientras meditaba en ello, y entonces miró hacia la hierba en el suelo, con la mirada perdida en la lejanía de sus pensamientos. —¿Te imaginas como será cuando lleguen? Cientos de naves, miles... todas sobrevolando nuestros cielos, dispuestas a arrasar y conquistar con todo lo que vean, pueblos, ciudades...
—Será horrible —aseguró Ghodraan.
—Me pregunto si estaremos a la vanguardia de la defensa, o quizá en las líneas de resguardo, para proteger a los Negumakianos de la ciudad que no se puedan defender. Intentaré dar todo lo mejor de mí, es lo que se espera de una soldado de las Yoaeebuii —aseguró, como si tuviera firme convicción en ello. Sin embargo, él la observó con detenimiento en cuanto pudo notar el breve temblor en su voz. Fue solo un segundo, pero le bastó para darse cuenta de que en realidad estaba preocupada y asustada por la situación, quizá fuera la primer batalla de su vida, y la comprendía aunque no pudiera sentirse de la misma manera. Sin embargo no dijo nada, no lo creía necesario.
—Me siento impotente al no poder hacer nada para detener esta invasión —Fue lo que comentó, en su lugar. Ella lo miró, Ghodraan pensaba que lo miraba mucho, y entonces asintió.
—Entiendo lo que sientes, pero al menos podemos ayudar a aquellos que serán afectados por ella, o podremos ayudar en la construcción de las defensas.
—Tienes razón, me gustaría ayudar en lo que sea necesario. Hoy mismo hablaré con mi padre, él deberá entenderme, estoy seguro —dijo, con el ánimo un poco más renovado.
—Apuesto a que sí. En todo caso, sabes que cuentas conmigo.
Kiltaara lo miró aprehensiva. Quizá esperando algo, una sonrisa de su parte, o un gesto de acercamiento, lo cierto era que Ghodraan no lo sabía, y en su fuero interno el aleteo del miedo se abrió paso entre sus emociones. Nunca se había acercado a una Negumakiana, tampoco se le habían acercado a él, jamás. Tenía mucho miedo de confundir las cosas, de pensar tanto en ella y en sus palabras que entonces creyera en una ilusión que probablemente no solo no existía, sino que además sería destructiva para él. ¿Por qué sino alguien como ella querría a un híbrido como él? Se preguntaba sin hallar la respuesta.
Y aquello era lo que lo enojaba y desconcertaba a partes iguales. No querría jamás alejarse de ella, imaginaba como sería sentir el contacto de sus manos, esa suave y blanca piel con dedos finos, delicados y gráciles, que revoloteaban al hablar en cada gesto y que le hubiera encantado besarlos de punta a punta. Tal vez quizá acariciarle una mejilla, mirarla a los ojos y decirle muchas cosas al oído como su madre o su padre hacían casi siempre, mirándose con esa magia del amor que solo ellos dos conocían y sentían. Pero tampoco quería exponerse, ella no sabía lo que era eso, no conocía las emociones como las podía conocer él, o sus padres. Ya había rechazado a su compañero de ejército, sin duda también lo rechazaría a él, se decía. Sin embargo, también pensaba en que otro de los principales motivos para pensar en todo eso, era su hastío ante la soledad.
Lo cierto era que estaba consumido por ella, no iba a negarlo. Normalmente descargaba sus pensamientos o sus impulsos de acercarse a una hembra entrenando con la espada. Si se agotaba físicamente, entonces no tenía tiempo de pensar ni de sentir absolutamente nada. Pero ahora, con todo aquello de la invasión, su padre estaba ocupado en otros asuntos, y Ghodraan no tenía más remedio que recluirse al interior de sí mismo, donde solo había dos únicos pensamientos: que era un híbrido a quien nadie quería más que sus propios padres, y la dulce voz de Kiltaara, resonando como ecos armoniosos dentro de las paredes de su memoria.
Sabía que debía culpar de todo esto solamente a dos personas: sus padres. Lo sobreprotegieron tanto, y tantas veces, que ahora no sabía cómo relacionarse con Negumakianos del sexo opuesto. Era triste y lamentable, pero era real. Y pensar en ser rechazado por su condición acrecentaba aquello de maneras titánicas dentro de su cabeza. No podía caer en el error de confundirse, se dijo. Kiltaara era demasiado para él, completamente inalcanzable. Lo mejor sería ir con prudencia, y la prudencia le recordó cuando hace unos pocos momentos atrás, estuvo a punto de tomarla de la mano. Era hora de irse, y había que irse ya, se dijo.
Se puso de pie con rapidez, ella lo miró con asombro pero sin perder la sonrisa que siempre la caracterizaba. Un mechón de cabello rubio voló arrullado por la suave brisa y se depositó en su nariz. A Ghodraan se le comprimió el corazón al ver aquello, algo tan simple y a la vez tan atractivo y casual...
