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32: Temblores en el Imperio


Montes Albanos, a las afueras de la ciudad de Tusculum, en el Lacio. Campamento de los legionarios romanos, 23 de abril del año 23 a.C.


Había demasiadas personas, más de lo normal, ya que habían venido todos los Legatus de las distintas legiones que estaban activas en el Imperio porque había llegado el momento en que los nuevos reclutas se unirían a una legión. Así que la mayoría de los novatos estaban nerviosos y deseaban unirse a las que mayor prestigio tenían, a Alejandro le daba absolutamente igual, una legión era una legión y punto. Ya había dado el paso más importante que era ingresar al ejército, no le importaba en qué número de legión terminaba al finalizar el día.

Caía la noche y el frío empezaba a colarse entre las vestimentas, no era demasiado porque estaban en primavera, pero de todos modos se hacía sentir. Y fue ahí cuando la distribución dio inicio, cada uno se fue agrupando junto al Legatus que comandaba dicha legión. Alejandro no sintió nada especial cuando terminó en la Legio III Cyrenaica, al menos los dioses le sonrieron cuando Alair también terminó en la misma legión, pero no Domitio, él terminó en la Legio XVII.

—Parece que tendremos que seguir soportándonos —dijo Alejandro con humor.

Alair puso los ojos en blanco.

—La mala suerte me persigue lamentablemente —respondió el otro de mala gana.

Pero en el fondo, los dos sabían que todo era una broma, que solo había una gran amistad entre ellos y se había formado con el tiempo y todos los obstáculos que tuvieron que enfrentar.

—Es increíble como todas las escorias terminan en legiones que son escoria —expresó una voz a sus espaldas.

Alejandro estaba molesto y harto del hombre, no lo soportaba pero aún así seguía apareciendo en su vida. Manio Cornelio Escipión, Legatus de la Legio XIX Augusta Pia Fidelis, era como una cucaracha de la que no podías deshacerte, siempre saliendo de los rincones del suelo más sucios. Al menos, el príncipe estaba feliz de no haber terminado en la legión de ese desagradable hombre, sino realmente hubiera renunciado al ejército.

—No creo que debería hablar así de la legión de otro Legatus, alguien podría escucharlo —pronunció Alejandro, intentando sonar respetuoso, aunque quería golpearlo en la cara.

Cornelio Escipión soltó una carcajada seca y arrogante, luego hizo una mueca despectiva. Claramente, le importaba muy poco que otro Legatus lo escuche despreciándolo, seguramente porque se consideraba superior al contar con la gracia y el respaldo del propio Emperador.

—¿Sabes quién creó esta legión? —interrogó el Legatus, todavía insistiendo en entablar una conversación, como si le divirtiera molestar a Alejandro; seguramente lo hacía—. Fue el traidor de Marco Antonio, tu padre —Alejandro se quedó quieto, estupefacto al escucharlo y Cornelio Escipión sonrió como si hubiera esperado este momento—. Por eso, no me sorprende que hayas terminado acá, como dije, escoria con escoria se llevan bien —soltó con burla.

Y Alejandro realmente tuvo ganas de matarlo, estaba harto de él, pero no llegó a mayores cuando otra voz los interrumpió.

—Suficiente —era grave y autoritaria—. Legatus, será mejor que vaya con su propia legión, parece que hay algunos inconvenientes entre sus reclutas y no creo que quiera quedar como un incompetente que no puede controlar a sus propios hombres —dijo.

Cornelio Escipión hizo otra mueca, la segunda en pocos minutos, pero esta vez era de disgusto. Claramente esos dos hombres no parecían tener una relación muy amable. Pero luego se despidió y se marchó tranquilamente. El otro hombre, cuando Alejandro lo observó, notó su altura desmedida y su cabello demasiado rojo, llamativo y no muy común en estas tierras. Su mirada era dura y tenía ojos claros que resaltaban gracias a sus pobladas cejas, también de un rojo brillante.

—Ustedes dos, si van a estar en mi legión no quiero ningún inconveniente, sino definitivamente los echo —comenzó diciéndoles—. El resto puede considerarnos como una de las peores legiones, pero no permitiré que mis propios hombres lo hagan, sino ya los estoy cambiando —espetó con dureza.

—Sí, señor —contestaron ambos, así que éste iba a ser el Legatus de su legión.

—Partiremos en una hora hacia nuestro cuartel, así que prepárense porque no esperaremos a nadie y el viaje es largo —mencionó y después de otra mirada seria, se marchó pisando con fuerza.

Definitivamente no la iban a tener fácil, su Legatus terminó siendo bastante severo por lo que pudieron apreciar a simple vista. Al menos tenía el punto a favor que le desagradaba Escipión, así que Alejandro lo consideraba un buen comienzo.

—¿Quién era? —preguntó Alair.

Y Alejandro sabía que se refería a Escipión, pero también sabía que Alair conocía quién era el hombre. Así qué comprendió que su amigo realmente quería saber, ¿quién era en la vida de Alejandro? ¿Por qué el romano siempre se burlaba de él cuando lo veía? El egipcio exhaló cansado.

—Participó en la batalla de Accio y de la invasión a Alejandría —comenzó el ex príncipe con calma. Alair permanece en silencio—. Fue uno de los muchos soldados que lograron entrar al palacio, pero también fue quien nos encontró a mis hermanos y a mí, mientras intentamos escondernos de toda la masacre —contiene la respiración, tratando de olvidar esos momentos que ocurrieron hace ya siete años, pero el dolor y el miedo que sintió siguen ahí—. Aún recuerdo como si fuera ayer cuando agarró a la sirvienta que intentaba protegernos y comenzó a cortar su rostro con la espada —continuó ido—. Su llanto de dolor todavía resuena en mi cabeza a veces.

