Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

39: Nervios


Roma, Palacio del Emperador, 23 de octubre del año 23 a.C.


El espíritu festivo en la ciudad se estaba deteniendo paulatinamente, aún seguía presente porque dentro de unos días sería la festividad de Isis dolorosa, pero el fuerte ya había pasado. Las Tesmoforias habían terminado finalmente después de varios días intensos y las ganas de festejar se habían apagado con el Armilustrio* y el cierre de la estación guerrera. Así que la capital del Imperio estaba recobrando su ritmo acelerado habitual y cada persona estaba regresando a sus labores diarios, las diferencias sociales volvían a sentirse.

Y del mismo modo habían regresado los deberes dentro del palacio, por eso Octavia y Selene tuvieron que regresar de la casa de Marcela, si bien ninguna de las dos tenía funciones políticas debían estar presentes. Octavia era la hermana del Emperador y una figura muy respetada por todo el pueblo, que la veía como la madre benevolente y cariñosa, todo lo que una mujer debía ser; así que debía estar a su lado cuando Augusto se presentase ante los romanos durante las fiestas como muestra de unión y apoyo incondicional. La presencia de Octavia era comprensible, sin embargo no así la de Selene, ella no formaba parte de la familia imperial por más que haya sido adoptada por Octavia, así que no tenía esa obligación. Pero aún así, ella estaba a un costado, apartada del resto, ocupando el lugar de familias nobles, relegada a una esquina. No estaba por ser considerada parte de la familia, sino para humillarla, era el objeto que representaba el poderío de Augusto y de Roma sobre los demás pueblos; era el ícono de la victoria del Emperador sobre la reina Cleopatra y Marco Antonio, el último bastión de resistencia a su gobierno, los dos últimos que representaron un desafío para él, y que logró vencerlos. Selene había sido la última gloria de sus padres, pero la burla de sus enemigos.

—¿Cómo te ha tratado el campamento? —interrogó Octavia pacíficamente.

Era la única que verdaderamente estaba tratando de iniciar una conversación amena, el resto de los presentes en el banquete estaban más interesados por su comida o en su plática privada como Augusto y Agripa. Sin embargo, cuando la mujer hizo esa pregunta, la mesa pareció hacerse más silenciosa, no solo porque cada día era más extraño escucharla hablar en estos tiempos, sino también a quién estaba dirigida.

Alejandro también pareció sorprenderse durante unos segundos, generalmente los gemelos eran obligados a asistir a los almuerzos del palacio pero solo para fastidiarlos, nadie les dirigía la palabra. Estaban ahí pero no los tenían en cuenta o se encargaban de humillarlos, a nadie realmente le importaba cómo se sentían o cómo había estado su día. Sospechó, pero luego recordó que Octavia había preguntado, la mujer los quería de verdad y no creía que hubiera un plan detrás de eso, solo era ella y su interés genuino por sus hijos adoptados, así que Alejandro no vio nada malo en responderle, no a ella.

—Bien, han trasladado a nuestra legión a Egipto hace poco, es lindo volver —respondió Alejandro.

"Es lindo volver", nadie mencionó nada, tal vez cualquiera pudiera interpretarlo de que era lindo volver a Roma y dejar el duro campamento por unos meses; pero todos sabían que ese "es lindo volver" se refería a Egipto, que Alejandro estaba contento de poder volver a ver su hogar después de años de ausencia.

—Me alegro, ¿tuvieron una campaña tranquila? —continuó Octavia.

—No tanto —dijo Alejandro y su madre adoptiva pareció alarmarse—. Hace poco tuvimos que enfrentar a un ejército de rebeldes nubios que intentó ingresar por el norte de Egipto, logramos detenerlos pero parece que no todos están muy contentos con la idea de que el Imperio romano sea tan extenso, habrá que tener cuidado. De todos modos, nuestra legión siempre estará lista para defender el territorio —agregó al final, mirando directamente al Emperador, mientras se servía una copa de vino y la bebía.

