40: Jugadas arriesgadas
Roma, Palacio del Emperador, 20 de diciembre del año 23 a.C.
La uva se rompía jugosa contra los dientes blancos que la devoraban con placer, de la misma forma que devoraba lo que le estaban contando.
—¿Y qué piensas? —interrogó Terencia a su esclava personal, la muchacha le estaba entregando más uvas.
Su joven señora había estado comiendo demasiado últimamente, ella no quería decir nada pero lo sospechaba y mucho más con el tema que estaban conversando. Además, ya llevaba un tiempo de casada con el señor, así que no era muy difícil sumar todo, era la razón por la que las personas se casaban.
—Señora, no es muy pertinente que yo, una simple esclava... —comenzó la joven.
—Ya basta Roxelena, nos conocemos hace años y siempre hablamos, esto siempre ha sido entre nosotras, así que no temas —cortó Terencia.
La tal Roxelena miró a su señora y luego sonrió con picardía, por algo las dos se llevaban demasiado bien, les encantaba estar enteradas de todos los acontecimientos y de todas las personas.
—Según los rumores del palacio —susurró emocionada por poder contar lo que sabía—, la Emperatriz nunca estuvo embarazada o nunca llevó un embarazo demasiado largo para que se notara. Nunca tuvo un hijo con el Emperador, salvo por esas habladurías iniciales sobre que su hijo menor Druso, en realidad era del Emperador y no de su primer esposo, pero el mismo hombre fue quien desmintió esto y aseguró que el padre del joven era Tiberio Nerón —dijo e hizo una pequeña pausa—. Así que si me preguntas a mí que pienso sobre eso, no creo que lo esté, no lo ha estado en los últimos dieciséis años de matrimonio —concluyó.
Terencia no respondió inmediatamente, las historias siempre corrían cuando el hombre más importante de Roma, llevaba más de una década casado y seguía sin una descendencia masculina, sabiendo que siempre fue un tema delicado la sucesión. Sin embargo, Augusto nunca se divorció de Livia, como sí lo había hecho de su esposa Escribonia a pesar de ser ésta, la única que le otorgó descendencia sanguínea: su hija Julia.
—No lo sé, Livia me aseguró que está embarazada —contestó dubitativa.
Roxelena se encogió de hombros, podía entender las dudas de su señora, pero ella creía más en las habladurías que las consideraba más ciertas.
—Tal vez sospecha de ti y te está poniendo a prueba —especuló la esclava y volvió a separar uvas para su señora.
—¿Sospecha de mí? —interrogó un poco preocupada. Si era cierto, estaría en muchos problemas—. No lo creo, nunca ha insinuado nada —se tranquilizó, Livia nunca podía desconfiar, no había mostrado indicios de hacerlo.
Además, le aseguró que eran amigas y estaba segura que la Emperatriz la enfrentaría de ser así.
Roxelena volvió a encogerse de hombros y no insistió en el tema, no quería alterar a su señora, pero sabía muy bien que Livia era alguien inteligente, no por nada era la esposa de Augusto.
—Lo único que sé es que Livia nunca estuvo embarazada, pero que el Emperador tampoco tuvo otros hijos a parte de la joven Julia —agregó, pero ese tono extraño, casi conspirativo que utilizó, llamó la atención de Terencia.
—¿Qué estás tratando de decir? —interrogó más severa, para evitar cualquier desviación.
Roxelena le pasó más uvas, para no contestar inmediatamente y dilatar más el momento.
—Lo que escuchó señora —dijo seria también—. El Emperador a pesar de sus numerosas amantes, nunca ha tenido otros hijos y ni siquiera hay rumores de algún bastardo —expresó—. Lo demás lo dejo a interpretación suya, pero creo que es más que obvio —sentenció.
Y sí, Terencia estaba de acuerdo, todo era demasiado claro y eso solo empeoraba su preocupación.
Roma, capital del Imperio Romano. Burdel "Granadensis", 03 de enero del año 22 a.C.
