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63: Amanirena, gobernante y reina


Reino de Kush, palacio real, 07 de mayo del año 19 a.C.


El bebé duerme tranquilo después de haber sido alimentado por una de las nodrizas. Desde que lloró y lo reconoció como su hijo, Selene se ha ido acercando poco a poco al niño, pero aún lo siente extraño. Todavía no sabe qué hacer cuándo llora o cómo agarrarlo, aunque le han estado enseñando pacientemente. Sin embargo, no ha podido darle el pecho, lo intentó pero no sucedió nada. El médico le dijo que al haber pasado ya un mes y nunca lo amamantó, a veces la leche se seca y simplemente la madre no puede alimentarlo. Lo dijo juzgando, ella lo percibió, la estaba juzgando por no haberlo amamantado al principio, por rechazarlo, que todo esto era su culpa.

Tal vez habían algunas posibilidades, le comentó más tarde la cocinera Adeona, que a ella una vez le había pasado y que mejoró a partir de una dieta estricta de ciertos alimentos. Así que hace varios días está comiendo frutas extrañas y otras alimentos, todo bajo la supervisión de Adeona. Sin embargo, nada ha pasado, tal vez ella no estaba destinada a ser madre.

Mira otra vez al niño, duerme pacíficamente. A pesar de haber nacido hace un mes, el niño todavía no tiene nombre, Selene prefirió que lo nombrara Juba o al menos eso dice la tradición según Baldo, pero el rey no ha dicho nada aún. Sumado a eso, partió hacia Numidia ya que le llegó una carta de Augusto diciéndole que se presente, ya que tendrán que colaborar si quiere recuperar su reino. El Emperador mandó cierta cantidad de legiones, pero no harán todo el trabajo, sino que el ejército numidio o lo que queda de él, también tendrá que participar. Por tal motivo, Juba la ha vuelto a abandonar y por suerte, se fue con Baldo; solo quedó Yugurta como protector de los númidas que aún siguen en el palacio de Kush.

—¿Qué es lo que te preocupa? —interroga la reina Amanirena—. ¿Qué tu esposo no vuelva o que no pueda recuperar el reino? Te diría que no te preocupes, si Roma está metida, es difícil que pierdan.

—¿Seré buena madre? —pregunta a cambio, aún observando al niño.

Amanirena suaviza su expresión y se queda callada ante la joven madre, quien se siente incómoda y pérdida ante el nuevo rol que tendrá que desempeñar.

—Si te preocupa eso, ya es una buena señal —responde—. Nadie sabe cómo ser buena o mala madre, cada lugar tiene sus propias creencias. Por ejemplo, en Roma si eres delicada, decente y totalmente abocada a tus hijos eres la mejor. Pero luego, existimos otras mujeres que tenemos que dedicarnos a la política para proteger a nuestros hijos y estamos solas. ¿Somos malas madres? Para los romanos seguramente sí, para otros no —continúa—. Si lo intentamos todo, pero no salió bien, ¿somos malas madres? Todo depende de lo que sentimos nosotras al final del día, nadie más puede juzgarnos.

—Yo lo rechacé, tal vez si le hubiera dado el pecho apenas me desperté —pronuncia un poco a punto de llorar—, tal vez ahora sí tendría leche para alimentarlo. Pero en cambio, lo hace una nodriza. Mi propio hijo quiere más a otra mujer, se calma con ella y pide por ella, yo no logro conectar con él, es como un extraño —termina un poco desesperada.

Amanirena se corre un poco el flequillo que siempre tapaba uno de sus ojos, no era una mujer de usar cabellos largos como todas las demás, sino que apenas le rozaba el hombro. Incluso los rumores sobre ella eran que solía tenerlo mucho más corto, como un hombre y solían confundirla con uno, mucho más cuando participa de las batallas. Selene parece sorprendida al notar que el ojo oculto está mucho más claro, casi blanco, haciendo contraste con el de color marrón que siempre tiene descubierto.

—Perdí el ojo en uno de los primeros enfrentamientos contra los romanos —comienza la reina—, los médicos me dijeron que vuelva al palacio para tratarme. Me negué y combatí con mayor valor, conquistamos Egipto —mira a Selene, pero ella ni se mueve al escuchar el nombre de su antiguo pueblo—. Recién después volví, pero ya nada se podía hacer, el ojo estaba perdido y yo ciega de él, así que me rebautizaron la tuerta; no me importó —explica ante la escucha de la otra reina—. Luego los romanos recuperaron Egipto y tuvimos que replegarnos. Sin embargo, habíamos iniciado las conversaciones para alcanzar la paz, pero un día, mi hijo iba hacia Dakka y fue sorprendido por una legión y batallaron. Ese día, mi único hijo, mi querido Akinidad murió, no lo soporté y volví a la guerra. Casi tres años después, firmamos un acuerdo de paz, hoy Kush es libre y ni siquiera le pagamos impuestos a los romanos, incluso recuperamos tierras perdidas —se queda en silencio.

