04: Recibimiento romano
Ciudad de Roma, capital del Imperio romano, 27 de diciembre del año 30 a.C.
Los habían separado y Selene no sabía por qué. Luego de su llegada a Roma, el Emperador Octaviano se puso al frente de toda la caravana, los guardias abrieron las puertas y él avanzó hacia la ciudad. Todos sus soldados comenzaron a seguirlo siempre respetando el rango, y detrás de ellos, comenzaron a avanzar lentamente las jaulas que contenían a todos los egipcios que habían caído como prisioneros.
La princesa pensó que ellos también entrarían con la caravana, pero se equivocó. A ellos tres, junto con la traductora, los hicieron rodear la ciudad e ingresaron por otra puerta aledaña, casi sin ser vistos.
Las calles de la ciudad de Roma estaban llenas de personas que iban y venían de un lado a otro, algunos ofreciendo sus productos, otros llevando canastos o simplemente caminando, seguramente era una especie de mercado. Esta parte estaba bastante alejada del centro, así que aún no se habían percatado de la llegada del Emperador y todo su ejército, pero los gritos de alegría de los demás habitantes no tardaron en llegar.
Mientras ellos intentaban pasar desapercibidos al caminar, las demás personas comenzaban a dirigirse al centro de la ciudad para saber el origen del alboroto.
Era tan diferente a Alejandría que a Selene le dolía el pecho de solo recordarla.
—¡Caminen más rápido! —dijo exasperado uno de los soldados, para acto seguido empujarla del brazo hacia delante.
Selene aún tenía en brazos a Ptolomeo, por lo que ante el movimiento repentino, se desestabilizó y tropezó, casi cayendo al suelo pero la traductora estuvo ahí para sostenerla y evitar que ambos príncipes terminaran en el suelo.
La mujer le sonrió, Selene había sido educada para agradecer, pero la traductora era una traidora a su gente y no se lo merecía. Así que solo le dirigió una fría mirada y siguió caminando.
—¡Trata bien a mi hermana! Ella es una princesa y tú un simple esclavo de bajo nivel —gritó Alejandro, pero los soldados lo ignoraron porque no entendían su idioma.
Selene le hizo un gesto a su hermano para que guardara silencio y solo obedeciera. Alejandro apretó sus dientes y quiso quejarse, pero al final obedeció a su gemela.
Selene solo podía pensar en que su hermano estaba muy equivocado, ellos ya no eran príncipes, ahora eran los esclavos. Los roles se habían invertido drásticamente, habían estado en la cima y ahora luchaban para levantarse del suelo y evitar que los sigan pisando.
Habían dado demasiadas vueltas, cruzando pasillos pequeños y sin gente, solo para volver a salir a grandes espacios otra vez donde la gente seguía transitando. A pesar de eso, nadie les prestó atención. Selene recordó las palabras de Cesarión: "Roma es una gran ciudad, llena de personas tan diferentes entre sí que ni se conocen y no les importa lo que hacen los demás". Y tenía razón, con solo echar un vistazo, podía distinguir que todos los transeúntes tenían diferentes lugares de origen, seguramente se debía a todos los esclavos que tenía el Imperio después de arrasar con distintos pueblos. Ellos solo eran uno más, en una marea de gente.
Además, la gran mayoría de los romanos se había ido al centro para recibir al gran Emperador y todo su ejército victorioso.
—Hemos llegado —comenzó a decir uno de los soldados, el mismo que los había apremiado para que caminen más rápido. —Usted se encargará de ellos ahora, nosotros vigilaremos las salidas. Tenga cuidado con lo que hace, siga al pie de la letra las órdenes del Emperador, sino se arrepentirá —terminó de forma amenazante, para luego hacerle una seña a los demás, y en segundos todos los guardias habían desaparecido.
La traductora respiró profundo y trató de ocultar el miedo que le recorría el cuerpo después de la amenaza.
—Vamos altezas, es hora de un buen baño —dijo intentando sonar dulce. Nadie le creyó.
Fue en ese momento que Selene se permitió observar el lugar que la rodeaba. El caldarium* era pequeño y sencillo ya que solo contaba con una labra de agua caliente y no tenía grandes columnas adornadas, pero aun así era una habitación luminosa.
