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31: Identidad


Estancia de la familia Agripa en el Lacio, 20 de abril del año 23 a.C.


La joven mira al hombre inconsciente que yace en la cama de una de las habitaciones destinadas para los invitados; es joven y a pesar de las heridas le resulta bastante hermoso, siente los nervios de quien se enamora por primera vez.

Ella lo había divisado en el suelo al costado del camino, mientras se dirigían a Roma. Obligó a toda la comitiva a frenar y ayudarlo, la esposa de su padre se había negado, aduciendo que podía ser un impostor o un ladrón, ella la ignoró. Le rogó a su padre, intentando convencerlo de que seguramente no era un ladrón, sino que había sido asaltado por ladrones, su padre terminó cediendo para el disgusto de su esposa.

El hombre estaba mal, tenía varias heridas pero la peor parte era un golpe en la cabeza. No sabían cuánto tiempo había pasado desde el ataque, pero sabían que si no recibía atención médica de inmediato, seguramente no vería otro día. Por suerte, unos kilómetros más adelante, había una estancia que le pertenecía a su padre, así que después de insistir, ella logró que su padre subiera al joven herido a una de las carretas y terminan dirigiéndose a la estancia para que sea atendido. El médico del lugar revisó sus heridas y las sanó, pero el golpe en la cabeza había sido fuerte y les comunicó que solo quedaba esperar a que despierte, si lo hacía.

La esposa de su padre se enfadó y no estaba dispuesta a quedarse, ya que quería seguir con el viaje a Roma e intentó convencer a su marido de que la acompañase porque su hijastra estaba decidida a quedarse con el hombre herido hasta que se recuperara. Su padre intentó convencerla, pero se negó, así que no le quedó otra que discrepar con su esposa.

—Ve tú a Roma, yo te alcanzaré en unos días, cuando esto se haya solucionado —había dicho su padre.

Ella sonrió mientras veía a la esposa de su padre partir colérica y sola hacia Roma.

—¿Sigue sin despertar? —interrogó su padre al entrar a la habitación.

—Sigue igual —respondió desanimada.

Su padre tarareó como respuesta y se acercó a ella, que estaba sentada junto a la cama del desconocido.

—Hija, es la hora del almuerzo. Vamos a comer —pronunció su padre.

—Pero quiero estar aquí cuando despierte —contestó ella a cambio.

—Lleva días sin despertar, no creo que justo lo haga cuando te vayas por unas horas a comer —contradijo el hombre.

Ella hizo un puchero, no quería, pero su padre tenía razón. Mientras que Agripa, no entendía la terquedad que su hija mostraba por este desconocido, pero podía imaginarse que en realidad, no era tanto por el hombre en sí, sino que el hombre era la excusa perfecta que su hija encontró para no viajar a Roma. A pesar de que a ella le gustaba la ciudad, se había negado a viajar desde un principio, solo para hacerle la contra a su esposa. Y él no entendía porque su niña odiaba tanto a su madrastra.

—Está bien —respondió de mala gana y se puso de pie.

Cuando ambos caminaban hacia la sala para poder almorzar, Agripa decidió que era el momento para informarle a su hija los siguientes pasos a seguir.

—Junta todas tus pertenencias, mañana partiremos a Roma, nuestro viaje se ha atrazado demasiado —dijo el hombre.

—¡¿Qué?! ¡Claro que no! Yo no iré, ve tú si quieres —gritó enojada.

—¡Vipsania! —gritó el hombre a cambio, no solía llamarla por su nombre, solo cuando estaba enojado—. Frené mi viaje a Roma para complacerte, a pesar de que mi mejor amigo había solicitado mi presencia. Dejé que mi esposa viajara sola para consolar a su madre, pero ya es suficiente —cortó tajante—. Ha pasado cerca de una semana y ese hombre no despierta, hemos hecho lo que podíamos pero no es nuestra responsabilidad. Así que mañana partiremos a Roma sin quejas, no me quedaré ningún día más aquí esperando que ese hombre despierte, ya que tal vez nunca lo haga —sonó cruel, pero necesitaba que su hija entendiese.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos, pero no respondió nada, no tenía cómo refutarlo.

—Además, no me gusta que pases tanto tiempo en la habitación de un hombre desconocido, todavía eres una niña —agregó.

Vipsania sintió sus mejillas enrojecer por las palabras de su padre. Era cierto, todavía no tenía la edad para casarse y ese joven habrá tenido alrededor de unos veinte años, sacando las cuentas, era siete años mayor, no era para tanto. Su padre había tenido como diez más que su madre y se casaron igual.