La tensión era palpable, una clara indirecta hacia el hombre más poderoso del Imperio y de cómo su poder podía estar tambaleándose. Sin embargo, Augusto no se dejaría humillar por un niño que estaba vivo gracias a su benevolencia y que ni siquiera había estado en tantas batallas como él, para tener una idea de cómo era la vida.

—Gracias por defender el territorio —respondió Augusto, pero parecía condeciente, llevó un bocado a sus labios y cuando finalmente lo tragó, volvió a hablar—. Después de todo, ese es tu deber como legionario romano —terminó.

El énfasis claro sobre ser un legionario romano tenía la intención de herir, humillar y rebajarlo; recordarle que todo su orgullo egipcio había quedado en el olvido y terminó siendo lo que en un principio había odiado. Y Augusto deseaba refregarselo en la cara. Era un golpe, pero Alejandro no parecía afectado o lo disimuló muy bien.

—Claro que sí —pronunció con una falsa alegría—. Seguiré dando lo mejor de mí porque me he ganado el puesto por mis propias habilidades, a diferencias de otros —terminó con un aire crítico, pero la desviación de su mirada hacia los hijos de la Emperatriz Livia, no pasó desapercibida.

Druso no pudo contenerse ante el descaro del egipcio de insinuar que él no merecía el puesto que tenía, como si por ser hijastro de Augusto se lo hubieran dado, cuando él tenía una carrera muy prometedora. Ningún esclavo le haría sentir menos y dejaría dudas sobre sus talentos. Sin embargo, Tiberio se adelantó a cualquier razón que pudiera tener.

—Es lo mejor, los legionarios que se inician desde abajo y luego van ascendiendo, son los únicos que realmente saben cómo funciona cada parte y son los más indicados para conducir las legiones —agregó con tranquilidad—. Así que estoy seguro que tendrás una carrera muy prometedora, Alejandro —terminó.

Druso quiso replicar, pero decidió no hacerlo, sino quedaría como un niño quejumbroso después de la reacción tan calmada de su hermano y él no quería ser menos que Tiberio, así que se calló y siguió comiendo. Se sintió un poco más apaciguado cuando sintió que Antonia la Menor, que se encontraba sentada al lado suyo, apretó su mano en un gesto silencioso de apoyo y él le respondió con una breve sonrisa.

La que no parecía muy contenta con tal respuesta era Livia, no entendía porqué su hijo Tiberio se tomaba un ataque directo con tanta calma, debía poner en su sitio a ese esclavo malagradecido, pero no, Tiberio no hacía nada. Livia comenzaba a dudar que su hijo mayor tuviera la fuerza necesaria para ser el futuro emperador, tal vez por eso, su marido siempre prefirió a Druso. Augusto debía ver que Druso tenía algo que Tiberio no, seguramente una mano dura hacia quién lo atacaba y por eso, su hijo menor era el preferido. La Emperatriz meditó sinceramente en apoyar más a Druso y lograr que él llegue al poder, tal vez debía rendirse con Tiberio y convencer a Augusto de que eligiera a Druso, total el Emperador ya lo quería más que a Tiberio, sería más fácil.

Augusto no parecía nada afectado por esas palabras, incluso ni pareció escucharlas, sin embargo Agripa sí lo había hecho. Estaba seguro que el joven Alejandro era alguien a tener en cuenta, no sabía que podía pasar en el futuro, pero él no le creía esta lealtad a Roma tan repentina, algo debía ocultar. Así que decidió que le tendría siempre un ojo encima, vigilandolo. Pero lo que también llamó su atención fue Tiberio, el joven romano había logrado evitar una pelea incómoda entre Druso y el egipcio con unas simples palabras. Se había dado cuenta del insulto, pero no atacó sino que lo resolvió con tranquilidad e indiferencia; definitivamente era un muy buen diplomático y Agripa le vio un muy buen futuro en la política. Además, el enamoramiento de su hija por el romano tampoco le pasó desapercibido, Vipsania aún era muy joven pero sus ojos se encandilaban cuando estaban dirigidos hacia el hijastro del Emperador; tendría que hacer algo con eso.



