64: Horizontes diferentes
Norte de Egipto, Legio III Cyrenaica, 11 de marzo del año 18 a.C.
La legión otra vez se estaba preparando para partir a otra campaña como refuerzo, parece que nunca podían quedarse solo a cuidar la frontera. Aunque según la nueva orden, como últimamente esta frontera había quedado en relativa paz, no era necesario que la legión entera se quede. Por tal motivo, la mitad de los legionarios se irán a la campaña organizada por Roma.
—¿Y a dónde vamos? —interrogó uno de los legionarios.
—A Germania —respondió el Legatus Plauciano—, parece que los queruscos se están volviendo un poco molestos para Roma.
—O solo quieren seguir ampliando el Imperio —agregó Alejandro.
—Tal vez —pronunció—. Igual cuida tus palabras, eso puede traerte problemas —recomendó, Alejandro se quedó callado—. Vamos, tenemos un largo camino por delante, espero llegar antes del invierno.
Se escucharon coros de gente cansada, los mandaban hasta casi la otra punta del Imperio, ¿no podían buscar a legiones que estaban más cercas? Serían meses de largas caminatas.
Roma, Palacio del Emperador, 18 de abril del año 18 a.C.
Augusto acababa de tomar un baño cuando encontró a Livia en su habitación.
—¿Qué haces aquí, esposa mía? —interrogó, mientras buscaba una toga para ponerse.
—Nada, solo quería saber si hoy podíamos pasar el día juntos —expresó Livia.
Augusto que había terminado de vestirse, negó para el desagrado de la romana más respetada.
—No podrá ser, hoy voy al Senado pero porque no mejor le haces compañía a mi hermana, no ha tenido mucho ánimo los últimos días —pronunció mientras besaba su frente como muestra de cariño.
—Está bien, esposo mío, otro día será —respondió con dulzura.
Aunque estaba explotando de rabia, cada día pasaba menos tiempo con su esposo y lo peor era que ahora tenía que hacerle compañía a Octavia, esa mujer vivía triste. Al salir de la habitación, se encontró con el jefe de la Guardia, Escipión, quien se inclinó ante ella. Livia se marchó sin mirarlo.
—¿Qué pasa? —preguntó al hombre que le había confiado su seguridad.
—La joven Attis mandó un mensaje alegando que hace mucho no la visita, ¿le respondo algo? —preguntó.
El Emperador hizo una mueca, la meretriz era hermosa, pero también un poco cansina. Todo el tiempo exigiendo que pase cada minuto con ella, ya tenía una esposa y era Livia, Attis solo era diversión y era para cuando él quisiera.
—Dile que en tres noches iré, que no me mande ningún otro mensaje —contestó un poco hastiado.
—Como usted ordene —respondió Escipión y se fue a cumplir la orden.
Roma, capital del Imperio Romano. Burdel "Granadensis", 20 de abril del año 18 a.C.
Era temprano en la mañana aún, deberían estar descansando porque anoche trabajaron hasta tarde. Sin embargo, Attis escucha murmullos provenientes de la sala común y no entiende por qué hay tanto ruido. Se levanta con desgana y se dirige allí, todas las meretrices están abrazando a Tais, algunas parecen llorar, no entiende qué pasa.
—¿Qué sucede? —preguntó Attis a la niña tonta.
Sabe que solo ella se lo dirá, ya que las demás prostitutas ni siquiera le hablan desde el incidente con Drimylos hace ya más de un año. Todas parecen ignorarla y se alejan cada vez que ella aparece, no le importa, es mejor así, no quiere juntarse con mujeres de su nivel, ella es mejor.
—Tais se va, nos abandona —murmuró triste la niña tonta.
—¿Qué? —volvió a preguntar sin creerlo.
¿Cómo que se iba? ¿A dónde iba? Tais ya no tenía familia y no tenía nada, ¿a dónde se podía ir? Era obvio que en algún momento tendría que dejar de trabajar, Tais ya no era muy joven, era la mayor de todas, era cuestión de tiempo que Drimylos la echara, ya que incluso tenía muy pocos clientes solo unos cuantos que la seguían queriendo. Sin embargo, Attis pensó que el dueño del burdel, ese viejo panzón, la dejaría quedarse y trabajar limpiando el lugar, incluso había escuchado al viejo decírselo a uno de sus amigos. Entonces, ¿por qué Tais se iba?
En eso, la meretriz que fue su compañera apenas entró al burdel, hace ya varios años, voltea y se centra en ella. Parece que las demás ya terminaron de despedirse, así que Tais se acerca lentamente a Attis.
—Espero que tengas una buena vida —comenzó diciendo—, fueron hermosos los momentos que compartimos aunque al final nos hayamos distanciado, siempre me acordaré de ti. Solo cuídate, ¿sí? —dijo y abrazó a Attis.