—Pero perdiste a tu hijo —pronuncia Selene entendiendo el punto. La reina asintió.

La reina salvó a su pueblo, no permitió que los romanos avanzaran sobre ellos y hasta obtuvo un acuerdo ventajoso, pero se quedó sola. Ni marido ni hijo, los dos muertos y ella gobernando sola.

—Hay días en los que estoy feliz por lo que logré —relata ya un poco melancólica—. En otros, me siento culpable por la muerte de mi hijo, ¿y si no lo hubiera dejado? ¿Y si hubiera ido yo hacia Dakka? Tal vez él seguiría vivo, y me torturo día y noche con eso —dice con dolor—. ¿Soy mala madre por seguir viva cuando él ya no?

—No fue tu culpa, no sabías que eso pasaría, ya estaban en conversaciones para un acuerdo de paz. Es culpa de los romanos como siempre —expresa Selene, tratando de animarla.

La reina de Kush sonríe enternecida, sabe que la joven es buena y que también será una gran reina y madre, no tiene dudas.

—Ese es el punto de ser madres, un día te sentirás la mejor y en otros la peor —continúa, tratando que Selene comprenda su punto de vista—. No hay recetas, hay momentos y depende de nosotras como los vivimos. Estoy orgullosa de haber pasado cada momento de la infancia con él, pero aún duele su muerte. La culpa y el miedo va a existir en nosotras siempre, cuando camine estaremos al pendiente que no se caiga, cuando corra de que no tropiece, cuando agarre una espada de que no se hiera... es el proceso de crecer —toma las manos de Selene—. Todos te juzgarán, ser mujer es difícil en un mundo gobernado por hombres, pero la vida trata de sortear los obstáculos y no rendirnos hasta la meta.

Selene se quedó sin palabras, no sabe cómo responder y en eso el bebé comienza a llorar y mira alarmada primero al moisés donde se encuentra y después a Amanirena.

—¿Qué hago? —pregunta ansiosa.

—Ya te enseñaron cómo agarrarlo y sostenerlo —menciona la otra reina con tranquilidad.

—Pero no me siento segura —responde, el bebé sigue llorando.

—No lo pienses tanto, haz lo que sientas, de eso se trata —agrega un poco divertida.

Selene aún tiene dudas, pero se acerca y con demasiado cuidado toma al niño. Sus manos tiemblan y el bebé aún llora, mira pidiendo ayuda a la otra mujer.

—A veces le cantaba o simplemente le hablaba, solía tranquilizarlo —aporta.

Selene asiente y mece un poco su cuerpo, eso le dijo Adeona, suele calmarlos.

—Hola, hijo mío, soy yo, tu mamá —comienza, el bebé abre los ojos y se calma un poco, eso le da fuerzas para seguir—. Tu papá aún no está y por eso, aún no tienes un nombre. Pero cuando regrese, te juro que lo obligaré para que te elija uno, eres demasiado hermoso para que te sigan llamando bebé —pronuncia y luego besa su frente en un acto de impulsividad—. Sí, eres hermoso.

Para cuando se da cuenta, el bebé ha dejado de llorar y la mira con grandes ojos vivaces, iguales a los suyos y a los de su hermano. Amanirena se ha marchado para darles privacidad. Selene sonríe, tal vez no sea tan mala madre.



Cirta, capital del Reino de Numidia, 28 de mayo del año 19 a.C.


—Te han señalado como el líder, ¿qué tienes para decir? —interrogó Julo.

La batalla fue cruenta, pero después de cuatro días, finalmente habían logrado terminar con la revuelta. La mayoría había muerto, incluso parte del pueblo que los apoyaba, su sangre inundaba las calles. El pueblo inocente, es decir, los que habían estado del lado de Juba, habían escapado antes de la llegada de los romanos, refugiándose a las afueras de la capital o familias de clase alta también les habían dado refugio.

—Ojalá te mueras, nunca serás mi rey —insultó Hakim, acto seguido escupió sangre al suelo, siempre dirigiendo su mirada a Juba, quien se encontraba unos pasos atrás de Julo.