Roma, Palacio del Emperador, 30 de octubre del año 23 a.C.


—¿Seguirá con su madre? —interrogó Terencia, mientras observaba a Livia colocando los hilos en la rueca.

—Un tiempo más, el Emperador quiere que pase el tiempo del duelo con Escribonia y esté alejada de cualquier recuerdo del difunto Marcelo, al menos hasta que su dolor disminuya —respondió Livia.

—Así que hasta el año que viene, Julia no volverá —agregó Terencia.

Livia asintió. Después de la muerte de su esposo, cualquier mujer debía esperar diez meses para contraer nupcias nuevamente, esto era por si la mujer estaba embarazada del difunto, así se aseguraban que el bebé tenga el apellido que le correspondía y su estatus. Aunque esto no siempre era así, la misma Livia se había casado con Augusto cuando su hijo Druso aún estaba en su vientre, eso había ocasionado que los rumores sobre la paternidad del niño se dispararán hasta que Augusto dejó en claro que él no era el padre, sino que era Tiberio Claudio Nerón, su primer esposo.

—Debes sentirte un poco sola aquí sin ella —continuó Terencia—, no hay muchas damas de tu clase por aquí.

En realidad, Livia estaba feliz de no tener a Julia cerca, no soportaba a su hijastra, pero no podía exteriorizar esa verdad.

—Sí, a veces el palacio es aburrido, pero me alegro que estés aquí —respondió con alegría.

Y Terencia pareció animarse un poco más con eso, sabiendo y comprendiendo que la consideraba digna de su amistad.

—También me alegro de estar aquí —pronunció la más joven de las dos—, y no me molestaría venir más seguido, siempre y cuando no esté viajando con mi marido —aclaró.

Livia asintió, mientras ponía en funcionamiento el telar. Terencia era una mujer agradable y alegre, siempre contando sobre sus diferentes viajes y cuán distintos eran los lugares que visitaba. Sí, Terencia era una buena compañía y a Livia no le molestaría tenerla más seguido en el palacio, haría su día a día más divertido, ya que a veces la soledad pesaba demasiado.

Terencia estaba más que complacida con la invitación de Livia, definitivamente le encantaría pasar más seguido por aquí y sus ojos se desviaron hacia el fresco que se encontraba en la pared, justo mostrando a Augusto el día de su coronación como emperador. Sonrió, claro que estaría más feliz de venir al palacio.



Roma, capital del Imperio Romano. Burdel "Granadensis", 5 de noviembre del año 23 a.C.


Attis se miró al espejo intentando descubrir qué había cambiado en ella, pero no encontró nada, seguía siendo igual de bonita que hace unos meses atrás. Entonces, ¿por qué Augusto ya no la quería? ¿Por qué no la visitaba más? ¿La había olvidado? O peor aún, ¿la había reemplazado tan fácil? El Emperador parecía deslumbrado por ella y cada momento que pasaban juntos le decía lo bella que era, no parecía aburrido la última vez, así que por qué. No terminaba de comprenderlo. Tenía qué hacer algo pronto para seguir teniendo al hombre envuelto en su dedo, no perdería otra vez.

—Todavía eres joven, no te preocupes por tu belleza —dijo Tais, quien también se estaba mirando al espejo.

