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30: Pedido de ayuda


Roma, Mazmorras del Palacio del Emperador, 6 de abril del año 23 a.C.


El lugar estaba indudablemente más frío y oscuro que la parte superior del palacio, mientras transitaban por el pasillo Marcela se llevó las manos a su vientre, como un gesto protector y de consuelo ante la sensación de miedo que le provocaba este lugar. ¿Aquí tenían a Selene? Si solo el camino para llegar a la prisión era espeluznante, no quería imaginarse cómo sería cuando realmente lleguen allí.

Parecía ser un sentimiento mutuo porque Yanira, la sirviente de Selene, que estaba a su lado también se estremeció un poco, mientras apretaba con más fuerza la canasta que habían traído para la ocasión.

—Este lugar es... espantoso —dijo dubitativa Marcela—. No puedo creer que la tengan aquí —terminó horrorizada.

Yanira asintió, estando de acuerdo con la señora. Sin embargo, ella estaba más familiarizada con lugares así, después de todo era una sirviente que había nacido en la esclavitud antes de convertirse en liberta. Lugares así eran ajenos a personas de clase acomodada como Marcela, pero no para ella. De todos modos, no lo dijo, solo asintió.

—Estamos aquí para poder ver a la joven Selene —pronunció con firmeza Marcela, cuando se encuentra frente a cuatro guardias que parecen indiferentes.

Los hombres se hacen a un lado y ambas mujeres avanzan unos pasos, pero la noble romana lanza un grito horrorizado cuando vislumbra a la figura que se encuentra en la prisión. Yanira no grita, sabe comportarse como una sirvienta después de todo, simplemente comparte el mismo sentimiento pero sin demostrarlo.

—Quiero entrar —exige, pero sin mirar a los guardias.

—Lo siento, pero no está permitido. Son órdenes —contesta uno de los guardias.

Marcela no se deja intimidar y tampoco se echa atrás, está decidida a entrar.

—¿No está permitido? Pero a la hija del Emperador la dejaron —respondió y los guardias parecieron tensarse—. Y no solo eso, sino que permitieron que golpeara a la mujer que ustedes debían cuidar —acusó—. Así que si no quieren que hable con mi tío sobre la irresponsabilidad de ustedes cuatro y que terminen cuidando una de las fronteras más alejadas e inhóspitas de Roma, será mejor que nos dejen entrar —finalizó.

Los cuatro hombres se miraron con miedo entre sí y comenzaron a susurrar. Ser guardia de una prisión dentro del palacio no era lo mejor, pero sinceramente casi nunca tenían prisioneros y estaban holgazaneando y divirtiéndose más días que no. En cambio, ser un soldado activo en una de las fronteras del Imperio, era de las peores cosas que te podía pasar, ya que eran los lugares más conflictivos que existían y estaban en alerta máxima todo el tiempo y recibían ataques de los bárbaros constantemente.

—Está bien —dijo uno y abrió la puerta.

—Queremos privacidad, así que agradecería que se alejaran unos metros —mencionó y el guardia hizo una mueca, obviamente no le gustaba eso, pero volvió a asentir—. Será nuestro secreto —terminó y despidió a los guardias que se alejaron por el pasillo.

Inmediatamente, Marcela se precipitó al interior del espacio y se acercó con cautela a su amiga, sin saber muy bien qué hacer.

—Selene —pronunció con dolor—. ¿Qué te hizo?

Apenas había escuchado lo que había hecho Julia, de la propia boca de la susodicha que todavía vociferaba iracunda por el palacio, Marcela no dudó en visitar a su amiga para saber cómo se encontraba, pero estaba peor de lo que pensó ya que solo se había imaginado que Julia le había dado una cachetada o dos, no esto. Su cara estaba destrozada, infladamada y prácticamente toda su piel era de color púrpura, sus labios tenían varios cortes y aún con sangre seca a su alrededor.

La joven egipcia intentó abrir sus ojos, tuvo suerte con uno solo, el otro estaba demasiado hinchado. Sin embargo, comenzó a lagrimear enseguida al reconocer a su amiga.