Pero aún así, Vipsania no lo contradijo, su padre rara vez se enojaba con ella, la última vez había sido cuando le comunicó que se volvería a casar y ella hizo un escándalo. Su padre fue tajante y no cedió a sus caprichos, se terminó casando igual.

—No soy una niña, dentro de poco seré mayor —murmuró roja como un tomate.

—Pero todavía no lo eres —respondió Agripa—. Además, te casarás con un joven patricio y no con un desconocido y sin una familia pudiente. Eres mi hija y te mereces lo mejor —terminó de forma contundente y comenzó a comer, dando por finalizada la conversación.

Ella se mordió la lengua e hizo lo mismo que él, aunque no estuviese de acuerdo. Siempre soñó con casarse con alguien que quería y no con un desconocido patricio. Miró una vez más hacia el pasillo que conducía a la habitación de huéspedes y solo deseó que el bello joven despertase antes de que ella se vaya.



Montes Albanos, a las afueras de la ciudad de Tusculum, en el Lacio. Campamento de los legionarios romanos.


Alejandro observaba la carta que tenía en sus manos y que él mismo había escrito, debatiendo si debía enviarla o no, todavía algo dudoso sobre si era la opción correcta para seguir.

—¿Y a ti qué te sucede ahora? —interrogó Alair apenas ingresó a la carpa que compartían.

El príncipe egipcio observó al otro joven, con quien había empezado de la peor manera, a través del descubrimiento de un secreto y luego, con amenazas de muerte. Para que finalmente, terminara salvándole la vida y entablando una tentativa amistad que cada día iba creciendo. Era con el único que podía hablar sobre casi todo, porque ambos conocían los secretos del otro y nadie se juzgaba.

—¿Malas noticias? —volvió a interrogar ante el silencio de su compañero.

Alejandro negó, pero Alair siguió esperando una respuesta más amplia. Si meses atrás alguien le hubiera dicho que estaría genuinamente interesado por la vida de algún compañero, Alair se hubiera reído de tal estupidez. Porque ese pensamiento era realmente una estupidez, él nunca quiso involucrarse con nadie y prefería evitarlos, temiendo que alguien pudiera descubrir su secreto, que había pasado más temprano que tarde. Pero contra su propia incredulidad, Alejandro nunca lo delató sino todo lo contrario, lo cubrió. Y después, él mismo había terminado salvándole la vida al ex príncipe, cosas extrañas de la vida.

—Diría que son buenas noticias —respondió Alejandro.

—¿Y por qué esa cara entonces? —insistió el otro.

—Solo pienso si estoy haciendo lo correcto —contestó un poco dubitativo.

—¿Y qué es lo que estás haciendo? —continuó Alair un poco más preocupado, su compañero era conocido por tomar decisiones apresuradas—. Alejandro, ¿qué estás planeando?

El susodicho respiró hondo mientras cerraba los ojos, para asimilar que estaba por dar el siguiente paso.

—Un amigo se ofreció a adoptarme —respondió con calma y lentamente.

Alair se quedó en silencio por un momento, procesando lo que el otro había dicho pero no estaba terminando de entender.

—Pero a ti ya te adoptó Octavia, la hermana del Emperador, ¿no? —expresó con duda pero sabiendo que era cierto.

—Sí y no —dijo Alejandro, desconcertando más al otro—. Nos acogió, nos dio un techo y comida, no nos dejó desamparados pero para las leyes romanas nosotros no somos sus hijos, ya que no nos adoptó legalmente porque es mujer, ellas no pueden adoptar. Para hacerlo de forma sencilla, en el papel no es nuestra madre, no pertenecemos a la familia imperial y pretendo nunca hacerlo —agregó al final.

Alair estaba comprendiendo un poco más la situación, pero seguía medio perdido aún y no estaba terminando de entender a dónde quería llegar su amigo.

—Está bien, pero ¿quién dices que te va a adoptar? —interrogó dudoso—. Tu hermana, ¿sabe esto?

Y ahí estaba uno de los problemas para Alejandro, ¿cómo reaccionaría su hermana? Solo esperaba que entienda que lo hacía para ellos.

—¿Recuerdas al comerciante de telas que me ayudaba a enviar cartas a Selene? —interrogó y esperó hasta que Alair asintió en reconocimiento—. Pues, es él quien quiere adoptarme.

Alair estaba aún más desconcertado, podía entender la relación de esos dos, ya que el comerciante era egipcio antes de terminar como un esclavo y cuando un día cualquiera reconoció a Alejandro en el mercado, le ofreció su ayuda sin dudarlo porque aún lo veía como su príncipe.

