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37: La calma que antecede al huracán


A orillas del Lago Mariout, norte de Egipto, 25 de septiembre del año 23 a.C.


El líquido rojo se deslizaba hacia la punta del gladio, se tambaleaba unos segundos y finalmente caía al precipicio, directo al suelo; poco después era seguido por más gotas, todas con el mismo destino. Alejandro contempló las aguas del lago y los campos más allá que se extendían ante él, todos tenían una imagen similar, el suelo cubierto de cuerpos que antes gozaban de una vida, de hombres que seguramente eran hijos de madres angustiadas que le suplicaban a los dioses por su regreso; esposos de mujeres que tendrían que enfrentar al mundo sin ellos y también padres de niños que lloraban por su ausencia. Mientras las aguas del lago seguían fluyendo igual que la vida, pero llevando el rastro de la muerte que teñía de rojo el líquido antes transparente.

—Lo hicieron bien hoy, novatos —expresó el Legatus de la Legion III Cyrenaica, Marco Opelio Plauciano, interrumpiendo la contemplación del escenario por parte del egipcio.

Alair se puso de pie, había estado intentando limpiar su propio gladio en el césped, pero había sido inútil porque estaba igual de manchado con sangre como su arma, con la sangre de enemigos y de aliados por igual.

—Gracias señor, sólo cumplíamos nuestro deber como romanos, defendiendo el territorio de los invasores —contestó con respeto.

El superior lo miró sin decir nada y luego dirigió su vista al otro joven que todavía permanecía en silencio.

—Es su deber sí, pero lo han hecho bien teniendo en cuenta que es su primera batalla, ya que podrían estar muertos, pero están vivos. Así que en mi diccionario eso significa que lo hicieron bien —contestó el Legatus, pero Alejandro continuaba sin prestarle atención—. ¿Qué opina usted, legionario?

Eso pareció sacar de su ensoñación al susodicho y volteó a ver a su superior, trató de recomponerse y devanó sus sesos intentando recordar de qué habían estado hablando el otro par.

—Muchas vidas se han perdido —respondió como un reflejo de sus pensamientos.

Alair tensó la mandíbula, esa no era la respuesta correcta, los legionarios no podían mostrar misericordia por los enemigos y Alejandro lo había hecho, había cometido un desliz que podría costarle caro.

El Legatus continuó mirándolo, como si tratara de descifrarlo o planeando su futuro castigo.

—Es cierto, muchas vidas se han perdido en los dos bandos —contestó el superior de ambos jóvenes—, pero nosotros hemos ganado.

—Los romanos han ganado —replicó Alejandro y Alair sintió que la tensión crecía, debía intervenir antes de que todo se complicara y no existiera marcha atrás.

—Hemos ganado porque somos romanos, ¿o no te consideras uno? —interrogó con un tono oscuro.

Cuando Alair observó como los otros dos hombres habían iniciado una batalla de miradas, supo que era el momento de intervenir y enfriar la situación antes de que explotara.

—Ambos nos consideramos romanos, señor —dijo Alair, pero el Legatus no pareció escucharlo.

—Tengo la ciudadanía romana —expresó Alejandro finalmente, entendiendo que debía aligerar la situación si no quería problemas mayores.

El Legatus sonrió, pero se podía captar una leve ironía en la misma.

—Ser romano es un sentimiento, una forma de ver la vida; tener una ciudadanía no te hace romano —sentenció el Legatus, pero luego su tono volvió a cambiar—. Lo han hecho muy bien hoy, hemos vencido a los nubios y protegido el territorio. Así que vuelvan al cuartel a descansar o pasen por el sector médico si tienen heridas que deben ser atendidas; yo seguiré con el recorrido —finalizó el hombre antes de voltear y continuar buscando más hombres caídos.

Los dos amigos se quedaron en silencio los siguientes minutos, todo había pasado tan rápido. Durante las primeras horas del nuevo día, cuando el sol todavía no iluminaba, habían sido notificados que un ejército considerable de rebeldes nubios estaban ingresando a la provincia romana de Egipto por el norte. La legión III era la más cercana, así que se habían preparado rapidísimo y se dirigieron a enfrentarlos y detenerlos, el encuentro y la posterior batalla se había dado a orillas del Lago Mariout, muy cerca de Alejandría. Finalmente, la Legión III de Cyrenaica había obtenido la victoria, pero el precio había sido muy alto para Alejandro.