—Marcela, no lo hice, yo no lo maté —sollozó con palabras entrecortadas.

Marcela no aguantó más y se arrodilló con evidente esfuerzo por su abultado vientre, y luego abrazó a su amiga, quien rompió a llorar con más fuerza.

—Lo sé, te juro que lo sé —consoló—. No te estoy culpando de nada.

—Pero ellos sí y me terminarán matando —pronunció con evidente desesperación—. Tienes que ayudarme —suplicó.

La pena de muerte no existía para personas de clase alta como ellos, ya había sido abolida esa ley, sin embargo Marcela también dudaría un poco ya que con Augusto nunca se sabía que decisión podía llegar a tomar.

—Lo haré, te ayudaré a salir de acá y demostrar tu inocencia. Solo necesito pensar en algo —dijo la romana.

Pero ambas sabían que no tenían mucho tiempo, Augusto todavía no había oficializado la muerte de Marcelo ni la razón, pero solo era cuestión de horas. No se podía mantener un secreto de ese tamaño por mucho tiempo.

—Contacta a mi hermano —respondió Selene, pero luego hizo una mueca—. No, contacta al rey Juba, solo él puede sacarme de aquí —terminó diciendo.

Alejandro no podría hacer nada, estaba en la misma situación que ella y hasta incluso podía llegar a terminar haciendo la situación mucho peor, ya que podría terminar en prisión junto a ella; conocía el carácter de su gemelo y seguramente se terminaría metiendo en demasiados problemas y no lograría nada. Otra opción que había cruzado brevemente por su cabeza había sido Tiberio, pero la descartó rápidamente. El joven romano tampoco podría hacer nada, no importaba mucho que sea el hijastro del Emperador o el Cuestor de Annona, no tenía poder alguno en esta situación justamente por tener esa relación con Augusto, ya que este último no sentiría presión alguna ante las amenazas de Tiberio, no tenía con qué hacerle frente.

La única persona que podría intentar salvarla era el rey Juba, era el único que tenía los medios para hacerle frente a Augusto e infundir algo de preocupación en el Emperador si la situación se volvía tensa. Selene sabía que si se desataba una guerra real entre los dos, Juba no ganaría ya que su reino era mucho más pequeño que el Imperio, pero tenía que jugarse las cartas y esperar que Augusto no desee esa situación. Todos sabían que al hombre le gustaba mantener la paz y la buena relación con sus aliados, y que prefería seguir conquistando otros territorios. Así que una guerra con uno de sus aliados, seguramente no le iba a gustar y preferiría resolverlo de una forma más diplomática. Era su única opción y esperar que realmente Augusto se incline hacia la paz y no la guerra. Sin embargo, había otro gran problema, la última vez que había hablado con Juba, éste le había dejado en claro que toda su relación se había terminado y hace ya tiempo que no contestaba sus cartas. Pero no le quedaba otra, él era su única opción y solo esperaba que el hombre se compadeciera e intentara ayudarla; sino ya podría imaginarse muerta en esta misma prisión.

—Lo haré, le escribiré y estoy segura que vendrá a liberarte. Se nota que Juba te aprecia demasiado, no te dejaría aquí sin luchar —respondió Marcela intentando tranquilizarla—. Saldrás de aquí y este infierno terminará pronto.

Selene sollozó y Marcela pensó que era de alivio, en parte lo era porque al menos su amiga le creía; pero no estaba tan segura de conseguir su libertad y menos sabiendo que tal vez Juba ya no la apreciaba como antes y ni siquiera se molestaría en salvarla por considerar que ya no era su problema. Pero a Selene ya no le quedaban opciones, solo esperar y rezar a Horus para que todo saliera bien.

—Ahora déjame ayudarte con esto, Julia enloqueció —pronunció Marcela mientras miraba el rostro de Selene—. Yanira, ven aquí —ordenó.

La sirvienta que había permanecido alejada para no interrumpir a las jóvenes nobles, se acercó y colocó la canasta que traía en el suelo y comenzó a sacar algunos elementos.

—Señora —dijo con dolor al ver las heridas.