Debían estar en un baño romano de algún funcionario ya que no todos los habitantes podían tener uno, pero tampoco de alguien con demasiado poder porque las instalaciones no eran exageradamente grandes y no había ninguna piscina; lo que también descartaba la posibilidad de estar en un baño público.
Antes de que la traductora volviera a pronunciar alguna palabra, Selene avanzó hacia la labra y colocó al pequeño Ptolomeo en su interior. La mujer dio unos pasos tentativos en su dirección, pero la princesa la frenó.
—Yo me haré cargo.
—Es mi trabajo —respondió la mujer y Selene entonó los ojos.
—También era tu trabajo servir a mi madre, pero te vendiste al enemigo en la primera oportunidad —terminó de forma fría.
La mujer apretó los labios intentando contener su rabia, su rostro sereno y dulce desapareció para ser reemplazado por el verdadero, un rostro frío y carente de simpatía.
—Mira niña, no me jugaré mi cabeza por tus tontos caprichos —dijo destilando veneno en cada palabra. —Así que mejor obedece a lo que te digo.
Selene estuvo a punto de contestarle otra vez, pero fue interrumpida por Alejandro.
—Si no quieres que los romanos te maten, entonces mantente alejada de nosotros porque somos capaces de armar un gran escándalo en este lugar y te aseguro que serás tú la que lo pague —mencionó mientras se paraba en frente, la mujer sorprendida retrocedió un paso. —Quédate en una esquina y no intervengas y te prometo que podrás seguir besando las botas de los romanos.
La mujer apretó los puños y quiso refutar, pero la mirada de odio y decisión del niño eran fuertes. Terminó rodando los ojos y cruzó sus brazos.
—Hagan lo que quieran, pero no les quitaré los ojos de encima —terminó intentando recuperar su postura.
Ninguno de los príncipes perdió el tiempo en contestarle, solo la ignoraron. Selene comenzó a limpiar a Ptolomeo y Alejandro se acercó a los dos, pero sin dejar de vigilar a la traductora.
Selene se aseguró de bañar muy bien a su hermano menor, la limpieza para ellos era fundamental y habían pasado meses sin higienizarse decentemente, solo recibían baldes de agua fría cuando los romanos consideraban que comenzaban a tener olor.
Le hubiera gustado poder bañarse en una piscina como tenían en el jardín del Palacio real en Alejandría, pero por ahora debían conformarse con tener agua caliente y productos básicos para su higiene. Eso ya era un regalo de parte del Emperador, lo que hizo temer a Selene, ¿qué estará planeando ese hombre? Solo el tiempo lo diría, ahora tenían que esperar, no podían hacer más.
Octavia, más conocida como Octavia la menor, vio avanzar a su hermano por el pasillo directo a su habitación, así que decidió interceptarlo antes.
El Emperador volteó a ver a su hermana, las ondas de su cabello oscuro caían sobre sus hombros pero su rostro se hallaba despejado, Octaviano vislumbraba su preocupación. Ella siempre había sido bondadosa y serena, muy apegada a su moralidad, perdonaba a todos y no guardaba rencor a pesar del daño que le habían hecho. Odiaba eso de ella y le sacaba de quicio esa infinita generosidad, pero también recordaba que era su única hermana. Ella lo había cuidado siempre, cuando se quedaron huérfanos, le prometió que nunca lo abandonaría. Lo abrazó y lo reconfortó en los momentos más difíciles sin que él necesitara pedírselo, era la única que lo quería sin importar sus actos.
—¿Qué significa todo esto? —interrogó ella apenas obtuvo el reconocimiento de su hermano.
Octaviano formó la sonrisa más grande que tenía.
—Esto, hermana mía, es mi entrada triunfal a Roma después de otra gran conquista —dijo con orgullo.
Ella frunció el ceño y apretó sus labios, sabía perfectamente que su hermano entendía lo que realmente estaba preguntando, solo hacía alardes de su victoria por egocentrismo.
—No me refiero a eso y lo sabes —intentó sonar dura, pero no estaba en su naturaleza—. ¿Por qué apartaste a los príncipes egipcios del resto de los prisioneros?