La meretriz hizo una pequeña mueca al descubrir un pliegue alrededor de su ojo derecho, la arruga apenas se notaba pero estaba ahí. A Tais se le estaba acortando el tiempo en su trabajo, en un par de años ya sería demasiado mayor para el interés de los hombres que venían al burdel porque la verían demasiado vieja aunque así no lo sea, pero era el negocio. Los hombres pagaban dinero para estar con mujeres jóvenes y atractivas, sino se quedaban en su casa y le hacían el amor a su esposa. Así que al notar esa pequeña arruga, Tais comprendió que su vida útil ya había activado el reloj en cuenta regresiva, debía sacarle provecho a estos últimos años antes de que sea descartada como basura.

—Eso no me preocupa, sé que soy bella —contestó Attis de mala manera.

—¿Y entonces qué es? —interrogó su compañera, esta vez tenía toda su atención.

—El otro día el Emperador no me recibió, incluso me echó y hace semanas que no me visita —respondió.

Tais rodó los ojos y buscó los cosméticos para comenzar a maquillarse, no quería volver a escuchar esta historia, pero ella se lo había buscado al preguntar.

—Los hombres siempre encuentran una nueva mujer con la que entretenerse, no eres su esposa para que él te conserve a su lado. Apareció alguien nuevo y ya se olvidó de ti —contestó como si fuera obvio.

—¡Eso no! —gritó Attis—. Él me adora, no soy tan fácil de olvidar y tampoco seré descartada de esa forma.

—Haz lo que quieras, luego no digas que no te lo advertí —murmuró ya cansada de siempre lo mismo.

—Si tú te conformas con esta vida, es tu problema, yo no moriré entre estas cuatro paredes decadentes —espetó Attis con rabia—. Augusto volverá a mí, ya lo verás —sentenció con seguridad.

Cuando abandonó el lugar, Tais se detuvo por un momento, ella tampoco quería morir en este lugar, pero era difícil cuando no tenías otras oportunidades. No debía sentirse afectada por las palabras de la otra mujer, Attis era joven y aún tenía sueños, solo esperaba que su caída no fuera muy fuerte.

—Me agradabas más cuando estabas enamorada del egipcio —murmuró a la soledad del lugar.

Volvió a concentrarse en la imagen que le devolvía el espejo y retomó su acción, aplicando un poco más de maquillaje sobre la incipiente arruga.



Roma, Palacio del Emperador, 7 de noviembre del año 23 a.C.


El guardia que cuidaba el pasillo la miró todo el tiempo, mientras ella cerraba la puerta de la habitación del Emperador, cruzaba a su lado y se alejaba. Terencia lo entendía, el hombre sabía muy bien lo que habían estado haciendo, no era tonto, pero tampoco podía hablar, seguramente guardaba muchos más secretos de lo que ella podía imaginar. Pero debía callar, sino las consecuencias contra su vida serían terribles, nadie revelaba información sobre el hombre más poderoso del Imperio.

Entró en silencio a su propia habitación, la noche era demasiado silenciosa y fría, el invierno tocaba las puertas de la ciudad.

—¿Estás despierta? ¿Dónde estabas? —interrogó su marido adormilado.

Terencia se congeló, se suponía que su marido estaría dormido, siempre lo era a esta hora después de tomar su medicina para el dolor, un dolor que poseía desde hace diez años y producto de una caída del caballo cuando había salido a recorrer el campo de su familia.

—Salí a tomar un poco de agua —contestó con la mayor naturalidad que pudo, pero su corazón seguía latiendo desbocado.

Caminó hacia la cama sonriendo al hombre, intentando que sus nervios no se notaran, estaba segura que estaba cumpliendo su misión porque su marido aún estaba bastante dormido y no prestaba atención a los detalles.

—Pero, aquí está la jarra —expresó con desconcierto al mirar a su costado y ver la jarra con agua que los sirvientes siempre ponían al costado de la cama.

Terencia se quedó callada y no supo qué contestar, su esposo solía ser bastante despistado pero esta vez parecía bastante despierto, aunque fuera lo contrario.

—No tenía un vaso —tartamudeó ella, lo primero que se le había venido a la cabeza.