Alair no dijo nada y Alejandro tampoco continuó, el segundo no podía y el primero no sabía qué decir. No había esperado esa historia, imaginaba que algo relacionado con la destrucción de su familia era, pero esa violencia no la esperó. Así que permaneció callado y solo colocó una mano en el hombro de su amigo, como un vago consuelo.



Estancia de la familia Agripa en el Lacio, 25 de abril del año 23 a.C.


Cuando Tiberio intentó levantarse de la cama donde ha pasado las últimas semanas acostado, realmente suelta un grito de dolor. Por suerte, no hay nadie cerca para escucharlo o tal vez, solo hay esclavos pero tuvieron la misericordia de hacer oídos sordos. Así que muy lentamente se acomoda hasta quedar sentado, lo lamenta al instante porque todo duele. El médico le dijo que tiene múltiples heridas en todo el cuerpo, aparentemente de todas las veces que lo cortaron con las espadas, sin embargo son superficiales. Las más graves y las que realmente son un problema, es el golpe en la cabeza, las cuchilladas que recibió en su costado y en la pierna derecha. El de la cabeza lo mantuvo inconsciente durante días y ahora solo le provoca algunos mareos; la herida del costado parece estar cicatrizando bastante bien pero es un dolor constante el respirar; y finalmente está la pierna, lo peor es que la herida está sanando muy lentamente y debe limpiarla constantemente para evitar alguna infección. Esto último es lo que más teme Tiberio, ya que hoy se despertó sintiendo que su pierna estaba demasiado caliente y espera que no sea fiebre.

Necesita recuperarse y partir a Roma de inmediato, ya ha perdido demasiado tiempo. Marco Vipsanio Agripa y su hija Vipsania, habían partido en el día de ayer hacia la capital del Imperio. Aparentemente, ellos también iban hacia allá cuando lo encontraron tirado en el camino, entonces padre e hija se quedaron atrás para atenderlo pero Marcela la Mayor siguió el viaje; ahora la alcanzarían. Agripa le aclaró que no podía continuar en el Lacio ya que Augusto lo había llamado, solo se había quedado hasta asegurarse que Tiberio estaba bien y como ahora había despertado, era la hora de seguir su viaje. Sin embargo, él podía quedarse aquí y seguir sanando, mientras que cuando el hombre llegue a Roma le comunicaría la situación a su familia y enviarían un contingente médico adecuado para trasladarlo a Roma.

Tiberio solo debía esperar unos días, pero comenzaba a aburrirse aquí en la soledad y sin nadie con quién conversar. Extrañaba a Selene, su única amiga, solo esperaba que ella estuviera bien.



Roma, Palacio del Emperador, 28 de abril del año 23 a.C.


Julia duerme al lado de su padre, ha sido así desde los últimos días. Livia solo chasquea la lengua y decide salir un rato de la habitación, necesita aire. También necesita pensar, Augusto ha estado semi inconsciente durante la última semana, saliendo y entrando en el sueño, pero cuando está despierto solo delira por la fiebre y no dice nada coherente, no se puede entablar una conversación porque él no registra nada. El médico ha dicho que solo había dos opciones, se ha contagiado de la peste o ha sido envenenado al igual que Marcelo.

Livia necesita hacer algo, está al tanto de los malestares políticos que están surgiendo en el Senado, sus propios informantes se lo han comunicado. Y Livia como Emperatriz entiende que detener esto es su deber, hasta que su marido se recupere es su obligación mantener la organización del Imperio, al menos todo lo que está a su alcance. Porque Augusto mejorará, esto es solo un pequeño temblor que deben afrontar.

—Madre —llamó Druso a la mujer.

Livia intenta sonreír, pero le sale hueca y triste. Lleva días sin descansar, preocupada por su marido.

—El magistrado ha llegado, está esperando en una de las salas oficiales —agrega Druso.

—Gracias hijo —murmura y dirige su caminar hacia el lugar.

—Madre —vuelve a llamarla—, ¿estás bien? —interroga con preocupación.

—Sí, dentro de todo —responde con otra sonrisa hueca y luego se marcha.

Cneo Calpurnio Pisón era un plebeyo que descendía de una larga familia de magistrados, así que también terminó como uno a pesar de su corta edad. Livia lo había elegido como su vocero, ella claramente no podía ir frente al Senado para exponer todo, así que buscaría un intermediario.

—Señora —pronunció el joven magistrado mientras se inclinaba.

Ella le hizo un gesto para que se sentara, él obedeció y ella tomó un asiento más alejado para mantener la distancia.

—Te he convocado para que hables en mi nombre ante el Senado —comenzó Livia, él asintió y no la interrumpió—. Es de conocimiento público que Marco Claudio Marcelo ha fallecido, y desgraciadamente el Emperador Augusto también ha caído gravemente enfermo desde hace unos días —dijo, y Pisón jadeó sorprendido, nadie sabía eso—. Sin embargo, no ha sido culpa de la peste que azota a las clases más pobres, sino que han sido envenenados.

—¿Qué? Pero, ¿quién se atrevería? —masculló horrorizado ante ese pensamiento.

—La esclava egipcia, hija de Cleopatra y Marco Antonio, la niña que acogimos y quisimos como a una hija —contestó Livia con odio—. Ella mató a Marcelo e intentó hacerle lo mismo a mi esposo, pero ya está en custodia. Solo te pido que se lo comuniques al Senado y que inicien las acciones legales correspondientes. La culpable debe ser juzgada y condenada por sus crímenes —terminó.

Y el magistrado solo asintió. La justicia romana caería con fuerza sobre la joven asesina, los romanos no le perdonarían tal atrocidad.





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