—Pero es un liberto, sólo los ciudadanos romanos pueden adoptar. No lo entiendo —expresó frustrado.

—Sí, solo los ciudadanos romanos pueden adoptar —coincidió el egipcio—. Sin embargo, su amo además de liberarlo también lo adoptó, así que es un ciudadano romano y por lo tanto puede hacerlo —dijo mientras Alair asimilaba todo—. Cambió su nombre egipcio por el romano de su amo, ahora es Marco Tulio Salinator y se ofreció a adoptarme para que pueda librarme de toda conexión con la familia imperial.

Alair se quedó en silencio un momento, evaluando todo lo que su amigo le había dicho. Ahora sí lo entendía, según los planes de Alejandro su hermana se casaría con el rey numidio y por lo tanto, dejaría el palacio y el Emperador ya no tendría poder sobre ella, ya que ese control pasaría a manos de su marido. Sin embargo, el que quedaba en peligro era justamente Alejandro porque aunque se había unido al ejército y eso significaba que no precisaba volver, no lo libraba del poder que Augusto podía llegar a ejercer sobre él. Esto se debía a que Alejandro no tenía a nadie y el Emperador se aprovecharía de eso, ¿quién lo detendría? Si al final era un egipcio sin tutores legales y toda la sociedad romana consciente de que estaba bajo el cuidado de Octavia. En otras palabras, Alejandro estaba en un limbo para las leyes romanas y quién más que el propio Emperador del Imperio podía llegar a decidir por él. Salvo, que alguien adoptara legalmente a Alejandro y éste formara parte de una familia romana, ahí el poder absoluto de Augusto estaría limitado de una forma.

—Es tu mejor opción —pronunció y Alejandro asintió, pero no habló, algo lo seguía atormentando—. Entonces, ¿qué es lo que te hace dudar? —interrogó finalmente.

Alejandro sintió que perdía todas sus fuerzas, estaba agotado de pensar hace semanas sobre esto cuando el otro hombre se lo propuso.

—No estoy tan seguro de querer dejar todo atrás, de olvidarme de quién soy realmente y aceptar un nombre romano —expresó inquieto—. De perder mi identidad egipcia —susurró al final, casi quebrado.

Alair esperó por si su amigo se largaba a llorar, pero no lo hizo. Sus ojos estaban vidriosos pero ninguna lágrima se escapó de ellos.

—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Alair y Alejandro no sabía a qué iba con eso—. Entiendo que eras un príncipe egipcio y qué tenías todo y lo perdiste, y que iniciaste este plan para recuperar lo que consideras que es tuyo. Pero sé sincero, ¿realmente crees que algún día lo harás? —no quería ser cruel, pero a veces el golpe de realidad era necesario—. Dejame decirte amigo, que no. Nunca podrás devolverle toda la gloria a Egipto y ser un faraón, eso está perdido. Debes aceptarlo, está es tu realidad, este eres tú y no el de hace diez años atrás.

Alejandro agachó la cabeza cuando terminó de hablar e inhaló varias veces para intentar contener las lágrimas y el nudo de impotencia que se formaba en su garganta.

—Lo sé —dijo aún agachado—, lo sé y eso es lo que me duele —ahogó un pequeño sollozo.

—Claro que duele, pero no se puede seguir llorando por el pasado, hay que mirar hacia el futuro —respondió Alair—. Cuando se pierde todo, solo nos queda sobrevivir, eso es lo que debemos hacer hasta que podamos construir otro yo nuestro, con lo mejor de todas nuestras versiones pasadas pero enfocados en el futuro.

Alejandro miró a su compañero después de su extraño discurso que rayaba lo filosófico.

—¿Y eso qué significa? —interrogó dudoso.

—Que perdiste mucho, no pierdas lo único que te queda, a tu hermana —respondió—. Acepta esa adopción y encara tu nueva vida con determinación, asegurate de que tu hermana esté a salvo y tú también de esos asesinos. Y luego, cuando seas un sobreviviente, comienza con tu venganza.

Alejandro pensó unos minutos en un silencio total y finalmente sonrió casi de forma imperceptible.

—¿Es fácil? —preguntó.

No sabía mucho sobre el pasado de Alair, salvo que no toda su vida había sido un esclavo y eso significaba que había tenido algo antes de eso. Al final, eran bastante parecidos.

—El instinto del ser humano es sobrevivir y siempre es mejor aceptar las cosas que no se pueden recuperar —respondió, pero para reconfortar a su amigo un poco volvió a hablar—. Pero cuando aún te queda algo, es mucho más fácil y tú tienes a tu hermana. Además, al final del día, cuando hayas cambiado tu nombre y seas otra persona para los romanos, solo ella sabrá quién eres realmente, solo los que te conocieron te recordarán como un príncipe egipcio y nada de eso morirá, tu legado permanecerá intacto para las personas que te importan y solo eso cuenta, no lo que ven personas que ni conoces —expresó sincero.