—¿Estás loco? —preguntó Alair apenas había desaparecido el otro hombre—. ¿Cómo vas a contestarle así al Legatus? ¿Quieres que te cataloguen como un traidor? Cuando estuvimos en el campamento de entrenamiento la pasaste bastante mal cuando todos se enteraron quienes eran tus padres, ¿quieres que aquí sea igual?

Alejandro miró a su amigo y apretó los puños, no, realmente no quería volver a pasar por todo esto. Ser tratado como una escoria, enfrentar burlas y maltratos todos los días había sido terrible, aunque intentó demostrar que no le afectaba. Tenía la oportunidad de empezar de cero y hacer una carrera sin cargar con los errores de sus padres, no podía desperdiciarla.

—Sé qué cometí un error, pero no puedo permanecer imperturbable ante esto —dijo el egipcio, mientras señalaba con la mano toda la masacre que se extendía ante ellos.

—La guerra es horrible y al convertirte en legionario firmaste la inscripción para enfrentarte a esto de por vida. Pensé que ya lo sabías —pronunció Alair.

—Sé que la guerra es horrible, solo que... que no pensé que sería tanto —susurró la parte final con dudas—. No puedo cerrar los ojos ante esta masacre —finalizó con desesperación.

Alair contempló la próxima elección de palabras que saldrían de su boca, él no era insensible, pero sabía que no había que pensar demasiado en esto. La vida se trataba de salvar tu vida cueste lo que cueste y mucho más cuando se era legionario. No se podía ver al enemigo como una persona, ya que ahí uno entraba a dudar, así que aunque sonara cruel, al contrario había que verlo como un enemigo que venía a asesinarte y nada más, sino el que moriría serías tú. Alejandro debía comprender eso rápidamente, sino caería en un espiral donde no hallaría una salida, aunque podía observar que la parte racional de su amigo lo comprendía, pero no su parte sentimental.

—Fuiste parte de esta masacre —aclaró Alair—. No dejes que esto te consuma, sino serás tú quien pinte de rojo el suelo en la próxima batalla —expresó —Despierta Alejandro, si quieres salvarte y salvar a tu hermana, tendrás que eliminar a todos los que se interpongan en tu camino, aunque sean buenos o malos porque ellos no dudarán en hacerlo y tu sueño de libertad se esfumará entre gritos de dolor —terminó el otro, luego se marchó hacia el cuartel para descansar.

Alejandro miró una vez más la escena grotesca que permanecía frente a sus ojos y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas, no sabía si podría. ¿Realmente sería capaz de hacer cualquier cosa para lograr lo que quería, incluso perder su propia humanidad?. Si lo hacía, ¿al final no sería igual que los monstruos que le arruinaron la vida?

Esperó una respuesta que nunca llegó, entonces comprendió que esto era la libertad: poder elegir tus propias decisiones.



Roma, 3 de octubre del año 23 a.C.


Agripa contempla los papeles con las últimas noticias que han llegado, está cansado, parece que las malas noticias vienen una detrás de otra y no tiene tiempo para respirar tranquilo.

—¿Qué te preocupa ahora? —interroga el Emperador.

—Dentro de unos meses iniciará el juicio hacia Marco Primo, el gobernador de Macedonia —respondió Agripa.

Augusto frunció el ceño, tratando de recordar qué había sucedido con ese hombre, pero nada se le vino a la memoria.

—¿Y qué es lo que hizo? —interrogó al no recordarlo.

—Utilizó el ejército del imperio sin autorización para iniciar la guerra contra los Odriseos, un pueblo que es aliado de Roma —respondió mientras se sentaba—, y solo lo hizo para enriquecerse con el botín.

Augusto asintió, ahora recordando todo el asunto, pero no entendía porqué su amigo estaba tan preocupado, sería encontrado culpable y condenado, problema solucionado.