Julo que estaba interrogando al prisionero no le gustó que su autoridad fuera pasada por alto, él era más importante que ese rey caído. Sin embargo, el prisionero lo ignoró. Tomó su casco y lo estampó contra la cara de Hakim, quien cayó al suelo dolorido, la pequeña punta que estaba en la parte superior destrozó su mejilla derecha.

—Perdiste tu oportunidad —respondió con bronca—. Llevenlo con los demás prisioneros, luego el Emperador verá que hace con él —ordenó a unos legionarios que estaban cerca.

Estos obedecieron y se llevaron a un casi inconsciente Hakim. Después de eso, Julo se marchó a la carpa de campaña donde estaba Augusto. Juba se quedó ahí, mirando todo el desastre que era su reino, todas las muertes que había sufrido su pueblo, ¿él podría ser rey después de todo esto? ¿Podría mirar a alguien sabiendo que tal vez por su culpa algún familiar fue asesinado?

—Hasta que apareces, maldito —pronunció alguien, cuando Juba volteó fue recibido con un puño en la cara.

Gritó de dolor y de sorpresa, cuando alzó la mirada para poner en su lugar al extraño, se encontró con un muy furioso Alejandro. El joven legionario, recién ahora viéndolo con todo su uniforme y manchado con sangre en algunas partes, es cuando el rey se percata que es realmente un legionario. Alejandro es parte del ejército y fue entrenado para matar, ya ha matado si su aspecto es una evidencia. Ahora es cuando Juba toma dimensión realmente de lo peligroso que puede ser su cuñado, el mismo hombre que le ha advertido y amenazado sobre que tenga cuidado con lo que le hace a su gemela.

—Alejandro —dijo, tratando de sonar calmado.

—¿Cómo está, Selene? —interrogó, si las miradas pudieran dañar, Juba estaría peor que Hakim.

—Ella está bien, está a salvo en Kush, te prometo que está bien protegida —mencionó serio.

Sabiendo perfectamente que lo que necesitaba el otro joven era la seguridad de que su hermana estaba bien, y Juba no tenía problemas en proporcionarla. Él mismo se aseguró junto a Yugurta y la reina de Amanirena, que todo estuviera bien y se reforzará la seguridad. No quería correr ningún riesgo otra vez.

—Eso mismo dijiste la última vez y mira —respondió mientras señalaba toda la masacre a su alrededor.

La mayoría de los cuerpos ya se habían juntado y se incineraron en la plaza de la capital, primero para evitar cualquier propagación de una posible peste y porque los soldados no estarían enterrando tantos cuerpos y segundo, para dejar una advertencia al resto de las personas que quedaban vivas. Pero aún así, el paisaje era desolador y a Juba lo lastimaba, este había su reino y su pueblo y él no supo gobernarlos.

—Lo sé, pero esta vez aprendí de mis errores. Te juro por mi vida que ella está bien y que esto nunca volverá a pasar —dijo sinceramente y apesadumbrado.

—Eso espero —contestó Alejandro—, porque no tengo ningún problema en cumplir mis amenazas.

—¡Legionario! —se escuchó una voz a lo lejos, Alejandro volteó y notó como el Legatus Plauciano lo llamaba.

Su legión ya había cumplido con la misión que les habían encomendado, ya era hora de partir y seguir cuidando la frontera en el norte de Egipto, el cual era su lugar. Esta campaña solo había sido una ayuda, pero no les correspondía.

El egipcio hizo una seña indicando que ya lo seguiría, pero volvió a mirar al hombre que estaba casado con su hermana y juró cuidarla.

—Los visitaré cuando tenga unas semanas libres y espero que estés cumpliendo tu palabra —volvió a amenazar.

Juba no reaccionó a esa amenaza, sabía que en el fondo se la merecía ya que había faltado a su palabra.

—Te estaremos esperando, Selene estará feliz de verte —contestó con tranquilidad. Alejandro ya se estaba marchando cuando se acordó de algo importante—. ¡Alejandro! —llamó y éste volteó, aunque otros legionarios también lo hicieron—. Solo quería decirte que ya eres tío, tu sobrino nació hace unas semanas atrás y definitivamente lleva su sangre porque es igual a Selene —expresó con alegría y algo de humor.

Alejandro también sonrió, pero Plauciano volvió a llamarlo así que debía apurarse si no quería recibir un castigo por retraso.

—Lo conoceré muy pronto, solo manda mis saludos —gritó mientras se alejaba.

