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69: Mujeres romanas


Norte de Egipto, Legio III Cyrenaica, 28 de mayo del año 17 a.C.


Alejandro había terminado contando toda la verdad, a esta altura creía que ya no tenía sentido mentir porque indudablemente Plauciano ya lo sabía. Así que le dijo cómo le dio comida y abrigo a escondidas a la mayoría de los prisioneros y cómo solo por defender a Adela, terminó matando a ese legionario. Era cierto que no fue su intención, que no quiso hacerlo, pero tampoco se arrepentía, personas así no eran hombres y era mejor si dejaban de habitar la tierra de los vivos lo más pronto posible; aunque obviamente esto último no lo dijo, tampoco era tan estúpido.

—Estoy dispuesto a recibir el castigo que considere necesario —dijo el egipcio al final—. Y si me quiere entregar a Roma, no lo odiaré, así que haga lo que crea correcto —finalizó muy seguro, pero tenía miedo.

Plauciano se quedó callado cuando el legionario terminó de explicar, agregando más tensión al momento y nerviosismo a Alejandro, quien sentía que su corazón latía demasiado rápido.

—¿Y por qué hiciste eso? —preguntó de repente, Alejandro frunció el ceño—. ¿Por qué les diste comida y abrigo? —aclaró.

—Porque era una injusticia y estaban cometiendo una atrocidad al dejarlos morir de hambre y frío, eran solo niños y mujeres que ni siquiera tenían armas, no eran una amenaza —respondió sin dudarlo y sin importarle que pudiera estar condenándose—. No quería ser parte de esa matanza.

—Pero mataste a otro —expresó el Legatus.

Era cierto, quería evitar una matanza pero terminó matando a un hombre; al final siempre muere alguien. Cree que Adela está mal, él nunca fue ni será un héroe.

—Sí —respondió sin miedo aparente a reconocer su crimen, ya no tiene sentido buscar un ápice de perdón—, pero al hacerlo evité algo peor.

—¿Lo hiciste? —interrogó otra vez—. Mataste a un hombre y dejaste que la prisionera escapara, una vida por otra. Sin embargo, no salvaste a los niños que fueron enviados a Roma y tampoco al resto de las mujeres que se quedaron con los romanos —expresó y Alejandro no supo qué decir—. ¿Qué matanza evitaste? Solo salvaste a una mujer y condenaste al resto.

La ira recorrió su cuerpo movida por la sangre que rugía en su interior, tal vez el Legatus tenía razón, pero al mismo tiempo no la tenía.

—No intente cargarme con culpas que no son mías —escupió enojado—, yo no podía salvar a esos niños ni tampoco a esas mujeres, estaba fuera de mi alcance —aclaró—. Hice lo que pude y no me arrepiento, incluso si significa salvar una sola vida, es una vida que cuenta. Y aunque me condenen a la muerte, lo volvería hacer —sentenció.

Plauciano vio su determinación y seguridad y luego, para absoluta sorpresa de Alejandro quien esperaba ser castigado, el Legatus sonrió.

—Me alegro no haberme equivocado contigo —dijo ya sin juzgamientos, Alejandro no entendía nada—. De eso se trata, de salvar a quien podamos del Imperio romano por pequeño que sea.

—No lo estaría comprendiendo —respondió el legionario. Realmente no lo hacía.

—Ahora entiendo porque es tu hermana la que gobierna y no tú —respondió, Alejandro frunció el ceño ante el insulto velado—. Relájate, no soy tu enemigo —aclaró—. Si lo fuera, estarías muerto hace mucho tiempo.

—Señor, sigo sin entender —mencionó el egipcio.

Está alerta, no sabe en qué situación se encuentra y no sabe que tan sincero es el Legatus. Tal vez todo es un montaje para hacerlo hablar, pero ya lo ha hecho, no sabe qué más espera que confiese si ya le ha dicho que acaba de matar a un legionario para salvar a una prisionera. Es una acción imperdonable y será condenado a muerte.