No le había costado mucho, pero cuando divisó al guardia del palacio, lo atrajo hacia ella. Fue fácil, Attis tenía la fama de ser la mejor, era bella y este mismo hombre la había deseado siempre que la veía entrar a la habitación del Emperador; así que le cumplió el deseo.
El vino también ayudó, unos tragos y unos toques y el hombre le estaba contando todo sobre la nueva amante de Augusto: nombre completo, linaje y hasta todo sobre el cornudo del esposo. Y Attis se dio por hecha. Ahora sabía quién era la zorra que le quería arrebatar al Emperador y Attis se aseguraría de quitarla de su camino.
Cuando terminó de escribir la carta, la dobló muy bien y llamó a un mensajero, el niño no parecía superar los doce años y tampoco prestaba atención a las escenas vulgares y subidas de todo que estaban involucradas en el burdel, él solo hacía su trabajo y nada más. Attis pensó por unos pequeños segundos, que ella también había tenido esa edad cuando la trajeron aquí, pero a diferencia de este niño, ella nunca más pudo salir. Pero estaba trabajando en cambiar su historia.
—Quiero que le entregues esta carta a Cayo Mecenas, solo a él, ¿me entiendes? —mencionó Attis.
El niño asintió y cuando ella estaba segura que había comprendido su orden, sacó de una pequeña caja de madera dos denarios* y se lo entregó. El niño parecía feliz y salió corriendo a cumplir su misión.
Attis solo podía esperar que todo saliera como quería y por fin tendría a Augusto otra vez solo para ella.
Roma, Palacio del Emperador, 07 de enero del año 22 a.C.
Había estado inquieto hace días, esa carta que había llegado a sus manos lo había dejado pensando. Al principio no quiso creerlo, pero seguía instalado dentro de él y recobró fuerza cuando al doblar por uno de los tantos pasillos del palacio, pudo observar como su amigo Augusto estaba demasiado cerca de su esposa. Terencia parecía un poco incómoda, pero de todas formas no se alejaba del Emperador y Mecenas no pudo soportarlo más cuando su propio amigo llevó su mano a la cintura de su mujer y comenzó a acariciarla.
—¿Qué está sucediendo aquí? —expresó con enojo mientras se acercaba al par.
Terencia horrorizada se alejó inmediatamente del otro hombre y miró con temor a su marido, sin saber muy bien qué decir.
—Amigo, justo estaba pensando que hace varios días no tengo una conversación contigo —comenzó Augusto muy tranquilo, no había hecho ningún movimiento que lo delatara, todo lo contrario a Terencia que parecía querer desaparecer—, esto de ser el hombre más importante de Roma es muy difícil —dijo casi como un chiste.
—Así que me estabas buscando —agregó Mecenas.
—Claro, estaba hablando aquí con Terencia, tu esposa, sobre ti —continuó el Emperador.
Mecenas asintió y desvió su vista hacia su mujer, quien parecía querer hacerse más pequeña para no ser notada, al hombre no le agradó nada esta situación.
—Entonces tendrás que esperar, primero hablaré con mi esposa —soltó con dureza Mecenas.
Y sin esperar ninguna respuesta, tomó a su mujer del brazo y se alejó camino hacia la habitación que compartían. Augusto frunció el ceño ante la actitud, parecía como si su amigo sospechara o sabría algo, pero lo descartó, Mecenas era un poco estúpido para eso.
—Dime la verdad, ¿estás teniendo una aventura con Augusto? —interrogó y acusó Mecenas a su esposa.
Ella palideció y se horrorizó ante tales palabras, su mayor miedo se había hecho realidad y no podía evitarlo. Si su marido la dejaba ella estaría arruinada.
—¡No! —exclamó al borde del llanto—. Te amo, nunca te haría eso.
—¡¿Y qué fue toda esa situación de recién?! —gritó Mecenas—. ¡¿Y esta carta?!
Agarró un papel y se lo arrojó a ella, quien sintió como le golpeaba el pecho y aún aturdida se agachó para recogerlo.