Juba lo haría porque eso pondría feliz a Selene y él haría todo por ella, incluso renunciar a su reino si ella se lo pedía.



—Así que ese niño acaba de nacer, feo momento, ya ni reino para heredar tiene. Pero no me sorprende, las ratas siempre se reproducen y son una plaga difícil de exterminar —soltó con burla Manio Cornelio Escipión.

El ex legatus había acompañado al Emperador, ya que desde que había sido nombrado como el Capitán de la recién formada Guardia Pretoriana, su obligación era ir a todos los lugares que Augusto iba.

—Sí, escuché como Juba se lo contaba al imbécil de Alejandro —respondió Julo.

Escipión miró sorprendido al otro hombre.

—Alejandro, ¿tu medio hermano? ¿Ese Alejandro estaba aquí? —preguntó sin poder creerlo.

—Prefiero que no me recuerdes que es mi medio hermano, me averguenzo de estar vinculado con esa gente —expresó Julo con desprecio—. Pero sí, ese Alejandro estaba aquí, es un legionario.

—Pensé que ya había muerto, como no lo vi más en el palacio —pronunció—. Una lástima no haberlo visto, quería burlarme un poco de él —continuó entre risas—. No tienen un poco de suerte, su hermana que era reina, ahora volvió a perder todo. Esa familia está maldita.

Los dos estallaron en carcajadas, pero en eso vieron pasar a Juba, quien parecía volver de la carpa médica, lo que sabían era que Baldo, su mano derecha, había resultado herido, aunque no de gravedad.

—¡Juba! —gritó Escipión—. El Emperador quiere hablar contigo, creo que es algo serio, así que no me demoraría. No creo que estés en una buena posición después de que te hayamos salvado aquí —agregó con malicia.

El soberano no respondió, este hombre por muy de confianza que sea de Augusto, nunca le cayó porque siempre supo de su desprecio a Selene. Así que Juba no podía tolerarlo, pero debía hacerlo porque justamente no estaba en posición de reclamar nada.

Así que después de agradecerles por la información fue directo a la carpa donde se encontraba el Emperador, después de llamar éste lo hizo pasar.

—Tú y yo tenemos que hablar muy seriamente sobre tu futuro —comenzó Augusto.

—Te escucho —contestó.

No tenía sentido discutir o tratar de cubrirse, él falló como rey y como esposo, aunque esto último no le importaba a Augusto. Aquí solo importaba la política y él puso en jaque las fronteras del Imperio, ya que al no estar él como barrera, otro pueblo podría atacar. Augusto estaba enojado y tenía razón, solo debía aceptar el castigo que le tenían preparado.



Roma, Palacio del Emperador, 03 de junio del año 19 a.C.


Cuando regresaron pensaron que serían recibidos con todos los elogios después de haber conquistado Hispania, pero en cambio, solo los recibió Tiberio y el Senado, ya que Augusto había partido hace unos días atrás hacia Numidia. Ahí se enteraron de todo el lío que había pasado en el reino aliado.

—Me alegro que hayas vuelto —pronunció Vipsania mientras abrazaba a su padre.

—Nunca me perdería tu matrimonio —respondió Agripa.

Ella sonrió, pero fue un poco forzado. A pesar de casarse con el hombre del que estaba enamorada, éste no sentía lo mismo que ella. Apenas habían hablado y eso que estaban a unos días de ser esposos, era como si él la estuviera evitando. Sin embargo, no quería preocupar a su padre, no había nada que hacer respecto a ese asunto.

—Tu hija nació hace una semana, es una niña muy saludable —cambió de tema, informando que había sido padre de nuevo.

—¿Es una niña? —preguntó emocionado.

A pesar de que su matrimonio con Julia no era el mejor y solo estaban juntos para complacer a Augusto, ya que ninguno de los dos se amaban; Agripa estaba feliz de tener un nuevo hijo y lo amaría sin dudarlo.

—Sí, el Emperador la nombró antes de partir —expresó Vipsania—. La llamó Julia, igual que su madre.

Agripa asintió, se esperó algo así, las familias siempre solían repetir nombres. Y teniendo en cuenta que era la primera nieta del mismísimo Emperador, era probable que la nombre de la misma forma que a su hija.

—Tendremos que decirle Julia la Menor, así la distinguimos de mi esposa —soltó con gracia.

No le importaba el nombre, le importaba que estuviera bien. Solo deseaba que tuviera un gran futuro.



Roma, Palacio del Emperador, 27 de junio del año 19 a.C.