—El problema es que en su primera declaración aseguró que actuó así porque tú le habías dado esas instrucciones —agregó Agripa—; así que la situación no es muy buena y los Odriseos no están muy contentos, será un juicio polémico.

El Emperador volvió a asentir, pero ya no cuestionó nada más.

—Todo se resolverá —pronunció al final, Agripa tampoco quiso cuestionarlo más, así que siguió leyendo otros documentos.

Se habían sumido en el silencio durante varios minutos, volviendo a sus rutinas y funciones con el imperio, hasta que un golpe en la puerta los alertó. Un joven esclavo apareció para informar que había llegado Cayo Mecenas, el Emperador se alegró inmediatamente y dejó todo para salir a recibirlo.

—¡Bienvenido, amigo querido! —exclamó Augusto al ver al invitado ingresar por las puertas del palacio.

—Ha pasado un tiempo —respondió Cayo Mecenas, también alegre de volverse a encontrar.

Ambos se fundieron en un abrazo, muestra de la larga amistad que compartían desde la época en que Julio César aún vivía y Augusto todavía no era Augusto, sino el hijo adoptivo del anterior que estaba dando sus primeros pasos en la política.

—¿Qué te trae por aquí? —interrogó el Emperador cuando se separaron.

—Varias cosas —respondió Cayo—, quería ver cómo estabas después de tu enfermedad, pero también traje a Virgilio que está por terminar la obra que le encargaste y quería mostrartela y también por la muerte de Aulo Murena, mi esposa era la hermana —terminó un poco más serio.

Recién en ese momento, el Emperador reparó en la joven mujer que se encontraba unos pasos atrás de su marido, casi escondida, tímida pero con una mirada traviesa. Seguramente rondaba los veintitantos años, casi la mitad de edad que su marido, con largos cabellos negros que brillaban por el sol y le llegaban a la cintura. Supo captar inmediatamente el interés del hombre más importante.

—La pérdida de su hermano fue muy lamentable para todos, era tan joven y tenía un futuro prometedor; lástima que el destino haya decidido llevarlo —dijo Augusto, mientras tomaba la mano de la mujer y depositaba un beso en ella.

Las palabras eran de condolencia, pero su intención y su mirada iba más allá de eso, con un claro mensaje escondido detrás, que la susodicha pudo descifrar inmediatamente. Sonrió brevemente y se inclinó en forma de respeto.

—Gracias por sus palabras, mi señor Emperador —respondió ella sin perder los modales—, soy Terencia y es un placer conocerlo, mi marido habla con mucha admiración de su estimado amigo —terminó mientras tomaba el brazo de Cayo.

—Oh, yo también no tengo más que palabras bonitas hacia él —pronunció Augusto, pero siguió mirando a la joven mujer cuando lo dijo—. Creo que sería mejor que pasemos al salón y disfrutemos de tan grata visita, es una gran celebración tu llegada —agregó y finalmente los condujo al lugar.

Agripa no dijo nada, pero no se le pasó por alto el intercambio y la conducta de los dos, solo esperaba que esto no trajera más problemas porque a Livia no le gustaría ni un poco.



Roma, 5 de octubre del año 23 a.C.


Virgilio ya había leído varios cantos de su obra para la familia imperial, Augusto estaba encantado con lo que escuchaba, ésta era la historia que quería para contar el inicio de la grandiosa Roma, una epopeya heroica que estuviera a la altura del imperio y mostrase sus orígenes divinos. Mientras Livia escuchaba atentamente y Octavia tenía una suave sonrisa en su rostro, casi imperceptible, pero que ahí estaba y eso también alegraba a su hermano, quien odiaba verla tan abatida después de la muerte de Marcelo.