—Tengo que irme —murmuró.
—¿Ya? Pero si acabo de llegar... —dijo ella, compungida. Entonces miró hacia el suelo, confundida, y luego de nuevo a Ghodraan, mientras se ponía de pie. —¿Es por algo que dije? ¿Te he ofendido de alguna manera?
"Por Woa, que difícil es todo esto", se dijo. Dio un suspiro, y negó con la cabeza.
—No, no eres tú...
—¿Y entonces?
Kiltaara dio un paso hacia adelante, hacia él, pero Ghodraan se retiró.
—¡No, por favor! —exclamó. —Lo siento, Kiltaara. Debo irme.
Ella no pudo entender que estaba pasando, ni que había hecho siquiera para que él cambiara tan radicalmente como lo había hecho, de un segundo al otro. Solo entendió que sentía raro en el centro del pecho, como si tuviera una roca que le comprimía y le cortaba la respiración, mientras lo veía alejarse.
—¡Mañana vendré de nuevo, te estaré esperando! —exclamó, para que la oyese.
Pero él no se detuvo.
*****
Kiltaara volvió a su aposento con la cabeza baja y un montón de pensamientos confusos en su cabeza. No entendía lo que había sucedido, tampoco entendía que había hecho mal —si es que había algo—, para que Ghodraan actuara de semejante manera. Lo único que sabía, al menos de momento, es que aquello le afectaba de alguna manera que no podía comprender. Se sentía mal, como si el pecho le doliera y caminar por aquel bosque de regreso a casa fuera algo incomodo, casi tortuoso. Antes le gustaba, no solo por el hecho de que era un lugar calmo donde tener un momento de esparcimiento consigo misma, sino porque le había conocido a él, y sabía que era muy probable que al llegar le viera allí, quizá esperándola con la misma sonrisa de siempre. Pero ahora, era distinto, y eso le dolía.
Antes de llegar a la casa de piedra cambió de forma, mientras caminaba, y una vez acercarse al patio principal, vio que su padre aún seguía allí. Hablaba con alguien a través de su cubo de cristal azulado, asentía con la cabeza y daba algunas indicaciones. En cuanto Kiltaara llegó, él cortó la comunicación, volviendo a la tarea de limpiar su armadura, colocada en un soporte de madera.
—¿Todo está bien, padre? —preguntó ella. El Negumakiano la miró, y asintió lentamente con su cráneo alargado.
—Mentiría si dijera que sí, teniendo en cuenta el peligro que se nos viene. Pero hay cosas peores.
—¿Peores?
El Negumakiano no dijo nada, solamente siguió frotando su armadura con un pedazo de tela blanca, bien sujeto a sus tres dedos. Parecía esmerado en ello, como si quisiera quitarle una manchita que solamente él podía ver, cerca de la pechera. Kiltaara entonces intentó con otra cosa.
—No me has dicho nada desde que llegaste, padre. Soy parte de las Yoaeebuii, necesito saber cualquier cosa que sea importante, por favor —pidió. Él entonces se detuvo y la miró, dejando el trozo de tela encima de la hombrera derecha de la armadura.
—Creo que el rey Miseeua se ha equivocado al elegir a Agorén como comandante de las defensas planetarias, y me preocupa que haya una rebelión. No podemos ocuparnos de ambas cosas, de los K'assaries que vienen en camino y de mantener el orden aquí.
—Lo entiendo... —murmuró ella. Al escuchar el nombre de Agorén, recordó entonces lo que Ghodraan le había dicho momentos atrás, en el bosque, acerca de que no podía decirle nada de lo que habían tratado en la reunión. ¿Sería algo concerniente a una posible revuelta? Se preguntó. No creía que alguien tan honorable como Agorén —según lo que todos decían de él—, fuese capaz de iniciar acciones para generar disturbios, era lo que menos necesitaban en un momento como aquel.
—¿De dónde venías, Kiltaara? —preguntó su padre, sacándola de sus pensamientos abruptamente. Sus ojos parpadearon, menos el que estaba en el centro del cráneo.
—Del bosque, cerca de aquí.
—¿Y qué hacías ahí?
—Me gusta la tranquilidad, nada más —dijo, con rapidez. No sabía por qué, pero tenía el presentimiento de que estaba empezando a pisar terreno peligroso. De repente, ya no quería responder nada más. Su padre la miró por unos instantes, como si estuviera analizando sus pensamientos, mientras Kiltaara contenía la respiración. Entonces, al fin, asintió con la cabeza y retomó su tarea, sujetando el paño entre sus tres dedos.
—Bien. Ahora ve adentro, y prepara la comida. Tenemos mucho trabajo que hacer de ahora en más —dijo.
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