Sus sirvientes se lo habían informado, mientras su hermano caminaba por las calles de la ciudad junto a todo su ejército, y atrás de ellos todos los egipcios que sobrevivieron a la batalla; los príncipes ptolomaicos fueron alejados e ingresados a Roma en completo secreto.
—Eres demasiado buena —contestó el Emperador, pero Octavia no sabía si lo decía de forma positiva o negativa.
—¿Qué planeas hacer con ellos? —volvió a insistir la mujer. —Acaban de perder a su madre, ten compasión —suplicó.
El Emperador sonrió de una forma extraña y Octavia temió por esos niños, su hermano tenía un lado demasiado cruel cuando quería.
—Tranquila mujer, no pienso asesinarlos —comenzó a hablar, pero su sonrisa no se borró. —Y no te preocupes, acaban de conseguir una nueva madre, así que no creo que extrañen mucho a la anterior.
Octavia frunció el ceño sin comprender, ¿su hermano los mantenía apartados para entregarlos a una nueva familia? Eso no tenía sentido, no sonaba como su hermano, algo le estaba ocultando.
—¿Y quién será esa nueva madre? —interrogó dudosa.
Solo esperaba que no los dejara con una familia pobre o que los maltratara.
—Tú —dijo con alegría y ella abrió los ojos totalmente sorprendida. —Adoptas a todos los niños ajenos como tus propios hijos, tú misma acogiste a los hijos del traidor de Marco Antonio cuando él te abandonó por la egipcia esa, pues ahora te convertirás en la tutora de los bastardos que tuvo tu ex marido con su amante —terminó con burla.
Octavia podía sentir la crueldad de las palabras atravesar sus oídos, pero era cierto. Marco Antonio ya tenía dos hijos con su difunta mujer cuando se casó con ella, mientras que ella tenía tres hijos de su anterior matrimonio, ambos tuvieron dos niñas más mientras permanecieron juntos. Pero cuando él la abandonó por la reina Cleopatra, Octavia regresó a Roma con sus cinco hijos y los dos hijos de Marco Antonio, convirtiéndose en la madre de todos.
—Seré la mejor madre que pueda y daré todo de mí para protegerlos —respondió con seguridad.
Sabía que su hermano tramaba algo y tenía que hacerle saber sobre sus sospechas. Pero la sonrisa de Octaviano no vaciló ni por un segundo.
—Te dije que no voy a asesinarlos, tengo planes mucho más espectaculares para ellos —soltó una carcajada y se marchó por el pasillo hacia su habitación.
Escuchar el eco de su risa hizo que la piel de Octavia se erizara.
Sus planes si fueron espectaculares porque el Emperador Octaviano los transformó en un espectáculo.
No pudo vengarse de la reina Cleopatra, no pudo humillarla ante los romanos, no pudo tener la satisfacción de verla derrotada y de rodillas ante él. Entonces, decidió hacerlo con sus hijos.
Esos tres niños, los únicos que habían sobrevivido a la conquista romana, los últimos descendientes de la gran Dinastía Ptolemaica, sufrieron con las consecuencias de los actos que habían realizado sus padres.
Después de bañarse, los príncipes habían sido vestidos con las mejores prendas, Alejando y Ptolemeo portaban un hermoso shanti** que incluso tenía un broche de oro, como si fueran a un evento muy importante. Mientras tanto, Selene portaba una túnica tubular con flecos, plisados y drapeados, como si aún fuera la princesa egipcia. Se le colocó una peluca completa y debidamente adornada con bellas trenzas y pequeñas horquillas y pasadores.
Los tres portaron anillos, brazaletes, tobilleras, cinturones, diademas, pendientes, broches y espectaculares collares de varias capas elaborados en cobre, plata y oro, con cuentas de amatista, ágata, cornalina, turquesa y lapislázuli. Selene conocía cada piedra, había sido educada para eso, su madre siempre le había dicho que el conocimiento era poder.
Los vistieron respetando su cultura, pero no porque tuvieran buenas intenciones, si no que fue su forma de burlarse.
Cuando los tres parecían otra vez los príncipes egipcios, los hijos de la reina Cleopatra y Marco Antonio, les colocaron pesadas cadenas de oro en sus manos, como grilletes, y los hicieron caminar.