Cayo Mecenas volvió a mirar a su alrededor y para la buena fortuna de Terencia, no había ningún vaso, solo la jarra. Ella le rezaría a todos los dioses en agradecimiento, si lograba escapar de esta situación sin quemarse.

—Oh, es cierto —dijo Cayo—. Mañana debemos decirles, los sirvientes se habrán olvidado.

—Seguramente —respondió ella—. Pero eso mañana, ahora vamos a seguir durmiendo que estoy agotada —expresó intentando que el tema se corte ahí.

Cayo asintió, aún medio dormido y cuando se recostaron, él abrazó a su esposa y en cuestión de minutos estaba roncando otra vez. Terencia suspiró, por un lado aliviada de no haber sido descubierta y por otro, aburrida de su esposo y sus muestras de cariño. Al menos tenía un poco de diversión como la amante de Augusto, siempre y cuando nadie se entere.



Roma, Palacio del Emperador, 8 de noviembre del año 23 a.C.


—¿Qué es lo que te molesta ahora? —interrogó Selene, ya cansada de ver a su hermano caminar de un lado a otro por toda su habitación.

Había venido temprano desde la mañana para desayunar y conversar, tenían que aprovechar todos los momentos que pudieran para pasar juntos, antes de que Alejandro deba volver a sus labores como legionario. Sin embargo, su gemelo había estado inquieto desde que cruzó la puerta, pero todavía no había soltado palabra alguna.

Alejandro dejó de caminar de forma errática y luego de debatir internamente si hablar con su hermana o no sobre sus conflictos, pareció finalmente inclinar la balanza hacia el diálogo y terminó sentándose; ella esperó pacientemente.

—¿Qué sucede con tu boda? ¿Por qué todavía no hay fecha? —interrogó.

Así que era eso lo que lo preocupaba, Selene terminó de colocarse la última cuenta en su cabello, que había comenzado a usar diariamente desde aquella cena con Juba, Cornelio y Augusto, hace ya mucho tiempo cuando aún Marcelo estaba vivo y, que era su forma de rebelarse contra el Emperador, aún recordando las costumbres egipcias pero sin causar demasiados conflictos; y finalmente le respondió a su hermano.

—Llegó una carta hace unas semanas, donde me contó que está atendiendo los asuntos del reino, pero que ya le solicitó al Emperador que nuestra boda pueda realizarse el año entrante —dijo con calma.

Eso sería de unos siete u ocho meses a partir de ahora, sabiendo que los romanos tenían sus épocas favorables para el matrimonio. Todavía faltaba un poco más de medio año.

—¿Por qué sigues inquieto? —cuestionó ella desconcertada—. Es una buena fecha, ni tan lejos ni tan cerca —agregó.

—Sé que no quieres casarte y me siento pésimo al obligarte, pero aún no lo entiendes —respondió él—. Cada minuto que pasamos aquí corremos peligro, necesitamos que la boda se celebre lo más rápido posible —expresó un poco angustiado—. Pero al menos hay una fecha —terminó cansado.

Selene se puso de pie y se acercó a su hermana y lo abrazó. Es cierto que odió la idea de casarse desde un principio, pero fue descubriendo que Juba no era tan malo y el cariño comenzó a ganarla, aún no lo amaba pero tal vez con la convivencia estaba segura que ese amor podría surgir.

—Todo estará bien —susurró—. Gracias por todo lo que haces, te amo demasiado —lo mantuvo entre sus brazos hasta que Alejandro pareció relajarse cuando esas palabras penetraron dentro de su cabeza.

Selene, su gemela, su otra mitad no lo odiaba, sino que lo comprendía y le prometía que siempre estarían juntos. Le devolvió el abrazo, si fue con más fuerza de la necesaria, ninguno de los dos lo mencionó.