—¿Cómo me explicas eso? —volvió a insistir el hombre.
Ella leyó el escrito asustada y no entendía cómo alguien los había descubierto, ya que la carta decía que ella se estaba acostando con el Emperador.
—¿Quién escribió esto? —preguntó.
—¡Eso no importa! —contestó él enfadado—. Solo dime si es verdad —ordenó.
—¡Claro que no lo es! —respondió ella colérica—. Todo lo que dice aquí es mentira.
—¿Y por qué debería creerte? —preguntó ya sin gritar, pero frío—. Hace un rato Augusto parecía muy cariñoso contigo.
Ella titubeó, sin saber muy bien qué decir, pero sabiendo que tenía que jugar su última bala.
—Porque me ha estado persiguiendo todo el tiempo, acosándome para que me acueste con él, pero lo he rechazado porque te amo —exclamó—, pero no soportó que le dijera que no, así que siguió insistiendo y yo ya no sé qué hacer —terminó entre sollozos.
Mecenas se quedó helado, sabía que a Augusto le gustaban demasiado las mujeres y que a pesar de permanecer al lado de Livia, nunca le fue fiel. Sin embargo, nunca pensó que se metiera con su propia mujer, cómo podía hacerle esto a él, su amigo.
—¿Y por qué no me lo dijiste? —interrogó aún dudoso.
Ella lo miró, su rostro estaba surcado por las lágrimas.
—Temí que no me creyeras, él es tu amigo, el Emperador de toda Roma —hipó—. Por eso, te pedí hace un tiempo que nos fuéramos, no quería que nadie lo supiera por temor a lo que podría hacernos —vaciló con terror—. Quería proteger a nuestro hijo —terminó.
Mecenas enmudeció y se concentró en el vientre plano de su mujer, ahí estaba su hijo y si no lo protegían, cualquier cosa podría sucederle.
—Siempre te creería —sentenció mientras la envolvió en un abrazo—, eres lo mejor que me ha pasado y te aseguro que los protegeré.
Terencia suspiró aliviada, pero sus lágrimas siguieron cayendo, sabiendo que ya no había vuelto atrás pero que era lo mejor.
Agripa observa como los sirvientes cargan las últimas pertenencias sobre el carro e intenta hablar por última vez con su amigo.
—Cayo, no te vayas así, haz las paces con Augusto —insistió, como alguien que había dicho eso muchas veces ya.
Cayo Mecenas no disimuló el enojo en su rostro cuando lo miró.
—No lo perdonaré nunca por lo que hizo —espetó—. Lo respeto como Emperador, pero ya no como amigo —soltó con dolor, solo a Agripa le había contado lo que su mujer le dijo ya que confiaba solo en él, sin saber que Agripa conocía la verdad, verdad que tampoco le aclaró, entendiendo que lo mejor era que Terencia se marche—. Tú también deberías tener cuidado, quien sabe si ya no posó los ojos sobre tu mujer —terminó Mecenas y se alejó para apurar a los sirvientes que estaban terminando.
Agripa quedó meditando por un momento las últimas palabras de su amigo y luego, se acercó hasta el carruaje donde estaba sentada una nerviosa y melancólica Terencia.
—Tu esposo es muy bueno para creerte, espero que también sea así de bueno como padre porque te aseguro que tu hijo no tendrá otro —dijo y ella abrió los ojos totalmente alarmada—. Buen viaje —agregó cuando Mecenas se sentó a su lado.
El carruaje emprendió la retirada mientras Augusto despreocupado revisaba los últimos documentos, Terencia observaba el palacio por última vez y luego sonreía a su esposo que acariciaba su vientre con ternura. Mientras desde una ventana, Livia observa con una sonrisa triunfante como el transporte se va haciendo cada vez más chico hasta desaparecer, ella ha ganado otra vez.
Roma, Palacio del Emperador, 10 de enero del año 22 a.C.