Desfilaron por las calles de Roma, mientras el pueblo romano se burlaba de ellos y les gritaba cosas hirientes, maldecían a su madre y celebraban la muerte de sus padres. Selene quiso llorar, pero se mantuvo firme. Todo fue peor cuando detrás de ellos, dos esclavos tiraban de un carro, el cual contenía un busto de su madre y alrededor de ella habían colocado un áspid, como si estuviera ahogándola.
Ellos ocuparon el lugar que Octaviano había reservado a su madre, pero ésta no quiso ser humillada y decidió suicidarse, así que fueron sus hijos a los que exhibieron como un triunfo.
La humillación no terminó cuando llegaron a los pies del improvisado trono frente al Senado. Octaviano había dispuesto que la mayoría de las personas se fueran colocando a lo largo de todo el Foro Romano, el centro de la ciudad donde estaban los puntos más importantes como las instituciones de gobierno, el mercado y la religión. El suelo aún era pantanoso, ya había sido drenado pero el pavimento del lugar recién había comenzado y todavía no estaba terminado.
Octaviano, para poder mostrar toda su gloria al pueblo, se encontraba sentado delante de la llamada Curia Julia, el imponente edificio hecho con hormigón y recubierto con ladrillos que funcionaba como sede del Senado. El Emperador le daba la espalda a las grandes puertas de bronce que servían como entrada al lugar, y lo único que los separaba de los príncipes egipcios era un simple tramo de escaleras que permitía ingresar al lugar.
Selene apretó los puños al reconocer la silla en la que se encontraba el romano, el asiento tenía un alto respaldo ricamente decorado con incrustaciones de oro, plata, turquesa y otras piedras preciosas. Reconocería esa silla en cualquier lugar porque era el trono que usaba su madre cada día y con el que ella una vez soñó ocupar.
Octaviano sonrió con petulancia y Selene lo odió un poco más si era posible, ese desgraciado además de humillarlos públicamente, también había saqueado su hogar y ahora tenía el coraje de ensuciar el trono de su madre con su despreciable humanidad.
El Emperador se puso de pie y la multitud calló ante la presencia de su líder.
—Mi querido y hermoso pueblo romano —comenzó con su discurso. —El día de hoy hemos regresado victoriosos de una nueva batalla —elevó la voz con alegría y el pueblo gritó y alabó al Emperador. —¡Egipto es una nueva provincia romana! —gritó y los vítores de las personas fueron ensordecedores.
El pequeño Ptolomeo se acercó a su hermana y tomó su mano, estaba asustado y solo quería que todo terminara para poder volver con su madre. Selene lo apretó con fuerza y se obligó a no sucumbir, su pequeño hermano la necesitaba y ella no podía dejarlo solo, se lo había prometido a su progenitora.
Alejandro se mantuvo firme a su lado también, pero se notaba como estaba masticando la rabia y odio que sentía de ser humillado y burlado de esta forma.
—El traidor de Marco Antonio el Triunviro, ha sido derrotado en la Batalla de Accio de donde huyó cobardemente, dejando a toda su flota abandonada —continuó el hombre, mientras los silbidos del pueblo se hacían presentes al escuchar el nombre y las acciones del romano muerto. —Y su amante, la infame Cleopatra VII, también fue una cobarde que se suicidó al verse rodeada por nuestro valeroso ejército —su tono burlesco sacó al príncipe.
Y quiso gritarle y hacerlo callar, todas eran mentiras, su madre no era una cobarde, era la mejor reina que Egipto había tenido. Los romanos solo eran unos asquerosos asesinos impuros, pero su hermana lo detuvo. Colocó una mano en su antebrazo y negó con la cabeza, Alejandro quiso desobedecerla, pero no pudo. Su obligación era proteger a sus hermanos y si atacaba al Emperador, podía darse por muerto en cuestión de segundos.
—Pero como muestra de mi infinita bondad, he traído a los hijos de estos dos personajes que solo son niños y no tienen la culpa de los errores de sus padres.
El pueblo aplaudió una vez más las buenas acciones de su líder, eran como tontos que sonreían para recibir un poco de sobras, Selene sintió pena de ellos.