Selene intentó sonreír, sabiendo muy bien lo que Yanira intentaba expresar, ella siempre la había tratado bien y ahora se arrepentía de haberle gritado esa vez hace unos días cuando estaba alterada por la noticia de su compromiso con Rhodon. Ahora todo eso parecía tan lejano y ya no estaba tan segura de que lo que le habían dicho Julia y Livia haya sido cierto; ahora eso era el menor de sus problemas.

—Supongo que no has tenido mucho trabajo estos días, ya que he estado encerrada aquí y no precisaste aguantarme —intentó bromear, pero nadie rió.

—Estoy aquí para ayudarle con sus heridas y así cuando salga, estaré hermosa otra vez —Selene sonrió con tristeza.

Su supuesta belleza le había traído muchos problemas, tal vez si no hubiera sido agradable a la vista, Marcelo nunca se habría obsesionado con ella y no estaría en esta situación. Pero las cosas no habían sido así y no tenía sentido pensar en eso.

—Esto va a doler un poco, lo lamento —expresó sincera, Yanira.

Y Selene gritó cuando el ungüento tocó por primera vez su piel dañada y en carne viva.



Roma, Palacio del Emperador, 6 de abril del año 23 a.C.


A pesar de que ya habían pasado dos días del fallecimiento de Marcelo, recién hoy habían comenzado sus ritos funerarios porque finalmente Julia había entrado en razón y aceptó su muerte.

El cuerpo de Marcelo ya había sido lavado y perfumado, el Emperador Augusto ya había cerrado sus ojos, generalmente a esta acción solía hacerla el hijo del difunto pero nunca había tenido uno, a pesar de estar casado hace dos años ya. Así que debía realizar tal acción la persona más cercana, Augusto había decidido ser él para demostrar el aprecio que le tenía a su sobrino y cómo había deseado que sea su sucesor, algo ya imposible ahora. Además, también ya se había hecho el conclamatio, es decir, la pronunciación de su nombre y luego, las mujeres habían comenzado con sus lamentaciones. Luego, se lo había vestido con una toga picta de color púrpura para demostrar su estatus, es decir, que había sido un triunfador.

Cuando todo su cuerpo estaba preparado, se lo llevó y colocó en el atrio del salón principal del palacio, con los pies mirando hacia la entrada, que estaba decorada con algunas ramas de ciprés o laurel, anunciando así al resto de la población que se había producido un deceso. Y en cuestión de segundos, el cuerpo estaba rodeado por cuatro esclavos, dos a cada lado, que comenzaron a abanicarlo para evitar que le diera el sol.

Las mujeres seguían con sus lamentaciones, Octavia parecía estar desconsolada llorando por su hijo, mientras que sus dos hijas que se encontraban en el palacio: Marcela y Antonia la Menor, intentaban brindarle algo de apoyo y no demostrar tanto el dolor por la pérdida de su hermano para así ser fuertes para su madre. Mientras que Antonia la Mayor y Marcela la Mayor, habían emprendido el viaje hacia el palacio apenas se enteraron de la noticia, pero tardarían uno o dos días en llegar ya que estaban junto a sus maridos y ninguno vivía en Roma.

A pesar de que era función de las mujeres realizar las lamentaciones por el muerto, su esposa Julia no había hecho ninguna y eso tenía desconcertado a varios hombres que se encontraban presentes, como Druso y Julo Antonio; éste último incluso había hecho un pequeño amague para ir hacia ella y preguntarle si necesitaba algo, pero Augusto lo había detenido instantáneamente, así que se quedó en su lugar.

Pero esta aparente inquietud de Julia terminó pronto, ya que cuando varias personas se acercaron al cadáver de Marcelo para poder colocar la cera y sacar una muestra de su rostro, ella colapsó. Cayó de rodillas y comenzó a llorar desconsoladamente porque lo entendió, finalmente aceptó que su adorado esposo estaba muerto, ya no lo volvería a ver, tampoco sentiría su calor y nunca podrían ir juntos a la playa.

Julia, la hija del primer Emperador de toda Roma, el hombre con más poder en todos los territorios; había perdido todo, lo que más amaba. Ahora era una mujer que acababa de quedar viuda. Nunca más volvería a sentir felicidad.