Habían terminado con los ritos matrimoniales, atrás habían quedado las invocaciones a Talasa y los gritos obscenos, ya se habían entregado todos los obsequios para cumplir con las formalidades y la pronuba finalmente los había dejado solos. Ahora solo quedaba consumar la unión reciente.

Vipsania miraba sus pies con vergüenza, aún estaba tomada de la mano con Tiberio, justo como los había dejado la pronuba. La simple acción de que él no le haya soltado la mano apenas quedarse solos, le dio un impulso de valentía y alzó la mirada.

Un Tiberio tranquilo pero demasiado serio ya la estaba mirando, con las mejillas rojas por la vergüenza y timidez, ella habló.

—Tiberio, esposo mío, prometo amarte para siempre —dijo con fuerza y seguridad.

En ese momento, él la admiró, ya que sabiendo que no sentía lo mismo, ella no dudó en expresar sus sentimientos. Ojalá él también hubiera sido así de valiente cuando se percató de lo que sentía por Selene. No, no podía estar pensando en otra mujer cuando acababa de casarse. De ahora en más, solo debía ser Vipsania y nadie más.

—Vipsania, esposa mía, prometo cuidarte siempre y hasta el final de mis días —pronunció con solemnidad.

Ella se tragó la amargura de saber que no pudo decir que la amaba, pero no importaba, lo conquistaría o dejaría de llamarse Vipsania. Al final, Tiberio la amaría.

Y así, con dos promesas diferentes y con resoluciones distintas pero que los llevaban al mismo camino, los dos se entregaron cariñosamente a ese amor que estaban dispuestos a construir.



Reino de Kush, palacio real, 29 de junio del año 19 a.C.


—No tenemos opción, ¿verdad? —preguntó Selene después de escuchar a su esposo.

—No —respondió—, pero tampoco es tan malo, incluso creo que es mejor.

Aparentemente no volverían a Numidia, Augusto consideraba que Juba nunca podría ser rey ahí, ya que le había dado una oportunidad y no logró ganarse al pueblo. Era un pueblo rebelde y evidentemente no lo querían como rey, nunca lo aceptarían. Por tal motivo, para evitar que algo parecido vuelva a suceder, habían convertido a Numidia en una provincia romana, ya no sería más un reino independiente y todos sus habitantes tendrían que someterse al Imperio y pagar impuestos.

Pero todo esto, ¿dónde dejaba a Juba? El Emperador no quería quitarle el título de rey, ya que apreciaba al hombre como un buen aliado y al comprender que no podría volver a reinar en Numidia porque claramente la gente estaba muy dolida y resentida con él después del sometimiento romano y exterminio de los rebeldes; Augusto le entregó otro reino. Siempre y cuando prometa fidelidad a Roma y sea un aliado.

—¿Reino de Mauritania, cierto? —preguntó, a pesar de haber escuchado toda la explicación antes, quería estar segura, él asintió—. ¿No hay un rey ahí? No quiero tener otra vez problemas de no ser aceptados —pronunció, no volvería a pasar por todo eso una tercera vez.

—No, Mauritania era gobernada por Boco II pero éste murió hace más de una década, sin dejar descendencia —explicó Juba—. Al no haber sucesor, Roma pasó a controlarla.

—Numidia y Mauritania nunca se llevaron muy bien cuando ambos eran reinos independientes, al menos eso sabía. ¿Crees que te aceptarán? —siguió Selene indecisa.

Sabían que no tenían opción, lo que decía Augusto había que cumplirlo, simplemente no estaba segura.

—Lo harán, todo eso pasó hace mucho tiempo y uno de los beneficios de dejar de ser controlados por Roma, es que ya no habrán impuestos —contestó Juba, tratando de tranquilizar a su esposa—. Y si no, te juro que nos ganaremos al pueblo.

Selene hizo una mueca, parecía un chiste después de todo lo que había pasado en Numidia. Juba enseguida comprendió.

—Te prometo que todo será diferente —empezó, mucho más serio que antes—. Lo dije antes, pero no lo cumplí, esta vez lo haré —dijo recordando la promesa que había hecho mientras ella no despertaba—. Gobernaremos juntos desde el primer día, tu palabra valdrá lo mismo que la mía y tus decisiones serán mis decisiones. Te escucharé siempre por más pequeña que sea tu duda, cuidaré de ti y de nuestro pequeño hijo, nunca les faltará nada. Ambos reconstruiremos Mauritania y solo juntos la llevaremos a un esplendor único —expresó—. Pero no me dejes, no me dejes solo en esto, acompáñame y tendrás el mundo —suplicó—. Mi Luna, te juro que te daré el mundo —finalizó, usando aquel apodo que hace años no escuchaba.