—¿Crees que quedaste en esta legión al azar? —interrogó retóricamente—. No, yo pedí que estuvieras en mi legión y ellos accedieron. ¿Sabes por qué? —volvió a interrogar de forma retórica—. Porque esta es una legión descartada, acá nadie quiere terminar porque significa que has caído bajo. Por eso nos tienen como mula de carga, de un lado a otro, no nos mandan todo lo necesario o a veces se atrasan con el sueldo. Y como eras una mancha para el Emperador, te mandaron aquí para castigarte.

—¿Eso significa que tú también eres un descarte? —interrogó Alejandro. Plauciano asintió sonriendo.

—Lo soy, siempre lo fui —confirmó Plauciano—. Fui prisionero de guerra, apenas había dejado de tomar leche materna cuando mis padres murieron tratando de huir de un pueblo que ya ni recuerdo. Me adoptó un senador romano y me convertí en ciudadano, crecí hasta terminar aquí, siendo un Legatus del mismo ejército que mató a mis padres —contó, mientras Alejandro comenzaba a comprenderlo porque había vivido una situación similar—. Sin embargo, nunca me permitieron olvidar que no soy un romano de verdad, así me llamaban y así se encargaron de hacerme sentir —expresó casi con odio—. Por eso, también me dieron la peor legión cuando me convertí en legatus, ya que no consideraban que merecía una más honorable. ¿Y sabes qué hice? Me apropié de todos sus insultos y los hice mi mejor arma —pronunció orgulloso.

—¿Por qué me querías en tu legión? —interrogó Alejandro.

Estaba sorprendido por toda la historia del Legatus, pero al mismo tiempo quería saber a qué punto llevaría todo esto.

—Porque eres igual a nosotros —expresó—. Cada uno de los integrantes de esta legión, no estamos de acuerdo con el Imperio, sino todo lo contrario —esta vez, el egipcio se había quedado sin palabras, no esperaba algo así—. No pudimos derrotarlos desde afuera, nuestros pueblos cayeron, así que decidimos hacerlo desde adentro.

—Señor, usted me está queriendo decir que esta legión está planeando derrocar al Imperio romano —pronunció no dando crédito.

—No —dijo Plauciano y Alejandro se tensó, ¿había entendido mal? ¿Se había expuesto y caído en una trampa?—. Derrotarlos es casi imposible, somos muy pocos y se necesita una revuelta muy grande ya que son fuertes. Así que derrotarlos no, pero sí lastimarlos.

Alejandro se relajó un poco, aparentemente la legión tenía el mismo objetivo que él.

—¿Y cómo piensan lastimarlos?

—Ya lo hemos hecho varias veces, como cuando dejé que alimentaras a todos los prisioneros germanos o cuando cuidamos las fronteras sin agredir, ¿acaso piensas que todas las legiones son amables con los pueblos limítrofes? La respuesta es no, nadie les da comida cuando se están muriendo, nadie los protege, sino todo lo contrario, los atacan y abusan de su poder —explicó con disgusto—. No matamos por placer, solo si nos atacan —dijo recordando la batalla con los nubios—. También dejamos libres a otros iguales como nosotros.

—¿Dejan libres? —preguntó escéptico.

Desde que estaba aquí, hace ya varios años, nunca habían liberado a un prisionero.

—¿Crees que fue casualidad que escucharás mi conversación sobre el traslado de Alair? —Alejandro lo miró totalmente sorprendido—. No, sabía que estabas escuchando y quería que lo hicieras, por eso mencioné toda la información porque sabía que intentarías liberarlo. Y lo hiciste porque te escapaste esa misma noche —dijo sin mala intención—. Cuando fui al campamento después del ataque de los ladrones y encontré esa masacre, sabía muy bien que Alair no estaba entre los muertos, pero en mi informe escribí que reconocí el cuerpo y que lo incineré porque nadie lo reclamaría al ser un esclavo. Sabiendo que Roma no gastaría esfuerzos en traer el cuerpo de un prisionero, así que tema cerrado. Además, al darlo por muerto, nadie lo buscaría y Alair podría iniciar una nueva vida —pronunció—. No derrotaremos al Imperio, pero ayudaremos a salvar a todos los que sí puedan hacerlo, por más pequeños que sean.