Roma, capital del Imperio Romano. Burdel "Granadensis", 7 de abril del año 23 a.C.


Cuando Tais se percata del rostro enojado de su compañera de habitación, no resiste la curiosidad de averiguar qué tiene así a la meretriz mejor pagada de todo el burdel. Hoy en día la rubia se ha convertido en la que más gana de todas ellas, eso gracias a que se ha convertido casi en una de las mujeres habituales del Emperador.

—¿Qué te tiene así? —interrogó.

Attis frunce el ceño un poco más si es posible, parece una niña caprichosa que no ha conseguido el juguete que quería y es ahí, cuando Tais recuerda que su compañera todavía es joven, ni siquiera llega a los veinte años.

—Augusto no me ha llamado hace días —responde malhumorada—. Al menos lo hacía una vez a la semana, pero hace dos que ya no voy al palacio y no sé nada de él. Tampoco me ha enviado ningún presente a modo de disculpa —agrega al final.

Eso era. Tais se decepcionó, pensó que sería algo más emocionante o algún cotilleo interesante, pero no, era que la niña extrañaba a su cliente más poderoso.

—Es obvio que no solicitará tu presencia, ¿acaso no te enteraste de lo que pasó? —preguntó confundida.

—¿Qué sucedió? —respondió ella a cambio.

Eso llamó su atención, ¿acaso había pasado algo con Augusto y ella no estaba al tanto?

—Su sobrino y futuro sucesor, Marcelo, acaba de morir —contestó Tais, mientras su compañera quedó atónita—. Sí, no lo puedo creer, pero esta mañana comenzó el funus indictivum.

Attis quedó perpleja, desde hace varios años ya que vivía en Roma y había aprendido casi todas sus costumbres. Por lo tanto, sabía que el funus indictivum era cuando una persona elegida se encargaba de pregonar por toda la ciudad que prontamente habría un funeral, así la gente se enteraba y asistía. Sin embargo, dicha acción solo era para personas de alto poder, ya que la mayoría no podía costear tanto.

Lo que la preocupó no fue la muerte del hombre en sí, ella ni lo conocía, sino que había sucedido algo realmente importante para el futuro del imperio y ella ni se había enterado. No podía permitirse eso, Attis no podía descuidarse así.

—Una pena —dijo Tais, Attis asintió solo por hacer algo—. El hombre solía ser uno de mis clientes, no venía muy seguido, pero de vez en cuando aparecía.

—¿Era un buen sujeto? —interrogó la rubia, interpretando la pena de su compañera con el hecho de que le había tomado algo de cariño.

Pero Tais comenzó a reír, mirándola de forma divertida.

—Era un estúpido, ni siquiera en la noche de bodas le fue fiel a su mujer —dijo a cambio—. Pero me pagaba bien, eso es lo que voy a extrañar —y luego pareció recordar algún secreto sucio porque sus ojos brillaron casi con maldad—. ¿Sabes con quién estaba obsesionado ese imbécil? Ni más ni menos que con la hermana gemela de tu querido Alejandro, pero ella siempre lo rechazó y él estaba perdiendo la cabeza por eso. Ese deseo por poseerla era tal, que incluso la mayoría de las veces decía su nombre mientras teníamos relaciones. Solo espero que no lo haya dicho cuando se encamaba con su mujer, pobre la hija del Emperador —soltó. mientras volvía a reír al imaginarse esa situación—. Y hablando de Alejandro, ¿has sabido algo de él? ¿Alguna noticia?

El cambio de tema la tomó con la guardia baja, no se lo había esperado. Pensar en Alejandro le devolvió el dolor que sentía por haber sido humillada por él, Attis se imaginó una vida a su lado, pero Alejandro no pensaba lo mismo.

—No, la última vez que lo vi fue unos días antes de que partiera con el ejército, hace ya como un mes —contestó fría.

Tais asintió notando enseguida el cambio de la situación y cómo Attis no estaba muy contenta otra vez, así que decidió cambiar el rumbo de la conversación.

