
2
Agorén llegó al palacio del Alto Rey Miseeua minutos después. Dejó el aerotransportador apagado a un lado de la entrada, bajó del mismo y comenzó a subir las escalinatas hacia la portería de piedra. Dos soldados le interrumpieron el paso, interponiéndose delante.
—Necesito hablar con el Rey—indicó.
—Un momento —dijo uno de ellos. Se giró hacia el interior del edificio de piedra negra, y un buen rato después, volvió a salir haciéndole un gesto a su compañero—. Déjalo pasar.
Ambos se apartaron de la puerta, volviendo a su posición original y mirando al frente. Agorén entonces ingresó al enorme salón de piedra adornado con relieves, y haciendo eco con sus pisadas encima de la piedra. A los lados de la enorme sala había estatuas de piedra a tamaño real con cada uno de los Altos Reyes que habían pasado por aquel sitio, desde la fundación de Kantaaruee hasta la fecha. La de Miseeua aún no se había erigido, ya que por lo general, se hacía luego de la muerte. Caminó admirando cada una de ellas, incluida la decoración del lugar —algo que siempre hacía no importando la cantidad de veces que entrara en aquel sitio—, subió hacia los recintos superiores, y en cuanto llegó al salón real se detuvo frente al trono de Miseeua. Apoyó los dedos índice y medio encima de la frente, y reverenció con sutileza.
—Arjuukee, necesito hablar con usted. En privado a ser posible —dijo, haciendo alusión a los guardias reales apostados a cada lado del trono.
—Ven conmigo, Agorén.
Miseeua se levantó de su asiento, apoyado en su bastón resplandeciente, y caminó hacia una de las tantas salas interiores del palacio, ubicada detrás del trono, mientras era seguido de cerca por Agorén. Al llegar a la pequeña recamara, se acercó hacia una estufa tallada dentro de la misma pared de roca, donde unos pocos leños estaban dispuestos como una pira en miniatura. Golpeó dos veces con la base del cetro en el suelo de piedra, y los leños se encendieron casi de forma instantánea, buscando entibiar el recinto. Solo en aquel momento le hizo un gesto a Agorén, para que ambos tomaran asiento alrededor de una mesa de roca blanca, similar al mármol, que contrastaba con todo a su alrededor.
—¿Va todo bien con las defensas? —preguntó Miseeua.
—Sí, mi rey, no es por eso que necesito hablarle.
—Dime, entonces.
—Mi hijo, Ghodraan... Acaba de tener un altercado con Kurguunta. Le ha amenazado con mi espada, he tenido que intervenir para que no pase a mayores, pero temo represalias para mi hijo —respondió. Miseeua lo miró sin comprender.
—¿Y eso por qué ha pasado?
—Él salió al bosque ubicado tras mi aposento, se llevó mi espada, aparentemente para entrenar sus movimientos. Cuando volvió, al poco rato Kurguunta se presentó en la puerta de mi propiedad, arrastrando a su hija del brazo. Ella tenía forma humana, y él recriminaba que Ghodraan se estaba vinculando con ella, al parecer. Mi hijo perdió el control cuando escuchó que Kurguunta planeaba enviar lejos a su hija, tomó mi espada y le amenazó con ella —explicó, con el ceño fruncido. Tener que detallar todas esas cuestiones no le gustaba en lo más mínimo, pero no tenía opciones.
—Atacar a un general es malo si uno es miembro de las Yoaeebuii, tú lo sabes mejor que nadie. Pero si además, el atacante ni siquiera es un soldado, es aún peor —dijo el rey. Agorén asintió con la cabeza.
—Lo sé, mi rey.
Agorén asintió con la cabeza lentamente mientras pronunciaba aquello. Estaba preocupado por su hijo, no podía evitarlo.
—Sin embargo, Kurguunta se presentó con hostilidad en tu aposento privado. ¿No?
—Así es. Insultó a mi hijo, y maltrató a Sophia. Le dijo que ella no debería estar en este planeta, y trató a Ghodraan como un engendro —aseguró. El rey Miseeua hizo un chasquido con la mandíbula escamosa.
—Duras palabras, provenientes de un general que debería dar el ejemplo de respeto y entereza. ¿Por qué vienes a hablar conmigo, Agorén? ¿Quieres que llame a Kurguunta para que declare por sus acciones, y sea castigado si es necesario? —preguntó.