Aún no podía creerlo, todo este tiempo había tenido los ojos tan cerrados para no ver nada de eso, para no darse cuenta que toda su legión estaba en contra de Roma, la misma legión que había creado su padre.

—¿Qué quieres que haga? —interrogó.

—Saber si estás de nuestro lado, si podemos contar contigo —expuso Plauciano—. No libraremos batallas sangrientas contra Roma, libraremos batallas contra las injusticias y en defensa de quienes no puedan hacerlo. No siempre lo lograremos, pero tú lo dijiste, aunque sea solo una vida la que salvemos, es una vida que cuenta —tomó las palabras de Alejandro—. ¿Contamos contigo? —terminó preguntando.

No precisó ni pensarlo ni meditarlo, esa decisión ya estaba tomada.

—Para lo que sea —sentenció.

Plauciano sonrió satisfecho.



A las afueras de Roma, Casa familiar de los reyes mauritanos, 29 de mayo del año 17 a.C.


—Espero que Roma te esté tratando bien —dijo Vipsania—, este es un bello lugar —mencionó mirando a su alrededor, a la villa de campo donde se estaban hospedando Selene y Juba.

—Hubiera preferido no volver, pero cumplo con mis deberes como reina —respondió Selene—. Y sí, es un lugar tranquilo y bello.

Ambas estaban sentadas en la gran sala, con la mesa dispuesta para disfrutar de una hermosa tarde relajada, pero ninguna de las dos lo estaba.

—Tiberio dijo que seguramente no estarías feliz de volver aquí —mencionó con tristeza.

De solo recordar cómo Tiberio hablaba de Selene y cómo evidentemente estaba contento de volverla a ver, la destruía. ¿Por qué no podía amarla a ella? ¿Cuándo se iba a olvidar de la egipcia?

Selene sonrió pequeño, Tiberio la conocía demasiado bien, pero luego notó lo tensa que estaba Vipsania, evidentemente había algo ahí.

—Sabes, cuando Tiberio me contó sobre su matrimonio, me puse muy contenta —comenzó Selene con ánimos—. Eres una gran mujer y perfecta para él, se lo dije y que debía cuidarte, me lo prometió, así que si te hace algo debes decírmelo y lo pondré en su lugar —agregó divertida—. Pero sinceramente me alegra su matrimonio, no hay nadie mejor que tú para él, imagínate si al pobre le hubiera tocado casarse con Julia o alguien como ella —dijo horrorizada.

Vipsania sabía que había alguien mejor que ella, la propia Selene, al menos para los ojos de Tiberio, los únicos que importan. Pero de repente, algo llamó su atención.

—¿En qué momento Tiberio te contó sobre nuestro matrimonio? —preguntó.

Selene no se percató del tono extraño que había usado Vipsania, así que respondió sin titubeos.

—El día que llegó a Numidia para firmar tratados con mi esposo, fue antes de que toda la rebelión estalle —recordó con amargura—. Desgraciadamente no pudimos asistir a su boda por todo el conflicto, ya que tuvimos que huir y Ptolomeo decidió nacer —terminó más suave, mientras le dirigió una mirada a su hijo, quien jugaba con Yanira en el suelo.

Vipsania miró al niño y sus ganas de tener un hijo regresaron, pero antes debía resolver otro problema.

—Tiberio nunca tuvo un viaje oficial a Numidia, una sola vez se fue por varios días, pero Livia mencionó que estaba en el Lacio cumpliendo con sus obligaciones como Cuestor de Annona —expresó tensa.