—Me sorprende que no te hayas enterado, lo anunciaron por toda la ciudad. Tienes que estar atenta Attis, la información siempre es poder si sabes utilizarla bien —regañó.

La otra puso los ojos en blanco, no le gustaba que le recordaran sus errores, pero estaba consciente de que era cierto lo que decía Tais.

—Lo sé, no me volverá a pasar —se defendió.

—Eso espero —agregó la otra—. Una mujer con información y el poder de persuadir es la mejor arma que existe —guiñó un ojo divertida—. Hay que saber engañar a los hombres y conseguir lo que queremos.

—¿Por qué me estás diciendo esto? —preguntó a la defensiva.

Ellas no eran amigas, solo compañeras de cuarto. Era cierto que era con quién más hablaba de todas las mujeres que había en el burdel, las otras no la querían y Attis a ellas tampoco. Pero eso no las hacía amigas y Tais era inteligente y ambiciosa, no daba puntada sin hilo, además, no era estúpida para negar que había una gran competencia en todo el burdel para llevarse a los hombres más ricos. Y desde que Attis visitaba al Emperador, se había convertido en la mujer a derribar por todas las demás.

—Mi tiempo está pasando —comenzó Tais más seria que antes—, pronto ya no seré tan joven y los hombres dejarán de interesarse por mí. ¿Qué crees que me pasará cuando ya no gane dinero?

Attis lo pensó, era la pregunta que rondaba a todas las prostitutas: ¿qué pasará cuando ya nadie se quiera acostar con ellas? Solo que nunca lo imaginó, era joven y bella, estaba en su momento de esplendor y el futuro no estaba cerca. En cambio, Tais llevaba muchos años más en el trabajo, todavía no era vieja pero tampoco tan joven como ella; aún era bella, pero el contorno de sus ojos comenzaba a visibilizar algunas líneas de expresión que con el tiempo se convertirían en arrugas.

—Tuve tu edad y estuve en tu lugar, gocé de ser la más linda y la más buscada pero a diferencia de otras, también fui inteligente —siguió Tais—. Nunca me acosté con un emperador como tú, pero supe aprovecharme de los hombres correctos y así asegurarme mi futuro. Muchas de nosotras cuando envejecen se casan con algún cliente que les tenía aprecio, las que tienen suerte; otras terminan muriendo solas en la calle de hambre —continuó sin perder la seriedad—. Mi sueño nunca fue casarme, toda mi vida se trata de las órdenes que me dan los hombres de cómo quieren sexo y tengo que obedecer, así que para mi futuro no quiero recibir las órdenes de nadie. Por eso no me casaré, sino que me iré a vivir a una pequeña finca en Gaeta, que me regaló un viejo cliente que ya falleció. Era un buen hombre, viudo y sin hijos que me quería mucho y yo me aproveché de eso—Attis estaba sorprendida con lo que escuchaba—. Esa es la razón por la que te digo esto, veo tu potencial y tienes la capacidad para conseguir mucho más que yo. Pero tampoco quiero que te estrelles contra la pared por ser descuidada, es un consejo y una advertencia.

Attis asimiló todo lo que le había dicho y lo proceso en cuestión de segundos, mientras Tais se ponía de pie para marcharse, Attis la detuvo.

—¿Me enseñarías? —preguntó esperanzada.

Tais frunció el ceño sin terminar de comprender a la otra.

—¿Enseñarte qué?

—A engañar a los hombres para conseguir lo que quiero —dijo emocionada—. Cuando Augusto comenzó a enviarme regalos, siempre me dijiste que le prestara más atención y que dejara de lado a Alejandro. Ahora lo veo, el Emperador es el hombre más importante de todos y es de quién más puedo conseguir —terminó extasiada.

Algo en la mirada de Tais se oscureció y en cuestión de segundos acortó la distancia que la separaba de la otra mujer, quedando cara a cara.

—Attis, la primera regla es elegir al hombre correcto porque hay dos tipos, los que puedes manipular y los que no —pronunció y agarró el rostro de su compañera para dejar en claro lo importante que era lo que iba a decir—. El Emperador está dentro de los hombres que no puedes manipular, de ese tipo solo debes aceptar todo lo que te ofrece, nunca pedir.