Ésta última pareció un poco desconcertada, pensó que Tais la insultaría o algo, pero se estaba despidiendo sinceramente y sin enojos. Le devolvió el abrazo.
—¿A dónde vas? —preguntó cuando la otra la soltó.
Tais suavizó su mirada, si bien ella no odiaba a Attis, pensó que la otra la atacaría o que simplemente no le importaría nada, pero parece que igualmente tenía su corazón.
—¿Recuerdas mis consejos? —cuestionó con amabilidad, sabiendo muy bien que esos consejos fueron las que terminaron separándolas, pero no quería pelear, no cuando sería la última vez que se vieran—. A pesar de que nunca tuve hombres muy importantes, sí he tenido algunos que me querían mucho —siguió relatando—. Hace tres años, uno de ellos murió, no tenía esposa ni hijos, solo sobrinos y le dejó prácticamente todo a ellos, pero una pequeña casa en la región de Liguria está a mi nombre. No me fui en ese momento porque no quería abandonarlas, pero los años pasan y quiero disfrutar el resto de mi vida como mujer y no siendo una meretriz. Así que es hora de marcharme.
Attis no podía creerlo, nunca le había dicho nada y sus palabras estaban siendo asimiladas. Tais se iría a vivir como una mujer libre, si bien a diferencia de ella que era una esclava vendida al burdel, Tais no lo era. Nunca fue una esclava, sino que Tais siempre fue una mujer libre que se dedicó a la prostitución porque era pobre y no tenía otra posibilidad, hasta ahora. Un cliente le regaló una casa y se iría para allá. Attis sintió envidia.
—Espero que te vaya bien —soltó con brusquedad, solo para marcharse molesta.
Tais la observó irse con tristeza, no quería que su amistad terminase así, pero no había otra oportunidad.
—El carro ya llegó —escupió Drimylos.
El dueño del burdel estaba enojado, si bien Tais ya no era la mujer joven y hermosa que era cuando llegó, seguía teniendo algunos clientes que solo venían por ella. Su idea era que se quedara trabajando como empleada y que educara a las nuevas meretrices, pero no fue así. Pensó que Tais no tenía nada y al no tener nada y viendo que se volvía vieja, se desesperaría y aceptaría cualquier trabajo, Drimylos aprovecharía eso. Sin embargo, la muy puta tenía un patrimonio bien guardado y no se lo contó a nadie. Esto le serviría para que controle más a todas las prostitutas, ellas no debían tener nada, todo debía ser de él. De este modo, sabrían que solo él podía salvarlas.
—Creo que a ti será al único que no extrañaré, viejo mezquino —respondió Tais con una sonrisa.
—¡Maldita puta! —exclamó ofendido el viejo.
Fue directo a pegarle, pero Tais ya no trabajaba en este lugar, así que fue ella quien se adelantó y le pegó una cachetada.
—Ya no más —dijo ante el silencio de las demás—. No te pertenezco, así que no puedes ponerme un dedo encima o te denunciaré —amenazó.
—¡Vete de aquí! ¡Sal de mi burdel, puta! —gritó él, sabiendo que había perdido.
Se marchó entre insultos y Tais solo rió. Abrazó una vez más a sus compañeras y le aseguró que su casa siempre estaría abierta para ellas. Después, el carro se perdió en las calles de Roma, aquella ciudad que se había quedado con sus primaveras más jóvenes, pero ya no vería sus años de madurez.
A las afueras de Cirta, antigua capital del Reino de Numidia, 23 de abril del año 18 a.C.
La legión iba lenta, no querían cansar mucho a los caballos porque todavía le quedaban unas horas antes de llegar al lugar destinado para descansar. Pero cuando Alejandro lo vio, se paró en seco y quedó observando la entrada de lo que había sido la antigua capital del Reino de Numidia, ahora convertida en una provincia romana. Pensar que los rebeldes habían atacado porque acusaban a Juba de estar romanizándolos, lucharon contra eso y solo lograron que perdieran su libertad y además, aceleraron su romanización porque ahora Roma los controlaba y tenían menos derechos que antes. Obedecían o morían, lo sabían con solo mirar la entrada de la ciudad.
En el camino de entrada, había varias cruces y en ellas, varios cuerpos o lo que quedaba de ellos, ya que algunos solo eran huesos; tal vez ya llevaban un año ahí.
—Son los rebeldes —dijo el Legatus Plauciano, que se acercó a su legionario—. Los fueron crucificando de uno en uno —había unas cincuenta cruces—. El último fue hace como un mes, se llamaba Hakim y aparentemente era el líder de todos. Un año lo torturaron y finalmente, cuando todos sus compañeros habían muerto, a él lo crucificaron junto a ellos, para que los viera hasta sus últimos segundos. Los rumores dicen que los cuervos comenzaron a comerlo vivo, ya que tenía grandes heridas, sufrió hasta el final —pronunció.