Apretó con fuerza la palla entre sus manos, pero la bronca le terminó ganando y la tiró al suelo en un intentó de liberar la rabia que sentía. Había ido con Augusto con la intención de poder estar juntos, ya que hace tiempo que no dormían, pero él la había rechazado cortésmente mencionando que hoy era el Mundus patet** y por tal motivo, como dictan las creencias, no se podían mantener relaciones sexuales. Había sido cortés, pero había sido un rechazo al final y más cuando Livia sabía muy bien que esas fiestas no le importaban a su esposo, llevaban años de casados y habían tenido relaciones sin importar el día. Por eso tenía bronca, ya que la única explicación no era por la celebración sino porque tenía a otra mujer para calentar su cama, pero Livia no sabía quién. Y eso la llenaba de odio.

—Señora —la llamó su esclava.

Livia quería gritarle que se fuera y la dejara en paz para poder liberar toda su frustración, pero no lo hizo, ella sabía controlarse mejor.

—Dime —respondió seria.

—Escuché cuando el joven egipcio le mencionaba a su hermana que era muy importante que ella se casara lo más pronto posible, sino nada saldría bien para ellos —mencionó.

Como era su deber, la esclava la tenía informada de todos los movimientos que transcurrían en el palacio y esa información pareció alegrarla.

—¿Algo más? Por ejemplo, ¿por qué es importante? —interrogó, pero la esclava negó—. Está bien, puedes retirarte, cualquier cosa me avisas inmediatamente —dijo, la otra asintió y se marchó.

A Livia siempre le pareció extraño ese cambio rotundo de los hermanos, al principio estaban totalmente en contra del matrimonio y ahora parecían desesperados para que se realice cuanto antes. Estaba segura que planeaban algo, no sabía qué, pero lo descubriría, de la misma forma que encontraría a la nueva amante de su marido.

Si Augusto prefería estar descuidando el Imperio para pasar de cama en cama, ella como Emperatriz se encargaría de mantenerlo a flote. Después de todo, siempre supo que esos egipcios eran un cabo suelto.



Ambos gimieron cuando llegaron a la cúspide del placer y finalmente cayeron agitados en la cama, la respiración pesada se fue ralentizando cada vez más hasta recobrar la normalidad. Terencia inmediatamente se puso de pie y comenzó a vestirse, sabiendo muy bien que debía abandonar la habitación del Emperador lo antes posible para evitar ser detectada.

—Nunca vi una mujer que dejara mi cama tan rápido, creo que me siento un poco herido —pronunció Augusto observándola.

Terencia soltó una pequeña risa, pero no se detuvo, sino que comenzó a hacerlo más rápido.

—No soy como todas tus amantes, yo soy la esposa de tu amigo y hoy saldré a recorrer el mercado con él —respondió, luego besó los labios del hombre más importante del Imperio y se marchó.

A pesar de haber vigilado que no haya nadie, Terencia se sorprendió cuando se encontró frente a Agripa.

—Esta zona está restringida al Emperador y sus allegados más cercanos, usted no puede estar aquí —dijo el hombre con seriedad.

Ella intentó ocultar los nervios detrás de una sonrisa inocente y una excusa rápida y tonta.

—Lo siento, aún no me acostumbro al palacio y me perdí buscando el salón de reuniones, mi marido me espera ahí —contestó rápido.

Agripa la observó por varios minutos y eso pareció aumentar la tensión en ella, pero intentó disimular.

—El salón de reuniones está en el otro extremo del palacio —expresó mientras señalaba el pasillo que debía tomar.

Ella sonrió entre aliviada y agradecida, se despidió e intentó irse lo más rápido posible.

—Espero que esto no se vuelva a repetir, la próxima vez no me creeré la mentira tan fácil —dijo sin mirarla y ella se detuvo en seco, pero cuando volteó para inventar algo o hacerse la desentendida, Agripa ya se estaba alejando.

Tragó el nudo en la garganta e hizo lo mismo, dispuesta a pasar un día con su esposo.



Roma, Palacio del Emperador, 12 de noviembre del año 23 a.C.