Reino de Kush, palacio real, 03 de julio del año 19 a.C.


Virgilio se había enterado de todo lo sucedido en Numidia y apenas pudo emprender el viaje de regreso, ya que había estado visitando Grecia, solo para asegurarse de todo lo que había escrito en su poema era cierto*, volvió para saber cómo estaba Juba.

Habían sido amigos porque a los dos les gustaba escribir y en algún momento habían compartido consejos entre ambos para mejorar. Así que cuando Numidia cayó, quiso asegurarse de que estuviera bien. Visitó Kush y fue bien recibido por su reina, a pesar de la mala historia que tenía el reino con Roma y más aún sabiendo que Virgilio era básicamente uno de los poetas que contaban con el apoyo o mecenazgo de Augusto.

—Mi problema es el Imperio, no sus habitantes, pero tranquilo que ahora estamos en un acuerdo de paz —había dicho la reina Amanirena al recibirlo.

—Es imponente, pero buena —dijo Juba para tranquilizarlo—. La única que nos brindó asilo cuando lo necesitamos y eso nunca lo olvidaré.

Se habían pasado la tarde conversando e incluso Virgilio le mostró algunos fragmentos del poema que estaba escribiendo por pedido del propio Emperador.

—Pero aún no estoy seguro, creo que hay algo que falta —mencionó dudoso.

—Creo que es una obra maestra —respondió a cambio Juba.

—Usted qué opina, su majestad —interrogó Virgilio a Selene.

Juba se había marchado un momento a buscar algo que quería mostrarle, entonces el poeta había quedado sola con la reina que estaba por demás silenciosa.

—Que todo es una mentira, pero los tontos se la creerán y pensarán que los romanos descienden de los dioses —respondió sin un gramo de simpatía.

Virgilio borró cualquier rastro de amabilidad, ahora entendía porque Augusto y la señora Livia no querían a esta egipcia.

—Igual que su pueblo, su madre se creía una diosa, otra tonta más —contestó en el mismo tono.

—Mi madre si era una diosa, todos los faraones lo eran —explicó enojada por tal atrevimiento—. Los romanos no tienen ideas que necesitan copiar a otros para justificar sus matanzas.

Virgilio se quedó en silencio, mordiéndose la lengua de decir algo de lo que se pudiera arrepentir o algo que Juba pudiera escuchar. No era un secreto que el otro hombre besaba el piso por el que la egipcia caminaba.

—Nunca lo entenderás, eres mujer y ustedes no nacieron más que para ser madres —pronunció.

—¿Quieres que llame a la reina Amanirena para que se lo digas en la cara? —cuestionó a cambio Selene.

Virgilio pareció titubear ante el ataque de la esposa del rey, recordando que estaba de invitado en un reino justamente gobernado por una mujer, que no tenía ni rey ni heredero. Una mujer de armas tomar que no había dudado en declararle la guerra al Imperio y que incluso salió bien librada de eso, sin precisar someterse.

—Tu odio hacia los romanos es inmenso, todo porque fueron superiores a tu pueblo y lograron doblegarlo —dijo Virgilio, tratando de enfocarse otra vez en ella—. Estás demasiado dolida, pero te diré algo, nunca verás caer al Imperio, tiene una grandeza superior a la tuya —finalizó.

Selene no contestó inmediatamente, y el poeta pensó que había ganado la discusión, pero ella estaba cansada de ser menospreciada. Si tenía que dejar todo y empezar de nuevo, lo haría, pero lo haría bien y no sería humillada otra vez.

—El que está muy dolido es usted, ¿tanto le afectó que no me gustase su obra? No se preocupe, a los romanos les encantan las mentiras y los delirios de grandeza —respondió con una sonrisa—. Y tal vez tenga razón, no veré con mis propios ojos caer el Imperio romano, pero le aseguro que un día lo hará, ni usted ni yo estaremos vivos, pero Roma caerá —agregó con seguridad—. No lo veremos, es cierto, sin embargo, usted sí verá cómo me convierto en la reina de Mauritania, como una mujer y también madre, gobierna y hace florecer un lugar olvidado y lo convierte en uno próspero —se puso de pie ante la mirada colérica del visitante—. Qué tenga buen viaje, espero no verlo nunca más —terminó con una sonrisa cínica.

Justo en ese momento volvía Juba con varios escritos y se cruzaba con su esposa.

—¿Ya te vas? —preguntó desconcertado.