Alejandro quiso sentir odio o lástima, esos hombres casi habían matado a su hermana sólo porque se había casado con Juba, pero no sintió nada.
—Los dejaron ahí para que el resto de los numidios no se olvide de lo que Roma es capaz —siguió Plauciano—, finalmente acabaron con la llama de rebeldía. Los tienen sometidos —ante el silencio del joven soldado, el Legatus apuró—. Vamos, aún no debemos descansar, si nos atrasamos nos vendrá la noche.
Hizo andar su caballo y tomó la delantera otra vez, guiando a la legión. Alejandro se quedó mirando un rato más, pero finalmente se alejó. Su hermana ya no vivía ahí, estaba lejos y bien, según sus últimas cartas. Los númidas sobrevivientes terminaron pagando las consecuencias de unos pocos, pero la vida era así, no era justa a veces y otras, era demasiado cruel.
La entrada a una capital que hace solo un año era esplendorosa y llamativa, ahora solo era un camino que hedía a muerte.
Caesarea, capital del Reino de Mauretania, Palacio real. 29 de junio del año 18 a.C.
Aún estaban tratando de acomodarse en el nuevo reino, los habitantes los habían recibido tranquilos, pero tampoco parecían muy alegres. La situación era compleja, tanto para los nuevos reyes como para el pueblo, todos debían habituarse a su nueva situación, seguramente llevaría algo de tiempo, pero por el momento todo estaba tranquilo y parecía que podrían tener un buen futuro.
Si bien mientras estaban en Numidia, Darius había ocupado el lugar de un simple sirviente, ahora en el nuevo reino de Mauretania, la propia reina Selene lo había nombrado como su guardia personal. Además, de haber sido uno de los pocos que siempre se habían quedado a su lado durante la rebelión y el asedio de los rebeldes al palacio, sin contar cuando ella se apartó, Selene le había hablado sinceramente: "Mi hermano te mandó para cuidarme, entonces hazlo. Él confía en ti y yo también lo hago, quiero a mis aliados cerca". Desde ese día, dejó de transitar por los exteriores del palacio y pasó al interior, siempre cerca de la habitación de la reina o a su lado cuando ella salía a recorrer el pueblo.
Eso lo llevó a conocer a otras personas y a entablar conversaciones con ella, ya que estaba en un nuevo contexto.
—Debes estar cansado, así que te traje un rico jugo de naranjas —dijo Yanira quien se acercó a él—. Dicen que es una fruta muy buena —agregó un poco nerviosa.
—Gracias, Yanira —contestó él y ella se puso roja en sus mejillas.
—De nada —tartamudeó—. Mi señora me necesita, así que me voy. Espero que lo disfrutes —soltó lo último súper rápido y casi ni se entendió.
En cuestión de segundos había desaparecido, pero Darius sonrió ante lo linda y tímida que era. Miró con diversión la puerta que se encontraba a su espalda, justamente la habitación real y donde la reina se encontraba, entonces ¿cómo era posible que Yanira se fuera con su señora si ella estaba ahí?
Darius permaneció sonriente, tal vez la joven sirviente también sentía algo por él, tal vez si tenía una oportunidad con ella. Venir al reino de Mauretania estaba siendo la mejor decisión que pudieron haber tomado.
Roma, Palacio del Emperador, 10 de noviembre del año 18 a.C.
Cuando Tiberio entra a la habitación que comparte junto a su esposa hace ya más de un año, la encuentra llorando. Si bien nunca quiso casarse con ella, desde que lo han hecho, el romano ha encontrado que es una joven alegre y dulce. Han comenzado a entablar una relación tranquila y comprensiva, al finalizar cada día, ella lo espera para escucharlo y aconsejarlo con paciencia, a veces demasiada; se ha convertido en una compañía única y un pilar fundamental en su vida. Tal vez aún no la ama, pero la quiere mucho y no desea que sufra, por eso se sorprende al verla llorar.
—¿Qué sucedió? —interrogó serio, parecía enojado pero no era con ella, sino con quien pudo haberla lastimado.
Vipsania se seca las lágrimas y trata de sonreír, un tonto intento de disimular que todo está bien. Fracasó.
—No es nada —respondió—. ¿Cómo estuvo tu día? —desvía el interrogatorio hacia él.
Pero Tiberio se sienta a su lado y se vuelve a repetir, no se deja engañar así.
—Dime.
Ella no vuelve a negar que todo está bien, esta vez está pensando qué decir.
—No quiero indisponer tu relación, no fue algo tan importante —intentó razonar, no es su intención buscar conflictos.