Alejandro miró a su amigo totalmente agradecido, tenía razón, solo eso importaba. Sin embargo, se enfocó en Alair, ¿cuántas de esas palabras eran personales? Comprendió que su amigo tenía un trasfondo mucho más complejo, pero al mismo tiempo no sabía nada de él. También comprendió que su amigo conocía su nombre, conocía su historia y también sería de esas personas que no lo olvidaría, pero en cambio...

—¿Y tú, Alair? ¿Ese es tu verdadero nombre? ¿Tu verdadero yo? Al final del día, ¿alguien sabe quién eres? —interrogó.

El susodicho sonrió con tristeza y por un momento miró hacia la entrada de la carpa, pero en realidad miraba más allá, la inmensidad, algo que se encontraba muy lejos e inalcanzable.

—Solo yo, Alejandro, solo yo —murmuró con tristeza a recuerdos que eran eso, solo recuerdos.

El príncipe ya no dijo más nada, entendió que su amigo no quería hablar, que no estaba preparado para eso o tal vez, quería olvidarse de su pasado y que nadie lo recuerde. No lo presionó, cada uno era libre de elegir o al menos lo intentaban. A Alejandro siempre lo recordaría su hermana, a su amigo el viento y sus propios recuerdos. Además, tal vez era mejor para él empezar de cero, nadie sabía lo que había tenido que sufrir hasta llegar aquí, tomando sus propias palabras, tal vez no había nada bueno de su pasado para rescatar.

Más tarde ese día, Alejandro envió su carta aceptando la adopción.



Roma, Palacio del Emperador


Antonia la Menor observa a su media hermana por parte de su madre llegar al palacio, ha tardado más de lo esperado. Se entiende que ya no vive en Roma debido a que su marido fue exiliado, pero aún así tardó demasiado y ni siquiera llegó para los ritos fúnebres finales de su propio hermano de sangre, ya que el difunto Marcelo y Marcela la Mayor eran hermanos sanguíneos junto a Marcela la Menor.

—Un poco tarde, ¿no? —soltó cuando vio a la mujer bastante cerca para escucharla.

Y Marcela la Mayor lo hizo porque frenó para acercarse a ella, a pesar de que seguramente pensaba ir directo a ver a su madre.

—Antonita —saludó y ella frunció el ceño, odiaba que la llamaran así solo por ser la más chica—. Me alegro de verte, pero preferiría ver a nuestra madre antes porque he tenido un viaje muy largo y agotador, así que no quiero perder más tiempo en discusiones banales —intentó sonreír, pero Antonia sabía que estaba enojada.

—No quiero discutir, solo quería saber el por qué de tu retraso, madre te ha necesitado estos días —contestó a cambio.

Al mencionar la tristeza de su madre, Marcela perdió todo rastro de lucha y enojo. Estaba afligida por la muerte de su hermano Marcelo, pero no podía ni imaginarse el dolor que estaba sintiendo su propia madre.

—Tuvimos un percance en el viaje —dijo mucho más calmada esta vez—. Rescatamos a un hombre herido y mi hijastra se empecinó en salvarlo, así que ella y mi marido se quedaron en una finca de la familia hasta que el hombre se recupere. Yo decidí seguir para acompañar a nuestra madre —intentó ocultar el enfado que sentía por la hija de su esposo, era una niña caprichosa y la odiaba.

Antonia la miró sorprendida, a pesar de que podía notar cuánto molestaba esto a su hermanastra.

—No te imaginé tan solidaria —pronunció con falsa sorpresa—. Sin embargo, pensé que el Emperador había solicitado la presencia de tu marido Agripa y él no ha venido —hizo una pausa y Marcela se mordió el labio—. Si tomas mi consejo, no creo que esto sea bueno para su carrera, él ya fue exiliado de forma honorable cuando tomó el gobierno de la provincia de Siria y ahora prácticamente está haciendo esperar al Emperador. Te aseguro que a Augusto no le gustará este desaire y no creo que se libre de las consecuencias —terminó de forma especulativa.

Marcela respiró de forma audible, intentando controlarse para evitar decir cosas de más. Es cierto que Agripa había dejado Roma y todos lo tomaron como un exilio honorable hacia uno de los mejores amigos del Emperador, ya que los rumores decían que su difunto hermano había estado celoso de Agripa y temía que le quitara el puesto de sucesor. Marcela sabía que su hermano había estado celoso, pero la idea de que la amistad de Augusto y Agripa se había debilitado solo había sido una fachada, ya que la verdad se escondía detrás de esas acciones. Pero era un secreto, del que no podía pronunciar palabra porque no era una mujer de meterse en temas políticos, así que callaba.