"Y entonces Eneas, que a su lado marchar veía a un joven de hermoso aspecto y armas brillantes, mas con su frente ensombrecida y los ojos en un rostro abatido, preguntó ¿Quién padre, es aquel que así acompaña el caminar del héroe? ¡Qué estrépito forma su séquito! ¡Qué talla la suya! Pero una negra noche de triste sombra vuela en torno a su cabeza. A lo que el padre Anquises sin contener las lágrimas repuso:. ¡ay, hijo! No preguntes por el que será un gran duelo entre los tuyos; los hados lo mostrarán a las tierras solamente un instante y que más sea no habrán de consentir. ¡Pobre muchacho, ay! Si puedes quebrar un áspero sino, tú serás Marcelo. Dadme lirios a manos llenas, que he de cubrirlo de flores".*

Cuando ese pequeño fragmento fue leído, cualquier atisbo de sonrisa que Octavia había tenido, desapareció. A pesar de comprender que el poeta solo lo había hecho como una forma de rendirle honor y llenarlo de gloria después de su muerte, para ella fue demasiado. La mención de su hijo Marcelo y su recuerdo todavía la destruyen internamente, así que sucumbió a la herida abierta de su pérdida y terminó desmayándose en medio de la lectura.

Todo lo que siguió después estuvo marcado por la sorpresa y consternación ante el desvanecimiento de Octavia. El Emperador estuvo a su lado inmediatamente y ordenó su atención médica. Tiempo después, cuando la calma había vuelto al palacio al constatar que el desmayo no había sido de gravedad, sino solo por la ola de sentimientos que invadieron a Octavia al escuchar el nombre de su hijo; Livia yacía pensativa, no entendiendo como después de muerto, Marcelo seguía siendo más importante y adorado que sus hijos. Eso la frustraba, incluso el difunto tenía un fragmento dedicado en una obra que contaba el origen de Roma, iba a quedar para la posteridad su nombre mientras que sus hijos serían olvidados, debía hacer algo.



Roma, 7 de octubre del año 23 a.C.


Los caballos trotan sobre los adoquines de la Vía Apia, mientras las mujeres permanecen en el interior del carruaje, observando el paisaje pasar. La ciudad está quedando atrás, habían atravesado sus puertas hace un tiempo, pero aún permanecen en silencio. Después del colapso de Octavia, Marcela la Menor había invitado a su madre a pasar unos días con ella, salir del palacio y estar en más contacto con su nieta le haría bien, necesitaba despejarse y alejarse por un tiempo del recuerdo de su hijo muerto. Así que ahora pasaría unos días en la casa de campo de su hija, ya que cada esquina del palacio gritaba un recordatorio de Marcelo.

Augusto había visto con buenos ojos la iniciativa de su sobrina, ya que también estaba convencido que a su hermana le haría muy bien alejarse por un tiempo. Sin embargo, no pudo evitar sentirse sorprendido cuando la invitación se había extendido hacia Selene; había pensado que Marcela quería a una de sus hermanas, pero no. La joven romana había invitado a Octavia y a Selene, y su hermana se había encontrado feliz de que la egipcia la acompañe. El Emperador no estaba ciego, después de la muerte de Marcelo, Octavia había encontrado refugio en la compañía de Selene, ya que nunca la vio como la asesina de su hijo a pesar de que todos la habían acusado. Octavia creía en la inocencia de su hija adoptiva y la defendió siempre de todos; Augusto debió imaginarselo. A pesar de su disgusto, Selene era quién había logrado que poco a poco, Octavia saliera de ese caparazón de mutismo al que se había sumido. Selene permaneció al lado de quien se había convertido en su madre cuando los suyos murieron, y acompañó a Octavia en todo momento, siempre motivándole, ayudándole a transitar el duelo y a superarlo.

Así que ahora se encontraban saliendo de la ciudad de Roma y yendo al hogar de Marcela la Menor, para pasar unos días allí, al menos hasta que terminen las celebraciones de las Tesmoforias** y se celebre el Armilustrium, que sería cuando la mayoría del ejército regrese y el Emperador estaba seguro que Selene no se perdería la oportunidad de encontrarse con su hermano.

Estaba oscureciendo cuando uno de los guardias que escoltaba el carruaje, le comunicó a Octavia que habían llegado. La mujer pareció alegrarse y antes de que pudieran bajarse, tomó la mano de Selene y la apretó.

—Gracias —murmuró con verdadero afecto en sus ojos.