—No, mi rey. O al menos, no es lo que busco. Solo intento proteger a mi hijo, en caso de que Kurguunta se presente ante usted y le cuente lo que sucedió, para que al menos conozca la versión completa de los hechos. Si desea que castigue a Ghodraan por amenazar a un general, entonces yo veré que puedo hacer...
Miseeua permaneció en silencio unos instantes que al propio Agorén le parecieron completamente eternos. Por fin, negó con la cabeza.
—No, no lo castigues. Él actuó como debía hacerse, defendió su aposento, y una Negumakiana que le importa. En todo caso, quien si está en falta es Kurguunta, por irrumpir así en tu propiedad. De todas maneras, respóndeme algo —Hizo una pausa, y agregó—: ¿Tu hijo tiene algún tipo de interés en la hija de Kurguunta?
—No lo sé, pero supongo que sí —asintió Agorén—. Cuando lo vi hoy, me vi a mí mismo algunos cuantos soles atrás, cuando apenas había conocido a Sophia. Casi hago que me ejecuten por ella.
—O sea que está desarrollando un vínculo sentimental con ella.
—Puede decirse que sí, mi rey.
Miseeua permaneció en silencio otro instante. Un Negumakiano vestido con una túnica aguamarina, destinada para la servidumbre, se acercó a la mesa blanca con dos bandejas metálicas. Una de ellas contenía una especie de carne negra de muy buen aroma, y la otra tenía dos copas del color del oro, servidas con una bebida alcohólica de color verde intenso, creada a partir de raíces y flores. El rey tomó una de las copas, dio un sorbito, sintiendo como las burbujas de gas reventaban en su boca, y entonces hizo un movimiento con la cabeza para que bebiera. Agorén tomó la copa restante, y también bebió.
—Gracias —dijo Miseeua, a su sirviente. Luego volvió a mirar a Agorén. —¿Sabías que hubo una época donde los Negumakianos nos reproducíamos de forma tradicional, verdad? Muchos incluso podían desarrollar sentimientos, no era algo extraño.
—Lo sé, Ivoleen me contó de ello antes de morir.
—Tu hijo fue concebido bajo los patrones sentimentales humanos, y en parte también de los tuyos, que has aprendido a sentir emociones gracias a tu compañera de vida. No le prives esta experiencia a Ghodraan. Si Kurguunta no lo puede comprender, entonces que no lo haga, pero deberá aceptarlo como tal, porque no somos unos tiranos y déspotas como otras razas indignas —Miseeua tomó un trozo de carne con sus dedos largos y escamosos, se lo llevó a la boca y continuó hablando—. Si viene a hablar conmigo, le diré que no puede retener a su hija en contra de su voluntad. También le sugeriría que te pida sinceras disculpas y arregle contigo sus asuntos personales, pero eso ya es su decisión.
—No se preocupe, Alto Rey. Ha sido muy generoso escuchando y entendiendo —consintió Agorén.
—Es mi tarea, y más si eres tú quien requiere mi comprensión. Casi todos te estiman, Agorén, y te respetan por igual. Has sido un general intachable y estás llevando adelante las defensas planetarias con éxito.
Agorén asintió con la cabeza, y bebió un sorbo más de su copa antes de continuar hablando.
—Con respecto a eso, Alto Rey, quería consultarle algo que quizá sea de vital importancia para la supervivencia de nuestro planeta.
—Adelante, dime.
—He pensado que tal vez no sería una mala idea apresurar el viaje para pedir ayuda en el Concejo de los Cinco. Muchas veces hemos ayudado a razas aliadas en sus defensas, sería de gran ayuda que ellos ahora atiendan nuestro llamado —pidió.
—Sí, me parece una sugerencia acertada. ¿Cuál es tu plan, entonces? —preguntó Miseeua.
—Me quedaré aquí durante algunas lunas, terminando algunos detalles, y luego viajaré hacia la sede del Concejo. Sería de gran utilidad que cada Alto Rey en cada ciudad envíe un comunicado de petición para que me reciban personalmente los Cinco Sabios. De esta manera, estaré mejor representado.
Miseeua asintió con la cabeza, mirándolo fijamente con sus ojos de un negro tan profundo como el propio cosmos. Veía en Agorén alma de líder, sus decisiones eran las correctas, y aunque no se lo dijera, una parte de sí mismo temía por él. Conocía los otros reyes, conocía algunas costumbres del planeta y de su raza, y aunque los Negumakianos eran un pueblo pacífico y con un alto grado de civilización, lo cierto era que a algunos de ellos no les agradaba la competencia.
—Así se hará, Agorén. Hoy mismo enviaré un comunicado a todas las grandes ciudades. Ve a tu aposento en paz —respondió.
—Gracias, mi rey —dijo Agorén, saludando con los dedos en la frente y reverenciando ante él, una vez que se hubo levantado de la silla.
Agorén salió caminando a paso rápido del recinto, mientras sus pisadas hacían eco en el suelo lustroso de piedra negra y brillante. Una vez llegó al salón principal del palacio, se dirigió a la salida, donde en el patio real estaba detenido su aerotransportador. Sin embargo, su idea no era volver a su casa, aún no. Al subir al aparato, programó en la consola holográfica que lo llevara hasta el hangar en Kuyulaavezob, ubicado en la localidad vecina y en donde tenía pleno acceso a toda su instalación, incluida la armería.
Se puso las manos a la espalda, y con la mirada fija en el paisaje que se extendía por delante de él, contempló la ciudad más abajo: sus calles de piedra, su vegetación y sus fuentes naturales de agua cristalina, los puentes triangulares por donde transitaban los Muluk, aparatos semejantes a gigantescos trenes a monorraíl movidos por energía de antigravedad, los cientos de miles de aerotransportadores que surcaban el cielo como pájaros plateados y robóticos, mientras que los constructores trabajaban en los escudos de antimateria. La ciudad hervía de actividad, y esperaba ser capaz de defenderla, al igual que a todas las ciudades y locaciones de Negumak. Sin embargo, por el momento su prioridad era proteger a su familia, y era justamente el motivo por el cual se encaminaba al hangar.
Casi cuarenta minutos después, Agorén llegó por fin a las instalaciones de Kuyulaavezob, el hangar más grande ubicado en Igaelaanta, la ciudad vecina. Descendió su aerotransportador en la entrada del gigantesco hangar y admiró su estructura, ya que siempre le gustaba ir allí. Era —a su opinión— uno de los hangares más bonitos de aquel lado del planeta, construido enteramente en una roca blanca metamórfica llamada Eureeia, y que solo podía extraerse de un cinturón de asteroides ubicado al borde de la galaxia. Toda la instalación es redonda como si de una gigantesca cúpula se tratase, casi del tamaño de un palacio real, y parece que brillase con luz propia, ya que la Eureeia es capaz de absorber la luz solar debido a los minerales que la conforman. En cuanto cruzó el umbral de entrada, Agorén notó que los ruidos externos dejaban de escucharse, como si todo aquel sitio estuviera insonorizado gracias a las propiedades de la piedra. Le encantaba aquel efecto, como si ingresara de repente en una burbuja donde solo podía escuchar sus propios pasos y pensamientos.
Rodeó los salones principales donde algunas naves de combate estaban siendo reparadas, al parecer, y se dirigió exclusivamente al fondo, a la última compuerta. Allí, dos soldados vigilantes con el emblema de las Yoaeebuii en sus túnicas le hicieron el clásico saludo en cuanto le vieron, y se apartaron a los lados para permitirle el paso. La compuerta de cristal inteligente se abrió con un siseo, deslizándose hacia arriba, y Agorén ingresó a un largo pasillo lustroso de paredes curvas protegidas por algún tipo de líquido transparente sensible al tacto. Tras el líquido, había oquedades construidas en la misma pared, donde diversas armas y elementos de protección levitaban en el aire.
Caminó mientras no dejaba de observar todo, buscando algo en particular que de momento no estaba viendo. Solo podía distinguir pistolas de antimateria, objetos similares a rifles pero completamente negros, y cañones de vacío. Como si le hubiera llamado con el pensamiento, un Negumakiano habló en la distancia, acercándose a él rápidamente.
—¿Puedo ayudarlo en algo, mi comandante? —preguntó.
