75: Felicidad y tristeza
Caesarea, capital del Reino de Mauretania, Palacio real. 07 de enero del año 14 a.C.
La princesa dormía plácidamente bajo los atentos ojos de su madre, que la observaba mientras iba intercalando con el paisaje que se apreciaba desde la ventana de su habitación.
—¿Qué es lo que te preocupa, mi Luna? —interrogó Juba desde la cama.
Apenas estaba amaneciendo, pero la niña se despertó con hambre así que la reina tuvo que darle el pecho. Cuando volvió a dormirse, Selene no volvió a la cama a pesar de aún ser temprano. Juba sabía que algo la estaba molestando.
—¿Por qué le pusiste ese nombre? —respondió a cambio.
Y ahí estaba el problema. Cuando nació su primer hijo, fue Selene quien nombró a Ptolomeo, pero en esta ocasión, Juba tuvo la oportunidad de hacerlo.
—¿Por qué le pusiste ese nombre? —repitió un poco más enojada—. Ese nombre tan romano e igual que la Emperatriz... —soltó con asco.
Luego miró a su durmiente hija, temiendo haberla despertado al elevar la voz, pero seguía ignorando al mundo.
—¿No te bastó con cambiarle el nombre a la capital de Iol y renombrarla Caesaerea en honor al César? ¡También tenías que nombrar a nuestra hija para seguir agradándoles! —terminó ofuscada.
Juba se sentó en la cama y miró a su esposa, luego le hizo una seña para que se sentara a su lado. No quería despertar a su hija, ya que una vez que estaba dormida deberían aprovechar a descansar ellos también, pero sabía que Selene necesitaba sacarse esa duda ahora.
La mujer estaba reticente al principio, pero terminó abandonando el lado de su hija y se sentó junto al padre, pero aún así estaba enojada con él.
—Es cierto que cambié el nombre de la capital en honor a Augusto, gracias a él no nos mataron en Numidia y tenemos este nuevo reino. Tenía que agradecerle —comenzó—. Sin embargo, no nombré a nuestra hija en honor a ellos, lo parece así y quiero que piensen eso, pero esa no es la razón.
Selene lo miró extrañada, Juba parecía hablarle de una forma tierna, como si la considerase una tonta o algo así, el enojo de una niña.
—¿Y cuál es la razón? —preguntó ante su silencio.
—¿Sabes de dónde proviene el nombre? —inquirió y esta vez fue ella quien lo miró como si fuera tonto, si lo sabría no preguntaría—. Es cierto que es bastante popular en Roma, pero no es de origen romano —Selene parecía sorprendida con esta información—, proviene del griego "drosos" que significa frescura, juventud y al pasarlo al latín es "drusus" que es considerado como valiente y poderoso —explicó y luego miró a su mujer—. Elegí Drusilla porque políticamente me haría quedar bien con Roma y eso nos conviene, pero en realidad lo hice por ti.
—¿Por mí? —preguntó incrédula, Juba solo asintió.
—Cuando llamaste Ptolomeo a nuestro hijo, honraste a tu herencia egipcia y al ponerle Drusilla, quise honrar tu herencia griega —Selene permaneció en silencio, anonadada—. Mi Luna, tú no eres solo egipcia, también eres griega y romana, es hora de que te aceptes y abraces lo que eres. Solo así podrás ser la reina que estás destinada a ser —murmuró lo último y lo selló con un beso en su frente.
Se puso de pie y fue a observar a su pequeña niña, que permanecía ignorante de la revelación que estaba sufriendo su madre en ese momento.
Caesarea, capital del Reino de Mauretania, Palacio real. 14 de febrero del año 14 a.C.
Los invitados bailaban felices, mientras los músicos no dejaran de tocar y el vino no dejara de circular; la celebración continuaría.
—Nunca estuve en un matrimonio donde los reyes festejaran con los esclavos —dijo Octavia emocionada.
Parecía contenta y feliz de participar en la celebración que se estaba llevando a cabo en el palacio real, así que Selene no se lo tomó a mal.
—Tanto Yanira como Darius —respondió mientras señalaba a los recién casados en el centro del baile—, son mis sirvientes y amigos, así que no pensaba perderme la fiesta. Además, viven aquí, solo conocen a la gente del palacio.
—Están tan felices —agregó la noble romana al ver a la pareja.
Octavia había viajado desde Roma hasta la capital de Mauretania para poder visitar a su hija adoptiva y también a su nueva nieta, la pequeña Drusilla que apenas tenía meses de vida, estaba en los brazos de su abuela.