—Si te molesta a ti, entonces también me molesta a mí, eso significa un matrimonio —explicó Tiberio—. Así que dime quién te hizo llorar o lo averiguaré de otra forma.
Vipsania vuelve a dudar, no quiere ocasionar malestar en la familia imperial, solo quiere ser feliz con su esposo, ¿por qué es tan difícil?
—Tu madre me preguntó porque aún no teníamos hijos —comenzó a relatar, con la mirada baja y fija en sus manos que se agarraban con fuerza a su stola—. Me recordó que debo tener hijos, que es mi obligación como mujer y esposa, sino no sirvo para serlo y que tú estarías mejor con otra, con otra que sí pueda darte hijos —finalizó a punto de volver a llorar.
Hace más de un año que estaban casados y no habían logrado concebir, pero no era por falta de no intentarlo, sino que simplemente Vipsania no lograba quedar embarazada. Lo habían hablado y Tiberio le dejó en claro que no era un problema para él, que en realidad ni sabía si quería ser padre porque no se sentía muy preparado para serlo. Estaban bien, pero aparentemente a su madre no le gustaba la idea.
—Podrá ser mi madre, pero no es nadie para meterse entre nosotros —dijo y alzó su cara para que lo mirara—. No importa lo que ella diga, a mí no me molesta no ser padre, llegarán cuando tengan que hacerlo y si nunca lo hacen, también estará bien; seremos nosotros dos hasta el final.
Vipsania formó una breve sonrisa con ojos acuosos, pero le creía, le creía a su esposo. Ese mismo día, Tiberio fue a hablar con su madre, nadie sabe muy bien qué pasó, pero al día siguiente el matrimonio estaba empacando sus cosas y se marcharon del palacio. Aparentemente compraron una pequeña casa en la ciudad, alegando que querían privacidad y disfrutar de su unión alejados de las miradas de los demás.
Los rumores decían que Tiberio peleó con su madre y prefirió alejarse para que ya no interfiera en su matrimonio, se seguían hablando pero la relación ya no era la misma. Tiberio miraba de diferente manera a su progenitora, y Livia parecía que ya no estaba tan contenta con su nuera, en la intimidad decía que esa mujer lo había alejado a su hijo.
Ninguno de los dos sabía que ya se había dado el primer golpe en la relación madre e hijo, misma relación que años después se derrumbaría para siempre.
Germania, 20 de diciembre del año 18 a.C.
La legión Cyrenaica había llegado a horas de la noche, pleno invierno demoledor en esas tierras aún salvajes y no dominadas por el Imperio. Estaban intentando conquistarlas, pero todavía había demasiados pueblos independientes y tantos reyes gobernantes en tantos territorios, que se hacía muy difícil. Siempre estuvieron en un segundo lugar porque esos pueblos eran muy combativos, así que se habían centrado en Hispania que la encontraban un poco más fácil. Ahora que Hispania era básicamente parte del Imperio, le tocaba a Germania, así que había comenzado el asedio.
Alejandro no estaba logrando dormir, hacía demasiado frío y la caída de la nieve se estaba volviendo molesta. Salió de la carpa y el helado viento le cortó la cara prácticamente, casi lloró del dolor, pero avanzó hasta la hoguera gigante que había en el centro, sólo cinco hombres estaban alrededor del fuego. Seguramente los pobres cinco condenados que le tocó hacer vigilancia esa noche. Enseguida le ofrecieron una petaca de vino, la única forma de calentar el cuerpo ante tremendo clima.
—Dicen que mañana a la noche hará más frío y la nieve será peor —murmuró uno, sino hablaban se congelaban.
—Uff, menos mal que no nos toca a nosotros —respondió otro, al menos un poco alegre de no ser ellos los sufrientes la siguiente noche.
—¡Ni cagar se puede con este frío! —exclamó un tercero.
Todos rieron hasta que se escuchó un ruido de cadenas, Alejandro volteó extrañado hacia el sonido.
—Solo son los prisioneros —lo tranquilizó uno—. Esta mañana fueron descubiertos cerca de nuestro campamento, parece que los enviaron para espiarnos. Los salvajes ya saben que estamos acá, por suerte los atrapamos. Son unos quince, la mayoría mujeres y niños —proporcionó.
—Si nosotros nos estamos congelando el culo, no me imagino ellos lejos del fuego —agregó burlón y tomó otro trago de vino.
Alejandro tomó un tronco de madera que estaba ardiendo y lo usó como antorcha, se puso de pie y se acercó un poco hacia el lugar donde había escuchado el ruido, alumbró. Unos intensos ojos celestes le devolvieron la mirada, había furia y enojo en ellos, pero también era los más hermosos que había visto en su vida.
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