—Antonita, de la carrera política de mi marido solo se ocupará él, así que ahórrate tus consejos que nadie pidió —respondió y forzó una sonrisa—. Y ahora si saciaste tu curiosidad, me retiraré a ver a nuestra madre que es mucho más importante.

Al terminar se marchó sin esperar respuesta alguna, Antonia solo rio y sabía que esto no terminaría ahí.

—¿Todo bien? —interrogó Druso al aparecer detrás de Antonia.

Ella sonrió al verlo, se llevaban bien desde que se habían conocido cuando apenas eran unos niños.

—Claro que sí —respondió—. Tengo ganas de ir a dar un paseo, ¿me acompañas?

Druso asintió y le tendió el brazo, ella rió por los tontos formalismos entre ellos, pero aceptó y se agarró de él.



Augusto revisa una vez más toda la correspondencia del día, solo para asegurarse que nada se le ha traspapelado, pero no, no hay nada de parte del rey Juba. En un ataque de bronca arroja todos los papeles contra la pared, hace tanto le ha escrito al hombre por una respuesta sobre su situación con su prometida, pero no ha obtenido nada. Esto no se le hace a él, no al Emperador de toda Roma, Juba tendrá que tener una muy buena explicación.

Justo Livia es testigo de su arranque de ira y al principio no dice nada, entra silenciosamente a la habitación y se sienta a su lado. Cuando es obvio que el hombre no hablará, es ella quien decide romper el silencio.

—Ya transcurrió una semana del entierro de Marcelo, el pueblo comienza a pedir una respuesta sobre su muerte, los rumores comienzan a propagarse —pronuncia con tranquilidad.

No agrega nada más, sabe que su marido no apreciará cualquier intento de decirle lo que debe hacer, pero está implícito. Debe tomar ya la decisión sobre lo que dirá con respecto a la muerte del que había sido su futuro sucesor, el clima político comienza a tensarse ante el silencio y eso podría provocar un desastre. Cualquier malestar político, social o económico debe ser apagado lo más rápido posible y así evitar que cualquier semilla desagradable germine en el futuro. Augusto lo sabe, así que debe moverse.

—¿Agripa ha llegado? —interroga a su mujer, sin acotar nada sobre lo que ella había mencionado.

Livia hace una pequeña mueca, invisible ante los ojos de su marido, cuando escucha ese nombre. El mejor amigo de su esposo nunca fue muy de su agrado, Augusto confiaba demasiado en él con respecto a su toma de decisiones. Al menos, se había ido por un tiempo de Roma, exiliado como gobernador en Siria, pero parece que ya estaba de regreso.

—Aún no, Marcela la Mayor ha llegado, pero parece que él ha tenido un contratiempo en el camino y se tardará unos días más —informó la mujer.

Augusto asintió y finalmente miró a su mujer, ya había tomado una decisión.

—Convocaré a todo el Senado para el día de mañana y comunicaré que la muerte de Marcelo ha sido producto de la peste; y como me he quedado sin herederos, ya estoy pensando en otros posibles candidatos —dijo serio.

Livia se quedó estática ante esas palabras, era obvio que debía buscar nuevos herederos y ella esperaba que sea su hijo Druso ya que era el favorito de su marido. Pero lo que la descolocó fue que diría que Marcelo murió por la peste y no a manos de la egipcia.

—¿Peste? —interrogó desconcertada—. Marcelo fue asesinado por la esclava egipcia —agregó incrédula.

—No —respondió cortante el Emperador—. No hay pruebas suficientes que lo demuestren y esa acusación podría desencadenar problemas mayores, así que prefiero mantener la paz. Juba no ha contestado, no quiero tomar una decisión y después arrepentirme.

—El que no te haya contestado debería ser respuesta suficiente de que no está interesado —opinó Livia perdiendo los nervios.

—¡Basta! —pronunció enojado—. Ya lo dijiste, el clima político se está poniendo tenso, no quiero sumar más problemas. Además, Octavia ya me ha suplicado que la deje en libertad y sinceramente, no quiero ser el culpable de que mi hermana pierda otro hijo en tan poco tiempo. No quiero causarle más dolor del que ya siente —terminó un poco triste al pensar en Octavia.

—La egipcia no es hija de Octavia —dijo Livia.