Selene sigue sin comprender qué pasó realmente, hace unos días atrás, Cayo Mecenas se marchó tan de repente que nadie se lo esperaba y según los chismes parecía totalmente enojado. Cierta parte de los sirvientes aseguraban que estaba furioso por su mujer, que la había encontrado con otro hombre; mientras que otros, dicen que insultaba al Emperador y que lo llamaba traicionero. Nadie sabe bien qué es cierto.
—Eso no es muy importante —respondió Alejandro cuando ella se lo expresó—. Lo único bueno, es que dentro de poco comenzará el juicio contra Marco —casi se rió.
—¿Y eso qué? —preguntó Selene.
—Marco Primo está acusado de atacar a un pueblo aliado de Roma —comenzó el joven egipcio—, lo interesante es que al principio, él dijo que Augusto le dio la orden pero después se contradijo y aseguró que fue Marcelo el muerto y esto provocó un escándalo.
—Porque era imposible que un joven que no estuviera en el Senado pudiera darle órdenes a un gobernador —terminó ella, entendiendo porque su hermano parecía tan emocionado.
La gente estaba indignada, exigiendo explicaciones y comenzando a dudar sobre su Emperador y su transparencia a la hora de dirigir a Roma.
—Si quiere acabar con las dudas, tendrá que declarar en el juicio —acotó Selene.
—Pero nadie se atreve a llamarlo para declarar, así que queda en él la decisión, no se presenta y los rumores continúan o se humilla y aparece y los corta —finaliza Alejandro.
Los dos se miran con diversión, sí, ese juicio sería efectivamente muy interesante.
Roma, Juicio a Marco Primo, 17 de enero del año 22 a.C
—¿Qué estás haciendo aquí y quién te ha pedido que vengas? —interrogó Lucio Lucinio Varrón Murena.
Estaba enfadado porque su defendido, el gobernador Marco Primo, ya estaba acabado e iba a perder el juicio y él no podía soportarlo. Así que intentaba humillar al Emperador con sus preguntas.
—El interés público —respondió con calma Augusto y esto le gustó aún menos.
Nadie pensó que lo haría, pero Augusto se había presentado a declarar en el juicio contra Marco Primo, y aseguró que ni él ni su difunto sobrino Marcelo le habían dado la orden al gobernador de la provincia de Macedonia de que atacara a las tribus de Tracia. Nadie se atrevería a dudar de sus dichos, así que Marco Primo ya estaba condenado y con el título de culpable, solo faltaba hacerlo oficial.
Sin embargo, Lucio Varrón Murena no quería resignarse, sabía que su defendido perdería el juicio, pero él quería vengarse del Emperador por eso, por la muerte de su hermano, Aulo Terencio y también, porque se había enterado que intentó seducir a su hermana Terencia y que por eso, su cuñado Mecenas, abandonó el palacio indignado con él.
Eran demasiadas humillaciones para la familia y él estaba empecinado en limpiar el apellido Varrón Murena, así que mientras permaneciera con vida seguiría luchando.
—¿El interés público? —interrogó dudoso—. No será que en realidad querías ocultar... —continuó desafiante.
—¡Suficiente! —interrumpió el pretor que estaba oficiando de juez—. Tanto yo como el jurado hemos escuchado suficiente.
Lucio Murena se calló, pero no pudo disimular su malestar.
—Jurado, ¿cuál es su veredicto? ¿Absuelve, condenada o vota en blanco? —interrogó el juez.
Uno de los hombres se puso de pie, miró por última vez a sus compañeros para saber si todos mantenían su voto igual, quienes asintieron y fue ahí cuando se dirigió al juez.
—El acusado, el procónsul y ex gobernador de Macedonia, Marco Primo, es encontrado culpable de atacar y asesinar a la tribu de los odriseos en Tracia, pueblo que es aliado de Roma —dijo, mientras todos los presentes contenían la respiración, era algo que se sabía, ahora solo faltaba la pena—. Este jurado ha decidido que su castigo será la muerte —sentenció.
Y los murmullos horrorizados comenzaron, la condena era demasiado dura. Mientras Marco Primo se desmoronaba al escuchar el llanto desconsolado de su familia, ya no había vuelta atrás y la muerte estaba tocando su puerta.
Roma, 30 de enero del año 22 a.C
Lucio Varrón Murena miró al variado grupo que estaba reunido en secreto en su casa, todos opositores al Princeps**.
—Todos sabemos que la sangre derramada de Marco Primo fue injusta, a él le ordenaron atacar Tracia, pero luego el Emperador se lavó las manos —todos los presentes asintieron—. Sabemos muy bien, que Marco Primo nunca hubiera desafiado a Augusto si no hubiera estado diciendo la verdad, él nunca hubiera puesto en juego su carrera política para hacer tal estupidez —los demás volvieron a asentir—. Pero el Emperador tiró la piedra y escondió la mano, ahora la familia de Primo llora su ausencia y el otro está bebiendo su mejor vino mientras se burla de todos nosotros.
Los hombres, entre los cuales había importantes senadores, comenzaron a cuchichear entre ellos, pero Murena los calló otra vez al hablar.
—La realidad es que toda esa división de poderes de la que habla Augusto es mentira, solo él decide quién de nosotros vive o muere —exclamó y todos se indignaron, sabiendo que era verdad, el enojo comenzó a expandirse en cada corazón.
—¡Debemos terminar con su tiranía! —gritó uno, todos lo apoyaron.
—Por eso, los hemos citado aquí —comenzó otro que había permanecido callado hasta el momento—. Tenemos un plan para asesinar al Emperador Augusto, ¿quién está con nosotros? —interrogó Fanio Cepión.
Todos gritaron emocionados y decididos a cumplirlo. Así dio inicio la conspiración Varrón Murena.
Roma, capital del Imperio Romano. Burdel "Granadensis", 01 de febrero del año 22 a.C.
El mensajero con la orden del Emperador había llegado, pero Attis ni siquiera la abrió, sino que miró al sujeto.
—Dile que estoy ocupada, que ya tengo otros hombres que atender —expresó con suficiencia, luego tomó la pequeña alhaja que le había enviado como regalo—. Y devuélvele esto, mi tiempo vale mucho más que ésta cosa barata y falsa —agregó con desdén.
Tanto el joven mensajero como Tais miraron estupefactos a la rubia, no creyendo que acababa de rechazar al hombre más poderoso de Roma. Pero Attis, se había prometido que haría que Augusto se arrastre por su perdón, esto era solo el comienzo.
Roma, Palacio del Emperador, 03 de febrero del año 22 a.C.
—¡Maldición! —gritó Alejandro.
Selene permaneció callada, pero leyó una vez más la carta que Juba le había enviado. El Rey le pedía disculpas porque su matrimonio debería esperar un poco más, ya que el Emperador le había pedido su ayuda para luchar contra los nubios en la zona de Egipto y no podía negarse al ser aliado, sino se consideraría un enemigo de Roma. Por tal motivo, Juna II estaba partiendo hacia las tierras de su futura esposa con parte de su ejército para luchar contra los rebeldes.
—Marcela mencionó que en el palacio las paredes oyen —agregó Selene, recordando la conversación que tuvo hace meses con su única amiga.
Alejandro soltó otra maldición hasta que se sentó al lado de su hermana.
—Estoy de acuerdo con eso, no tengo dudas que el imbécil de Augusto sospechó algo y envió a Juba a propósito a esa campaña —despotricó el egipcio—. La boda podrá retrasarse y nuestros planes también, pero te juro que lo lograremos, tarde o temprano seremos libres —terminó confiado.
Ambos se agarraron fuerte de la mano y creyeron en que todo saldría bien, éste era solo un obstáculo más, pero lo superarían juntos, como lo habían hecho desde que eran niños.
*Denario: moneda de plata romana.
**Princeps: otra forma en la que se llamaba al Emperador Augusto por los poderes otorgados.
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