—Sí, iré a ver al niño —respondió y miró de soslayo al poeta—. Pero los dejo a ustedes solos, así conversan tranquilos los hombres —soltó lo último con burla.

Juba no lo percibió, nunca pareció hacerlo cuando se trataba de Selene, estaba demasiado cegado por ella.

—Esto es lo que estuve escribiendo, me gustaría que los leyeras y me dieras tu opinión... —pronunció Juba mientras se acercaba a Virgilio.

Éste asintió, pero se quedó pensando en esa mujer, era alguien peligrosa, pero también muy inteligente. Tal vez a su obra realmente le faltaban algunos detalles, debería revisarla otra vez.



Reino de Kush, palacio real, 05 de julio del año 19 a.C.


—No puedes seguir postergando esto, debes elegir el nombre de tu hijo —pronunció Baldo.

Cuatro meses, el príncipe heredero ya tenía cuatro meses y aún seguía sin nombre, esto no era posible. Era el heredero y debía ser presentado como tal, era cierto que no era la mejor situación teniendo en cuenta que habían perdido su reino y todavía no había asumido como rey del nuevo reino. Pero esto era una muestra de debilidad.

—Ya te lo he dicho, no lo elegiré yo, será Selene y aún no está segura —respondió Juba, tratando de tener paciencia.

—La mujer nunca elige el nombre, es la tradición —dijo bastante alterado.

—Ya no hay tradiciones, Numidia no existe y gobernaremos un nuevo reino, tendremos que adaptarnos a nuevas tradiciones y costumbres, ser más flexibles —contestó tajante—. Selene es la madre, lo llevó en su vientre y casi dio su vida para traerlo al mundo, tiene todo el derecho de nombrarlo incluso mucho más que yo. Así que no quiero volver a escuchar nada sobre esto, ella le pondrá el nombre que quiere y cuando quiera, punto final —expresó con firmeza.

Baldo supo que era una causa perdida. La mujer estaba avanzando demasiado sobre Juba, pronto controlaría todo y eso era impensado. Tendría que poner en marcha su plan lo más pronto posible.



Reino de Kush, palacio real, 23 de octubre del año 19 a.C.


Ambas mujeres estaban paseando por los alrededores del palacio, la primavera se hacía sentir y era agradable estar al aire libre. También Selene quería recorrer por última vez el lugar que los recibió después de que tuvieron que huir de Numidia, ya que en apenas unas horas emprenderán el viaje para llegar a su nuevo hogar: Mauritania.

—Adivina quien enfermó y murió hace poco —dijo la reina Amanirena.

Selene negó, sin saber, no había escuchado nada.

—Virgilio —contestó y Selene se quedó pasmada—. Estaba volviendo de Atenas, donde se había encontrado con el Emperador y cuando llegaron al puerto de Brindisi, ya estaba muy enfermo, murió a los pocos días en esa ciudad. Fue hace como un mes.

—No lo puedo creer, cuando estuvo aquí parecía gozar de buena salud —mencionó Selene.

—Para atacarnos y decir que las mujeres no servimos para la política, ahí estaba perfecto —expresó con ironía.

—¿Lo escuchaste? —preguntó—. ¿Y por qué no saliste a defenderte? ¿Y cómo haces para tener oídos en todas partes?

La reina parecía saber todo y aparecer siempre en el momento oportuno, nadie sabía cómo.

—Lo escuché, me pareció innecesario salir cuando tú nos defendiste muy bien —dijo orgullosa—. Y la respuesta a todo es porque soy mujer y reina. Virgilio tenía razón cuando dijo que solo debemos ser madres, ese es el rol que nos quieren imponer, por eso cuando una sola los desafía somos despreciadas. La vida de cualquier mujer será difícil, no importa el estatus social, todas tenemos un yugo. ¿Crees que fue fácil cuando asumí? Me costó el doble, me desafiaban constantemente y tenía que demostrar mi valor —recordó con algo de dolor esos días difíciles—. Hoy sé que las personas a mi lado son leales, pero fue un trabajo muy arduo, aunque no lo creas muchas veces el control de un reino está en sus sirvientes. Ellos pueden quitarte credibilidad solo con esparcir rumores o pueden consagrarte en el trono con su apoyo; eso lo aprendí a las malas —respiró profundo—. Debes tener a todos los que te rodean a tu favor, sino será muy difícil gobernar, aprendé de lo que pasó en Numidia.

Selene asintió, sabiendo como simples rumores podrían destruirte.

—¿Confías en tus sirvientes? —preguntó la joven egipcia.