Selene solo sonrió, intentando trasmitir el cariño que sentía por ella. Octavia nunca sería su madre y tampoco nunca la vería como tal, pero había dejado de mirarla con resentimiento cuando creció y comprendió que gracias a ella estaban vivos, fue su bondad la que los salvó del destino cruel que seguramente había planeado el Emperador para ellos. Octavia solo era una víctima más, que intentaba reparar con amor, los errores y maldades que cometían otros.

—Estoy aquí —respondió y le devolvió el apretón—. Vamos, Marcela debe estar esperándonos y seguramente debes extrañar a tu nieta —agregó.

Octavia soltó una pequeña risa, casi como un resoplido al pensar en lo inquieta que era su hija cuando aún vivía en el palacio; era difícil imaginarla ahora ya como una mujer casada y como una madre. El tiempo pasaba indudablemente y no se detenía ante nadie.

—Esa beba es un rayo de luz dentro de tanta oscuridad —dijo con emoción, luego bajó del carruaje con la ayuda de los sirvientes.

Indudablemente, Marcela no había cambiado demasiado, a pesar de estar casada y ser madre de una pequeña niña que ni siquiera llegaba al primer año de vida, seguía siendo esa adolescente traviesa y risueña que arrancó muchos dolores de cabeza a todos los sirvientes encargados de vigilarla. Pero también era obvio que las responsabilidades estaban sobre sus hombros, ahora era quien llevaba adelante una casa cuando su marido no estaba presente, algo que sucedía bastante a menudo por su cargo político, como en este momento. Marcela tenía una seriedad que iba asentandose en su persona y una madurez que comenzaba a ganar terreno, a pesar de ser la misma joven energética.

A pesar del cansancio que ambas mujeres sentían, se habían bañado para quitarse cualquier suciedad ocasionada por el viaje y luego, habían transitado una amena y tranquila cena entre las tres. Conversando sin sobresaltos y solo de momentos gratos. Pero el viaje había hecho mella en Octavia que comenzaba a sentir el peso de los años con más rapidez, así que la cena se había acortado para permitirle descansar.

—Selene, puedes ir a la cocina y pedirle dos tazas de té a los sirvientes —dijo Marcela mientras acompañaba a su madre a la habitación donde descansaría—, diles que es el que trajo el Señor de su último viaje a tierras orientales —explicó la señora de la casa—. Es super rico y te ayuda a descansar, quiero que lo pruebes.

Selene quería negarse, pero Marcela no se lo permitió y se alejó con su madre. De mala gana, la joven egipcia se encaminó hacia la cocina, la cual solo estaba ocupada por un sirviente que parecía muy entretenido mirando por la ventana y no trabajando.

—Disculpe, pero Marcela me ha enviado por el té que el Señor trajo de... —se quedó callada de un momento a otro, atónita ante lo que veía.

—Ese té no es tan bueno, si me permite mi propia apreciación —respondió con picardía.

—Alejandro —susurró ella.

Y luego de la sorpresa inicial, acortó los pocos pasos que los separaban y lo abrazó con fuerza, el otro no dudó en corresponder tal gesto con la misma emoción.

—¡¿Qué haces aquí?! —exclamó ella, mientras daba unos pasos hacia atrás, pero sin alejarse demasiado—. Pensé que seguías en la campaña —terminó desconcertada.

La gran parte del ejército todavía no había vuelto, lo haría en los próximos días y llegaría para la celebración de la bendición de armas. Por eso, Selene no comprendía porqué su hermano estaba aquí cuando debía estar con su legión aún.

—Shhh, baja la voz —regañó Alejandro—, nadie se puede enterar que estoy aquí.

Ella se muerde el labio cuando está por decir algo más, frunce el ceño ya rayando lo desconfiada y finalmente mueve sus labios otra vez, pero ahora casi en un susurro.

—¿Qué está pasando? —interroga y suena nerviosa—. ¿En qué lío te metiste? ¿Por qué nadie puede saber que estás aquí? ¿Huiste del ejército? ¿Y por qué estás en la casa de Marcela? —Las últimas dos preguntas ya salieron más frenéticas y aterradas.