—Pero ella la quiere como si fuera una, así que para mí lo es —cortó tajante—. Selene será declarada inocente y liberada en los próximos días, esta instancia en prisión le servirá para cualquier cosa que tenga pensado hacer en el futuro, ya aprendió la lección.

—¿Y Julia? ¿Cómo crees que reaccionará? No le va a gustar nada todo esto —dijo Livia, jugando su última carta posible.

—Marcelo murió producto de la peste, ella lo entenderá, me encargaré de eso —pronunció con autoridad, dando por finalizada la conversación.

Livia quería decir algo más, intentar convencerlo para que cambie de opinión y declare a Selene como la culpable de la muerte de Marcelo, pero sabía que ya no podía hacer más. Esa egipcia había logrado librarse de todo, pero ya caería más adelante.

—¿Has tenido noticias de tu hijo Tiberio? —preguntó Augusto cambiando de tema.

—No, nada —respondió ella, sabiendo que esa respuesta no le iba a gustar.

—No me gusta que se haya perdido el entierro de Marcelo, es una figura importante dentro de la familia y el pueblo lo quiere después de que logró alimentarlos luego de la inundación —pronunció Augusto—. Su ausencia fue muy mal vista y también está despertando rumores, no es el momento de mostrarnos desunidos como familia, sino todo lo contrario—escupió con bronca—. Así que apenas regrese, quiero que le informes que quiero hablar seriamente con él.

Livia asintió. Maldita sea Tiberio, ella había logrado que sea enviado al Lacio para alejarlo por un tiempo de Selene, pero se suponía que era para que Augusto vea lo capaz que era en su puesto como Cuestor de Annona y no para que terminara empeorando su situación. Su hijo no estaba agradecido con todo lo que ella hacía por él.

—Ahora quiero descansar, así que puedes retirarte —dijo Augusto ya cansado.

Ella asintió otra vez y se marchó. Augusto suspiró, mañana sería un día muy largo.



Cirta, capital del Reino de Numidia. Palacio del Rey, 21 de abril del año 23 a.C.


Juba estaba sentado en el jardín, intentando escribir una segunda parte de su primer libro que había publicado hace unos años atrás, pero las palabras no parecían fluir, estaba estancado. Y mirando las flores y el jardín que había mandado a construir para su ex prometida, se dio cuenta que sí estaba estancado y que tal vez, sentarse justamente aquí era lo que no le permitía seguir avanzando. Tenía que soltar a Selene, tenía que dejarla ir. Mañana mismo le escribiría una carta al Emperador sobre la rotura del compromiso y también, mañana mismo ordenaría destruir todo este jardín, así ya nada le recordaría a ella.

—Su majestad, ha llegado la correspondencia —interrumpió uno de sus sirvientes.

Juba lo miró y notó que era Yugurta, el hijo de Baldo. El joven era unos años menor que el propio Juba, tenía más bien la edad de Selene; y ahí estaba otra vez, debía dejar de pensar en ella. Así que volvió a concentrarse en el joven, que se notaba que estaba nervioso, si bien había crecido en el palacio solo por ser hijo de Baldo, quien era la mano derecha de Juba, el otro aún permanecía bastante nervioso ante la presencia de su rey. Juba no lo comprendía, pero decidió pasarlo por alto porque ya le había dicho varias veces que deje las formalidades a un lado cuando no había nadie, después de todo eran algo así como hermanos, debido a que Juba veía a Baldo como un padre.

—Yugurta, déjala en la sala de reuniones, más tarde la revisaré —respondió Juba e intentó seguir escribiendo.

Yugurta se movió de un pie a otro, claramente nervioso o tratando de decir algo. Juba suspiró, Baldo se había ido al poblado vecino para resolver algún inconveniente con el tema del suministro de agua, así que a cargo de todas sus funciones en el palacio había quedado Yugurta. No lo malinterpreten, a Juba le agradaba el chico pero a veces era demasiado inseguro y eso lo ponía de los nervios cuando quería tomarse una tarde libre para descansar y dedicarse a la escritura. Una vez que no estaba Baldo atormentándolo para que se hiciera cargo de todo, quería disfrutar su breve momento de libertad pero Yugurta lo estaba impacientando.

—Suéltalo, ¿qué sucede? —dijo Juba.

—Una carta es de Roma —respondió dubitativo.

Juba hizo una mueca, solo quería descansar un momento y dejar todas sus preocupaciones para mañana.

—Está bien, debe ser del Emperador —pronunció desganado—. La leeré esta noche.

—No es del Emperador —agregó el joven y Juba solo quería que se vaya, así podía escribir.

No era del Emperador, oh. Entonces era de Selene, un nudo se le formó en la garganta y trató de respirar.