Un silencio incómodo perduró por unos segundos, Selene la miró de reojo y luego volvió a su hijo y a su sirvienta.

—Yanira, es hora de que Ptolomeo reciba su baño —dijo, claramente como una orden de despedida.

La joven lo interpretó inmediatamente, tomó al niño en brazos y se marchó del lugar, dejando a las dos nobles solas.

—Sé la razón por la que viniste a visitarme y lo que estás pensando ahora y la respuesta es no —empezó Selene con seriedad.

—¿No? —interrogó irónica.

—Exactamente —aseguró—. Estoy casada, tengo un hijo y soy reina de Mauretania, nunca dejaré todo eso por Tiberio —expresó con dureza—. Es un gran amigo y lo aprecio porque nunca me rechazó por ser hija de quien era como los demás, pero nunca estaremos juntos. Así que quítate esas ideas de la cabeza porque no te dejarán ser feliz y lo mereces, ambos lo hacen.

—Tiberio no piensa igual que tú —respondió desafiante—. Él sí quiere estar a tu lado.

Selene frunció el ceño, molesta de que Vipsania continué con esta conversación.

—Entonces, ve y confronta a tu marido —retrucó y Vipsania la miró sorprendida—. ¿Qué culpa tengo yo? Te estoy diciendo que no estaré con él, pero es a mí a quién le haces planteos, cuando deberías hacer estas preguntas a Tiberio, ¿o acaso no te atreves?

Vipsania palideció y se puso roja en cuestión de segundos, pasó de un estado a otro, pero sin saber qué decir. Selene siempre había sido inteligente, pero amable y calmada, ¿desde cuándo respondía así? Este cambio sería porque ahora es una reina.

—Mira Vipsania, eres una buena joven y me caes excelente, sigo sosteniendo que eres la indicada para Tiberio —pronunció más tranquila—. Sin embargo, no toleraré estos atrevimientos, no en mi casa y frente a mi familia. Así que me crees o te marchas y enfrentas a tu marido y te haces cargo de su respuesta, pero toma una decisión o los demás la tomarán por ti y te aseguro que nadie piensa en el otro, solo en sí mismos, así que saldrás perjudicada.



Caesarea, capital del Reino de Mauretania, Palacio real. 30 de mayo del año 17 a.C.


—¿Seguirás escapándote de mí? —interrogó Yugurta.

Nuru, que había sido sorprendida mientras salía de la cocina, se tensó.

—No me estoy escapando de ti, solo tengo muchas tareas que hacer —respondió esquiva.

—Me imagino, especialmente porque ninguno de los reyes está, ni siquiera el príncipe, me imagino lo ocupada que estás al atenderlos —continuó de forma irónica.

Quería hablar con Nuru desde hace semanas, pero la mujer siempre encontraba la forma de salirse de la situación y desaparecer por alguna parte del palacio.

—Solo quiero invitarte a dar un paseo, nada más, para conocernos un poco más. No es nada peligroso, no te haré nada —dijo ya mucho más tranquilo y suplicante—. Me gustas y solo quiero pasar tiempo contigo.

—No te gusto, ni siquiera has visto mi rostro —mencionó Nuru a cambio.

—Entonces déjame verlo —siguió insistiendo Yugurta—, podemos salir al mercado o simplemente dar una vuelta por el jardín, mientras conversamos.

—No te gustará mi rostro, así que ya no insistas —terminó tajante y se marchó.

Yugurta otra vez quedó decepcionado de no haber conseguido nada, tal vez debería rendirse, pero no quería.



Roma, Palacio del Emperador, 31 de mayo del año 17 a.C.