—Sí, necesito una réplica de mi equipamiento de combate.
—¿Una réplica? Casi nadie utiliza armadura y espada, señor. Al menos, no aquí en Negumak.
—Pues yo sí —insistió—. ¿Puede proporcionarme lo que le pido?
—Podría, pero tendría que sintetizarla según su base de datos.
—Hágalo, entonces. Quiero que la armadura sea autoajustante, y quítele los galardones. Será para mi hijo. También quiero un pulsór de materia oscura y un cargamento de capsulas —dijo Agorén, señalando el arma negra similar a un rifle, que flotaba tras el líquido transparente de la oquedad en la pared.
—Como guste, mi comandante.
El Negumakiano se giró entonces sobre sus pies, caminando con prisa al fondo del pasillo. Una vez a solas, Agorén dio un suspiro y miró el rifle, extendiendo la mano hacia el líquido el cual se abrió dejando un agujero, como si repeliera su piel. Tomó entonces el arma, estaba fría al tacto y era muy ligera. La examinó con atención, apuntó con ella hacia adelante y comprobó la capsula de materia oscura ubicada cerca de la culata, la cual estaba descargada. Sí, sin duda aquello sería más que suficiente para repeler algún ataque, pensó, mientras dejaba el arma de nuevo en su sitio.
Volvió de nuevo al salón principal, donde cuatro inmensas naves de color gris opaco estaban siendo atendidas por varios Negumakianos. A dos de ellas le estaban instalando nuevas armas bajo el fuselaje, a las otras dos le estaban modificando el campo gravitatorio y reparándole los sistemas de navegación, por lo que podía ver. Agorén sonrió, satisfecho. No lo admitiría nunca, probablemente, ya que no era en absoluto vanidoso, pero le llenaba de orgullo el hecho de que siguieran sus órdenes por todo el planeta. Sin duda, desde donde quiera que estuviera Ivoleen mirándolo, se sentiría más que satisfecho por ver los avances que había hecho su propio hijo. Avances que incluso algunos de los reyes más importantes no habían podido lograr. Por supuesto, al pensar en aquello también le sobrecogió un sentimiento de inmensa preocupación, al saber que si fracasaba, entonces todo estaría perdido: su reputación, su prestigio, y por sobre todo la vida de cualquier Negumakiano en la faz del planeta.
Continuó caminando por el hangar, visitando la sección de armaduras de combate, los sistemas de energía que alimentaban las naves de combate y también el sector especial donde se sintetizaban los cuerpos creados genéticamente para continuar con la especie. Ver aquel sitio le generó un inmenso escalofrío: los miles y miles de tanques semejantes a gigantescos huevos transparentes y repletos de líquido azul claro, con cuerpos perfectos, flotando inertes conectados a su dispositivo vital esperando para ser ocupados con una conciencia autónoma. Hubo una época donde consideraba normal y hasta productivo todo aquello, pero ahora, lo veía como una aberración a la propia naturaleza. Sophia le había mostrado que otra realidad era posible, que no había nada más hermoso que ver el fruto del amor crecer poco a poco, en la matriz de la compañera a la que amas más que a tu propia vida. ¿Podría alguna vez erradicar aquella costumbre en el planeta? Se preguntó. Sin duda, no podía conocer la respuesta. Imaginaba que para ello tendría que haber un cambio de conciencia global, y principalmente, un cambio de reinado.
—Señor —Sonó una voz por detrás, haciendo que Agorén diese un breve respingo. Al girarse, vio al Negumakiano con el que había charlado en la armería, con las manos a la espalda.
—Dime.
—Lo que pidió ya está listo, señor. Una armadura, un guantelete y una espada, réplicas de su equipo. También un pulsór de materia oscura con un cargamento de capsulas. Hemos puesto todo en su aerotransportador. ¿Solicita algo más?
—No, está bien. Gracias —respondió Agorén, haciendo el típico saludo.
Se encaminó con rapidez al salón principal del hangar, pasó por debajo de las naves y luego se dirigió a la salida. Al llegar a su aerotransportador, observó en un rincón de la pequeña nave todo bien dispuesto, tal como había pedido. Con una sonrisa de satisfacción, se posicionó frente a los controles y encendió el aparato, programándolo para volver a casa.
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