—Solo tírala, no estoy interesado en ninguna carta de la señorita Selene —dijo intentando que no se notara su voz quebrada.

Pero parecía que Juba no tendría paz, porque Yugurta no se marchó sino que siguió hablando.

—Tampoco es de la señorita Selene, sino que es de la joven Marcela la Menor —expresó aún nervioso.

Juba enarcó una ceja confundido, no era de Augusto ni de Selene.

—¿Quién? —interrogó desconcertado, no recordaba a ninguna Marcela.

—Marcela la Menor, hija de la señora Octavia y sobrina del Emperador —respondió Yugurta.

Ahora la recordaba, era una de las únicas amigas que tenía Selene en el palacio. ¿Por qué todo tenía que recordarle lo que había perdido?

—Sí, ya la recuerdo. Está bien, la leeré esta noche —terminó diciendo.

No entendía muy bien por qué esa joven le estaba escribiendo, pero lo averiguaría más tarde, ahora solo quería escribir.

—Su majestad —volvió a interrumpirlo Yugurta y Juba quería golpearlo—. Creo que es importante y debería leerla ahora, la señorita Marcela ha estado enviando una carta por día desde hace una semana y realmente considero muy necesario que la lea, si me permite mi opinión —agregó claramente angustiado por haber pasado algún límite.

¿Una semana? Marcela había estado enviando una carta por día desde hace una semana, pero él no había visto ninguna y Baldo no se lo había comunicado. Claro, Baldo las había leído y seguramente decía algo sobre Selene que no consideró importante. Sin embargo, ahora le había entrado la curiosidad, era raro que envíe una carta por día, parecía importante, incluso Yugurta estaba actuando muy extraño.

—Está bien, dámela —dijo finalmente rendido.

Dejó su libro que ni siquiera había empezado y tomó la carta, que Yugurta se apresuró a dársela como un niño ansioso por complacer. No esperaba nada importante, pero se le heló la sangre mientras avanzaba en su lectura.

—¡Yugurta! —gritó desesperado a pesar de que el joven estaba a unos metros—. Ensilla mi caballo y prepara las provisiones más necesarias, me estoy yendo ahora mismo hacia Roma —pronunció desesperado.

Yugurta solo tuvo tiempo de asentir y se fue corriendo a cumplir la orden. Mientras Juba se preparaba para el viaje con total rapidez, solo esperaba llegar a tiempo.

—Aguanta mi Luna, ya voy en camino —dijo a la soledad de su habitación.



Estancia de la familia Agripa en el Lacio


El dolor por todo el cuerpo fue lo primero que sintió, incluso antes de abrir los ojos y ser consciente. Tiberio se esforzó y trató de ubicarse, pero no tenía ni idea de dónde estaba, la habitación en la que se encontraba no le recordaba a ningún lugar en el qué había estado. Tal vez los guardias o el escriba lo habían encontrado y lo habían traído a un lugar seguro, pero ¿dónde? El lugar estaba bellamente decorado y ostentaba buen pasar económico, se arriesgaba a pensar en alguna familia patricia porque esto definitivamente no era una posada o casa de algún médico.

—Tengo todo el equipaje armado padre, solo déjame despedirme —sonó una voz quejumbrosa desde el otro lado de la puerta.

Tiberio se tensó y se preparó para lo peor, buscó su espada o su pugio*, pero no encontró nada. Ahí lo recordó, le habían robado absolutamente todo esos bandidos, estaba indefenso, solo le quedaba rezarle a Marte para que lo salve.

—Parece un dictador y no un padre comprensivo —masculló la joven para sí misma mientras ingresaba y cerraba la puerta—. Ni siquiera pensaba dejarme des... ¡ah! —gritó sorprendida al ver dos ojos marrones que la observaban.

Tiberio pudo ver a su visita, era una niña o mejor dicho una joven, tal vez rondaba los catorce años o estaba cerca. Sus rizos negros era su característica que más sobresalía y llamaba la atención a primera vista.

—Hola —pronunció con una voz seca por no usarla y por necesitar beber agua definitivamente.

—Estás despierto —dijo sorprendida y aún sin reaccionar del todo.

—Aparentemente —dijo casi divertido, no tenía nada que temer, la niña era casi graciosa—. ¿Tendrías agua para beber? —preguntó con la voz seca y ronca.

Eso puso en acción a la chica que rápido fue a un mueble de madera y buscó la jarra con agua para entregarsela. Tiberio bebió agradecido, sin temer que estuviera envenenada, si hubieran querido matarlo ya lo hubieran hecho cuando estaba desmayado. Ella seguía mirándolo de forma sorprendida.