Estaba en el lugar más alto de todo el palacio y también el más alejado, un lugar frío y solitario que nadie visitaba, solo el mensajero. Era una torre con lugares que daban al oeste y al este abiertos, mientras que las paredes al norte y al sur no tenían agujeros ya que servían de reparo para todas las palomas. El palomar recibía la llegada de muchas palomas diarias, así como también el despegue de otras cientos, así que al provenir de todo el Imperio y de hasta tierras más lejanas, había una diversidad de colores, tamaños y especies. Sin embargo, había dos palomas únicas en todo el palomar, eran marrones con el pecho blanco y eran las más cuidadas.

Si bien, sólo el mensajero y adiestrador de palomas entraba al lugar, había alguien más que lo hacía pero que siempre pasaba desapercibida. Cuando Livia subió los últimos escalones, el ulular de las palomas irrumpía el silencio, se tapó la nariz ante el olor desagradable de los excrementos, pero aún así continuó. Las dos palomas marrones al notarla, volaron hacia ella y extendió el brazo para que se posaran.

—Mis hermosas niñas, ya están aburridas de estar aquí, ¿no? —dijo con dulzura mientras tocaba sus cabezas—. No se preocupen, ahora harán un pequeño trabajo para su madre.

Acto seguido, ató un pequeño mensaje en cada una de las patas de las dos palomas y las soltó para que emprendieran vuelo, cuando ya no las divisó más, salió del lugar volviendo a bajar las escaleras. Al final, estaba su esclava más fiel, esperándola con la cabeza gacha.

—Ya está —dijo Livia—, las he mandado con mis informantes, dentro de poco me traerán toda la información sobre la meretriz que se volvió el capricho de mi esposo y se arrepentirá de haberlo hecho —mencionó con bronca—. Ahora vamos, no quiero que nadie me vea aquí y tampoco soporto este olor —terminó con asco.

Las dos volvieron a desaparecer sin ser vistas, mientras las aves volaban por el cielo azul del último día de mayo, pero del primero de los Juegos.



Roma, capital del Imperio Romano. Burdel "Granadensis", 01 de junio del año 17 a.C.


Attis se enteró del embarazo de una de las meretrices, era imposible no hacerlo, la panza era evidente. Según sus palabras no se había percatado y cuando lo hizo, ya era demasiado tarde para beber el té y deshacerse del niño. Drimylos no había estado nada contento, los clientes no preferían a las embarazadas así que dejaban de ser rentables, por eso el viejo siempre les daba para beber el té, pero aquí no se había podido. No la echó, la dejaría tenerlo, pero apenas nazca lo vendería o lo abandonaría, pero ese niño no crecería aquí.

Attis no estaba segura de creerle a la meretriz, ¿realmente no se dio cuenta? O tal vez sí quería tener al niño y solo fingió no darse cuenta, pero ¿para qué querría un niño? Si igualmente lo iba a perder, Drimylos no la dejaría cuidarlo. Aunque tal vez, quería que el padre se haga cargo, algo que no pasaría porque ningún hombre apareció para reclamarlo y la meretriz pasaba todos sus días llorando. Ningún cliente se haría cargo del hijo de una meretriz, salvo uno que sea muy viejo, rico y que no tenga descendencia, pero sino nadie más lo haría. Los hijos no aseguraban que el padre se quede con la mujer, salvo que se den las condiciones anteriores.

De un momento a otro, Attis pensó en el Emperador, no era viejo pero tampoco era tan joven, obviamente era el hombre más rico de todo el Imperio y no tenía hijos, salvo su hija Julia. Pero el tema de la sucesión siempre había despertado habladurías aunque los últimos años se habían calmado un poco, ya que ahora sí tenía nietos varones. Pero, si Augusto llegaba a tener un hijo varón, era obvio que ese niño se convertiría en el heredero, lastimosamente nadie creía que Livia le daría uno debido a todos los años que llevaban juntos y nada. Pero tal vez, su hijo podría venir de otra mujer, tal vez ese hijo si podría amarrar a un hombre y Attis miró su vientre mientras pensaba: ¿Podría ser un tal vez o no?



Roma, en el mercado de la capital, 02 de junio del año 17 a.C.