Alejandro casi se ahoga con la carcajada que trata de disimular para no hacer tanto ruido, su gemela siempre pensando lo peor de él, ha madurado un poco aunque parezca increíble.

—No me he metido en ningún problema y tampoco he desertado del ejército —aclara inmediatamente, ella parece desconcertada—. Nuestro Legatus nos permitió irnos unas semanas antes, así que por eso he llegado antes de lo previsto —continúa, pero ahora se pone más serio—. Sin embargo, nadie sabe que estoy acá y nadie puede saberlo.

—¿Por qué? —interroga ella con el mismo tono.

—Porque pronto conseguiremos nuestra libertad, pero antes de eso debo hacer unos movimientos y no necesito los ojos del Emperador sobre mí a cada segundo —responde—. Necesito moverme y hacerlo rápido sin que nadie se de cuenta, sino serán capaces de arruinar nuestros planes y no quiero eso. Así que mientras todos piensan que sigo en Egipto, estoy aquí preparando todo para librarnos de ellos.

Selene permanece callada, comprende que esa libertad es el final del plan, pero que la base del mismo es su matrimonio con Juba. Tiempo atrás odiaba la idea, su hermano hablaba de libertad pero a ella la condenaba a un matrimonio que no deseaba. Ahora la idea de casarse con Juba ya no la molesta tanto, no lo ve como una prisión donde la encerrarán, sino como la oportunidad de alejarse de quienes no la quieren y tal vez, quien sabe, poder ser feliz después de tantos años o al menos, estar casada con un buen amigo.

—Y no me contarás de qué van esos planes, ¿cierto? —pronuncia ya resignada, Alejandro está por decir algo pero ella ya conoce la respuesta así que dirige la conversación hacia otra parte—. Lo que quiero saber ahora es por qué estás en la casa de Marcela, ¿ella sabe qué estás aquí, no? Por favor dime, que no entraste como un ladrón —expresa consternada.

Y esta vez, Alejandro no puede evitar reírse del drama que está haciendo Selene en su cabeza, él no es tan desastroso. No entiende el por qué su hermana tiene esa mala imagen de él o tal vez sí, pero intenta ya no serlo.

—Tienes una buena amiga —responde—. Digamos que me alojó, que está de nuestra parte y guardará nuestro secreto —suspira—. Nunca pensé que confiaría en una romana y aquí estoy —termina sorprendido de sí mismo.

—¿Y cómo sucedió todo eso? —recrimina a su hermano—. Cómo puede ser que Marcela sabía que volvías, te dio hospedaje, ayudó con tus planes de ocultamiento.... pero yo ni enterada y soy tu gemela.

Alejandro vuelve a reír y la abraza, mientras Selene sigue murmurando insultos y quejas, pero de todos modos ella no lo aleja, sino que lo acerca más.

—Más tarde te lo explicaré todo —responde Alejandro restándole importancia al asunto—. Ahora solo quiero pasar un tiempo con mi hermana, saber cómo estás y te sientes, solo disfrutar de tu compañía —dice con cariño—; no sabemos cuando volveremos a tener un momento entre los dos sin que nadie nos vigile y dónde tengamos que cuidar nuestras espaldas. Solo quiero estar con mi única familia —termina con emoción.

Selene no dice nada, solo lo abraza con más fuerza e ignora la humedad que comienza a sentir en su hombro, justo donde Alejandro tiene apoyado su rostro. No se atreve a preguntar que ha tenido que atravesar su hermano este último tiempo, pero está extraño, algo lo atormenta y ella teme preguntar y romperlo. Así que se convierte en el pilar silencioso que él necesita para desahogarse, sin preguntas ni reclamos, solo el consuelo de la familia que no abandona. Un momento de calma es necesario y no hace mal a nadie, ellos estarán bien solo necesitan respirar, mañana será un mejor día.




*Fragmento de La Eneida de Virgilio, Libro VI.

**Tesmoforias: fiestas femeninas que duraban alrededor de 3 días (generalmente del 10 al 13 de octubre), cuyo objetivo era promover la fertilidad de la tierra antes de la época de siembra. Luego los romanos añadieron los Juegos en honor a Júpiter y el sacrificio al Caballo de octubre.




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