Attis se mordió el labio un poco enojada por las palabras severas.

—¿Por qué? —se atrevió a cuestionar.

—Porque estás jugando con fuego, no es cualquier sujeto con el que puedas jugar y engañar, es un hombre que te puede destruir si das un paso en falso —aseguró para que entendiera la gravedad—. Los hombres correctos son aquellos que tienen algo, pero que al mismo tiempo no son nadie para los demás. Es decir, tienen algo pero no tanto para influir. ¿Entiendes?

Attis lo hacía, intentar engañar al hombre más poderoso era ponerte una soga al cuello vos misma, un suicidio.

—Lo hago —respondió.

—Júrame que no lo intentarás con el Emperador, si me lo juras, te enseñaré todo lo que sé para tener a los hombres a tus pies de forma inteligente. Júramelo, Attis —terminó con frialdad.

—Te lo juro, solo aceptaré lo que el Emperador me da y no pediré nada —dijo con seguridad.

Tais pareció observarla durante una eternidad, evaluándola para intentar descubrir si decía la verdad; pareció encontrar su respuesta o algo que le agradaba.

—Está bien, prepárate porque te enseñaré cómo conquistar el mundo —dijo divertida.

El cambio de ambiente se notó, la tensión que había reinado segundos antes desapareció y Attis sonrió en respuesta. Ella conquistaría el mundo porque entendía lo que su compañera quería decirle, intentar engañar al hombre más poderoso era ponerte una soga al cuello vos misma, un suicidio; solo si salía mal. Sin embargo, no pensaba fallar porque Augusto era justamente el hombre más poderoso y tal vez, el camino más peligroso pero también era el más corto. Si conseguía tenerlo en la palma de su mano, estaría en la cima en muy poco tiempo y a Attis le gustaban los desafíos.



Al norte de los Campos en el Lacio, 11 de abril del año 23 a.C.


Tiberio notó al hombre correr desde lejos, se veía bastante alterado y venía en su dirección, pero lo ignoró. Siguió escuchando al campesino que le contaba cómo planeaban recuperar sus campos después de la inundación y qué necesitaban para hacerlo, mientras su acompañante anotaba todo. Él ya estaba planeando una forma de conseguir el presupuesto para financiar a todos estos campesinos y ayudarlos a que empiecen a producir lo más pronto posible. Era una inversión a futuro, ya que si los campos se recuperaban rápidamente y producían lo antes posible, así de inmediato se llenarían los silos del Imperio y tendrían abastecimiento de granos para la siguiente catástrofe o complicación que sufrirían, como había sucedido con la inundación.

—Señor —interrumpió un muy agitado hombre, que intentaba recuperar el aire después de su intensa carrera.

—¿Sí? —contestó Tiberio.

—Llegaron noticias desde Roma, mi señor —continuó el hombre.

Tiberio permaneció en silencio y expectante, claramente esperando que continuara. El hombre tragó audiblemente y se puso serio de repente, eso ya empezó a hacer sonar sus alarmas.

—El joven Marcelo, casado con la señora Julia y futuro sucesor de nuestro querido Emperador, acaba de fallecer —dijo y se hizo el silencio.

Fue cuestión de minutos, pero Tiberio inmediatamente le ordenó a su acompañante que siguiera con el trabajo que les habían encomendado, no faltaba mucho, tal vez en una semana terminaría. Mientras que él volvería inmediatamente a Roma, al menos esperaba llegar al cortejo fúnebre final de Marcelo. Así que a pesar de las protestas del escribano, tomó su caballo y emprendió el viaje inmediatamente, no tenía tiempo que perder. Lo hizo solo porque alguien debía terminar el trabajo, tampoco esperó a los guardias para acompañarlo ya que no quería retrasarse, decisión de la cual después se arrepintió.