Último día de los grandes Juegos seculares que había organizado el Emperador Augusto, las calles estaban inundadas de personas de todos los puntos y territorios, pero también de la misma cantidad de ebrios.

El espectáculo acaba de terminar, una pequeña obra de teatro, y todos los actores comienzan a sacar todo de lugar, ya que deben despejar el escenario porque en menos de una hora, arrancará la siguiente obra. La gente también ha comenzado a irse, así que Terencia se dispone a hacerlo, pero cuando está por marcharse observa a una figura conocida que permanece sentada y no parece querer irse. Se acerca dudosa, no sabe cómo será recibida, tal vez ni la reconozca ya que nunca tuvieron mucho trato, más allá de un saludo ocasional en los pasillos del palacio.

—Pensé que nunca regresarías a Roma —pronuncia como saludo, la otra mujer voltea a verla.

Selene la reconoce, a pesar de que han pasado algunos años y no la ha vuelto a ver, reconoce a Terencia, la mujer de Mecenas, el ex amigo de Augusto.

—Después de como te fuiste, tampoco creí que regresarías —responde Selene a cambio.

Nunca hubo una pelea entre ellas, incluso tampoco insultos o destratos, pero Terencia había sido muy amiga de Livia durante los años de su matrimonio, justo antes de que los dos romanos se pelearan. Terencia no volvió a pisar el palacio y tampoco nunca más se reunió con Livia.

—No volveremos a presenciar estos juegos, no podíamos no asistir. Pero apenas termine, nos marcharemos otra vez —menciona la romana.

—Nosotros igual, más ahora que somos reyes aliados —asiente Selene.

—¿Te quedas en el palacio? —interroga, no sabe por qué lo hace, tampoco entiende por qué se acercó a la egipcia en primer lugar.

—Ni loca me quedaría ahí, solo visité a Octavia, pero si fuera por mí ni hubiera pisado Roma —contesta, no tiene caso fingir y tampoco quiere hacerlo.

Terencia no contesta inmediatamente, no creyó que la nueva reina de Mauretania le hablara con tanta sinceridad, así que se descolocó un poco. Sin embargo, cambia de tema rápidamente.

—¿Y cómo está tu hijo? Me enteré que fuiste madre —expresa con amabilidad.

Pero Selene está cansada de esta ciudad, de haber sido obligada a venir y a tener que hablar con personas que evidentemente no conoce ni la conocen a ella.

—Ptolomeo está perfecta —responde, pero no piensa quedarse atrás—. ¿Y el tuyo? —pregunta a cambio—. Tiene unos cinco años, ¿no? ¿Aún sigue creyendo que Mecenas es su padre?

—Cayo Mecenas es su padre —defiende inmediatamente alarmada.

Selene sonríe con maldad, está tan cansada de ser amable.

—Claro, padre es el que cría, aunque el que engendra sea otro —continúa.

Terencia está enojada, no es posible que la egipcia sepa eso. Pensó que se había librado de ese secreto y que cuando huyó de Roma, se lo llevó con ella y nadie se enteró. Pero ahora alguien que pensó que nunca podría saberlo porque no tenía vinculación alguna, se lo estaba echando en cara.

—Estás muy equivocada, así que mejor voy a retirarme y que cada una siga su camino —dice a punto de marcharse.

—¿Ahora quieres irte? —pregunta divertida—. Siempre que se descubre que tu hijo es de Augusto, huyes. Lo hiciste hace más de cinco años y lo haces ahora. Igual no te preocupes, no lo dije y no lo diré, no me beneficia en nada, tampoco es mi secreto.

Terencia no cree lo que escucha, es imposible que sabiendo un secreto tan grande como conocer al hijo del Emperador de todo el Imperio, el hombre más importante, no quiera hacer nada al respecto. Podría usarlo claramente a su favor y beneficiarse, aliados o enemigos pagarían muchísimo o le darían un gran poder y ascenso, pero tal vez viendo que es reina, no necesite ni dinero ni estatus social. Sin embargo, podría usarlo como venganza, siempre odió al hombre que destruyó a su madre.

—¿Cómo te enteraste? —interroga, sabiendo que es inútil seguir fingiendo.

—Todos me odiaban, pero también parecían olvidar mi presencia —responde Selene—. He tenido oídos siempre en ese palacio y no soy tonta —agregó.

Sabía interpretar y había notado las miradas o los toqueteos que se daban Terencia y Augusto cuando nadie los veía, la única que parecía no darse cuenta era Livia o fingía no darse cuenta.

—¿Qué quieres? —interroga, ya vencida.

Si puede darle algo para callarla y que siga guardando su secreto, lo hará.

—Nada —pronuncia—, te he dicho que tu vida no me interesa. Incluso disfruto que Augusto nunca se entere que tiene un hijo y siga teniendo problemas con la sucesión —termina medio divertida—. Tú fuiste la que se acercó a mí, ¿qué quieres?

Y Terencia no lo sabía, ¿por qué se detuvo a hablar? Nunca habían sido amigas o habían conversado, incluso Selene podía llegar a odiarla por su amistad con Livia, ya que la Emperatriz sí solía tratarla mal. Sin embargo, Terencia muchas veces se había burlado cuando Livia le comentaba cómo la hacían sufrir o cómo había quedado huérfana, Terencia se rio de sus desgracias y Selene no le había hecho nada malo. Esa era la razón por la que se acercó cuando la reconoció, culpa.

—No lo sé bien, tuve el impulso cuando te reconocí —comienza, la reina solo la mira—. Supongo que quiero pedirte disculpas, nunca te maltraté pero tampoco nunca te ayudé, y me reí cuando Julia o Livia te hacían algo —pronuncia recordando—. Lo siento, de verdad lo siento. Ahora soy madre y me aterra pensar qué le pasaría a mi hijo si yo muriera, no quisiera que le pase lo mismo que a ti, que caiga en manos que le hagan sufrir. Así que quiero disculparme sinceramente, solo eso —expresa apenada.

Selene no dice y la incertidumbre la está carcomiendo, no sabe cómo es realmente la reina de Mauretania, ¿se lo tomará bien o mal? No puede adivinarlo. Tal vez nunca le conteste, así que Terencia está a punto de marcharse otra vez, pero luego recuerda algo más, si ya se disculpó, debería hacerlo de una forma completa.

—Sabes, no me fui porque descubrí que estaba embarazada, podría haberme quedado sin problemas, soy una mujer casada y no había dudas sobre la paternidad —dice al pasar, Selene solo la mira—. Creo que fue la primera vez que pude comprenderte y que sentí lo mismo que tú, me fui porque tenía miedo de quienes vivían ahí.

Selene pareció sorprenderse, siempre creyó que se había marchado para que no la descubrieran y su marido la rechace públicamente y sea condenada por adulterio, no porque tenía miedo de las personas.

—Que bueno que te hayas dado cuenta de la persona horrible que es el Emperador, al menos ya no me siento tan sola —pronuncia con un poco de ironía.

—No es por el Emperador —responde y eso llama la atención de la reina—, no niego que tal vez no es la persona más honorable, pero Augusto siempre te ataca de frente —revela, luego observa a su alrededor antes de estar segura que aún siguen solas—. Sabes a lo que atenerte cuando te enfrentas a Augusto —hace una pequeña pausa y apenas susurra—, pero con Livia no. Ella es como una moneda, te muestra una cara pero te esconde la otra, Livia es el verdadero peligro.

Selene siempre supo que la Emperatriz no era una santa, siempre mostrándose correcta y pura ante la sociedad, pero siempre vio a Augusto como el verdadero malo. Livia solo la vio como la esposa que lo apoyaba, pero no actuaba.

—¿Qué me quieres decir realmente? —interroga ya más seria, tomando en serio las palabras de la otra mujer.