—Ellos serán romanos de ahora en más, espero que los acojan tan bien como hoy —dijo divertido y todos rieron. —Pero como futuros romanos, deben seguir nuestras reglas —mencionó con un tono totalmente siniestro y odioso.
Unos soldados sostuvieron a los tres príncipes, casi como un deja vú cuando los habían encontrado la primera vez, a Selene le fue quitada la peluca y a Ptolomeo y Alejandro, les cortaron el mechón de cabello trenzado que les caía a un lado de la cara.
Cuando el ultraje estuvo finalizado, los soldados se fueron y dejaron a los pequeños egipcios solos otra vez, rodeados de personas que los despreciaban.
Habían insultado su cultura y creencias, solo en la pubertad se les podía cortar la coleta, marcando así su paso a la adultez, era un símbolo muy importante para ellos. Aunque tal vez, después de todo lo que habían pasado, habían madurado de golpe porque no podían seguir siendo niños inocentes después de presenciar tantas atrocidades.
Los tres quedaron quietos, no sabiendo muy bien cómo proceder, ¿debían reaccionar y rebelarse? ¿O esperar su final con resignación?
Octaviano continuó alardeando de su victoria.
—¡Ya son parte de nosotros! —pronunció con regocijo y burla. —Y para demostrar el buen recibimiento romano, les he traído un regalo muy especial mis queridos invitados.
Acto seguido, Octaviano hizo una seña con la mano e inmediatamente un par de soldados se acercaron con un cofre de madera, que colocaron a los pies de los jóvenes príncipes. El desconcierto reinó en los pequeños egipcios y no supieron muy bien de qué se trataba todo esto.
—¡Ábranlo! —gritó mientras levantaba los brazos y todo el pueblo coreaba, incitándolos a abrir el cofre.
Ninguno se atrevió a dar un paso en un primer momento, pero Octaviano volvió a apremiarlos para que lo obedecieran. Así que Selene fue quien tomó la iniciativa y con lentitud levantó la tapa. Deseó nunca haberlo hecho.
—¡Ahora todos los hermanos están juntos! —celebró con entusiasmo el Emperador romano.
Ptolomeo comenzó a llorar desconsoladamente y Alejandro gritó fuera de sí, sacó afuera toda la rabia, el dolor, el odio y la tristeza que sentía estos últimos meses desde que Alejandría había caído. Corrió directo hacia el máximo causante de toda su desgracia, pero fue detenido inmediatamente por los guardias y retenido con fuerza para hacerlo desistir.
Selene se alejó del mundo que la rodeaba, no escuchó nada más, ni los gritos del pueblo ni las vociferaciones de su hermano, tampoco los llantos de su hermanito y las risas crueles de Octaviano.
Cayó de rodillas y su vista quedó fija y en blanco, no se movió del cofre de madera que habían traído los soldados romanos, donde en su interior se encontraba la cabeza de su hermano Cesarión.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, no le importó contenerlas ya no podía seguir fingiendo ser fuerte. Su hogar ya no existía, la mitad de su familia estaba muerta y estaba completamente desolada, lo único que le quedaba era su orgullo pero ahora también había sido pisoteado por los romanos.
Los romanos, pueblo infame que se creía demasiado poderoso a costa de la sangre derramada de miles de personas que merecían seguir viviendo, Selene no conoció el odio y la sed de venganza hasta el día de hoy.
Rezó y le suplicó a Isis y a Horus, que dejaran caer las siete plagas sobre este pueblo destructor e infame. Tal vez ella no vería su caída, pero supo con certeza que un día toda su gloria se encontraría frente a frente con un ocaso. El Imperio Romano estaba condenado.
Aclaraciones:
* Caldarium: baño de agua caliente. Era la habitación más luminosa y adornada. En las grandes termas había incluso piscinas donde se podía nadar. En las más pequeñas, el baño se tomaba en bañera o depósitos de agua caliente llamados labra.
** La prenda masculina por excelencia es el shanti, una falda confeccionada a partir de una tela corta, cuyos extremos cruzados se meten en el cinturón y se atan con un nudo delantero.
PROHIBO LA COPIA PARCIAL O TOTAL DE ESTA OBRA. NO AL PLAGIO.
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