Ahora se encontraba rodeado de un grupo de ladrones, luchando contra ellos; Tiberio era muy bueno en una batalla, pero después de todo era un solo hombre contra cerca de quince. Su resistencia no duró mucho, pronto se encontró en el suelo, con varios cortes de cuchillo a lo largo de sus brazos y uno en el costado. Su cabeza en la parte de atrás sangraba en algún lugar, le habían robado todo, no tenía dinero y hasta medio desnudo lo dejaron y su caballo también había sido sustraído.

Imaginó que ahora estarían velando a Marcelo, tal vez, dentro de unos días lo estarían velando a él, si lo llegaban a encontrar. Y con ese último pensamiento, cerró los ojos.



Roma, Palacio del Emperador, 13 de abril del año 23 a.C.


Octavia se permitió llorar libremente en la soledad de su habitación, ahora no precisaba ser la mujer fuerte frente a los demás, ahora no precisaba cuidar su imagen de mujer noble, no precisaba ser Octavia la hermana del Emperador, sino que podía ser una madre que acaba de perder a su hijo.

Hace apenas unas horas habían terminado de cremar el cuerpo de Marcelo, sus cenizas fueron recogidas y puestas en una urna, finalmente llevadas al mausoleo familiar para su descanso final.

No lo volvería a ver, ahora solo le quedaba visitarlo durante las fiestas en honor a los muertos. Sin embargo, ya no lo vería reír y tampoco escucharía su voz, no podría volver a abrazarlo y sentir la calidez de su cuerpo, ya no. Su amado hijo, aquel niño que la convirtió en madre por primera vez y le hizo sentir un amor infinito que ninguno de sus esposos logró despertar en ella; había muerto.

Ese día, Octavia se permitió ir rompiéndose de a poco.



Cirta, capital del Reino de Numidia. Palacio del Rey, 17 de abril del año 23 a.C.


Baldo observa al rey trabajar en los tratados que desean presentar a los pueblos vecinos para intentar entablar una relación comercial beneficiosa entre ambos, y dejar de lado las hostilidades constantes que destruyen a los habitantes fronterizos. El rey se había despertado de muy buen humor y con ánimo de cumplir con sus responsabilidades, así que su mano derecha estaba feliz. Las últimas semanas habían sido muy difíciles para Juba, él lo había notado, así que se alegraba de que por fin parecía que su señor estaba olvidando a la joven con la que había estado comprometido.

—¿Algo más? —interrogó Juba, cuando parecía que había terminado con el manuscrito comercial.

Lo vio tan animado y optimista, que Baldo no se atrevió a romper eso.

—No, señor. Ha terminado por hoy —contestó con su constante pasividad.

—Estupendo —exclamó emocionado—. Entonces iré a cabalgar un poco, hace mucho que no lo hago —dijo el rey mientras se ponía de pie—. Nos vemos más tarde, amigo.

—Nos vemos, señor —respondió mientras el otro se retiraba.

Una vez sintiéndose solo, Baldo sacó una última carta que no le había entregado a su rey, ésta no era de la joven Selene, sino de la señora Marcela. En ella, la noble romana y sobrina del Emperador, le solicitaba la ayuda al rey Juba para liberar a la joven Selene de prisión, ya que había sido culpada injustamente de la muerte de Marcelo, el heredero favorito de Augusto.

Baldo suspiró y volvió a guardar la carta entre sus ropas, lanzó una súplica de perdón a sus dioses y a la joven egipcia; pero su rey estaba recuperando su ánimo y se lo veía más feliz, no quería arruinar eso. Lo lamentaba por Selene, pero Juba ya no tenía nada que ver con la situación porque había decidido romper el compromiso, debía arreglar sus propios problemas sola. Su rey no quería tener nada más con ella, se lo había dejado en claro muchas veces cuando se negó a recibir sus cartas y le ordenó a Baldo que las tirara sin leer. Así que él estaba haciendo lo mejor para su rey y para su reino, la egipcia era parte del pasado y Juba muy pronto encontraría a otra mujer.

Lo que escapó del conocimiento de Baldo, es que debajo de todos los papeles que tenía Juba en su escritorio, ahí olvidada hace tiempo estaba la carta que le había escrito Augusto, donde le solicitaba información sobre si seguía adelante con el compromiso. La carta seguía ahí, pero nunca se había escrito una respuesta.





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