—Qué tengas cuidado y que si tienes la posibilidad, no vuelvas al palacio —responde siguiendo sin revelar nada—. Vete lo más pronto que puedas, este lugar no es bueno para ninguna de nosotras, no cuando la gran mujer romana está en el poder —termina.

Se marcha después de eso, Selene solo se queda pensando ante la nueva revelación.



Roma, Palacio del Emperador, 03 de junio del año 17 a.C.


—¿Estuvo aquí? —interroga Livia a su esclava, mientras ella termina de retocar el cabello.

Asiente. Livia no espera palabras, su esclava más fiel nunca las emite porque no puede, ha perdido su lengua hace mucho tiempo, Livia ni siquiera sabe por qué, cuando la adquirió apenas había pasado la niñez y ya no la tenía. Supone que habrá sido castigada por algo, sin embargo, ahora es de la más leal y la Emperatriz está contenta. Si bien no puede hablar para informarle, tampoco puede hablar para delatarla.

Livia piensa en lo que le ha confirmado. Terencia estuvo en Roma durante los Juegos y no se acercó en ningún momento al palacio. Aún recuerda con la rapidez que se fue hace varios años de Roma, para no volver más; en su momento, todos creyeron que la partida de la pareja fue porque Mecenas se había enemistado con Augusto porque aparentemente el primero había avisado a Murena que el Emperador quería encarcelarlo. Sin embargo, Livia sabía de los otros rumores, que Terencia se había acostado con Augusto, es decir, su amiga se había acostado con su esposo. Eran rumores susurrados, casi con miedo, entre pasillos pero que su esclava más fiel había escuchado, así que Livia se había enterado. Nunca encaró a Terencia, no era su estilo enfrentar a sus enemigos de frente, sino que esperó porque en el fondo le dolía y no quería aceptar que la estaba traicionando, habiendo tantos hombres debía buscarse a su marido; siguió esperando a que ella hablara, pero nunca lo hizo verbalmente, pero lo confirmó cuando escapó de Roma casi sin despedirse.

—Me gustaría hacerle una visita, ¿aún sigue aquí? —interroga a su esclava.

Ésta niega, finalmente termina de colocar la última horquilla en su cabello y se aleja de la Emperatriz, se coloca en una esquina y agacha la cabeza, mientras juntas las manos al frente, esperando una nueva orden.

—Así que esa traidora prefirió volver a escapar antes de enfrentarme —menciona con bronca.

Su esclava no reacciona, queda inmóvil en el mismo lugar. Todo lo contrario a Livia que se pone de pie, está enojada. Le dio muchas oportunidades a Terencia para que le hablara con la verdad y no lo hizo, ya no le tendrá más consideración.

—¿Vino sola? —ante la negativa, continúa interrogando—. Además de Mecenas, ¿vino con alguien más? —está cada vez más enojada.

La esclava asiente. Livia termina de confirmar que los rumores son ciertos, Terencia tiene un hijo, a pesar de que lleva años casada con Mecenas y nunca habían logrado concebir. Siente más rabia al imaginar y casi confirmar quien es el padre de ese hijo.

—¿Es un varón? —otro de sus grandes miedos. Una niña no sería mucho problema, pero un niño sería lo peor que le podía pasar.

La esclava vuelve a asentir y Livia estalla.

—Vamos al palomar, necesito enviar nuevas órdenes y es urgente —ordena con odio.

Las dos vuelven a ir al mismo lugar donde estuvieron hace poco, pero ahora para cambiar de objetivo. Livia tiene una nueva enemiga.

Esa misma noche, una paloma marrón vuelve a surcar los cielos con una nueva misión, a pesar de apenas haber llegado. Tendría que haber descansado, pero la Emperatriz tenía prisa y el animal debía obedecerla, descansaría al volver. Quien no descansaría era el destinatario de esa misión y su objetivo tampoco.


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