—Sí —concordó Selene—, su amor empezó cuando se conocieron en Numidia, pero Darius tardó seis años en pedirle matrimonio. ¡Estaba a punto de obligarlo! —exclamó entre risas la reina—. A la pobre Yanira se la comían los nervios.
Ambas mujeres miraban divertidas como se desarrollaba la celebración, estaban a un costado, un poco apartadas para estar más tranquilas y poder conversar al mismo tiempo que cuidaban a la bebé.
Al otro costado, Juba estaba con Ptolomeo y parecían divertirse mientras robaban comida ante las quejas de Adeona que esperasen un poco más, que todavía estaban sirviendo. Selene sonrió con cariño.
—El que la está pasando mal es Yugurta —intervino Alejandro que se sentó al lado de las mujeres, se tiró sin ningún tipo de ceremonia.
—¿Yugurta? —preguntó Octavia a su otro hijo, quien ya le estaba haciendo morisquetas a su sobrina.
Alejandro también estaba en el palacio porque se encontraba en el descanso del ejército, aunque ya en una semana tendría que volver a su legión. A pesar de todo, aprovechaba cada momento con su familia.
—Sí, el de allá —dijo mientras señalaba con la mano al joven que bebía una copa de vino apartado del baile, realmente se veía triste.
—¡No señales así! —reprendió Selene, su hermano solo hizo una mueca—. Se dará cuenta que estás hablando de él, es de mala educación.
—¿Y qué me va a hacer? —interrogó divertido ante el enojo de su hermana, volvió con Octavia—. El pobre está enamorado de Nuru, pero ella lo vive rechazando. Se arrugará y ya no le servirá cuando le dé una oportunidad.
Las dos mujeres se escandalizaron ante la mención de la virilidad del otro joven y lo reprendieron avergonzadas, él solo comenzó a reír como si el mundo se acabara. Era hermoso estar con la familia otra vez.
Galia Comata, 12 de mayo del año 14 a.C.
Vivir en Galia era tranquilo a comparación de Roma, aún le faltaba mucha organización y seguramente se quedarían uno o dos años más, pero era lindo. Él y Vipsania se habían adaptado bien, incluso después de una breve visita a Roma para ver a sus familias y conocer a Julio César, su sobrino recién nacido; los dos se alegraron de volver a Galia.
Por eso, se sorprendió cuando encontró a su esposa llorando cuando apenas ingresó a su hogar.
—Vipsania, ¿qué sucede? —interrogó tranquilo, no lo estaba pero no quería alterarla.
Ella corrió a sus brazos cuando lo vio ingresar y sollozó, pero no parecía ser de dolor porque lo miraba con una sonrisa.
—La diosa Juno por fin escuchó mis plegarias, esposo mío —expresó contenta—. Seremos padres, un niño crece en mi vientre después de tantos años —finalizó sin poder contener su felicidad.
Iba a ser padre, Tiberio iba a ser padre después de todo. No había esperado esto.
Roma, capital del Imperio Romano. Burdel "Granadensis", 07 de septiembre del año 14 a.C.
Las meretrices observaron con diferentes grados de envidia o enojo como una de las carretas imperiales se llevaba a Attis al palacio, ya que el Emperador había solicitado su presencia. Especialmente una de ellas, aquella que había recibido una fuerte golpiza por culpa de Attis, observaba con un resentimiento desmedido, prometiendose cada día que pronto su venganza llegaría. La arrogante de Attis pagaría.
A lo lejos, unos ojos desconocidos no se perdían ni un solo detalle. Habían estado ahí desde hace meses, siempre observando pero nunca siendo vistos. Luego, volvían a perderse en la noche, como si nunca hubieran estado ahí.
Roma, Palacio del Emperador, 30 de septiembre del año 14 a.C.
—Siempre llega una carreta imperial y la mujerzuela se sube, la trae hasta el palacio, los guardias la dejan entrar y la guían a escondidas hasta la habitación del Emperador —expresa Livia.
La esclava asiente.
—Luego, cuando terminan la vuelven a escoltar hasta la carreta y se la lleva de vuelta al burdel —continuó relatando.
La esclava vuelve a asentir.
—¿Quién la escolta? No puede ser un simple legionario, alguien de arriba tiene que dar la orden —murmura la Emperatriz y parece darse cuenta—. Es Cornelio Escipión, ¿no?
La esclava asiente.
Era de esperarse que fuera el capitán de la Guardia pretoriana del Emperador, su mano derecha en cuanto a la seguridad, en quien Augusto más confía. Tenía que ser ese idiota quien lo ayuda a esconder a las prostitutas.
Luego, parece percatarse de otro detalle.
—¿Siempre es el mismo hombre quien conduce la carreta?