—¿Dónde estoy? ¿Cómo llegué aquí? —preguntó, eran sus primeras dudas. Necesitaba información.

—Te encontré tirado al costado del camino, mientras me dirigía a Roma con mi padre, así que te trajimos hasta aquí para sanarte. Ya ha pasado como una semana de eso —Tiberio se espantó, ¿tanto tiempo?—. El médico no sabía si lo lograrías, tienes varias heridas en el cuerpo y un fuerte golpe en la cabeza —siguió la joven, parece que ahora no podía dejar de hablar y soltaba todo en cuestión de segundos—. Pero yo tenía esperanza, estaba segura que sí lo lograrías —agregó emocionada y Tiberio quería reír—. Por cierto, estás en la finca familiar.

—¿Y tú eres...? —intentó Tiberio y la joven se sonrojó.

—Vipsania —tartamudeó, volviéndose tímida cuando segundos atrás era un torbellino—, hija de Cecilia Ática y Marco Vipsanio Agripa —dijo casi avergonzada—. ¿Y tú? —interrogó al final.

Tiberio se sorprendió ante el nombre, ese hombre era el esposo de una de las hijas de Octavia, vaya coincidencia. Se relajó, no debía correr peligro aquí, Agripa era uno de los mejores amigos de Augusto aunque hayan tenido unos últimos meses extraños donde el hombre dejó Roma y tomó el gobierno de Siria.

—Lo siento por mis modales, soy Tiberio Claudio Nerón —expresó ya más tranquilo—, mi padre ya ha fallecido, pero mi madre es la emperatriz Livia Drusila —dijo, mientras Vipsania lo miraba boquiabierta—. Así que de alguna forma todos estamos relacionados con la familia imperial de la gens Claudia —terminó casi como broma.

—Hija, ya ha pasado... —interrumpió un hombre ya mayor, que se calló al instante—. Está despierto —agregó serio.

Antes de que Agripa pudiera decir algo más, Vipsania intervino.

—¡Padre! ¡Es el hijo de la Emperatriz! —exclamó entre sorprendida y eufórica.

Agripa no podía creerlo, así que después de todo terminó salvando al hijastro de su mejor amigo. Al menos, estaba seguro que Augusto lo perdonaría por retrasarse.



Roma, Palacio del Emperador


A pesar de que los días se estaban volviendo cada vez más cálidos con la inminente llegada de la primavera, Augusto se despertó en medio de la noche con frío. Livia descansaba a su lado, ajena al descenso de temperatura porque apenas estaba cubierta y dormía plácidamente. Molesto, intentó llamarla pero su voz no salió, sino que comenzó a toser, le picaba la garganta y la sentía demasiado seca.

—Livia —susurró apenas, su voz no daba para más.

Pero el llamado no bastó porque no se despertó. Enojado, se puso de pie para buscarse él mismo una copa de vino, pero el ataque de tos fue mucho más fuerte esta vez y sus piernas estaban entumecidas, se negaban a cooperar, lo que terminó llevándolo al suelo.

El golpe de su cuerpo fue tal y junto con su tos seca y agonizante, que terminaron despertando a Livia. Ella se horrorizó al ver a su marido en el suelo y tosiendo a tal grado que parecía estar convulsionando.

—¡Augusto! —gritó desesperada y resonó por todo el palacio.





*Pugio: cuchillo que utilizaban los legionarios romanos (soldados), algo así como una daga. Un arma auxiliar en caso de perder la espada.


¡Hola! No suelo hablar mucho por aquí, pero hoy me pintó jaja Pues verán, este capítulo ha sido más largo que el anterior (igual no se acostumbren jaja) y espero que lo hayan disfrutado. Porque yo lo he disfrutado, ha sido mi felicidad durante estos días de encierro por el covid (tranquis, mañana ya me dan el alta) y lo he escrito con mucho amor.

Han aparecido nuevos personajes, ¿qué relevancia tendrán en la historia? Y por supuesto han vuelto otros que los tenía ahí guardaditos (¡mi querido Alejandro!) y Juba se ha enterado de la situación de Selene y va al rescate, ¿llegará a tiempo? No hemos visto hoy a nuestra protagonista, ¿lo haremos en el siguiente cap?

¿Qué creen qué pasará? ¿Alguien se arriesga a tirar hipótesis? (Quiénes ya lo sepan, shhhh cero spoilers o los bloqueo jaja) Pero ya advertí que se viene el caos y las cosas se irán poniendo más intensas a medida que mis niños crecen. ¡Nos vemos la próxima y a cuidarse del virus!



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