—Hoy en día sí, no confío en los tuyos y tú tampoco deberías hacerlo —aconsejó—. Varios te entregarían por un denario.

Selene pensó en Saliha, aún debía vengarse de ella por todos los rumores que esparció sobre ella con Juba.

—Pero dejemos de hablar de eso, quiero mostrarte algo —mencionó la reina de Kush y la llevó hasta la entrada—. Siempre serás bienvenida a este reino mientras gobierne y cuando entres por la entrada principal, quiero que lo hagas con la cabeza en alto y total seguridad.

—Gracias —respondió la egipcia—. ¿Hay alguna razón especial para eso? —interrogó un poco desconcertada por la última frase.

La reina Amanirena sonrió cruelmente, pero también con orgullo.

—Cuando volví de la primera conquista de Egipto —empezó—, me traje muchos prisioneros y un gran botín, pero también me traje una estatua de bronce de Augusto que estaba en el centro de Alejandría.

—¿Para qué te trajiste esa estatua? —preguntó.

No habían vuelto a pisar su tierra natal desde que fueron tomados como rehenes por el Emperador, así que no sabía cómo se veía la ciudad actualmente, pero sí se la imaginaba bastante romanizada y lamentablemente con estatuas de Augusto donde solía estar su madre.

—Para ponerla aquí —respondió con alegría y comenzó a dar golpecitos al suelo donde estaban paradas ambas mujeres—. La enterré debajo de la entrada de mi propio palacio, así cuando yo o cualquiera de mis invitados, entran o salen pueden pisar la cabeza de mi enemigo —soltó con burla.

Selene no reaccionó inmediatamente, perpleja ante lo escuchado, pero también terminó riendo.



—Estamos a punto de partir, ¿ya tienes todo? —preguntó Juba a su esposa.

Ella estaba terminando de revisar la habitación donde se había quedado estos últimos meses, no quería olvidarse nada.

—Sí, ya subieron todo a los carros esta mañana —respondió.

—¿Tu moneda también? No quiero que después vuelvas por ella —expresó Juba.

Esa moneda les había dado demasiados problemas, pero en el fondo Juba estaba feliz de que ella aún la conservase, después de todo él se la había regalado.

—Sí —contestó un poco molesta, pero comprendía el enojo que él pudiera tener.

—Está bien, vamos mi hijito hermoso, nos vamos a nuestro futuro hogar donde reinarás muchos años —canturreó Juba.

Desde que Selene había aceptado al niño, poco a poco se fueron acercando y terminó durmiendo en la misma habitación con su madre, aunque seguía sin poder amamantar, una nodriza se encargaba de ello.

—Ptolomeo —dijo Selene.

—¿Qué? —interrogó Juba mientras lo tomaba en brazos y le sonreía a su primogénito.

—Lo llamé Ptolomeo —repitió Selene un poco nerviosa, Juba se quedó callado—. Cuando mencionaste que podía elegir el nombre de nuestro hijo, lo pensé durante mucho tiempo, pero terminé eligiendo Ptolomeo —explica—. Además de ser el nombre de mi hermano pequeño, también fue el nombre del primer faraón de nuestra dinastía, por eso somos conocidos como los ptolemaicos. Y pensé que ahora vamos a comenzar de cero, nuestro propio reinado, quisiera que tenga algo de mi cultura también. ¿Te parece bien? —inquirió un poco dudosa.

Tal vez Juba quisiera solo ponerle nombres númidas o romanos, ella esperaba que no, pero no se podía saber.

—¿Qué te parece a ti? —preguntó Juba a su hijo—. Mi pequeño Ptolomeo, ¿te gusta tu nombre? —dijo otra vez y el niño sonrió ante las morisquetas que hacía su padre—. Pues creo que le gustó, así que Mauritania ya tiene heredero, nuestro pequeño Ptolomeo —mencionó feliz Juba.

Selene suspiró aliviada, Juba lo había aceptado. Piensa que es una oportunidad de que nuestra cultura no quede en el olvido, un nuevo egipcio nacerá pronto...Egipto cayó, pero tal vez nuestro destino es levantar los cimientos de uno nuevo y este bebé, tal vez sea la primera piedra, solo si le das una oportunidad. Recordó las palabras de su hermano y sí, no recuperarán Egipto, pero podrán hacerlo renacer de otra forma.

Unas horas después partieron rumbo a Mauritania, dispuestos a comenzar una nueva vida en ese lugar, solo el futuro depararía si lo conseguirán o no.


*El poema al que hace referencia es la Eneida.

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