Esta vez, la esclava niega.
Eso es interesante y esperable. Augusto podía acostarse con las meretrices, pero nunca permitiría que cualquiera se entere, después de todo debía cuidar su imagen pública. Tampoco permitiría tal humillación hacia ella. Por eso, siempre enviaba a distintos conductores para buscar a Attis, si enviara al mismo, pronto sería alguien que sabe su secreto y que podría suponer que tiene una debilidad por esa cualquiera. Había que prevenir.
—Está bien, necesitamos que te pongas en contacto con alguien dentro del burdel, debemos tener un aliado ahí —ordenó a su esclava muda, ésta asintió—. Mientras tanto, a partir de mañana me acercaré a la mujer de Escipión, esa ordinaria y desagradable mujer —terminó con asco—. Ahora vete.
La esclava asintió y se marchó. Livia solo tomó una pequeña pluma y comenzó a escribir, le mandaría una carta a su hijo Tiberio para saber cuándo nacería su próximo nieto. Había perdido las esperanzas de que la tonta de Vipsania quede embarazada, pero estaba gratamente sorprendida al comprobar que se había equivocado.
Vipsania no era como ella, sí le podía dar hijos a su marido. La sonrisa se le borró del rostro.
Galia Comata, 07 de octubre del año 14 a.C.
Vipsania miraba con adoración a su pequeño hijo, quien dormía plácidamente en sus brazos. Tiberio estaba a su lado, no creyendo que esa cosita tan chiquita fuera su hijo.
—¿Cómo se llamará? —preguntó ella suavemente sin querer romper la tranquilidad.
Por respeto, generalmente era el Emperador quien sugería el nombre de sus nietos adoptivos, solo a Druso se le había permitido elegir porque era su favorito. Sin embargo, nadie de la familia imperial había viajado hasta Galia para presenciar el nacimiento, ya que se había adelantado, así que Tiberio no quería dejar a su hijo sin nombre durante tanto tiempo.
—Nerón Claudio Druso, como sus dos abuelos, ¿te parece? —preguntó al final viendo a su esposa.
Ella esbozó una sonrisa y solo asintió, no le importaba el nombre, podían ponerle hasta el más horrible, solo le importaba su hijo. Lo había deseado tanto, lo esperó tanto y ahora que estaba aquí, era lo único que le importaba. Así que estaba bien si ese día había nacido Nerón Claudio Druso, estaba más que bien.
Norte de Egipto, Legio III Cyrenaica, 1 de diciembre del año 14 a.C.
—Según las últimas novedades, los germanos han comenzado a retroceder, muy poco, pero han perdido algunos enfrentamientos y han cedido terreno —contaba uno de los legionarios—. Aunque siguen siendo demasiado fuertes.
—Ojalá venzan a los romanos —expresó otro divertido.
Las carcajadas no se hicieron esperar, todos en esta legión habían sido tratados como escoria por los romanos y estaban aquí solo por el sueldo y para sobrevivir. Y tal vez, en cierto punto, deseaban algún día poder vengarse.
—Ojalá —aportó Alejandro—, solo espero que los germanos resistan.
Sin quererlo, su mente se desvió hacia Adela, aquella hermosa mujer que no había vuelto a ver nunca más. ¿Qué habrá sido de ella?
Germania, 19 de diciembre del año 14 a.C.
—Y esa es la historia del príncipe egipcio que sobrevivió a los romanos —terminó Adela.
El pequeño niño la miraba con ojos brillantes ante la historia increíble que le estaba contando su madre.
—¿Y qué pasó después? —preguntó inocentemente Hermann.
La reina miró a su hijo con cariño y besó su frente, mientras lo arropaba para dormir. El rey aún seguía en la campaña contra los romanos, desgraciadamente las últimas novedades no habían sido muy buenas, ella no quería que el niño se entere.
—Luego viene la parte en que luchará por su libertad —murmuró y él estaba extasiado—, pero será mañana porque ahora hay que dormir.
—¡No, mami! —refunfuñó Hermann.
—Los niños que no duermen no son fuertes —persuadió Adela—, y tú quieres ser fuerte como tu padre, ¿no?
El pequeño parecía derrotado, aceptando que debía dormir.
—Sí —contestó—, quiero ser fuerte como mi padre y el príncipe egipcio —terminó con emoción.
Adela solo sonrió, pero por dentro le dolía. Esperaba que su hijo pueda tener una vida como la de su padre rey y no como la del príncipe egipcio, sino significaría que los romanos ganaron la guerra y los terminaron esclavizando. No soportaría ver a su hijo como un prisionero, antes moriría.
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