El Emperador intentó procesar las palabras que había dicho su esposa, sobre como Alejandro y Selene parecían bastante ansiosos por celebrar el casamiento de ésta última con el rey Juba II. Algo extraño, ya que desde el principio los dos estaban totalmente en contra aunque nunca lo hayan expresado verbalmente.

—Hace unos días, Juba me envió una carta solicitando que la boda se celebre lo antes posible —expresó el Emperador.

—¿No te parece todo muy extraño? —interrogó ella y Augusto no pudo más que asentir—. Desde el principio sostuve que esos gemelos eran un problema, incluso te pedí que no dejaras que ese esclavo de Alejandro entrara al ejército, pero tú me respondiste que no lo lograría y ahí lo tienes ahora, es un legionario dentro de nuestras honorables tropas, un bastardo como él —expresó con asco.

—Ahora ya está hecho, hay que evitar problemas futuros —cortó tajante, no le gustaba que le echen en cara sus errores.

—¿Harás algo? —preguntó interesada.

—Sí, esos niños no jugarán conmigo —respondió.

Livia sonrió y se acercó a su marido de forma seductora, acarició su brazo y rostro y con una voz sedosa le volvió a hablar a su esposo.

—Hace mucho que no compartimos el lecho, te extraño demasiado, me tienes olvidada y siempre he sido una buena esposa para ti —recriminó ella con dulzura.

Augusto sonrió y en un acto rápido, sentó a su esposa en su regazo.

—Tienes razón amada mía, siempre tan buena conmigo y yo no he cumplido con mi responsabilidad —mencionó y luego la besó—. Por eso, esta noche ponte aún más linda que te recompensaré.

Livia estaba feliz por lograr su cometido y no dudó en volver a besarlo, ninguna amante lograría arrebatarle su lugar al lado de Augusto.



Roma, Palacio del Emperador, 09 de diciembre del año 23 a.C.


—Has estado muy contenta últimamente —expresó Terencia, observando la felicidad que parecía exudar Livia.

Ambas estaban compartiendo un momento agradable mientras comían las mejores delicias de todo el Imperio, traídas de los lugares más recónditos y a las que solo podían acceder los que vivían en el palacio.

—Es muy pronto para decirlo, pero tú eres mi amiga y puedo confiar en ti, ¿no? —preguntó la Emperatriz.

A Terencia siempre le habían gustado los lujos y la buena vida, por eso aceptó casarse con Cayo Mecenas, el hombre además de tener un buen pasar económico, también tenía muy buenas conexiones con la clase política más alta, con solo decir que era un gran amigo del propio Emperador. Así que terminar siendo la amiga de la propia emperatriz Livia y la amante de Augusto, debería ser su felicidad absoluta, ¿no? Solo que ella ya no estaba tan segura.

—Claro que sí, te prometo que no diré nada —contestó ella, intentando sonar lo más jovial posible.

Livia le devolvió la sonrisa, casi como si fuera una niña y estuviera a punto de contar un gran secreto que la hace demasiado feliz y no puede aguantar en silencio.

—Creo que el nuevo emperador viene en camino —pronunció emocionada, mientras se tocaba el vientre plano.

Terencia no supo qué contestar, su mundo se venía abajo con tan simples palabras.

—¡Qué bueno! —dijo y la abrazó con fuerza, no porque realmente esté feliz, sino para que no se notara su pánico creciente.



Roma, Palacio del Emperador, 10 de diciembre del año 23 a.C.


—¿Qué sucede esposa mía? —interrogó Mecenas—. Hace algunos días que te he notado extraña, pareces siempre tensa.

Esa simple acotación pareció peor, ya que Terencia no parecía menos relajada.

—Estoy cansada, esposo mío, ¿cuándo volveremos a nuestro hogar? —preguntó cariñosa.

Su marido se acostó en la cama, dispuesto a irse a dormir aunque todavía era demasiado temprano y mañana se celebraban las fiestas de Septimontio y Agonal del Sol***, y muchas más durante los siguientes días. Sin embargo, a diferencia de su esposa, Mecenas nunca había sido aficionado a nada de esto donde las personas perdían el control y se entregaban a sus placeres, sino que siempre había preferido la belleza del arte y por eso, apoyaba a muchos artistas. Siempre había sido alguien "aburrido" para el resto.

—Me insististe por mucho tiempo para que te trajera al palacio y ahora ya no quieres estar aquí, ¿qué sucede? —dijo confundido, pero ella desvió la mirada.

—No es lo que yo pensaba, extraño nuestro hogar y te extraño —concluyó, sonando triste.

—Pues tendrá que esperar, estoy aquí patrocinando a Virgilio y él le está mostrando su obra a Augusto, yo creo que todavía faltan unas semanas —concluyó. Terencia puso mala cara, pero su esposo no lo notó.

—Está bien, pero al menos podríamos hacer algo juntos, te extraño —susurró y comenzó a pasar su mano por el pecho del hombre.

Pero a diferencia de las reacciones que tenía Augusto cuando hacía esto, Mecenas tomó su mano y la apartó con suavidad.

—Hoy no, estoy cansado —contestó, besó su frente y se dio vuelta para irse a dormir.

La cara de Terencia era como un poema amargo, no podía creer cómo su marido la había rechazado. No podía seguir así, debía hacer algo rápidamente, sino el bulto comenzaría a notarse, pensó angustiada mientras deslizaba sus dedos por su vientre y la vida que crecía en su interior.



Roma, capital del Imperio Romano. Burdel "Granadensis", 11 de diciembre del año 23 a.C.


La ciudad estaba de fiesta por partida doble, todos bebían, reían y disfrutaban, salvo Attis que sentía ganas de destrozar algo solo por recordarlo. Esta mañana había sido la burla de todas las demás prostitutas del miserable burdel, tuvo que escuchar como el Emperador ya se había cansado de ella y por eso, no la solicitaba más; como se había creído más que ellas, pero ahora estaba igual que todas ellas en el burdel y muchas más estupideces. Estuvo a punto de agarrarse con una, quería golpearla y zamarrearla, pero la burla de otra la frenó. Una con el pelo asquerosamente rojo, se burló de ella diciéndole que el cliente que había tenido la noche anterior, totalmente borracho le contó que el Emperador ya tenía una nueva amante, pero el verdadero escándalo era que la mujer además de ser de clase alta, también era la esposa de uno de sus amigos.

Attis sonrió, el enojo que esas despreciables meretrices le habían generado, ya estaba en el olvido. Les quería barrer su victoria en la cara, pero ya habría tiempo para eso porque ahora tenía una información muy importante y la usaría a su favor. En ese instante se juró que lograría que Augusto vuelva arrastrándose a sus pies y de paso, eliminaría a esa nueva amante para siempre.




*Armilustrio: Se celebraba el 19 de octubre y era la ceremonia de purificación de las armas y trompetas al cerrarse la época guerrera.

**Mundus patet: Último día en que se consideraba abierta la puerta del mundo subterráneo. Una especie de Halloween romano, donde los muertos vagaban por la ciudad por eso había ciertas cosas que no podían realizarse para evitar que ellos arrastren a los vivos al inframundo.

***Septimontio y Agonal del Sol: El 11 de diciembre se celebraba el Septimontio que era una fiesta con la que se conmemoraba la unión de varios poblados latinos. Cada uno de los siete Montes Latinos ofrecía un sacrificio: Palatino, Velia, Fagutal, Cermalo, Celio, Opio y Cispio. Quedaban, pues, excluidos: Aventino, Capitolio, Quirinal y Viminal. Pero también el Agonal del Sol, donde se realizaba el sacrificio de un carnero en honor al dios Sol.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro